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Antonio Carmona o el impulso del sentimiento interior
© Enrique Castaños
De formación autodidacta, la obra entera de Antonio Carmona (Torremolinos, 1957) se caracteriza por el deseo de plasmar los sentimientos más íntimos, las verdades interiores que van configurándose en su entendimiento a través de la percepción y del conocimiento del mundo, del conflicto diario con las cosas, los acontecimientos y los seres. Esta apreciación es especialmente cierta en lo que se refiere a la serie que expone ahora, un conjunto de cuadros dedicados a la infancia realizados en el marco de un proyecto de Unicef. La tempranísima dedicación de Antonio Carmona a la pintura ha estado siempre presidida por un esfuerzo constante, una idea de superación permanente cuya raíz se encuentra en la discapacidad física que le ha limitado desde los cuatro meses de edad. Una discapacidad que ha afectado esencialmente a su motricidad y libertad de movimiento, pero que al mismo tiempo le ha impulsado desde pequeño a superarse a sí mismo. El descubrimiento del dibujo y de la pintura ha sido, en todos los sentidos, decisivo en su vida. Y el caso es que, después de varios decenios de acendrada carrera artística, su obra actual ofrece unos niveles de calidad y de originalidad muy notables. Se trata de una obra hecha sobre cartón pegado a madera, en la que emplea la acuarela, la témpera y el acrílico, es decir, una técnica mixta que proporciona a sus composiciones una textura muy particular. Aunque esta serie esté dedicada a la infancia, está en primer lugar dedicada a modo de homenaje íntimo a sus padres, personas humildes que le dieron siempre, mientras vivieron, un inmenso cariño, y que, además, se preocuparon muy decididamente por su formación, que recibió a través de clases particulares en su propia casa. Antonio Carmona se ha referido siempre a la huella que dejó en su ánima y en su formación la amistad con el pintor Manuel Barbadillo, vecino suyo en Torremolinos, pues no sólo la concepción rigurosa y científica del hecho artístico que tenía el malogrado pionero del arte cibernético en España le sirvió para acercarse a la pintura valorando los aspectos conceptuales y mentales de ella, sino que Barbadillo también le abrió el conocimiento de la historia del arte, indicándole la importancia de su estudio para el pintor. Las muchas horas de conversación con su amigo, le abrieron un mundo de lejanos horizontes y enormes posibilidades, siempre sobre la base de ser uno fiel a sí mismo, de no estar sometido al vaivén de las modas y de los discursos frívolos y vacíos. El término que mejor define esta serie dedicada a la infancia es «espíritu», en cuanto que se trata de una obra esencialmente de carácter espiritual. Y esto en un doble sentido. En primer lugar, esta obra guarda como un tesoro escondido que la impregna por entero una intensa y profunda relación espiritual de Antonio Carmona con sus padres, pues en ella se desparraman por doquier señales de ese amor filial y del agradecimiento del pintor a quienes le entregaron todo lo que podían darle. En segundo lugar, está también la relación de Antonio Carmona con el mundo, que es en un aspecto muy destacado de índole espiritual, como si oyese ese recóndito sonido de lo sagrado que envuelve el cosmos y que retumba en nuestra alma a pesar nuestro. El elemento de sus cuadros que mejor define aquella relación espiritual es el edificio de una iglesia que vemos en muchos de ellos. Las figuras de iglesias se erigen así en centro y eje cardinal de aquella vinculación tan personal. Elegir esta tipología arquitectónica también tiene su explicación, y ella consiste en que Antonio Carmona encuentra las auténticas raíces de sí mismo y de Europa en el Cristianismo. Aun admitiendo la influencia decisiva de Grecia y de Roma, Europa no sería lo que es sin el inmenso legado cultural y religioso del Cristianismo. Esta es la idea clave que sustenta en este aspecto la simbología empleada por el pintor. Sin olvidar que la Iglesia cristiana fue la auténtica heredera del Imperio