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La identidad transgredida Instalación. Pablo Alonso Herraiz. Galería Marín Galy. Málaga. C/ Duquesa de Parcent, 12. Hasta el 10 de noviembre de 2001. Si la reflexión sobre la condición humana que viene caracterizando desde hace un lustro el trabajo de Pablo Alonso Herraiz (Coria del Río, Sevilla, 1965) le condujo el año pasado, a partir del análisis de los experimentos de Pavlov, a investigar el mundo de los instintos primarios, en esta ocasión su estudio se detiene en la perversión del comportamiento sexual y en la dolorosa renuncia a la propia identidad, tomando como referente intelectual los textos de Sade. Pero, más que estar sujeto a algunas de las más sugestivas interpretaciones acerca de la obra del divino marqués —Sade como creador de lenguaje (Barthes); o bien como crítico del orden económico existente: sólo es posible o la comunicación de los seres mediante el intercambio de sus cuerpos o la prostitución bajo el signo de la moneda (Klossowski); o bien como el literato perfecto, esto es, aquel que construyó una ficción para darse la ilusión de ser (Camus)—, o quizás integrándolas todas, Herraiz se atiene primordialmente a la dimensión pornográfica de sus novelas, es decir, a un Sade descriptor del mal y del vicio, de tal modo que, mediante un ejercicio de simulación icónica, confronta imágenes de aprendices de libertinas sadianas con imágenes pornográficas propiciadas por la ciencia (fotografías de operaciones de cambio de sexo). Tres aspectos al menos de la instalación merecerían ser subrayados. En primer lugar, el simulacro de las imágenes, metáfora de nuestra propia farsa moral: ni los cuadros pintados corresponden al autor y fecha indicados (son, obviamente, del propio Herraiz), ni existe tal Museo de Sade, ni los grandes retratos de presumibles libertinas son otra cosa que retratos de inocentes jovencitas victorianas; en segundo lugar, el planteamiento general de la propuesta desde un punto de vista paródico, irónico, tragicómico (repárese en el retrato al óleo de una perra como si fuera un transexual); en tercer término, ese carácter perverso de la ciencia (sobre todo de la biomédica) que Herraiz lleva denunciando algún tiempo y que ahora se concreta en la posibilidad de cambiar la propia naturaleza. Pero también hay otras propuestas que integran o se superponen a las anteriores, permitiendo nuevas lecturas. Por ejemplo, el color rojo burdeos de que ha sido pintada toda la habitación, un color aristocrático que, junto a los marcos dorados de los cuadros, es un guiño a los elegantes salones de las clases altas, pero que asimismo evoca el plasma sanguíneo; la invocación a la muerte que se desprende de los retratos de las adolescentes libertinas, espectros que asisten a lo que ocurre en la operación; la impúdica intercambiabilidad y mutación de los orificios del cuerpo gracias a la cirugía; la analogía, en fin, entre el amor y la muerte, ofrecida por Herraiz en forma de sufrientes y tortuosas historias de amor: tanto aquellas que relatan cómo por amor hacia otra persona puede llegarse hasta renunciar a la propia identidad, ejerciendo una lacerante violencia sobre el propio cuerpo, como aquellas que vienen a constituirse en metáfora del sacrificio que es capaz de hacerse por un acto de amor (como esa novia con la mano quemada y semiamputada que pronuncia el «Sí quiero»). © Enrique Castaños Alés Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 2 de octubre de 2001
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