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¿Arte posmoderno? ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS Desde finales de
la década de los setenta, aunque en España con un cierto retraso, el escenario
de la creación artística y del discurso filosófico se ha visto dominado por
el debate en torno a la postmodernidad. Innumerable cantidad de seminarios,
ciclos de conferencias, artículos y entrevistas en la prensa diaria y en las
revistas especializadas, muestras y ferias internacionales de arte nos ofrecen
desde hace unos años su incapacidad para abandonar un espacio que ha devenido
en círculo teorético-discursivo inútil, ligado no pocas veces a imperativos
de la moda y a corrientes impuestas por los ubicuos medios de comunicación. La
postmodernidad o la condición postmoderna se ha revelado como un concepto vacío,
o, cuanto menos, confuso. Ello se desprende de los intentos de definición y
conceptualización que vienen proponiéndose, sagazmente aprovechados por
artistas, críticos y galeristas, buenos conocedores de la demanda del mercado y
sus oscilaciones, pero cuyo proyecto estético aparece desarticulado,
incoherente, a veces cínico, a veces oportunista. El ejemplo de Bonito Oliva,
«padre» de la transvanguardia italiana, ilustraría, mejor que ningún otro,
esa actitud, sin que dejemos de reconocer notables valores plásticos en algunos
pintores transvanguardistas, como es el caso de Francesco Clemente y Enzo Cucchi.
Entresacando
al azar algunas de aquellas
propuestas de definición, hay quien, para hablar de postmodernidad, precisa se
establezca antes una diferenciación entre los conceptos de moderno, modernidad,
modernización y modernismo (Tomás Maldonado); quien la entiende,
básicamente, como un «retorno al individualismo» (Lipovetsky); como el «espacio
crítico que nos separa de la modernidad» (José Ángel Valente); como aquello
que «encierra un sentido original de la historia» (Claudio Guillén); la «indeterminación,
dispersión, fragmentación, inmanencia» (Jorge Lozano), y, en fin, como una
configuración discursiva característica sin localización histórica (Lyottard).
¿Qué se pretende, pues, delimitar cuando se dice postmodernidad? ¿Podemos, en
rigor, nombrar un espacio-tiempo que, actualmente, haya sucedido y se sitúe
detrás de la modernidad? En una reciente aportación teórica a este
debate, el poeta Dionisio Cañas comenzaba citando unas palabras de El
Anticristo de Nietzsche, en verdad clarificadoras del impasse que
atravesamos: «La humanidad no representa una evolución hacia algo mejor, o más
fuerte, o más alto, al modo como hoy se cree eso. El progreso es
meramente una idea moderna, es decir, una idea falsa». Trasladando esta reflexión
a la situación presente, pareciera, en efecto, que de la misma manera que
Nietzsche se rebela contra lo moderno, es decir, lo falso, los artistas jóvenes
pretenden negar una herencia moderna, apostando por un quehacer ecléctico.
Ahora bien, ¿no constituye Nietzsche, al igual que en otro sentido Baudelaire,
una individualidad que nos seduce y asombra hoy precisamente por su carga de
modernidad? Su vigencia, ¿no reposa en haber pensado desde la modernidad para
la modernidad del futuro, que es hoy la nuestra? Quiero decir: ¿puede
afirmarse, en términos artísticos, que la modernidad ha concluido? Quizás no
vuelvan a darse nunca muchos de los presupuestos que hallamos en su origen, pero
¿derívase de ahí un agotamiento respecto al desarrollo de sus
potencialidades? Eclecticismo,
«revivals», neotradicionalismo, profusión de citas históricas,
permanente revisión del legado de la vanguardia: ello no configura un corpus
teórico y práctico que autorice establecer un corte epistemológico con lo
pasado, como si se hubiesen instalado signos lo suficientemente sólidos y
estables que permitan definir un nuevo arte, en nuestro caso un arte postmoderno.
Es un sentir general, reafirmado hace pocos días en Sevilla por el crítico
neoyorquino Paul Taylor, que el arte se convierte cada vez más en un espectáculo,
lugar de encuentro —hoy los
encuentros se caracterizan por servir de soporte al des-encuentro, por mostrar
el alejamiento y la soledad vacía de los que a ellos acuden—
de públicos despersonalizados, ávidos de consumir productos fáciles, débiles,
cuya nada vacía, sólo llena por el valor fetichista de la mercancía,
autosatisface su propia mediocridad. ¿Tiende el arte a estabilizarse en esta
dirección? ¿Seguirá manteniéndose, de otra parte, el actual predominio de la
producción técnica sobre los momentos expresivos de la creación artística?
Quisiera creer, por el contrario, en el carácter de paréntesis del momento
presente como periodo de gestación. Es
cierto, como ha subrayado Gianni Vattimo, que la antigua capacidad del arte,
puesta de manifiesto a lo largo del siglo XX, de indicar una forma de «existencia
reconciliada», se ha visto sustituida por la «presentación de múltiples
formas de existencia posibles, de modelos diversos y alternativos que, en su
misma y explícita multiplicidad, funcionan como instrumentos de emancipación».
A partir de la presencia de la nueva dimensión heterotópica del arte,
muchos creen que ya no le hace falta la carga utópica que le caracterizó hasta
hace pocos años. Desde el expresionismo al superrealismo, desde el informalismo
al conceptual, el arte y los artistas dejaron constancia de su voluntad por
mantenerse fieles a un proyecto de desacato frente a lo normativo; también por
el convencimiento de que su actitud y su actividad socavaban de raíz el orden
social, ayudando a su transformación (aunque a partir de 1945 ese proyecto, más
que colectivo y unitario, se individualiza, aislándose progresivamente). Pero
si el arte, como parece desprenderse de la nueva experiencia estética surgida
en la década de los ochenta, se desvincula por completo de aquel proyecto, en
el que se intenta salvar la fractura, aun cuando nunca se consiga, entre el
hombre y la naturaleza, seguirá, quizás, llamándose arte, aunque habrá
perdido un componente que lo define desde hace más de quince mil años. A esta
trágica inquietud se suma otra: el sujeto creador debe reconocerse en la obra
de arte realizada y ser plena y honestamente consciente, además, que la labor
ha sido bien hecha. Presiento que vivimos una época en que esto se olvida con
frecuencia. Terminaré estas pocas líneas preñadas de interrogantes con dos reflexiones de Rilke extraídas de una selección de cartas escritas sobre los años veinte, que han aparecido recientemente bajo el título de Teoría poética. En la primera de ellas, define el arte; en la segunda, se pronuncia sobre el estado que debe presidir la relación entre el artista y su obra: «El modelo parece, la cosa de arte es». «No eres quien pretendes ser [...] mientras que el trabajo no se te haya hecho completamente naturaleza; de tal manera que no seas capaz de realizarlo más que justificándote por él».
Publicado originalmente en el número 130 del Suplemento Cultural del diario Sur de Málaga el 5 de diciembre de 1987 |