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El naturalismo pictórico de Eric Fischl Pintura. Eric Fischl. Corrida en Ronda. Centro de Arte Contemporáneo. Málaga. C/ Alemania, s/n. Hasta el 4 de abril de 2010.
La obra pictórica de Eric Fischl (Nueva York, 1948) tiene una deuda profunda contraída con la magistral lección técnica de Manet. Lo que no significa, ni mucho menos, falta de originalidad, aunque sólo sea por los temas que trata, en muchos casos de contenido social y de crítica a un determinado modelo de sociedad, o, mejor dicho, de comportamiento de una clase social en concreto. Pero la cuestión de la técnica, como ya viera Adorno, es esencial. Y, en este sentido, Fischl está claramente influido y seducido por los orígenes de la modernidad en el ámbito de la pintura, esos decenios fecundos que van desde Le déjeuner hasta la muerte de Seurat. Con anterioridad a ese periodo, también parece claro su interés por Tiziano, El Greco, Velázquez y Goya, es decir, la Escuela española y los venecianos. Expresado de otra manera, por la pintura-pintura. Fischl se siente cómodo con la mancha, los planos de color y los contrastes de luz, pero no unos contrastes efectistas y teatrales al modo de Caravaggio, ni unos claroscuros nítidos y secos, sino una contraposición entre masas oscuras, en sombra, y zonas luminosas, bañadas por el sol, un sol que parece inundarlo todo, que lo ciega todo, como a Mersault en aquella playa norteafricana tan sucintamente descrita por Camus. En cierto modo, Fischl es un continuador de una tradición anglosajona de atracción por lo hispánico, por el mito español, pero no interpretado de manera meramente costumbrista y estereotipada, sino con respeto profundo a una cultura muy diferente de la suya, que fue la actitud de Hemingway, de Orson Welles, y, en pintura, de Sargent, de Whistler o del propio Manet. Sobre todo de este último, que asistió en 1865 a alguna corrida de toros en Madrid y se quedó fascinado con Velázquez en el Prado, para él el príncipe de los pintores, por delante de todos los demás. El conocimiento de Goya llevó a esa generación a descubrir a Velázquez, y, sólo después, al descubrimiento de El Greco. Lo mismo que Manet, Fischl procede con manchas planas de color, a las que una línea simplemente otorga el volumen. Su paleta es espléndida, permitiéndose todo tipo de licencias, que, sin embargo, funcionan ópticamente a la perfección. Los adornos en los hombros de la chaquetilla de un torero deberían ser negros, pero él los pinta de un verde oscuro. A pesar de su admiración enorme por Goya, en sus visiones de la corrida no aparecen multitudes, ese gentío diminuto alrededor de la plaza que en el aragonés tiene un tan intenso sentido simbólico. Fischl contrapone el toro al torero, los dos solos, realizando una danza ritual de sexo y de muerte. Una danza ancestral que se pierde en la noche de los tiempos de la cultura mediterránea, y que quizá se remonte a la época minoica. Como mucho, Fischl se permite acompañar a los dos protagonistas de algún que otro torero, pero como mero acompañante. Lo decisivo es el torero y el animal. Éste casi siempre malherido, a punto de morir. En un momento de intensa emoción y de angustia, que casi corta la respiración. Con su interpretación de una corrida goyesca, Fischl ha vuelto a demostrar su sabiduría técnica y su personal estilo en el dificilísimo arte de la pintura.
© Enrique Castaños Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 13 de febrero de 2010.
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