romano, recogiendo incluso su estructura organizativa jerárquica y monárquica, y sin olvidar tampoco que el pensamiento griego, la metafísica, contribución única del genio griego a la tarea de entender lo real, va a influir decisivamente sobre el pensamiento cristiano, apareciendo así una complejísima arquitectura teológica que no tiene igual en ninguna otra religión y cuyos inicios están en San Pablo. Pero Antonio Carmona quiere transmitirnos la idea, y esa es la razón por la que no ha colocado en vez de una iglesia una mezquita islámica o una sinagoga judía, que el Cristianismo y la Iglesia han hecho una contribución esencial en la configuración del Occidente europeo, y, por extensión, de América. Una aportación cultural y espiritual tan inmensa y tan sin par que somos lo que somos en gran medida gracias a ese legado. Por eso el gran escritor romántico alemán Novalis afirmaba en su imperecedero texto de 1799 Europa o la Cristiandad, que «fueron tiempos bellos y resplandecientes aquellos en que Europa era un país cristiano, en que una cristiandad vivía en esta parte del mundo humanamente configurada», en que «un gran interés comunitario vinculaba las más lejanas provincias de este vasto imperio espiritual». Esa unidad perdida que anhelaba Novalis, la societas christiana de la Edad Media europea, no volverá ya nunca. Y eso nos hace más pobres y más indigentes. Todo eso lo ha percibido con gran claridad Antonio Carmona, que sabe, lo cual es una suerte en estos tiempos confusos, cuáles son sus inequívocas raíces. El hombre, como decía Ortega, necesita saber de dónde viene. El futuro es una incógnita, pero el pasado hay que conocerlo, es incluso una obligación moral. Hoy, lo que no debe sorprendernos, es precisamente la Historia, junto con la Filosofía, la gran maltratada de los sistemas de enseñanza. Mejor dicho, es la gran manipulada. Discurren tiempos nublados de mistificación histórica. De la Antigüedad clásica, que es nuestra madre, y de la Edad Media, se huye como de la peste. Si se lee algo sobre ellas son pseudonovelas históricas de pésima literatura y peor contenido. Otro de los elementos más sorprendentes y logrados de las composiciones de Antonio Carmona lo constituyen los dibujos infantiles fotocopiados en color que integra en sus cuadros. Es algo que los anima por completo, concediéndoles una irradiación de pureza y de autenticidad que los redime, y, como si dijéramos, los eleva. Este término de la «elevación» aplicado a la pintura lo empleó de modo inimitable Ramón Gaya al referirse a Velázquez, sobre todo en el que el pintor murciano consideraba el altar mayor de la obra del sevillano, El Niño de Vallecas. El propósito, sin embargo, de Antonio Carmona, es otro, a saber, aproximarse a la inocencia, ya que representar a los seres que deambulan por el mundo «en su ser entero y verdadero», dejándolos «simplemente estar», es algo que sólo Velázquez hizo en pintura, no porque quisiera hacerlo así, sino porque ése era su modo natural de proceder, ya que, como dice Gaya, él estaba «instalado en la Verdad», es decir, estaba «en ese otro lado inalcanzable». Pero eso sólo ha sucedido una vez en la historia de la pintura, que es con Velázquez, y por eso mismo Velázquez no es propiamente un pintor sino el Arte. Antonio Carmona quiere aproximarse, y de hecho se aproxima, a la inocencia, a lo incontaminado y puro, y eso es posible porque una porción nada desdeñable de esa pureza existe dentro de él. No es que realice dibujos imitando los de los niños, sino que los mismos dibujos de los niños los incorpora sin alterarlos en el cuadro. Uno de los primerísimos artistas contemporáneos en observar y estudiar los dibujos infantiles fue Paul Klee, que tiene además algunas obras, como es el caso de Un cuentecito de un enanito (1925), que se acerca a ese lenguaje primitivo e irracional de los niños, pero esto sólo es en apariencia, pues al pronto se detecta una idea de conjunto y una elaboración conceptual de la imagen que sólo puede realizarla quien posee un absoluto dominio sobre su mente. En una conferencia que pronunció en la Bauhaus y