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El horror, el vacío y la muerte: variaciones de Pablo Alonso Herraiz sobre un cuadro de historia de Goya ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS
Si tuviese que
emplear un término que por sí solo fuera capaz de caracterizar del modo más
preciso la individual de Pablo Alonso Herraiz (Sevilla, 1965) con que inaugura
la temporada 1994-95 la sala de exposiciones de la Diputación Provincial de Málaga,
elegiría éste: singularidad
—manifiesta
no sólo en el propio argumento de la muestra, sino también en la economía de
medios con que el asunto es acometido, en la sobriedad contenida y en la fresca
y lozana factura de todo el conjunto. En
efecto, sorprende en primer lugar la elección del tema, una serie de
variaciones
—personalísima
interpretación— a partir
del célebre lienzo El Tres de Mayo de 1808 en Madrid; los fusilamientos en
la montaña del Príncipe Pío, pintado por Goya en 1814, uno de los escasos
cuadros de historia absolutamente emblemáticos de la pintura occidental de
todos los tiempos, cuya honda reflexión sobre cuestiones capitales que atañen,
bien enalteciéndolo, bien sumiéndolo en el oprobio más abyecto, a lo más
específicamente humano del hombre
—considerado
tanto en sentido colectivo y como individuo (la brutalidad del poder despótico
y militar, la rebelión y el ansia de libertad, el patriotismo desinteresado, el
heroísmo desnudo, ausente de teatralidad, la rabia, la impotencia, el miedo atávico
y la desesperación ante la muerte violenta)—, y cuya genialidad de ejecución
lo elevan a la categoría de símbolo imperecedero, esto es, en producto artístico-espiritual
que trasciende las concretas circunstancias de tiempo y lugar en que fue
realizado, para, de este modo, convertirse en patrimonio indeleble, plástico y
espiritual, de la memoria individual y colectiva. Ahora
bien, ¿por qué un artista que no ha cumplido todavía los treinta años, en la
despreocupada y mediterránea Málaga, decide apropiarse e investigar, con
entera libertad intelectual y de forma, a propósito de su segunda exposición
personal, no ya un tema tan definitivo y comprometido, sino, más arriesgado aún,
un cuadro cuya portentosa fuerza artística y moral puede literalmente aplastar,
gracias a su extraordinario peso específico, a quien intente descifrar y
desentrañar, mediante el uso de la pintura y el dibujo, algunas de sus
principales claves? ¿Qué impulso anímico y qué preocupación estética,
podemos seguir preguntándonos, han conducido a Pablo Alonso Herraiz a detener
su mirada y reflexionar con abierta sinceridad y sin complejos ante la obra de
Goya, precisamente en una época, mediados los noventa, donde, de una parte,
muchos de los, sin ninguna propiedad, llamados jóvenes creadores
orientan su actividad hacia, parafraseando un texto de Enrique Lafuente Ferrari
sobre cierto arte abstracto que se producía en España durante los cincuenta,
un estéril y decadente manierismo que extrae aún su vocabulario de la confusa
y mercantil sensibilidad postmoderna de los ochenta, y de otra, o bien,
en aquellas múltiples ocasiones en que dirigen su atención a los iconos del
pasado, preconizan y recrean una estética hedonista y profana, rebosante de
personajes mitológicos y citas clasicistas, o bien, por último, se inclinan
por realizar sofisticados y desconcertantes ejemplos de eso tan pedante que se
ha convenido en llamar instalaciones, empobrecido y farragoso residuo del
conceptual de los sesenta y setenta? A
mi juicio, la respuesta a estos interrogantes se halla en perfecta
correspondencia con los diversos aspectos de aquella singularidad señalada al
principio. En lo que se refiere a la elección del tema, esto es, el substrato
ideológico de la investigación plástica emprendida, Herraiz observa un
particular interés por el carácter antropológico de la figura humana y por
determinados estados anímicos del sujeto, en tanto que individuo soberano y
libre, enfrentado consigo mismo como consecuencia de la vertiente más
irracional de su propia naturaleza. De ahí la profunda atención prestada a la
imagen de Goya. Pero también ésta, y yo diría que de un modo si cabe más
intenso, suscita en Herraiz una especialísima preocupación estética,
originada en los arduos problemas que plantea el cuadro, muy actuales: la
composición, estructurada a base de simples y poderosas masas volumétricas y
