|
El arte óptico-cinético venezolano
ENRIQUE CASTAÑOS
El
inicio de las experiencias ópticas de Jesús Rafael Soto, hacia 1955, coincide
con el reinado del informalismo europeo, movimiento espiritualmente barroco,
formalmente abstracto y de progresiva metamorfosis de la materia, densa y adueñada
de un espacio paroxístico, todavía enseñoreado de los medios icónicos
tradicionales en 1959, año de la llegada de Carlos Cruz-Díez a París.
Precisamente el nacimiento del op-art
—arte óptico, un pleonasmo, según Simón Marchán, quien también lo
califica como de «exacerbamiento de la tradición perceptiva del arte contemporáneo»—,
al que tanto contribuyeron Soto y Cruz-Díez, se enmarca dentro del resurgir
neoconstructivista de mediados los cincuenta, potente reacción analítica y lógico-formal
al caos informalista. Una vez más la dualidad dialéctica renacimiento-barroco
de Wölfflin parece comprobarse en el tiempo histórico. Como
tantas otras manifestaciones de la vanguardia en este siglo, la tendencia óptica
remite también a una prehistoria estético-formal, cuyos hitos han sido la teoría
formalista de la pura visibilidad de Konrad Fiedler
—su famoso ensayo sobre el origen del arte, publicado en 1887, de
conclusiones tan opuestas a la especulación de Worringer, establecía una
decidida oposición entre belleza y arte, teoría de lo bello o estética y teoría
del arte, esta última entendida como auténtica «ciencia del arte», según la
cual el ámbito propio del arte es el de la sola percepción objetiva, dirigida
a unos productos, los artísticos, donde intuición y expresión se
identifican—, las investigaciones de Chevreul sobre los colores y la psicología
de la percepción, el toque de color dividido en el neoimpresionismo
de Seurat y Signac, el orfismo simultaneísta de Delaunay y Kupka, el futurismo
de Giacomo Balla y las experiencias ópticas de los ejercicios de clase de
Albers en la Bauhaus. No obstante, los pioneros más acreditados de la tendencia
óptica son el citado Joseph Albers y el húngaro Victor Vasarely. Tanto uno
como otro dotan de sobrada consistencia a la abstracción geométrica, el
primero mediante la demostración de la interacción que sufren las formas
coloreadas, plasmando así, según el mismo Cruz-Díez, la radical contradicción
entre la condición estática de la «forma dibujada» de la pintura y el carácter
mutante del color; Vasarely, de su parte, contraponiendo sistemas diferentes de
perspectiva —pensemos en Zett-Kek
y Aran, obras de 1966 y 1964, respectivamente—, o repitiendo hasta el
infinito un signo elemental, concepto quizás el más apropiado para
caracterizar a numerosas obras ópticas de «estructuras de repetición como
supersignos», según el profesor Marchán. Un
número considerable de artistas ópticos evolucionaron hacia posiciones cinéticas
(del griego kinesis, movimiento), en sentido estricto o no, en cuanto el
principio básico que los impulsaba era el de la representación, real o
virtual, del movimiento. Las obras surgidas de esas nuevas intenciones, a partir
de 1954-55, seguirán conservando muchos de los efectos perceptivo-visuales, ópticos,
anteriormente incorporados, hasta el punto de poder hablar ya de un arte óptico-cinético,
exacta filiación de las creaciones de Soto y Cruz-Díez. Los historiadores del
arte gustan de recordar el momento y lugar precisos en que por vez primera se
aludía al cinetismo, el Manifiesto del realismo, escrito y
publicado en Moscú por Naum Gabo y Anton Pevsner en agosto de 1920: «Afirmamos
que en estas artes [se refieren a las plásticas] está el nuevo elemento de los
ritmos cinéticos en cuanto formas basilares de nuestra percepción del tiempo
real». El propio Gabo realizaría el mismo año de aparición del citado
manifiesto el primer objeto basado en un movimiento real, Construcción cinética,
pequeña escultura en la que una lámina metálica es accionada mediante un
motor. Precedentes del cinetismo también fueron algunas obras de Duchamp, Man
Ray, Tatlin, Rodchenko y, sobre todo, el Modulador de luz y espacio de
Moholy-Nagy (realizado en la Bauhaus entre 1921-30) y los móviles de
Calder desde principios de los años treinta. La participación de Soto, al lado
de Y. Agam, R. Breer, P. Bury y J. Tinguely, en la exposición Le mouvement,
celebrada en 1955 en la galería Denise René de París, marca el lanzamiento
internacional de la tendencia, integrada por grupos tan conocidos como el T
de Milán y el Groupe de Recherche d’Art Visuel, de París. Entre
las aportaciones más significativas de Jesús Rafael Soto y Carlos Cruz-Díez a
la propuesta óptico-cinética, merecen destacarse las fisicromías y cromosaturaciones
del segundo de ellos, y los cuadrados en madera y metal y los penetrables
del primero. Soto
ha demostrado ser un artista muy dotado, culto y reflexivo, inclinado a un
cierto discurso teórico, incluso filosófico, sobre la estructura del universo,
el tiempo y la finalidad última de la obra artística. Su profunda convicción
sobre una pretendida estructura esencial, intemporal, en el cosmos, le
conduce a interrogarse acerca de la trayectoria de esa realidad fundamental,
respondiendo que «el universo volverá algún día a ser una abstracción pura».
