La pintura de Francisco Cortijo

© ENRIQUE  CASTAÑOS   

La crisis generalizada o, al menos, la recesión internacional de la práctica informalista y del expresionismo abstracto en los últimos años cincuenta, discurre paralela en toda Europa al nacimiento de una nueva figuración que reconoce en la poderosa individualidad del irlandés Francis Bacon su principal punto de referencia. En España, y coincidiendo con la disolución de El Paso en 1960, asistimos también al desarrollo de las tendencias neofigurativas (Grupo Hondo, «nuevo espacialismo», Juan Barjola, Fernando Somoza), pero desde muy pronto las genuinas condiciones político-culturales de nuestro país reabrirán con fuerza el debate sobre el realismo, particularmente fructífero en el ámbito del grabado y de la pintura. Algunos de los críticos más autorizados del momento, como Venancio Sánchez Marín, Vicente Aguilera Cerni, José María Moreno Galván y Tomás Llorens Serra, nómina a la que en años sucesivos se incorporan Valeriano Bozal y Simón Marchán Fiz, entrarían de lleno en una discusión que afecta a la experiencia artística de todo el Estado, pero que localiza sus focos más combativos en Valencia, Madrid, País Vasco y Sevilla. Con valor de escuela local va a ser precisamente en la mencionada ciudad andaluza donde surja el grupo más interesante, integrado, entre otros, por Pérez Aguilera, Cortijo, Carmen Laffón, Joaquín Sáenz, Claudio Díaz, Teresa Duclós y Antonio de Casas.

Francisco Cortijo (Sevilla, 1936) se perfila en la primera mitad de los sesenta como el miembro más activo de Estampa Popular de Sevilla, agrupación de grabadores y pintores extendida por toda la geografía española y que encuentra en la figura del pintor manchego José Ortega, por lo menos desde 1957, su animador más entusiasta.

La producción plástica de Cortijo durante más de veinte años, hasta principios de los ochenta, se vincula a un realismo descarnado y sin concesiones, cuya máxima preocupación es el rostro y el cuerpo del hombre. Realismo, pues, en absoluto objetivo y racionalista, sino de profunda Francisco Cortijo. "Niños corriendo" (mediados de los sesenta). Óleo sobre lienzo.raíz subjetiva; un realismo social, como observó Bozal, de filiación expresionista íntimamente conectado con la tradición europea y española autóctona. Los cuadros expuestos, hacia 1967-68, en las galerías La Pasarela de Sevilla y Quixote de Madrid, resultan no sólo una sincerísima incursión en situaciones derivadas de la soledad y de la ausencia de comunicación, sino también en la compleja patología de los caracteres y emociones observables en los individuos. Para quien los haya visto, aunque sólo sea a través de una reproducción, permanecen imperecederas las figuras de los campesinos y de niñas infinitamente solas, sin edad y sin nombre, saltando a la comba de perfil o vueltas de espaldas, con los brazos extendidos, por las calles de villorrios y suburbios abandonados, imagen verdadera del vacío y de la tristeza. En esa época, tanto en los seres animados como en las naturalezas muertas, Cortijo define cuerpos sólidos, compactos, volumétricos, tallados con pincelada áspera y apretada, herederos directos del joven Velázquez, de Zurbarán, de Valdés Leal.

El realismo social y crítico de Cortijo, a pesar de la inclinación entonces dominante en la tendencia por valerse de un metalenguaje literario y didáctico, a fin de poder acercarse a un amplio número de potenciales receptores, nunca renunció a plasmar la biografía personal, a reflejar la carga emotiva y expresiva producto de la intransferible experiencia con el mundo circundante. La injusticia social y la agudización de las contradicciones no las aborda Cortijo cual realidades abstractas y atemporales, sino como situaciones históricas que afectan decisivamente a los individuos concretos.

