Figuración y surrealismo en la pintura de Juan Béjar

ENRIQUE  CASTAÑOS  ALÉS

Pintor de vocación temprana, dotado con notables aptitudes para el dibujo y con una formación exclusivamente autodidacta, cimentada en la concienzuda observación directa y en el estudio de los grandes maestros europeos de la época clásica, Juan Fernández Béjar (Málaga, 1946) nunca ha ocultado una íntima preferencia, no siempre visible pero sí latente en su producción al menos hasta finales de los sesenta, por algunos de los aspectos más genuinos de la tradición pictórica de la escuela española, sobre todo esa inclinación por lo dramático que tanto gustaba a los más conspicuos representantes de la llamada generación del 98   —y que ya fuera reivindicada e inventariada, a la par que lo atávico y truculento, por el pintor Darío de Regoyos y el poeta belga Emilio Verhaeren en el libro La España negra, publicado en 1899 a modo de crónica del viaje realizado por ambos en 1888 por diversos lugares de España, inmediato antecedente del espíritu pesimista y de la hipersensibilidad estética de los autores del 98—, aunque en Béjar se verá atemperada a medida que se haga más preciso su conocimiento del lenguaje y las aportaciones de la vanguardia histórica, significativamente, sin embargo, sintetizada para él en el expresionismo y en determinados rasgos del movimiento surrealista, en concreto aquellos que exploran el lado más siniestro e inquietante de la vida.

Durante el decenio de los sesenta la pintura de Béjar se caracteriza, en líneas generales, por la recepción, de una parte, de la influencia impresionista, muy evidente en el toque y en el modo de aplicar la pincelada, y, de otra, de la que recoge del expresionismo, si bien ambas se entreveran de manera peculiar con la que recibe de Zuloaga, artista preferido de los escritores del 98, según puede comprobarse en su espléndido Retrato del pintor José Garcés (1968), que nos recuerda el porte monumental y los tonos sombríos de algunos personajes del guipuzcoano, como es el caso del famoso Campesino del Museo Reina Sofía de Madrid. La etapa puede darse por terminada a finales del decenio, aunque el cuadro que definitivamente la concluye es el Retrato de Mari Carmen (1972), singularizado por el generoso espacio vacío que hay a la izquierda de la composición, haciendo las veces de fondo neutro e indeterminado al estilo de los de Velázquez y Goya, y los tonos apagados de la figura, más cercana a la estética expresionista que a la impresionista.

Los años setenta se distinguen por su proximidad a ciertos elementos del surrealismo más ortodoxo, sobre todo los de raigambre onírica y aquellos directamente relacionados con la célebre frase de Lautréamont contenida en Los cantos de Maldoror, primera referencia para Breton de la belleza surrealista: “Hermoso como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones”. También Juan Fernández Béjar. "Desde la terraza", 1973. Óleo sobre madera. 92 x 73 cms. determinados aspectos de la poética de pintores como Ernst y Magritte, si bien interpretados de modo personal, inspiran ahora los cuadros de Béjar, en los que, sin embargo, predomina una extraña obsesión por la patética decadencia de los últimos Austrias españoles, cuyo máximo prototipo quizá sea Carlos II el Hechizado. Los solitarios y melancólicos personajes de estos cuadros, fantasmagóricos habitantes de una Corte escindida del mundo real, aparecen siempre pulcramente dibujados y como enfundados en nítidos contornos lineales que delimitan las áreas de color plano de las distintas partes de la composición. Sus teatrales gestos y ademanes, a su vez, se corresponden con el aspecto irreal de sus rostros, semejantes a máscaras de blanquecina porcelana, y con las incómodas prendas de vestir típicas de la época. En las ocasiones en que se representan desnudos, aún se acentúa más su aire espectral y su falta de conexión con la vida, rodeados como están de una atmósfera vacía y abstracta en la que flotan objetos y cosas absurdas, sin explicación lógica alguna. De esta misma fase, sin embargo, es un magnífico Retrato de Picasso en el que, sin renunciar a los característicos elementos surreales rodeando la figura propios de estos años, el personaje se representa, sobre todo en lo que atañe a la cabeza y las manos, con un extraordinario virtuosismo no exento de un vívido y palpitante realismo.

A partir de los años ochenta la obra de Béjar, instalada ya sólidamente en una figuración de fuertes connotaciones fantásticas y surreales, se hace más barroca, más recargada y asfixiante, más volcada hacia la decadencia, la decrepitud y la deformidad física, en ciertos casos con un realismo en los detalles y en los rasgos patológicos, tanto corporales como psíquicos, que provocan auténtica inquietud en el espectador, aunque, de otro lado, paradójicamente se advierte también en ellos una distanciada ironía y un extraño sentido del humor. El Retrato onírico de Fred Astaire, de 1982, con su tórax y extremidades inferiores desmesuradamente opulentas, sus esqueléticos y larguísimos brazos y su diminuta cabeza calva de facciones huesudas y expresión realista, recortada la figura sobre un fondo muy trabajado pictóricamente, constituye un excelente ejemplo de este período.

La etapa actual, que en rigor es una continuación de la iniciada en los ochenta, no se interesa tanto por la contraposición azarosa de objetos distintos como por Juan Fernández Béjar. "Corazón de cristal", 1999. Óleo sobre tabla. 92 x 73 cms. un surrealismo ambiental, según certifican los cuadros presentes en esta exposición de Dresde, pertenecientes a una serie sobre niños que el pintor realiza desde hace algunos meses. En ellos, junto a la repetición de las formas regordetas del rostro, los rizos del peinado y la hechura de la nariz, boca y ojos, constatamos algunas de las más inconfundibles señas de identidad de la trayectoria artística de Béjar, como son la costumbre de trabajar por series temáticas y la habilidad en el dominio del dibujo, pero también se explicitan ciertos rasgos e intereses que permanecían en estado embrionario: entre ellos, esencialmente, la yuxtaposición o incluso la contraposición entre las áreas de color plano, en las que prevalecen los azules, violáceos, rosas y los tonos terrosos, contenidos siempre en los límites formales de la figura, y los amplios espacios vacíos que sirven de fondo, ejecutados primorosamente con una técnica a base de veladuras, donde la materia pictórica, más empastada, se trabaja con insistencia, como recordando determinados efectos de la técnica del grabado a la que tan aficionado es el pintor.

Publicado originalmente en el catálogo de la exposición Artistas malagueños de hoy, celebrada en la

Casa de Cultura de Dresde (Alemania) en junio de 1998