La irremediable ansiedad humana

   (Sobre la pittura metafisica de Giorgio de Chirico)

 

© Enrique Castaños

 

 

 

Con esas palabras sintetizaba André Breton el estado psíquico y espiritual que parecía desprenderse de las piazze d’Italia que protagonizan los intensos años parisinos en los que se desarrolla la primera fase de la pittura metafisica de Giorgio de Chirico, el verdadero hecho nuevo en el arte europeo entre 1914 y 1919. Nacido en 1888 en Volo, en la región griega de la Tesalia, precisamente en el pueblecito costero que la leyenda dice que fue de donde partió la expedición de los Argonautas en busca del vellocino de oro, su padre, Evaristo, era ingeniero ferroviario, y su figura y su profesión marcarían decisivamente la obra de Giorgio, que sufrió un rudo golpe con su desaparición en 1905. Tres años después que él nació, también en Grecia, pues su padre estaba llevando a cabo allí un importante proyecto de trazado de vías férreas, su hermano Andrea, músico, pintor y ensayista, que cambiaría su nombre por el de Alberto Savinio en mayo de 1914, en ocasión del concierto de Les Soirées de Paris, de Apollinaire. Ambos hermanos, como Cástor y Pólux, los Dioscuros, compartieron estrechamente juntos una trastornada infancia en Grecia y una infrecuente adolescencia, y si bien sus vidas se separaron más adelante, siempre se profesaron un gran cariño y admiración mutua. Cuando se publicó la versión italiana de Hebdomeros, la novela sobre el misterio de la vida cotidiana escrita por Giorgio hacia 1927, la dedicó a «la sagrada memoria de mi hermano Alberto Savinio», fallecido en 1952.

Al morir el padre, después de una fugaz estancia en Venecia y Milán, Giorgio, junto con su madre y su hermano, se instala en Munich, continuando aquí en la Academia de Bellas Artes los estudios de arte que había iniciado en el Politécnico de Atenas. En la vieja capital de Baviera se va a producir una honda transformación intelectual y espiritual: el conocimiento de la obra de los pintores simbolistas Max Klinger y Arnold Böcklin y la febril lectura de los libros de Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche. La tensión visionaria de los grabados de Klinger, pero, sobre todo, la ambigüedad entre el sueño y la realidad de los cuadros de Böcklin, cuyo simbolismo, alejado del decadentismo morboso de Gustave Moreau, encuentra puntos de contacto entre el mundo clásico mediterráneo y el Romanticismo alemán, cautivó especialmente a De Chirico. Asimismo, el tema de la pintura de Alfred Kubin acerca de la «existencia recóndita» del individuo, tan cercano a las investigaciones sobre el mundo onírico de Freud, también interesó a nuestro artista. Sin embargo, la huella de la compulsiva lectura de los textos de aquellos dos pensadores alemanes de la sospecha, sería aún más indeleble si cabe. Schopenhauer, entre otras razones, porque define y explica como nadie ese instante único en que de la revelación nace la obra de arte verdaderamente inmortal. En Parerga y Paralipomena, nos recuerda De Chirico en 1912 en sus Meditaciones de un pintor, Schopenhauer se refiere a las ideas originales, extraordinarias e inmortales, pero las ideas pueden ser aquí perfectamente sustituidas por las obras de arte. Nietzsche, por su parte, nos dice De Chirico en ese mismo escrito de 1912, le ha proporcionado un método, el de verlo todo, incluso el ser humano, en su calidad de «cosa», que ha resultado esencial para realizar sus nuevos cuadros. El placer de la lectura o el placer de la música del que habla Nietzsche, el libro o la pieza musical, son en realidad, dice De Chirico, «cosas con las que experimentamos una sensación». En otro escrito de 1919, Sull’arte metafisica, dice que «Schopenhauer y Nietzsche fueron los primeros en enseñar el hondo significado del “no sentido” de la vida, y en enseñar cómo ese sin sentido podía transformarse en arte». Aún más clarividente para comprender sus inquietantes, perturbadoras, nostálgicas y solitarias piazze d’Italia, es lo que escribió en su Autobiografía de 1945: «Lo verdaderamente nuevo que descubrió Nietzsche es una poesía extraña y honda, infinitamente misteriosa y solitaria, que surge de la atmósfera de una tarde de otoño, cuando el tiempo está claro y las sombras son más largas que en verano. Puede hacerse esta experiencia extraordinaria en las ciudades italianas y en algunas otras del Mediterráneo, tales como Niza; pero la ciudad italiana por excelencia, en cuanto a la manifestación del fenómeno, es Turín». Esa melancolía de las hermosas tardes de otoño de las ciudades italianas, dice más adelante, será el preludio de las plazas italianas que pintó poco después en París. El propio Nietzsche, en diversos pasajes de Ecce Homo, había escrito: «El encanto otoñal de Turín se vuelve todavía más penetrante por la construcción rectilínea y geométrica de las calles y plazas, y por los pórticos… Estas arcadas dan a la ciudad el aire de haber sido construidas para las disertaciones filosóficas, por el recogimiento y la meditación. En Turín, todo es aparición…, toda la nostalgia del infinito se nos revela detrás de la precisión geométrica de la plaza». Fue en Turín, en la Piazza Carlo Alberto, donde el creador de ese Giorgio de Chirico. ENIGMA DE UNA TARDE DE OTOÑO. 1910. Desaparecido.«pensamiento abismal» que es el eterno retorno, sufre un colapso el 3 de enero de 1889, quedando ya desde entonces bajo el cuidado de su madre y de su hermana.

