Luis Amavisca y la poética de la soledad

Fotografía, instalación y vídeo-escultura. Luis Amavisca. Candor.

Galería Isabel Hurley. Málaga. Paseo de Reding, 39. Hasta el 18 de abril de 2009.

 

 

 

La producción reciente de Luis Amavisca (Santander, 1976), orientada principalmente hacia la fotografía y el vídeo, ofrece dos intereses fundamentales y al mismo tiempo complementarios: el cuerpo y el contenido simbólico de la imagen. Esta es de nuevo la línea de investigación que explora con mayor profundidad aún en Candor, una muestra que se centra en el tema de la soledad humana individual, pero también en la marginación, la fragilidad ante la dominación y el suicidio. La exposición está concebida siguiendo un Luis Amavisca. Fotografía analógica impresa sobre aluminio de la muestra CANDOR (2007-2008). itinerario dramático, desde el prólogo hasta el desenlace, recorrido cada vez más complejo también desde el punto de vista de la concepción material y tecnológica de las piezas. La polisemia que le es consustancial se apoya en buena medida en la doble acepción que del término «candor» recoge el Diccionario de Autoridades: una primera acepción como la «blancura que tiene en sí resplandor y arroja de sí una como luz», y una segunda acepción en que se toma «metafóricamente por la sinceridad y pureza del ánimo, sin mezcla de malicia, ni pasión que perturbe su sosiego y tranquilidad».

La primera acepción es el substrato que atraviesa toda la exposición, con ese personaje femenino con la cara pintada de blanco y los fondos de blanco que lo envuelven, y aquí Amavisca está tomando en consideración buena parte de la tradición de la estética de la luz en el Medioevo, una tradición que tiene una de sus estaciones decisivas en la obra del Pseudo-Dionisio Areopagita, de fines del siglo IV o principios del V, quien, en el capítulo II de La jerarquía eclesiástica, que versa sobre la iluminación, habla de la importancia del blanco en el rito de la iniciación que supone el sacramento del bautismo. También Juan Escoto Erígena, en el siglo IX, que había traducido los escritos del Areopagita al latín, va a entender la luz como una fuente de belleza, como ha subrayado Edgar de Bruyne. La luz y el blanco, símbolos de la gracia, de la transfiguración; el blanco como color de la teofanía, nos recuerda Marie-Madeleine Davy.

Pero el personaje de Luis Amavisca no es sólo candor, luz y blancura resplandeciente, sino que padece, está solo, es frágil, se siente extrañado, quién sabe si cosificado, y puede desembocar en la locura. Es decir, que esta mujer joven que se repite en las sucesivas imágenes de la muestra como en una secuencia in crescendo, no remite únicamente a la candorosa Inger de la inmarcesible Ordet de Dreyer, sino que también lo hace al complejo carácter lleno de miedo, angustia y melancolía de la Irene Girard de Europa 51 de Rossellini. En algunas fotografías del final del drama escenificado por Amavisca, vemos a la muchacha vestida con un ropaje blanco abrochado con correas y los labios pintados de carmín con un fuerte trazo gestual. El encorsetamiento de una vida oprimida y la sutil presencia de la muerte. Resulta curiosa la coincidencia de recursos y de referencias con otra artista de la galería, con Paloma Navares, por ejemplo la evocación a Emily Dickinson. La última pieza, una vídeo-escultura, es muy buena, y además está llena de delicada poesía: la presencia se disuelve, el cuerpo se volatiliza, la persona que hay dentro de esa joven omnipresente no puede resistir más y acaba en el silencio, en un frío silencio vacío, que no es otro que el de la muerte. Al menos en este drama el candor ha sido vencido. Amavisca se inclina en esta ocasión más por cierto Rossellini que por el último Dreyer.

 

 

 

 

© Enrique Castaños

Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 27 de marzo de 2009