Cree, asimismo, en una identidad universal, de la que participan todos
los seres, pero más que ningunos otros los humanos, para Soto entidades
esenciales de valores efímeros, aleatorios e intercambiables. Comprenderemos
mejor, de hecho, su concepción del arte si recordamos la opinión que ha
repetido en ocasiones, alusivas a quienes reconoce como sus genuinos maestros:
«Todo el arte occidental está íntimamente ligado a los griegos. No hacemos
sino constatar que la apreciación de su cultura sigue siendo la nuestra. En
todos sus aspectos. Con todas sus sutilezas. Mis maestros abstractos son los
griegos. Los griegos nunca se plantearon dudas. Siempre trataron de demostrar
valores universales y hasta intentaron medirlos. En ellos la idea de no ser es
secundaria. Lo más importante es la idea de ser». La
aparición de figuras geométricas planas en el óptico, caso del uso del
cuadrado en Soto, se debe a la influencia de la vanguardia suprematista,
liderada por Malevich desde aproximadamente 1912-13, de igual modo que la
simplicidad de los medios se remonta a Mondrian y De Stijl. Acerca de la
forma cuadrada, dice el pintor venezolano: «El cuadrado es la única forma
inventada por el hombre que no se encuentra en la naturaleza. Su forma es, por
tanto, de una absoluta abstracción». Obras como Vibración (1965), del
Solomon R. Guggenheim Museum de Nueva York, y Cuadrado plata inferior
(1986), hace pocas semanas traído a Granada con motivo de una exposición
conjunta de Soto y Cruz-Díez, constituyen magníficas muestras de la obsesiva
presencia de la forma cuadrada, de tal manera que los signos elementales de
repetición dispuestos a cierta distancia del soporte del cuadro originan, al
acercarse, alejarse o desplazarse el espectador, ese movimiento virtual tan
característico del cinetismo. El resultado vibratorio se acentúa en Recortes
irregulares (1978) y Cuadrado virtual blanco (1979), cuando delante
del soporte se disponen varillas de metal, en interacción óptica con las líneas
paralelas del fondo. Objetos artísticos, pues, que requiriendo la participación
activa del espectador, integran tiempo y movimiento. De la mayor o menor
durabilidad del tiempo de permanencia ante la obra, ausencia o no de puntos
obligados de fijación y distancia entre los elementos simples, dependerá el
grado de estroboscopia o movimiento ilusorio. Los
penetrables de Soto, a los que puede considerarse vinculados al environmental
art («arte ambiental»), también hacen del espectador un sujeto
activo,
cuya relación con la obra no es sólo estética, sino perceptiva, táctil,
corporal: «El Universo está lleno de una vibración poderosa y, a través de
los elementos que uso, muy simples, busco que la gente se sienta inmersa en
ella. El penetrable incita a comprender la plenitud del espacio cambiando la
noción de vacío por una fluidez que condiciona el comportamiento de todo lo
que existe» (Soto). De ahí la resistencia a aceptar el nuevo espacio propuesto
por parte de los adultos y del público ilustrado, constreñidos por el peso de
normas y actitudes heredadas, no válidas fuera del contexto social robotizado.
El mismo Soto ha señalado el disfrute que los penetrables generan en los
niños, ancianos e individuos ajenos a las estructuras urbanas, procedentes de
ambientes rurales. Más
en la línea de una experimentación científica del color habría que
caracterizar las creaciones de Cruz-Díez, sobre todo las fisicromías y cromosaturaciones.