En 1909 regresa De Chirico a Italia y en 1911 se traslada a París. Antes de este traslado a la capital mundial del arte, tiene lugar, en el otoño de 1910, la experiencia decisiva, el «enigma inexplicable» de la Piazza di Santa Croce de Florencia. Él mismo lo explica de manera incomparable en el citado texto de 1912 y refiere cómo el «estado de sensibilidad casi morboso» en el que se hallaba, como consecuencia de estar convaleciente de una enfermedad intestinal, le hace ver, «en una límpida tarde otoñal», como si fuese la primera vez, la plaza y todos los objetos que hay en ella, en especial la fachada de la iglesia de Santa Croce y el monumento a Dante. Fruto de esta experiencia es el cuadro, hoy desaparecido, Enigma de una tarde de otoño, en el que todo se ha transfigurado y donde vemos, a la izquierda, la portada de una arquitectura clásica, con frontón triangular,  cuyas puertas han sido sustituidas por cortinas, a través de las cuales se ve el cielo por encima, lo que indica que esa arquitectura es más bien un escenario teatral; hacia la derecha, se extiende un muro más bajo, ruinoso, detrás del cual adivinamos los mástiles y las velas de una embarcación; por último, la composición se cierra con una columna dórica que queda cortada y no se representa entera. En medio de la plaza, una estatua femenina sin cabeza y con los brazos cortados, sobre un pedestal en el que están inscritas las letras G.C. Junto a ella, dos pequeñas figuras mantienen una ignota conversación entre sí.

Este es el primer cuadro «metafísico» de Giorgio de Chirico. Aunque es cierto que hay que ser prudentes con las interpretaciones psicoanalíticas sobre su pintura, no cabe duda que él mismo se consideraba «hermano» de Freud y que Breton lo tuvo durante un tiempo como el más puro y arquetípico de los surrealistas avant la lettre. Algunos estudiosos, en ese sentido, han querido ver en el mencionado cuadro una forma de simbolización del duelo, entendiendo por éste, como había escrito Freud en 1915, la reacción normal frente a la pérdida de la persona amada. Para Carlos Weisse, la muerte del padre desencadenó en De Chirico una intensa situación traumática que produjo un congelamiento del proceso del duelo y que, al cumplir el artista 22 años, se tradujo en un estado depresivo del que logró salir gracias a una extraordinaria capacidad simbólica que le permitió orientarse hacia la expresión plástica.

Hasta que regrese a Italia en 1915, De Chirico realiza en París una serie de cuadros, las piazze d’Italia, que se caracterizan por el silencio que las envuelve, la soledad, el vértigo angustioso del tiempo, la desconcertante presencia de objetos en principio sin relación alguna entre sí (un torso femenino junto a unos plátanos; unas alcachofas junto a un cañón), grandes arcadas, altas torres y enhiestas chimeneas, locomotoras en lontananza, pizarras con signos numéricos y dibujos geométricos, relojes de estación que marcan el paso detenido del tiempo, estatuas (especialmente la de Ariadna yacente dormida, para Maurizio Fagiolo dell’Arco, junto con la plaza donde se sitúa, una puesta en escena de la «gaya ciencia»; para el mencionado Weisse, la suspensión del tiempo vivido como consecuencia de la muerte del ser amado, del padre), libros, guantes y otros múltiples objetos.

