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Expresividad y función en la escultura negra africana Escultura. África: son distintos, no son distintos. Fundación Unicaja. Sala Italcable. Málaga. Plaza de La Legión Española, s/nº. Hasta el 22 de mayo de 2010.
Antes de mediados del siglo XVIII era prácticamente completa la ignorancia de los occidentales sobre la cultura africana, y en particular sobre las expresiones artísticas del vasto continente negro. Habrá que esperar a mediados del siglo XIX, con Charles Darwin y Thomas Huxley, defensores de la teoría de la evolución biológica de las especies animales, para encontrar un insólito interés por los orígenes y evolución del hombre primitivo. Para los evolucionistas, el arte de los primitivos actuales será un primer estadio en la fase de la comprensión realista del mundo. A finales de aquella centuria, el antropólogo estadounidense Franz Boas, influido por la teoría tecnológica y materialista del arquitecto alemán Gottfried Semper, acentuó sobre todo la importancia de los materiales y de las diversas técnicas empleadas en la elaboración de las muestras del arte primitivo, minimizando así los factores históricos y psicológicos. Pero va a ser a principios del siglo XX, muy poco después de que Gauguin llevase a cabo la primera inmersión por parte de un artista occidental en lo primitivo, primero en Bretaña y después en Tahití, cuando, hacia 1905-1906, Vlaminck, Matisse y Picasso se interesen por la escultura negra africana, el verdadero punto de inflexión en la consideración estética de esta manifestación artística. Casi paralelamente, los expresionistas de Die Brücke, con Kirchner a la cabeza, mostraban también su interés por las máscaras y tallas oceánicas. A diferencia de lo que ocurre en Occidente, el arte primitivo en general no se produce con el propósito de servir a un fin estético, sino con una función práctica, principalmente de carácter religioso y social. Aunque Picasso y otros artistas de la vanguardia heroica hablasen del purismo y de la libertad del escultor primitivo, esa «libertad» es inexistente. A ellos les pareció un arte incontaminado, pero en verdad sólo lleva a cabo aquella versión de la realidad que es sancionada por el grupo al que pertenece el artista. Aquí no existen ni la originalidad ni la individualidad artísticas. De ahí la repetición de los mismos estereotipos una y otra vez, algo completamente ajeno al dinamismo intrínseco del arte occidental. Esta repetición de idénticos cánones dentro de una misma tribu, invariablemente, sí guarda similitud con el arte egipcio antiguo, del mismo modo, como opinaba Ernst Gombrich respecto de este último, que el artista no pretende reproducir la realidad, sino repetir la idea preconcebida que tiene de ella, es decir, el artista no se basa en lo que «ve», sino en lo que él sabía que «pertenecía» a una persona. En estos días, gracias al mecenazgo cultural de la Fundación Unicaja, tenemos oportunidad de ver en Málaga la magnífica colección de escultura negra africana perteneciente a Juan José Martín Andreu, la mayoría de cuyas piezas son de la segunda mitad del siglo XIX y del XX. Cubriendo un área muy extensa que se extiende desde el río Senegal hasta el lago Tanganica, y desde el lago Chad hasta el nacimiento del río Zambeze, las obras aquí expuestas pertenecen a tribus y países muy distintos, aunque sobresalen las hechas por los senufos, baulés, dogones, bambaras, yoruba, dan, ibos, y, muy especialmente, las de las antiguas ciudades de Ife y de Benin. Si algo las distingue es su extraordinaria fuerza expresiva, esa especie de sortilegio misterioso que experimentó Picasso, por el tiempo en que estaba pintando las Demoiselles, en el Museo de Etnografía de Trocadéro, cuando las máscaras que veía, según confesó a Malraux en 1937, no eran sólo escultura, sino «objetos mágicos», «intercesores contra los espíritus desconocidos y amenazadores». Qué duda cabe que desde ese día nosotros también vemos estas esculturas con otros ojos, esto es, con una mirada «moderna». © Enrique Castaños Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 8 de mayo de 2010
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