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El vértigo del estilo Pintura y escultura. José María Córdoba, 1974-2001. Museo Municipal. Málaga. Paseo de Reding, 1. Hasta el 31 de marzo de 2002. Ahora
que se reúne por primera vez la producción de casi tres decenios de José María
Córdoba (Córdoba, 1950), puede fácilmente comprobarse algo en lo que la crítica
lleva insistiendo algunos años y que sólo había sido posible constatar de
modo fragmentario: la vertiginosa sucesión de distintos estilos, la compulsiva
voluntad de cambio lingüístico, el rabioso eclecticismo de su obra. Desde la
primera mitad de los setenta, Córdoba, que siempre ha sido un pintor con un
buen conocimiento del oficio, demuestra estar informado de lo más significativo
que ocurre en el panorama artístico nacional, además de simpatizar con el
clima político de oposición al franquismo. Quizás fuese este componente ideológico
el que lo mantuvo estilísticamente alejado por aquel tiempo de la experiencia
plástica contemporánea de mayor prestigio en su ciudad natal, a saber, la del
Equipo 57 (así como un poco más adelante la del llamado Equipo Córdoba), de
tanta trascendencia en la configuración del constructivismo español, vinculándolo,
en cambio, a las propuestas que se desarrollaban en torno a Estampa Popular y a
la pintura de contenido más social. Este período está muy bien representado
en un dibujo y en un lienzo realizados en 1974, éste último con la técnica
del temple, lo que le permite efectos de transparencias, y acusando incluso
lejanas influencias de Gromaire y Permeke. Pero
también de ese mismo año es una escayola pintada con un Hombre sentado
en la que puede advertirse la presencia del pop en su obra, especialmente por vía
del Equipo Crónica, presencia que convive sin dificultad en ese mismo momento
creativo con la poderosa sombra picassiana, uno de los referentes más
constantes en su trayectoria. El ajetreo de la vida urbana y la representación
de artefactos mecánicos, en algunos casos curiosamente próxima a lo que por
entonces estaba haciendo Eugenio Chicano, desaparece hacia 1978-79, cuando su
pintura atraviesa una fase figurativa italianizante en la que predominan los
temas extraídos de la commedia dell’arte. Después de un efímero período
en el que pinta formas agusanadas y otro donde se aprecian ecos de Torres-García,
se sumerge de lleno hacia mediados de los ochenta en la vorágine ecléctica de
esos años, hasta que en 1992 acomete algunas de sus composiciones más
logradas, definidas por un expresionismo figurativo de vibrante cromatismo, el
tema del minotauro y de nuevo la ascendencia de Picasso, en esta ocasión el de El
rapto de las Sabinas. Todo el resto de los noventa, salvo los autorretratos
de 1996, presididos por una hermenéutica en torno a la autoría de la obra de
arte, se dividen entre un interés tangencial por el método deconstructivo,
articulado alrededor de El
estudio del pintor de Courbet,
y una reflexión sobre la genealogía artística de la modernidad, aunque
acentuando aún más aquella dimensión irónica de su pintura que empezó a
atisbarse en los ochenta. ©Enrique Castaños Alés Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 18 de marzo de 2002
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