a la que se refiere Ernst Gombrich en su famosa Historia del arte, Klee afirmaba que cuando algunas veces las formas surgían gradualmente de sus manos, le estaban sugiriendo algún tema fantástico o real a su imaginación, viéndose así impelido a completar la imagen que había encontrado. Del mismo modo que la naturaleza crea sus formas de un modo misterioso, pensaba Klee, algo así ocurre también en el artista. En el gran pintor suizo influyó decisivamente la colección de obras de enfermos mentales presentada en 1922 por el psiquiatra alemán Hans Prinzhorn, formado en igual medida en el psicoanálisis y en la historia del arte. El interés de Klee por las expresiones artísticas de los niños y de los locos se remonta al menos a 1912, aunque el conocimiento de la colección del mencionado médico, que circuló por la Bauhaus, le confirmó en sus ideas. En 1992 Los Angeles County Museum of Art organizó una interesantísima exposición, Visiones paralelas: artistas modernos y arte marginal, que pudo verse al año siguiente en el Centro Reina Sofía de Madrid, en la que se mostraban obras de algunos de los artistas reunidos por Prinzhorn. Otro artista que acabaría siendo influido por la Colección Prinzhorn es Jean Dubuffet, al que inevitablemente hay que referirse al comentar los cuadros de Antonio Carmona, pues Dubuffet prestó una atención muy especial al arte de los enfermos mentales y de los niños. El dibujo simplificado, automático y espontáneo de los niños, que interesó a Klee del mismo modo que pensaba que la pintura debe crear de una forma caprichosa, como la naturaleza, también incide de manera determinante en Dubuffet hacia 1942, llamando precisamente Art Brut a esas creaciones suyas que se inspiran en las de los niños y los marginados sociales. Igual que a Dubuffet, a Antonio Carmona le interesa la creatividad espontánea del arte de los niños por su carácter anticultural, o al menos por no estar influida por ningún contexto cultural, por su carácter también irracional y antiestético. En Dubuffet se trataba más bien de una expresión de protesta contra una sociedad represiva y amordazada; en Antonio Carmona es una reivindicación de aire fresco y de pureza no adulterada. Cuando se conversa con él, Antonio Carmona no tiene reparo en señalar a Marc Chagall y El Greco como pintores que le han influido de un modo profundo. Esto se advierte no sólo en que algunas figuras de Carmona están invertidas, o suspendidas en el aire de un modo extraño e incomprensible, como si formasen parte de una alegre epifanía, cual ocurre en los cuadros de Chagall, un pintor que es capaz de percibir el milagro de la vida, sino también en el alargamiento y estilización de otras figuras suyas, como queriendo expresar con ellas una íntima experiencia espiritual. De ahí la presencia de ángeles y de seres ingrávidos que parecen proteger a los niños. Pero, aun admitiendo estas influencias reconocidas por el pintor, la estructura y consistencia de sus obras le deben mucho también a Vázquez Díaz, Juan Gris e incluso María Blanchard, en cuanto que permiten la manifestación sosegada de una fuerza interna. Algunas de las maternidades de Blanchard, con su rotundidad volumétrica entre la luz y la sombra, están en la base de las figuras de Antonio Carmona. Esta breve nómina de autores no estaría completa si no se nombrase a Pablo Picasso, el del periodo azul, el del cuadro de La vida (1903) del Museo de Cleveland, con esas figuras en posición fetal, o las maternidades de esos años y las del periodo clásico. La forma artística picassiana de esos ejemplos, tan intensamente plástica, tan encerrada en sí misma, tan conceptual y tan vinculada al desarrollo interno de la forma artística a lo largo de la historia del arte, es la que sin duda alimenta y proporciona cimientos a las figuras que Antonio Carmona hace en esta maravillosa serie dedicada a la infancia. Publicado originalmente en el catálogo de la exposición Antonio Carmona. Homenaje a la infancia, celebrada en noviembre de 2010 en las dependencias de la Diputación Provincial de Málaga en la calle Pacífico de la capital. |