de unas líneas-eje cuya tensión sustenta en gran medida el dramatismo de la
escena; la luz, cuyas diferentes gradaciones acentúa el paroxismo y la densidad
irrespirable de la atmósfera; el color y los gestos, de evidentes acentos dramáticos
y expresionistas; la disposición de los vacíos y el empleo del concepto de
tiempo. Pero
el solo impulso anímico y la sola preocupación estética no bastan para
afrontar con dignidad, esto es, con calidad de resolución y con vocación de
estilo, una investigación artística que toma como punto de partida una obra
tan emblemática. Herraiz sabe, porque así lo ha aprendido en algunos notorios
ejemplos de la contemporánea historia del arte, que el diálogo directo con las
grandes obras del pasado ha de llevarse a cabo con decidida libertad formal, sin
renunciar o subordinar la sintaxis propia a la del autor cuyo producto es
recreado y objeto de interpretación. ¿Qué otra enseñanza, si no, se
desprende de Picasso, un artista por el que Pablo Alonso Herraiz siente
verdadera admiración, cuando, en la etapa postrera de su trayectoria estilística,
recrea con individualísimo acento, en un proteico esfuerzo hermenéutico de los
problemas plásticos que encierras, obras fundamentales de Velázquez, Rembrandt
y Manet? —sólo indirectamente podríamos citar aquí, a fin de respaldar
nuestra opinión, las conocidas composiciones La ejecución del emperador
Maximiliano de Méjico, pintada por Manet en 1867, y Matanza en Corea,
pintada por Picasso en 1951, que aun cuando no constituyen variaciones sobre el
cuadro de Los fusilamientos, sí están universalmente aceptadas como
inspiradas en la terrible escena de Goya. En
la serie de la Diputación, un conjunto de obras sobre papel trabajadas con
ceras de colores y tinta china, destaca, además de esta austeridad técnica, el
interés por la forma primitiva, la síntesis compositiva, la planitud del
espacio plástico, el empleo de los vacíos, la irrupción del tiempo como
sucesión de instantes y el carácter expresionista de la figura, que refleja la
obsesiva presencia de la soledad, el sufrimiento, el horror y la muerte. Estos
temas, sin embargo, a pesar de la facilidad con que pueden entorpecer la
investigación artística y adquirir un pueril sentimentalismo, de ribetes
pseudomísticos y pseudorreligiosos, son tratados por Herraiz sin estridencias,
casi en silencio, con un lejano eco de estética oriental. Desde
los primeros papeles de la serie, advertimos ya qué elementos interesa resaltar
a Herraiz del cuadro de Goya[i].
Veámoslos. En primer lugar, el ángulo casi recto construido por la vertical
del cuerpo semierguido de los verdugos y los fusiles apuntando a las víctimas,
que Herraiz reduce a sus escuetas líneas geométricas, con el claro propósito
de cerrar con firmeza por este lado la composición de los primeros papeles de
la serie. No se le escapa a nuestro joven autor, y así queda reflejado en el
geometrismo de su esquema, el carácter simbólico que imprime Goya al
ocultamiento del rostro de los soldados (programados autómatas, como muy bien
interpretó Picasso en Matanza en Corea. ¿Pensaría Eisenstein, se me ha
ocurrido más de una vez y aprovecho ahora para decirlo, en el lienzo del pintor
aragonés cuando concibió la genial secuencia de la represión llevada a cabo
por los soldados zaristas en las escaleras del puerto de Odessa, en la película
Acorazado Potemkin, donde tampoco se ven las cabezas de los militares
implacablemente avanzando?), eficaz recurso con el que expresa la deshumanizada
impersonalidad de la maquinaria represiva del Estado
—deliberadamente prescinde Herraiz de otro recurso empleado por Goya,
la penetración profunda en diagonal de la fila de ejecutores, cuyas últimas
bayonetas no pueden hacer blanco en el grupo de infelices y que José López-Rey
ha entendido como el deseo de Goya por acentuar los aspectos irracionales de la
escena—. En segundo lugar, la rotunda forma volumétrica del enorme farol, un
hexaedro que Goya ancla firmemente en el suelo y que
Herraiz utiliza, por la
fuerza magnética de su presencia, con fines exclusivamente compositivos. En
tercer lugar, la mortecina luz amarillenta que irradia el candil, traducida por
Herraiz en unos pocos trazos de ese mismo color, situados justo encima del
omnipresente cubo (nadie, que yo sepa, ha aventurado una hipótesis consistente