Su metódica investigación de los efectos cromáticos le llevó a un estrecho
contacto, como él mismo afirma, con el mundo de la física, la química, la
fisiología de la visión y la óptica. Al poco tiempo de su llegada a París en
1959, Cruz-Díez pretende demostrar que el color no es la forma, sino el
espacio; el color, pues, crea la noción de espacios (estos principios alcanzarían
un alto grado de plasmación en la experiencia de cabinas coloreadas que situó
en una céntrica plaza de París en 1969). No
olvidemos tampoco la decisiva influencia ejercida en la formación de ambos
artistas por Carlos Raúl Villanueva (1900-1975), verdadero patriarca de la
arquitectura venezolana al decir de Leonardo Benevolo, cuyas obras, entre las
que sobresalen el Museo Boulton (de los años treinta, ampliado en los sesenta)
y la Ciudad Universitaria de Caracas (comenzada en 1954, posiblemente sea, según
Damián Bayón, la mejor concebida del mundo, con edificios tan notables como el
Estadio Olímpico, el Aula Magna, la Escuela de Arquitectura y la Piscina
Universitaria), muestran una extraordinaria fusión entre la arquitectura y las
artes plásticas. Además, Villanueva tendrá contacto en el París de los años
veinte con exponentes de la vanguardia considerados padres del cinetismo, como
Calder y Moholy-Nagy. El mencionado campus terminaría decorándose con
obras de Calder y Vasarely, entre otros. Cruz-Díez
ha explicado con textos muy precisos la evolución de sus experimentos, el deseo
de escapar al eterno binomio forma-color, hasta concluir en las fisicromías:
una estructura de planos paralelos perpendiculares, coloreados y colocados a una
distancia suficiente para que los colores se reflejen entre sí. El
desplazamiento del espectador alrededor de la obra va transmutando la coloración
del cuadro, convertido entonces en «realidad autónoma» visual, distinta a las
percepciones ópticas habitualmente halladas en la naturaleza. El concepto
tradicional de pintura cambia al abandonarse los elementos comunes del
repertorio material en la ejecución de la obra. Por
otro lado, Cruz-Díez ha puesto de manifiesto la presencia en todo este proceso
investigador de la dualidad determinación-indeterminación, dialéctica entre
azar y razón señalada también por Umberto Eco en 1962 a propósito de una crítica
para una exposición del grupo N de Padua y otros artistas cinéticos
italianos (Eco bautizó entonces con el nombre de arte programado el
cinetismo). El semiótico italiano señalaba en el mismo texto del catálogo de
esa exposición cinética de Milán, que la aludida «dialéctica entre concepción
planificada y libre aceptación de lo que va a suceder», se caracteriza porque
lo que suceda «en el fondo sucederá de acuerdo con precisas líneas formativas
predispuestas, que no niegan la espontaneidad, pero establecen diques y
direcciones posibles», determinación de la indeterminación, según
apunta Simón Marchán, indicadora de la subordinación del objeto estético a
un orden estructural común entre las tendencias tecnológicas (el profesor
Marchán, no obstante reconocer la valiosa contribución del cinético al
enriquecimiento del vocabulario artístico contemporáneo, ve en este tipo de
arte sintáctico-tecnológico una manifestación superestructural del
capitalismo tardío, un modelo puramente científico de comprensión difícil
para una sociedad potencialmente destinataria de su proyecto de cambio). En
cuanto a las cromosaturaciones de Cruz-Díez
—una de ellas, expresamente montada para la ocasión, fue expuesta
durante el pasado mes de abril en el palacio de los Condes de Gabia de
Granada—, responden ya a un tipo de obras cinético-lumínicas donde el color
se lee de forma diferente en el tiempo, color en estado de constante
transformación en el espacio, un espacio real con orificio de entrada y salida
—una estancia, en suma— al
que accede el espectador con la consigna previa de permanecer el tiempo
necesario para apreciar los cambios ópticos, las mutaciones cromáticas. En
aquel mismo palacio, Jesús Rafael Soto y Carlos Cruz-Díez participaron en una
mesa redonda celebrada poco antes de la inauguración de la muestra organizada
por la Diputación Provincial de Granada. Desearía concluir refiriéndome a las
manifestaciones expresadas en ese acto por ambos creadores venezolanos sobre la
finalidad del arte. Tanto uno como otro, pero más insistentemente Soto, entendían
que la plástica más importante y significativa del futuro será la cinética,
no sólo en cuanto al volumen, cantidad y calidad de las realizaciones, sino
también como goce y verificación práctica de la participación activa de los
individuos libres en el diseño de una sociedad más justa e igualitaria. Tan
nobles propósitos nos recuerdan ciertas concepciones utópicas de algunos
protagonistas de la vanguardia histórica, sobre todo Mondrian y Malevich, tan
cercanos espiritualmente a los dos venezolanos. Pero ocurre muchas veces que la
práctica artística desdice determinados proyectos: la presente década, al
menos en España, ha asistido a un resurgir del conceptual y de la figuración,
a pesar de la moda neo-geo aparecida hace dos o tres años en Nueva York. Escrito y publicado originalmente en la revista Galería, nº 6, Madrid, junio de 1989, págs. 32-39, con motivo de la muestra de Carlos Cruz-Díez y Jesús Rafael Soto en el palacio de los Condes de Gabia de Granada en abril de ese mismo año.
|