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Poesías del ocultamiento Pintura, dibujo, fotografía y collage. Carmen Calvo. Intervalos. Sala Siglo de Unicaja. Málaga. Plaza del Siglo, s/nº. Hasta el 16 de julio de 2011
Los trabajos de Carmen Calvo (Valencia, 1950) correspondientes a los últimos seis años que se exhiben en la preciosa y recién inaugurada Sala Siglo de Unicaja, inciden en aspectos que siempre le han interesado, sobre todo la infancia, pero también el sexo y el ocultamiento. Por toda la muestra hay una soterrada corriente alimentada por el Surrealismo histórico, pero quien de verdad nutre y estimula la obra de este periodo reciente de la artista es el poeta francés Arthur Rimbaud, algunos de cuyos versos se convierten directamente en títulos de algunas de las piezas expuestas. Bien es verdad que Rimbaud, en su corta aventura lírica, personifica la transgresión, la blasfemia, lo siniestro y lo ultrarreal. De ahí el interés de Breton y de otros surrealistas por él. En Carmen Calvo advertimos más bien una andanada contra los convencionalismos, contra las falsas identidades, contra los esquematismos y el poder omnímodo de la razón. Para empezar, están sus grandes dibujos en torno a la infancia, puzzles de dibujos y collages donde rostros, animales y textos se entreveran con los recuerdos, como si se tratase de un jeroglífico construido con el paso de los años que hubiese que descifrar. En uno de ellos vemos la negra silueta de un hombre matando ferozmente a focas indefensas. La carga de violencia de ese gesto es insoportable. El negocio económico no puede justificar en ningún caso una acción criminal de esa naturaleza. En otro de los grandes dibujos, con muy poca presencia de collages, de nuevo estamos ante una reconstrucción inconsciente de su pasado, rememorando escena grabadas en su memoria para siempre, como el beso de despedida de Charlton Heston a la doctora Zira en El planeta de los simios de Franklin J. Schaffner. Este mundo de la infancia se complica en las extraordinarias cajas de luz en las que Carmen Calvo emplea y manipula fotografías antiguas, por ejemplo, la niña pequeña cuyo padre, a su lado, queda oculto por un cortinaje negro sintético. O el niño vestido de Primera Comunión con los ojos vendados por un trapo rojo, un collage que contrasta con el blanco inmaculado del lazo sobre la chaqueta y que sin duda simboliza el drama incierto y probablemente violento del destino que se cierne sobre él. O la niñita, creo que una fotografía de la propia artista, sosteniendo un florero con flores artificiales y de nuevo con los ojos tapados por una trenza que termina en un lazo rojo, alusión al carácter insondable del destino. Hay otras obras, en cambio, de más explícito significado sexual, como Negro corsé velludo, que, además del verso de Rimbaud, podría remitir a Magritte y a Meret Oppenheim. Lo sorprendente es el contraste entre la forma vaginal, negruzca, y el fondo de oro, un color, que desde la época de Bizancio remite a la divinidad. Lo mismo podríamos decir de La divina envidia, tan perturbadora, con el resto de cabello sobre el óvalo de la cara sin rostro. Por último están las máscaras, que más que un símbolo de identificación con el personaje representado, como ocurría en el antiguo teatro griego, sirven aquí para ocultar la propia identidad, para preservar o disimular la realidad profunda, aquella que no se quiere desvelar, como queriendo indicar cómo el individuo adopta diversos personajes según las circunstancias, sin pudor alguno, con despiadada hipocresía.
© Enrique Castaños Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 11 de junio de 2011
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