La realidad del pensamiento

 

ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS

 

Considero que el arte, el de cualquier época, no se crea para los sentidos, sino para la conciencia.

Elena  Asins

 

 

Más de una vez en sus escritos y declaraciones, Elena Asins (Madrid, 1940) se ha referido a la importancia que en su formación autodidacta tuvieron tres acontecimientos consecutivos en el tiempo: la experiencia del Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid a finales de los sesenta y principios de los setenta, el contacto con el profesor Max Bense en la Universidad de Stuttgart, también a principios de los setenta, y la estancia en la Universidad de Columbia a comienzos de los ochenta. Respecto a la primera, si bien Elena asistió a sólo algunas reuniones del seminario de Generación Automática de Formas Plásticas que había sido creado en diciembre de 1968 por el matemático Ernesto García Camarero, y si bien no llegó entonces a producir ningún trabajo con la computadora, siendo lo más destacado de su contribución el artículo sobre la obra de Piet Mondrian que apareció publicado en el libro Ordenadores en el arte, editado por el Centro en 1969, fue suficiente para que por vez primera en su vida tomara conciencia de las bases matemáticas del arte, de la relevancia que poseen la idea y el proceso de gestación en el producto estético final y de las posibilidades que se le abrían al arte con el empleo de otros medios distintos a los tradicionales. Estos descubrimientos vendrían a reforzarse con la enseñanza recibida de Max Bense en Alemania, cuando el padre de la estética teórico-informacional la inicia en el estudio de la semiótica y de la gramática generativa, y sobre todo con la investigación desarrollada en los Estados Unidos, en cuya Universidad de Columbia Elena Asins realizó ya obras con la ayuda directa del computador.

Desde entonces el uso de la calculadora electrónica, entendida como herramienta de trabajo y no como un fin en sí mismo, ha acompañado todo el trabajo artístico de Elena, la única persona, junto a Manuel Barbadillo, que de las participantes en la pionera experiencia madrileña ha continuado investigando las potencialidades de la máquina en su aplicación al campo de la plástica. Pero, paralelamente a esta circunstancia, que la convierte en una destacada representante, aunque tardía, del computer art, la producción artística de Elena se ha caracterizado por el rigor en el empleo de la geometría, por la completa ausencia en sus composiciones de referencias al mundo de la realidad natural y por la trascendencia concedida al concepto, lo que ha hecho de ella no sólo una figura esencial del arte normativo en España, sino, como con razón ha señalado Javier Maderuelo, la única artista española, stricto sensu, propiamente conceptual.

 

Los trabajos expuestos ahora en el Colegio de Arquitectos de Málaga, y que se mostraron por primera vez en Madrid, en el Centro Cultural de la Villa, en diciembre de 1995, han recibido la simbólica calificación de Menhires por su autora, quien, asimismo, nos ha proporcionado indicaciones muy valiosas sobre su origen y significado[1]. En cuanto al primero, hay que remontarlo a enero de 1990, momento de inicio de las investigaciones en torno al Canons 22, llamado así tanto porque durante su estancia en Hamburgo había empezado a denominar «canons», en recuerdo a Juan Sebastián Bach, las partes mínimas de que se componía una obra, como por el número de partes hallado hasta ese instante. En realidad, el Canons 22 se componía de 72 figuras y estaba presidido por la sucesión ininterrumpida de «una deconstrucción y una construcción, una descendencia y ascendencia» motivada en el inusual hallazgo de nuevas relaciones entre el centro y la periferia «a medida que la obra va ocupando espacio»: progresivo vacío del espacio central y expansión de la periferia, frente a las leyes visuales que afirman precisamente lo contrario.

Justo después de investigar tridimensionalmente el Canons 22, lo que dio lugar en 1994 al Proyecto para una ciudad, Elena realiza ese mismo año la serie A concept of one structure, de la que surgirá, por la selección e individualización de una sola de las figuras que la componían, la serie de los Menhires. Lo que en realidad ocurrió es que, en su afán por encontrar una figura que tradujese fielmente su concepción sacra y espiritual del espacio que le subyugaba en esos momentos, Elena había agrupado en A concept of one structure cuatro figuras bajo la denominación de «dolmen», llamándole de inmediato poderosamente la atención el espacio en forma de cruz que se creaba entre ellas. Aisló, pues, una de estas figuras y la llamó «menhir», siendo el primero construido, y que serviría de base a los demás, el Menhir 2, reproducido en la ilustración adjunta. Un «menhir», en cuanto forma gestáltica, según ella misma lo ha definido, «es una superficie espacial cuadriculada a lo ancho, lo largo y lo alto en seis partes, de las que yo resto dos de una cara y media parte de otra, en un plano bidimensional». A continuación, «cumplida la necesidad» de esta construcción que es el «menhir» como forma independiente, y una vez resuelto el problema de la luz, para lo que decidió que el tono cromático de la construcción fuese el negro, por ser precisamente el único que no dejaba «escapar ningún soplo de vida», Elena comenzó «a intuir y anhelar un templo para la vida y el sigilo, para la meditación a través de un espacio también arquitectónico, habitable, intervenido, pero lúcido y glorioso». Es entonces cuando lleva a cabo una segunda construcción, mucho más compleja, y que es la que aquí se exhibe, compuesta de un número determinado de «menhires» dispuestos en hilera y, lo que resulta fundamental, «relacionados entre sí, no de forma aleatoria, sino sistemática»[2].