sobre el significado de ambos elementos, con independencia de la verosimilitud
con que aparecen en el cuadro. Sin ánimo de caricaturizar el método iconológico,
siempre he intuido un cierto enigma en la perfecta forma geométrica, acorde con
los ideales de la razón, de ese foco de resplandor. ¿Simbolizaría Goya, quizás,
a través de la fantasmagórica luz que inunda la escena, la debilitada luz de
la razón que se adueñó entonces de España?). En cuarto lugar, el inmenso y
viscoso charco de sangre, vivamente resaltada ahora en esa mancha de rojo purísimo
debajo de los pies de la figura. En quinto término, ésta última del patriota
arrodillado de la camisa blanca, cuyo luminoso cromatismo concita de inmediato
la atención del espectador del cuadro de Goya. Mucho se ha escrito sobre el
potencial significado de este anónimo representante del pueblo de Madrid en las
primeras horas de lucha contra los aborrecidos invasores franceses. Transido de
expresividad y dinamismo, la mirada fija en sus ejecutores, quizás increpándolos,
los brazos levantados en forma de aspa, es todo un símbolo del coraje y heroísmo
individuales, de la espantosa injusticia del agresor, así como la advertencia
premonitoria de que no va a resultar fácil doblegar a la nación española. Aun
siendo verdad todo esto, no obstante, el historiador sueco Folke Nordström
tensa aún más el arco semántico y ve en el personaje una velada alusión a
Cristo en la cruz. Justifica esta lectura en el gesto de los brazos, en las
heridas que traspasan las palmas de las manos, en la figura sedente, semioculta
por la penumbra, de la mujer con el niño en el regazo a la izquierda del cuadro
(¿la Virgen María?), en el áspero paisaje de los arrabales de Madrid (¿un
nuevo Gólgota?) y en la silueta de las arquitecturas (¿Jerusalén?). Las
principales características de la traducción que hace Pablo Alonso Herraiz
del carismático personaje, virtual protagonista del espacio plástico a medida
que avanza la serie, son la estética primitivista, desprovista de adherencias
retóricas, la individualizada expresividad (¡cómo ha sabido captar la
distancia establecida por Goya hacia cualquier sensación de informe masa
colectiva en el grupo de los condenados!) y una vaga resonancia del aludido
trasfondo religioso. En sexto y último lugar, la oscura e impenetrable noche
del lienzo de Goya, que Herraiz transmuta en grandes espacios vacíos, de
inmaculado color blanco, desolado escenario del tránsito de la vida a la muerte
y de la anhelada fusión con el universo de la figura. Ahora
bien, ¿sólo radical transmutación percibimos en los elementos que Herraiz
escoge del cuadro de Goya? En realidad, también están sujetos, a medida que
progresa la investigación, a profundas y constantes modificaciones, ora
alterando su tamaño y estructura, ora su función compositiva, ora su forma,
que opta cada vez más por simplificarse y reducirse a lo esencial. El color,
por ejemplo, evoluciona del empleo exclusivo de los tres primarios, rojo,
amarillo y azul, al inicio de las variaciones, hasta el negro de los contornos y
el blanco de los fondos en los postreros papeles de la serie. El ángulo formado
por la posición de los soldados, de otra parte, se transformará primero en un
haz de líneas rectas dirigidas al rostro de la figura, y, después, acabará de
desaparecer por completo. El farol, al principio un cubo de generosas
proporciones, quedará convertido en un cuadrado, diminuto e irregular,
suspendido en el espacio. Pero es en la figura donde van a producirse los
cambios más audaces y sobresalientes. Siempre erguida y desnuda
—¿por qué sólo está visible el sexo en la escultura pintada que
Herraiz modela como conclusión de su trabajo?—, con las extremidades de
manos y pies apenas dibujadas, unas veces de frente y otras de perfil, con los
brazos extendidos o ceñidos a la cintura, la cabeza en armonía con el resto
del cuerpo o en exceso voluminosa, concentra en el rostro los sucesivos estados
de ánimo y el transcurso de la temporalidad en el sujeto. Casi
nada hemos dicho hasta ahora de la utilización por Herraiz de la idea de
tiempo, distinta a la de la imagen de Goya. Mientras éste hace coincidir, en el
mismo espacio de la representación, el pretérito (el grupo que yace muerto en
el suelo), el presente (quienes van a recibir en una fracción de segundo la
descarga) y el futuro (el numeroso y abigarrado montón de los que aguardan ser