Frente a ese cúmulo de interpretaciones en clave psicoanalítica, por ejemplo ver símbolos fálicos en las chimeneas o una alusión a la profesión de la admirada figura del padre en los vagones y locomotoras, hay otros estudiosos, caso de Simón Marchán, que interpretan esos cuadros como escenarios donde tienen lugar tensiones específicamente modernas. Marchán no niega la presencia de la tradición clásica, las alusiones al Trecento italiano o la añoranza de lo originario, pero al mismo tiempo enfatiza la lectura en clave moderna que hace De Chirico de la tradición, «promoviendo una tensión entre los motivos modernos y la tradición», verbigracia, entre una locomotora y una columna clásica, entre una chimenea y una arcada. Pero no se le escapa, ni mucho menos, a Marchán que lo decisivo para calificar de innegablemente vanguardistas a estas pinturas es el «extrañamiento poético moderno» que advertimos en ellas como consecuencia de una transfiguración del espacio y del tiempo, un tiempo inmóvil y un espacio misterioso que son un símbolo de la alienación y de la angustiosa vida del individuo en las grandes ciudades, algo que, con otros estilemas y otro lenguaje, estaban experimentando también por esas fechas los miembros de Die Brücke en Berlín, sobre todo Kirchner. Es la Stimmung, esto es, una atmósfera misteriosa e indescriptible, la que empapa esos lienzos de Giorgio De Chirico, un ambiente que encuentra su sentido en el interior de las cosas mismas.

En un breve texto de 1948, Tales y Pitágoras, Alberto Savinio, indirectamente, aclara de manera prodigiosa el pensamiento de su hermano. En él viene a decir, en primer lugar, que la poesía no viene de fuera de las cosas, sino que nace del interior de las cosas mismas; en segundo lugar, que el aspecto de las cosas lo que nos está mostrando es su semblante interno; en tercer término, que el descubrimiento de la psique de las cosas, de la poesía interna del universo, como hizo su hermano Giorgio, es paralelo al descubrimiento de la psique de los hombres (por eso De Chirico se consideraba «hermano» y no «hijo» de Freud); por último, que el mundo animado y el inanimado tienen una psique y que el mundo físico se ha fundido con el metafísico. ¿Qué significa, pues, exactamente pittura metafisica para De Chirico? Él mismo nos lo dice en su escrito «Nosotros los metafísicos…», de febrero de 1919: «El terrible vacío descubierto [por Schopenhauer y Nietzsche] es la misma insensata y tranquila belleza de la materia… El arte nuevo es el arte jocundo por excelencia… Nosotros los metafísicos hemos santificado la realidad… Un inexplicable estado X tanto más allá de un objeto…cuanto más acá y ante todo (es precisamente lo que sucede en mi arte) en el objeto mismo». Metafísica, pues, no en el sentido etimológico griego de «más allá de las cosas físicas».

A partir de 1914 aparecen los maniquíes, sin rostros, sin ojos, compuestos y punteados por estructuras de madera, a veces recortadas con formas geométricas, cuerpos apuntalados, sostenidos, sólo superficialmente irónicos, pues lo cierto es que desprenden una infinita tristeza y un hondo patetismo. El ejemplo supremo quizá sea Héctor y Andrómaca, de 1917, ya de regreso en Italia. En 1915 vuelve De Chirico, pues, a Italia, a ferrara, y allí, junto con su hermano, se encuentra con el futurista Carlo Carrà, que se vuelve «metafísico», y con Filippo de Pisis. En Ferrara surge esa «fraternidad metafísica» que sería después teorizada en la revista Valori Plastici entre finales de 1918 y mediados de 1919. Ferrara, quizás la más metafísica de todas las ciudades, como lo demuestra esa obra maestra absoluta que lleva por título Las musas inquietantes, extraña síntesis de maniquíes, escultura arcaica griega y estructuras geométricas abstractas. El periodo propiamente «metafísico» termina en 1919. De Chirico moriría mucho después en Roma, en 1978.

Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 14 de noviembre de 2008