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El espacio como un tiempo remoto Pintura y dibujo. Paul Delvaux. La segunda realidad. Sala de Exposiciones de la Fundación Picasso. Málaga. Plaza de la Merced, 13. Hasta el 27 de abril de 2008. Organizada por la Fundación Carlos de Amberes, la extraordinaria muestra de la Fundación Picasso-Casa Natal dedicada a Paul Delvaux (Antheit, 1897 – Furnes, 1994) supone adentrarse en profundidad en el indescifrable misterio de uno de los más grandes pintores belgas de la pasada centuria, junto con James Ensor y René Magritte. Hasta la segunda mitad del decenio de 1930, que es cuando se perfilan con nitidez los rasgos que definen su personalísimo estilo, la obra de Delvaux recoge influencias del paisaje naturalista y realista francés, sobre todo de Gustave Courbet y de la Escuela de Barbizon, del simbolismo y del expresionismo, especialmente de Ensor y de Constant Permeke. En algunos desnudos de los años veinte, monumentales, rotundos y escultóricos, sorprende la minuciosidad técnica, la textura de la materia pictórica que recuerda el efecto del empaste y del yeso pintado. Sin embargo, el acontecimiento decisivo de su vida como pintor fue probablemente el encuentro con la obra metafísica de Giorgio de Chirico, caracterizada por esas ciudades de arquitecturas clásicas fantasmales y vacías, por ese silencio infinito, cósmico, por la absoluta soledad, por las estatuas y por las perspectivas geométricas. Porque otro de los rasgos no suficientemente señalados de la pintura de Delvaux a partir de 1935-38 es el riguroso orden geométrico de sus composiciones, un trazado racional en el que todo está cuidadosamente medido y calculado. También la producción de Delvaux se inunda de ciudades fantasmales por las que deambulan extraños personajes, con un decorado clásico a modo de escenografía teatral. Pero, del mismo modo que los simbolistas belgas hicieron de Brujas su ciudad soñada, Delvaux recrea una y otra vez la Bruselas de su infancia y de su imaginación. La diferencia con el surrealismo es bien patente en Delvaux, a pesar de los intentos de André Breton por mantenerlo bajo su autoritario control. Esa diferencia, que es muy ostensible en la obra sobre papel, donde se advierten resonancias incluso de Georges Rouault, es decir, donde se palpa un drama desconocido en el movimiento surrealista canónico, esa diferencia, decimos, tiene que ver sobre todo en que los espacios de Delvaux no son espacios soñados, sino añorados, espacios donde transcurre un tiempo muy remoto, muy lejano, en realidad el tiempo de la infancia, de la apertura al mundo. Espacio y tiempo coexisten simultáneamente en los cuadros de Delvaux, a diferencia de los de De Chirico protagonizados por la noche, con unos personajes que ni nos miran ni se miran entre ellos, y donde se repite una y otra vez el mismo tipo de mujer, una obsesión, como la que el simbolista belga Fernand Khnopff tenía por su hermana Marguerite. El caso de Delvaux es más complejo, y algunos biógrafos y estudiosos de su obra apuntan a que se trate de su propia madre, cuya desaparición en 1932 le permitió «liberarse», pictóricamente hablando. Otro personaje inquietante es el burgués corriente, con traje y bombín, una figura que enfatiza la inmersión de su obra en lo «siniestro» en el sentido freudiano del término, esto es, la sorprendente aparición de lo extraño y de lo desconcertante en lo cotidiano. Delvaux, al que le hipnotizó en su juventud tardía el contacto con lo monstruoso y la deformación que albergaba el itinerante Museo Spitzner, nos sumerge en un mundo que no es otro que el de la memoria, el del deseo y lo definitivamente perdido (y de ahí la latente presencia de su querido Julio Verne), y lo hace con una atención al detalle propia de los primitivos flamencos, un intento quizás de otorgar verosimilitud a sus representaciones. © Enrique Castaños Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 7 de marzo de 2008
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