La obra Menhires constituye un punto muy alto en la evolución artística y espiritual de Elena Asins. En ella se trata de ofrecer una respuesta   —mejor dicho, varias respuestas que se entrecruzan y dialogan entre sí dialécticamente, ya que no estamos ante una obra cerrada, acabada e impenetrable, sino ante una obra abierta susceptible de sugerir múltiples interpretaciones en el espectador e incitarle a extraer diversas conclusiones—   a los principales interrogantes que han jalonado la trayectoria y la investigación estética de la pintora. Entre ellos, en primer término, qué relación tiene el objeto estético con el mundo del pensamiento, cuestión capital a la que Elena Asins responde que indisoluble, ya que el objeto estético, más incluso que por su condición de objeto material, de entidad física objetiva construida con un repertorio de elementos materiales, primordialmente se define por su carácter eidético, por ser pensamiento. En este sentido, decía hace poco Elena: «El objeto artístico es tan sólo el envoltorio que encierra la verdadera imagen, la idea básica sustancial, que no puede ser fabricada, ni ser vista, ni ser dicha, sino tan sólo ser pensada»[3]. De ahí la razón que asiste a Javier Maderuelo cuando sugiere que Elena, en rigor, no podría haber sido expulsada como artista de la República platónica, ya que si bien el filósofo griego excluye de su Estado utópico a lo que él llama «artistas», quienes se caracterizan «por traicionar doblemente la realidad» al hacer como hacen «copias de copias de la realidad», Elena, en cambio, con absoluta visión contemporánea, comprendió hace mucho tiempo que el arte no es mímesis ni representación de la realidad natural, sino esencialmente idea, entendida ésta como la verdadera realidad[4]. Ello la emparenta con una tradición que arranca en la modernidad con Leonardo y que se extiende hasta la neovanguardia, con exponentes tan señeros como Kosuth y Georg Nees, éste último no sólo uno de los primeros matemáticos alemanes y de todo el mundo en el campo del computer graphic, sino también de los más precoces teóricos de la tendencia en señalar la preeminencia del programa con el que debía trabajar la máquina y de todo el proceso de elaboración de la obra frente al resultado final con unas determinadas características físicas y materiales.

