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La presencia de Cristo en el arte occidental
Enrique Castaños
Resulta evidente que el título de este artículo constituye en sí misma una tarea imposible. Se necesitarían bibliotecas enteras para ser fiel a él. No obstante, procederemos a una síntesis telegráfica con destino al curioso o al aficionado. Durante la primera fase del arte paleocristiano, hasta el Edicto de Milán de 313, no se representa a Cristo directamente, sino a través de símbolos: el crismón (con las iniciales de Cristo en griego, Xp, y las letras alfa y omega, es decir, Cristo como principio y fin del mundo), el cordero (Cristo como víctima que muere para salvarnos) y el Buen Pastor (probablemente derivado de las imágenes de Hermes Crióforo). En una segunda fase, desde Constantino, y, sobre todo, desde Teodosio, las representaciones de Cristo se inspiran en las de los emperadores del Bajo Imperio, cuyo ejemplo clásico quizá sea el sarcófago de alabastro de Junio Basso, de 359, donde Jesús aparece como cosmocrátor, dueño del Universo, entronizado encima de la cabeza de Coelus y poniendo los pies encima del velo hinchado del Universo. En la Edad Media, el hieratismo bizantino de la época de Justiniano (siglo VI) lo representa como Buen Pastor o Resucitado, entronizado entre ángeles, alejado de cualquier rasgo naturalista, como podemos observarlo en San Apolinar el Nuevo de Rávena. La más genuina representación de Cristo durante el Románico es el Pantocrátor encerrado en la mandorla mística, como sobre todo lo vemos en el fresco procedente del ábside de San Clemente de Tahúll (principios del XII). Es una imagen mayestática, hierática, solemne, un Cristo apocalíptico en su segunda venida como Señor del Universo, inmóvil, sobrenatural, sobrecogedor, como el del tímpano de Vézelay. Por el contrario, las imágenes de Cristo durante el gótico son más naturalistas, más cercanas, aunque la verdadera transformación la va a experimentar la figura de la Virgen. El Beau Dieu del Portal del Juicio Final de Reims (siglo XIII), todavía presenta una solución, dice Jantzen, «estatuaria», arcaizante. Al final de la Edad Media, el Señor entronizado del Políptico de Gante, de Jan Van Eyck (1426-32), es difícil de interpretar; con su tiara papal, con su barba, con su actitud hierática, quizás encarne y fusione dos Personas de la Trinidad, el Padre y el Hijo, aunque Panofsky apunta que esta imagen de Cristo representa a Dios en su esencia trinitaria completa. El Renacimiento tiende claramente a una visión antropocéntrica, cuyo más grandioso ejemplo es el Cristo desnudo como Juez del mundo de Miguel Ángel en el Juicio Final de la Sixtina (1535-1541), un dios clásico cuyo gesto pone en movimiento todo el conjunto. Pero este Cristo no es una figura pagana, sino el resultado de una intensa religiosidad trágica, atormentada. En cuanto al Barroco (siglo XVII), está, por un lado, la iconografía de las cortes católicas, y, por el otro, el de las repúblicas protestantes y burguesas. De la primera, sólo mencionar a Rubens y a Velázquez, cuyo Crucificado de San Plácido opta por lo apolíneo, por la belleza clásica. La imagen de Cristo en Rembrandt, en cambio, es quizá la de más profunda religiosidad de todo el arte occidental. Rembrandt representa un Cristo hombre que nos adentra en un misterio indescifrable. El espíritu de la Ilustración, o al menos las ideas de la razón, tienen en el Cristo de Bertel Thorvaldsen, realizado entre 1821-39 para la Vor Frue Kirche de Copenhague, uno de sus epítomes más consumados, un Cristo muy superior al tamaño natural, en deuda con la Antigüedad clásica, hasta el punto que el gran escultor danés se quejaba con tristeza de que «cuando esté muerto dirán que mis figuras cristianas son griegas, y con razón, pues sin la escuela griega es imposible trabajar de una manera correcta e inteligible». Este Cristo remoto, sumido, al decir de Hugh Honour, «en sus pensamientos inescrutables», sobrecoge por la frialdad marmórea de su hermoso rostro. De la época contemporánea, sólo mencionar a dos autores. Los dos son expresionistas, la corriente estilística que más se ha preocupado por la iconografía cristiana y por la imagen de Jesús. El primero es Nolde, un pintor cuyo color exasperado refleja también una encendida espiritualidad. En segundo lugar, Rouault, un artista que nos enfrenta a la representación de lo invisible. Ambos, sobre todo Nolde, con una distorsión violenta de la forma orgánica que tienen su origen en Grünewald, nos introducen en una región que pertenece al dominio del interior del individuo, al reino insobornable del espíritu.
Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 14 de marzo de 2008 |