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La integridad de María Blanchard
Pintura. María Blanchard. Sociedad Económica de Amigos del País. Málaga. Plaza de la Constitución, 7. Hasta el 18 de abril de 1998.
Difícilmente podría hallarse un ejemplo más cabal en apoyo de la estimación que reconoce el continuado interés demostrado por la programación de las salas de la Sociedad Económica desde el inicio de la temporada anterior en recuperar nombres singulares injustamente olvidados de la pintura española del siglo XX, en especial aquellos que estuvieron adscritos a la llamada Escuela de París, que esta deliciosa retrospectiva de María Blanchard (Santander, 1881-París, 1932), y ello a pesar de que faltan algunos de sus óleos emblemáticos, caso de La communiante (1914) y La convaleciente (1930-32), así como la media docena de espléndidos lienzos de los años veinte —momento en que se produjo, inmediatamente después de su breve pero originalísimo periodo cubista (1916-19), su vuelta a la figuración naturalista, en el marco general del retour à l’ordre tan característico de la época— que se exhibieron en la muestra de febrero en Pamplona, lugar de donde procede esta exposición, pero que limitaciones de espacio y otras circunstancias técnicas han impedido que puedan verse entre nosotros. Nacida en el seno de una familia burguesa culta que apoyó siempre su temprana vocación artística, compensando así en parte la terrible fatalidad del destino de una deformidad física que le causó indecible sufrimiento hasta su muerte, María Blanchard, después de formarse en Madrid con Fernando Álvarez de Sotomayor y Manuel Benedito, viajó en 1909, con la ayuda de una beca, a París, donde fue alumna de Anglada Camarasa y van Dongen, primera de sus tres estancias en la capital europea de la vanguardia y donde acabó por instalarse definitivamente a partir de 1916. Aunque realizadas con una técnica estimable, hasta 1914 predominaron en su obra las escenas costumbristas, carentes de novedad y en las que se advierten influencias de Anglada, Mir e incluso, con anterioridad, de López Mezquita y la pintura granadina, según confirma La gitana (1907), presente en esta muestra. Ya en aquel primer viaje trabó amistad con el muralista mexicano Diego Rivera, con quien participaría, en el intermedio entre la segunda y tercera estancia parisina, en la Exposición de Pintores Íntegros de Madrid, organizada en 1915 por Ramón Gómez de la Serna, al que debemos la primera semblanza de la autora. El conocimiento, en 1912, durante su segunda estancia parisina, de Juan Gris y Lipchitz supuso una lenta evolución hacia el cubismo, que abraza decididamente en 1916, próximo sobre todo al de Gris, pintor con quien hasta su prematura muerte en 1927 le unió una profunda amistad, pero interpretándolo de modo muy personal, según revela el excelente Mujer con abanico (1916), de intensos contrastes cromáticos y construcción monumental de la forma. El mencionado «retorno al orden» del decenio de los veinte, impregnado de hondo sentimiento religioso, coincidió con un agravamiento de su dolencia, y en él sobresale, como ha puesto de manifiesto Valeriano Bozal recogiendo el preclaro juicio crítico de Gabriel Ferrater, «paradójicamente, un ilusionismo que se apoyó sobre los recursos cubistas y sobre algunos de los rasgos que fueron propios de La communiante».
©Enrique Castaños Alés Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 12 de abril de 1998
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