En segundo lugar, y en esto también queda vinculada la producción de Elena con una tradición que parte del Renacimiento, el arte busca su propia verdad, la verdad estética, a través de la geometría y de un lenguaje puramente matemático, basado en el número, pero también en el ritmo y proporción entre sus distintos elementos. Uno de esos elementos esenciales es el cuadrado, fundamento precisamente de la estructura base del Menhir 2. Acerca de esta figura geométrica, nacida con las más antiguas civilizaciones históricas, decía Elena en febrero de 1990: «El cuadrado es estático; no necesita del cambio porque es perfecto y completo en sí mismo. No se activa porque se satisface de su sola presencia; es el lugar de las líneas armónicas, de la elevación de la visión, del equilibrio, casi del lugar sacro, porque, figurativamente hablando, el cuadrado es lo honesto, lo justo, lo santo»[5]. De otro lado, la relación que los distintos elementos de la obra establecen entre sí es lo que Elena ha definido desde hace bastante tiempo como «estructura». En un texto a mi juicio clave, Estudios y reflexiones sobre pintura[6], ya nos decía en 1979: «Toda estructura es en sí misma una concreción de totalidad, un sistema cerrado codificado por unas leyes constantes y propias. Su concretitud es internamente comprendida». Esta reflexión nos conduce directamente al sentido de la «verdad estética», presente en Menhires por encima de su hipotético significado simbólico. Lo que quiero decir es que con anterioridad a ese significado la obra se nos revela como significante, esto es, como una realidad autónoma: «La obra de arte sólo se representa a sí misma, es por completo autónoma, y no tiene nada que ver con el mundo y la clase de sentimientos que habitualmente sentimos»[7]. La primera parte de esta frase nos recuerda la definición kantiana de belleza como finalidad sin fin, una forma final subjetiva sin ningún fin particular, una pura forma que tiene su fin en la misma representación[8]. Respecto a la segunda parte de la frase, repárese en la coincidencia con Hegel cuando sostiene que sólo es posible fundar la estética y el juicio estético cuando se discute la obra de arte fuera de la esfera de los sentimientos que ella es capaz de suscitar; más exactamente, que el problema del arte es distinto e independiente del problema moral y del problema del bien[9]. El mismo pensamiento ha sido expresado por Elena en otro lugar: «Cualquier análisis riguroso sobre arte debe hacerse desde dentro del arte y no desde un punto de vista psicológico, ni histórico, ni tampoco bajo un juicio valorativo de lo bello»[10]. En consonancia con esta perspectiva, Menhires, y en general toda la obra de Elena, debe ser abordada desde dentro de sí misma, sin perder nunca la visión de su estructura interna, de su objetividad «estética» concreta. Es entonces cuando caemos en la cuenta que esa estructura base del Menhir 2 a que antes nos hemos referido  —cuya forma con uno de sus lados truncados es posible, según ha sugerido Maderuelo, que esté inspirada en la cara tallada y que parece señalar una dirección de los menhires prehistóricos—   se comporta como un módulo, bidimensional (en superficie) y en tres dimensiones (en el espacio), que Elena hace girar y cambiar de posición en el sentido de las agujas del reloj.

Sin embargo, Menhires, y ello parece excepcional en la trayectoria de la artista, es también una obra dotada de significado, una «construcción» simbólica. Pero los símbolos que interesan a Elena, en correspondencia con su idea de arte, deben poseer, sin perjuicio de su asociación a un tiempo y una comunidad humana específica, una dimensión universal e intemporal, esto es, válida en cuanto respuesta espiritual para cualquier época y para toda la especie. De ahí la atención prestada a esas remotas manifestaciones de la cultura megalítica europea, tanto como enormes piedras solitarias clavadas en el suelo (menhires), cuanto como construcciones en las que intervienen varios de ellos dispuestos de una determinada manera: alineamiento, dolmen, cromlech, entendidas como expresión de las aspiraciones del ser humano. Pero, también por eso mismo, Menhires, construcción en la que sin duda queda reflejada la preocupación de Elena por el espacio arquitectónico y por lo sagrado, no reproduce miméticamente su «modelo» prehistórico, sino que, en insuperables palabras de su autora, de lo que se trata es «de encontrar el arquetipo que muestre eficazmente los más profundos anhelos de la vida humana».


[1] Véase el clarificador y bello texto que, bajo el título Menhires, la propia autora incluyó en el catálogo de su exposición en la sala Luzán de Zaragoza, celebrada en octubre de 1996.

[2] Inicialmente, los plintos sobre los que se colocan las esculturas de la serie Menhires iban pintados de blanco. Para la muestra de Málaga, sin embargo, la artista ha decidido que vayan pintados en negro mate, proporcionándoles así un tono grisáceo que refuerza en el conjunto la idea de sacralidad intemporal que se pretende transmitir.

[3] ASINS, E.: Historia y reflexión. Conferencia pronunciada en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, el 18 de noviembre de 1996.

[4] Véase el lúcido texto de presentación que escribió Javier Maderuelo para el catálogo de la exposición Menhir 2 de Elena Asins, celebrada en Madrid, en el Centro Cultural de la Villa, en diciembre de 1995.

[5] En el catálogo de la exposición colectiva Homenaje al cuadrado, Madrid, galería Theo, 1990.

[6] Publicado en el catálogo de su individual en las salas de la Biblioteca Nacional de Madrid, en diciembre de 1979.

[7] ASINS, E.: Historia y reflexión, conferencia citada.

[8] Véase, KANT, I.: Crítica del juicio. Madrid, Espasa Calpe, 1991, pág. 173.

[9] Véase, HEGEL, G.W.F.: Lecciones sobre la estética. Madrid, Akal, 1989, pág. 28 y ss.

[10] ASINS, E.: «Una arqueología del pensamiento», en Revista Navarra de Arte, n° 11, noviembre de 1996, pág. 31.

Publicado originalmente en el catálogo de la exposición individual de Elena Asins celebrada en el

Colegio de Arquitectos de Málaga en octubre de 1998.