Rumor de materia poética

Enrique Castaños Alés

 

 

El origen y la existencia del arte descansan en la aprehensión inmediata del mundo por una fuerza singular del espíritu humano. Su significado no es otro que una forma determinada en la que el hombre no sólo pretende tomar conciencia del mundo, sino a la que en realidad se ve obligado por su naturaleza.

Konrad Fiedler (1876).

 

 

En el heterogéneo panorama de la pintura española de este fin de siglo, la silenciosa y recatada obra de María Aranguren (Madrid, 1961) se nos revela como una nueva y virginal epifanía del insondable misterio de la creación artística. Este juicio viene sugerido, en primer lugar, por el estatuto ontológico y la autonomía estética de que gozan sus cuadros, ya que en ellos la vida interior del espíritu, bien sea como experiencia íntima ante las más sencillas y candorosas manifestaciones de la naturaleza, como sentimiento ante los seres y objetos del mundo o como remembranza de la propia biografía, se traduce en pura forma estética. De ahí que nos invite especialmente a que la juzguemos sólo por lo que tiene de esencial y constituye la intención de la autora, ya que en este caso, más aún que en otros muchos coetáneos, parece que deba cumplirse aquella aseveración de Fiedler según la cual «es imposible encontrar el arte por otro camino que el suyo».

Pero esa anhelada, y tan difícil de alcanzar, soberanía de que gozan las composiciones de María Aranguren, viene ante todo determinada por el grado de intuición que contienen, esto es, por el profundo convencimiento de la pintora de que, más allá del conocimiento científico e intelectual del mundo, persisten territorios de sombra y enigmas por resolver que sólo la intuición, entendida como método autónomo de conocimiento, puede penetrar. Perseverar en la intuición, a María Aranguren. "Sin título", 1999. Técnica mixta y collage sobre lienzo. 35 x 35 cms. pesar del sentimiento y sobre la abstracción de los conceptos, es uno de los requisitos primordiales para demostrar, según dirá también el padre de la pura visibilidad, oficio artístico. Comprensión intuitiva del mundo que a su vez se sostiene en el libre uso de la capacidad perceptiva del artista, sin otro fin ni otra meta que la libre configuración de la forma artística.

Contemplando los cuadros de María Aranguren, también se acuerda uno de las palabras de Klee: «¿Qué crea el artista? ¡Formas y espacios!». Espacios vacíos y silenciosos en los que se tranquiliza el alma y se sosiega el ánimo impetuoso son estos ámbitos que crea la pintora madrileña, leves insinuaciones de la experiencia íntima ante la realidad y del amor por las cosas que, como en un hermoso texto crítico ha indicado Javier Maderuelo, parecen participar, en el plano abstracto, de esa «metafísica de la ausencia» que se desprende de los bodegones de Morandi. Espacios pintados con extraordinaria sensibilidad y sutileza, cuyos cadenciosos y armónicos tonos cromáticos   —grises, azules, ocres y rosas—   cobijan signos elementales, principalmente pequeños círculos y líneas de vez en cuando palpitantes en su vida contenida por febles trazos. Ellos ordenan la composición en direcciones casi imperceptibles, pero poseídas de la firmeza que sólo contienen los perfiles de las formas interiores del espíritu.

Se podría hablar, y resultaría legítimo, del simbolismo que subyace en estas composiciones, por ejemplo en los círculos, que parecen aludir a una representación del tiempo, en cuanto sucesión continua e invariable de instantes todos idénticos unos a otros, o en el cuadrado, símbolo de la tierra, antítesis de lo trascendente y, junto con el círculo, la única forma geométrica absolutamente bella en sí misma según Platón, pero quizá sea más oportuno referirse a la vasta tradición plástica en la que bebe, con acento personalísimo, la ingrávida abstracción poética de María Aranguren, desde los collages de los primeros años de la vanguardia histórica hasta ciertos lejanos ecos de algunos cuadros de Rothko y de Twombly. Pintura callada, reservada e íntima, como el suave rumor del agua límpida que brota de un hontanar escondido en las montañas, y en la que parecen resonar las palabras de Jules Vallés rememoradas por Bachelard: «El espacio me ha dejado siempre silencioso».

Publicado originalmente en el catálogo de la exposición de María Aranguren celebrada en la

sala de arte de la Universidad de Málaga en enero de 2000