ejecutados), Herraiz, en cambio, se circunscribe al presente (es un decir;
nuestro autor sabe que el puro presente es una abstracción, un concepto sin
existencia real: todo presente, por definición, es un pasado), ininterrumpida y
vertiginosa sucesión de instantes que modulan la expresión del personaje,
desde el espanto y la desesperación, como cuando tacha y emborrona con gruesos
trazos el rostro, hasta la fijeza, la quietud y el ensimismamiento. Diríase que
el pintor muestra un vivo interés por desvelar ciertos detalles de la psicología
individual, las reacciones del sujeto en cada momento de la acción. Con todo,
el tiempo no es aquí uniforme, la sucesión de instantes señalada no es lineal
ni cronológica: la idea de tiempo es circular, cíclica. Goya detiene la acción,
aunque sin restarle dinamismo, para que podamos meditar ampliamente sobre lo que
está ocurriendo, para erigirla en símbolo. Herraiz la desarrolla en un
espacio mudable y en un tiempo cíclico. No es que fugacidad y eternidad se
confundan (la perspectiva del sujeto por el que transcurre la acción no es la
misma que la del observador; también esta dualidad se aprecia en el cuadro de
Goya), sino que la edad del personaje de las variaciones es imprecisa,
intemporal, mejor dicho, simultáneamente
—¡nos hallamos siempre en el presente!—
es un adulto, un adolescente, un niño. En este aspecto, la imagen de la
crucifixión y el grito de dolor son más visibles en la edad adulta,
cuando la figura, dibujada con nerviosas líneas de tinta negra, está enmarcada
por un rectángulo, que le recorta a la altura de la frente y del pecho. El
trabajo de Herraiz concluye con un cuadro de considerables dimensiones y con
una escultura de bulto redondo de más de un metro de altura. El cuadro, síntesis
pictórica de toda la serie, guarda una estrecha relación, a través de sus
formas, signos y colores, con los intereses mostrados en las variaciones sobre
papel. Destaca la figura de un niño de apariencia inocente, con la cabeza
ligeramente inclinada y que mira con sus grandes ojos hacia delante. Este niño
desnudo y solitario, quizás desvalido, quizás implorando una respuesta
imposible, cuyo trazo nos recuerda los dibujos infantiles, es de una extrema
fragilidad. Su cuerpo flota en el espacio blanco, en una atmósfera onírica,
como los personajes y animales de algunas telas de Chagall. Sólo que aquí el
vacío es mayor, punteado de signos y pequeñas manchas de color que evocan un
paisaje cósmico. El personaje de Herraiz
—¿o quizás, acaso, el alma?—
retorna, de este modo, a sus orígenes, ha recorrido el ciclo completo de
un tiempo circular. En cuanto a la escultura exenta en yeso, cuyo cromatismo la
vincula a todo el trabajo anterior, ofrece una amplia base sobre la que se
apoyan, una de ellas arqueada, las dos macizas extremidades inferiores. Esta
obra es el resultado más elocuente de cuál ha sido el máximo desvelo de Herraiz
en las sucesivas etapas de su experiencia estética. El eco del héroe de Goya
no existe ya. Para quien conozca la evolución de la figura transmutada hasta lo
irreconocible por el joven artista sevillano, los únicos signos que delatan
remotísimamente su procedencia son la nota de rojo en el abdomen, la expresión
del rostro y la mutilación de las manos, símbolos de la lejana tragedia.
Estamos, pues, ante una obra independiente, liberada de la constricción del
espacio bidimensional, absolutamente autónoma, en donde la reflexión antropológica
de Herraiz se hace compacta y sólida materia plástica. [i] Sobre el significado general del famoso lienzo de Goya, que se conserva en el Museo del Prado, resulta muy útil la lectura del estudio que le dedica Folke Nordström en su libro Goya, Saturno y melancolía. Consideraciones sobre el arte de Goya, editorial Visor (colección «La balsa de la Medusa», nº 16), Madrid, 1989, páginas 206-221. Nordström, desde una perspectiva próxima al método iconológico, realiza una interpretación donde el tema del horror, el heroísmo, lo individual frente a lo colectivo, la nobleza de los vencidos y el trasfondo religioso de algunos personajes y del paisaje adquieren una importancia capital.
Publicado originalmente en el catálogo de la exposición de Pablo Alonso Herraiz celebrada en la sala de la Diputación Provincial de Málaga (C/ Ancla, 1) de septiembre a octubre de 1994. |