También las máscaras, los disfraces y el universo carnavalesco, tan presentes en la obra de Cortijo, ejemplifican un aspecto más de la crisis espiritual contemporánea, propensa al disparate, lo grotesco y la caricatura. Goya, James Ensor, José Gutiérrez Solana, incluso Georges Rouault, parecen con su magisterio guiar aquí las intenciones del pintor, cuya más espléndida muestra es la nutrida galería de personajes grabados al aguafuerte expuestos en el Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla en 1975.

La noción del realismo, como hemos entrevisto, no tiene por qué excluir la de interioridad; el pintor realista trataría, así, de analizar y comprender los fenómenos cambiantes del mundo real, aprehenderlo, pero filtrando todo el proceso a través de su propia conciencia. La raigambre de una exacta vocación subjetiva en la pintura de Cortijo se hace a todas luces evidente en el cambio estilístico producido a mediados de los ochenta, a mi juicio el único verdadero punto de inflexión en su poética. Quiero decir que la fe del artista en los presupuestos y principios del realismo militante parece haber sufrido una profunda sacudida, atravesar un periodo agónico. ¿Cómo, si no, explicar la nueva amorosidad de la pincelada, la menor nitidez y espíritu director del dibujo, la fragilidad y construcción de los cuerpos mediante el color, el creciente carácter pictórico del espacio y la atmósfera situados entre los objetos? Aventurar aquí una presumible hipótesis esclarecedora de esta transformación en la mirada y en la captación de lo real, obligaría quizás a referirse a la generación a que Cortijo pertenece por derecho propio, forzada a vivir entre la contradicción y la honestidad, descreída ante el anunciado fin de la ideología y a la que era muy cara la noción, extraída del más puro humanismo marciano, de horizonte utópico. La década que acaba de finalizar comenzó en España prometiendo cambios estructurales que a la postre afectarían más a la forma que al contenido, abriéndose la senda a un peligroso culto a las apariencias que, en el campo de la cultura y en el lenguaje específico del arte, se ha traducido en el dominio de la cultura-espectáculo y en el valor de cambio de una iconicidad frívola y estúpida, supremo fetiche, junto al dinero, de la moda posmoderna. La evolución de Cortijo en el último lustro gira en torno a la frustración de aquellas expectativas, el mundo en derredor se hace más íntimo y doméstico; los objetos, en su quietud metafísica a lo Morandi, gritan en silencio su propia alma; las figuras humanas, sobre todo las femeninas, están como ensimismadas, inmersas en una musicalidad desconocida. Lo decisivo en estos años, 1986-87, es la solución plástica; el color crea él solo la forma y construye el espacio: la paciente y lúcida lección cézanniana aún no ha sido olvidada.

La obra más reciente, de la que puede verse una magnífica selección en la muestra con que la sala de la Diputación Provincial de Málaga inaugura la temporada de exposiciones, alterna el medio y el gran formato, combinando el óleo, el acrílico y el pastel sobre lienzo o cartón. Sorprende el extraordinario simbolismo de las composiciones mayores, obsesivamente dominadas por la ingrávida presencia de un niño pequeño  –sabemos que muy querido del pintor–  y por el autor mismo metamorfoseado en una especie de clown con chistera y traje de rombos que ofrece al espectador un rostro doble donde suele dibujarse una extraña sonrisa. La dimensión crítica y el inconformismo advertidos en toda la trayectoria de Cortijo desde los primeros sesenta, destacan especialmente en los dos únicos cuadros con título de la exposición: Mientras pensaba en Picasso y Ya no podré llevarte a la tierra prometida. La muestra, en fin, corrobora de manera rotunda algo que ya fue expresado por Ana Mª Cortijo en 1986, en un bellísimo texto sobre el pintor y repetido después hasta la saciedad: Cortijo funda su arte en la sensibilidad y en el más depurado sentimiento pictórico; en efecto, su honda estirpe veneciana tendremos oportunidad de descubrirla en las vivísimas calidades cromáticas de los cuadros con los que se presenta por vez primera en Málaga.

Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 29 de septiembre de 1990