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Louise Bourgeois o la lógica de las pulsiones Escultura e instalación. Louise Bourgeois. Centro de Arte Contemporáneo. Málaga. C/ Alemania, s/n. Hasta el 7 de noviembre de 2004. La
obra entera de Louise Bourgeois (París, 1911) destaca de manera singular en la
segunda mitad del siglo veinte por el persistente y estrecho vínculo que ofrece
con los recuerdos infantiles y adolescentes de la autora, hasta el punto de que
no sería exagerado afirmar que toda ella es una inagotable variación y un
monotemático circunloquio acerca de un trauma infantil, el único que de verdad
le ha obsesionado siempre. Ella misma lo ha explicado en más de una entrevista
a partir de principios de los ochenta, cuando los avances feministas y la mayor
concienciación de la sociedad sobre estos temas permitieron usar la expresión
«maltrato infantil», en este caso concreto referido a un maltrato psicológico,
a una manipulación de los sentimientos. Bajo el pretexto de ponerles una
institutriz inglesa a sus hijos, su padre, con el consentimiento silencioso de
la madre, introdujo durante un periodo de diez años a su propia amante en la
casa, con lo que Louise no sólo experimentó la infidelidad de su padre hacia
su madre, la sumisión y excesiva condescendencia de ésta, quizás con la
intención no declarada de tener mejor controlado al desordenado marido, y la
traición hacia ella de la preceptora, sino que sobre todo se sintió manipulada
y traicionada por todos, como si se hubiesen roto las reglas del juego y no se
jugase limpio. El otro abundante hontanar en el que han bebido
y se han rejuvenecido constantemente sus esculturas es el contacto que desde
pequeña tuvo con la empresa familiar, un taller y galería de reparación y
venta de tapices antiguos, principalmente medievales y renacentistas. Aunque
ella ha insistido una y otra vez en que lo importante en su obra es la relación
de una persona con su entorno, problema capital que ya está presente en su
temprana escultura de madera pintada One and others (1955), siendo por
tanto secundarios los problemas concernientes a la realización, tanto técnicos
como formales y estéticos, lo cierto es que de buena parte de su producción se
desprende un aura que tiene mucho que ver con lo artesano, con la obra hecha
amorosamente y con cuidado. Precisamente en este punto parecen fusionarse los
dos niveles inconscientes aludidos: el sufrimiento y la cura, el dolor y la
reparación. De pequeña, todas las mujeres de su casa usaban agujas, un
instrumento fascinante que se emplea para reparar el daño, cual si fuese una
demanda de perdón. Louise Bourgeois ha reconocido insistentemente
que es un ser violento, que rompe todo lo que toca y que siente al mismo tiempo
una necesidad inmensa de reparar y restaurar lo destruido. Toda su obra posee o
bien un trasfondo sexual, proporcionado por los recuerdos escondidos en el
inconsciente, o bien una intensa carga emotiva, una pulsión primigenia que
conecta directamente con los sentimientos y los estados de la conciencia. Es la
obra de un sujeto humano que, sin embargo, no recurre a la nostalgia, pues, más
que acudir ella a los recuerdos, son éstos los que acuden a ella, invadiéndola,
devorándola, incitándola a que ponga orden en ellos, a que racionalice y
otorgue lógica a sus pulsiones. Ella lo ha expresado mejor que nadie: «Dado
que los temores del pasado se hallaban relacionados con las funciones del
cuerpo, reaparecen a través del cuerpo. Para mí, la escultura es el cuerpo. Mi
cuerpo es mi escultura». Relacionada desde siempre con el surrealismo,
se hizo adulta con el expresionismo abstracto en el decenio de los cuarenta,
poco después de establecerse en Nueva York en 1938, flirteó después,
en los sesenta y setenta, con el minimalismo, y se convirtió sin proponérselo
en una figura emblemática de la posmodernidad. Uno de los aspectos más
sorprendentes de la trayectoria de Bourgeois es, precisamente, la fertilidad
creativa que se observa desde principios de los ochenta, fecundidad que, en vez
de menguar con los años, se acrecienta y gana en calidad con el paso de los
mismos. De los varios grupos de obras presentes en esta estupenda exposición que sobre todo se circunscribe a su trabajo desde finales de los noventa —aunque se exhibe una pieza clave del comienzo de su carrera, He Disappeared into Complete Silence (1947), conjunto de grabados en los que se une la forma humana con la estructura arquitectónica, otro de los problemas estéticos que más le han preocupado—, sobresale, en primer término, una de sus creaciones colgantes, Arch of Hysteria (2000), una figura femenina construida de trozos y retales de tejidos cosidos donde parecen fundirse el placer y el dolor en un estado de felicidad. El arco que describe la figura, proyectando una pronunciada sombra en el suelo, es sexual, esto es, alude al incremento y a la liberación de la tensión, como un sustituto para el orgasmo sin acceso al sexo, pues, como ella ha dicho, «la vida del artista es la negación del sexo»; en segundo lugar, sus maravillosas cabezas de tela que miran al observador y describen, a través de la expresión de sus ojos y de la posición semiabierta de sus bocas, los más variados estados de ánimo, obras aisladas y solitarias que parecen interrogarnos desde sus minimalistas y austeras vitrinas; en tercer lugar, y de manera muy destacada, algunas de sus Cells, que tanto pueden ser «células» como «celdas», esto es, que tanto pueden interpretarse como unidades orgánicas que pueden unirse a otras, formando una estructura mayor, como celdas de una prisión o de un monasterio que no serían más que metáforas del castigo y del sufrimiento o de la reflexión y la meditación. © Enrique Castaños Alés Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 17 de septiembre de 2004
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