El arte y la subjetividad romántica

 ENRIQUE  CASTAÑOS

 

El pintor no debe pintar tan sólo lo que ve frente a sí, sino también  lo que ve en sí mismo. Y si nada ve en su propio interior, es mejor que renuncie a pintar lo que ve fuera de él.

                                                                                Caspar David Friedrich

 

 

Uno de los rasgos definitorios de la cultura antropocéntrica propia del Renacimiento será precisamente la irrupción con fuerza del concepto de individualidad artística, que adquirirá una connotación sagrada, como lo ha puesto de manifiesto Erwin Panofsky, cuando a partir de la idea de la voz interior del artista, tal como se muestra en las filosofías platónica y neoplatónica, ese mismo concepto de la idea haya atravesado un arduo camino, que pasa por Séneca y por San Agustín, hasta llegarse a una concepción en la que el artista, según pensaba Durero, creaba igual que Dios, o en la que, como en Leon Battista Alberti, el artista es un alter deus. De deus artifex a divino artista.

Pero este último, sujeto humano creador de belleza, al constituirse en el portador y en la expresión más elaborada y fiel de su tiempo, no podía dejar de reflejar en sus obras, como puede apreciarse a partir de la segunda mitad del siglo XVI, el desgarramiento y la ruptura entre el hombre y la naturaleza, que comienza a producirse en el seno de determinadas conciencias europeas y que se conoce con el nombre de Manierismo, primera de las agudas crisis espirituales que iba a atravesar la modernidad, meridianamente definida a partir de los estudios de Arnold Hauser. Los embates de la razón moderna, portadora de una idea de progreso dolorosa para los hombres, permitirán explicarnos muchas de las inestabilidades, ambivalencias y contradicciones de los espíritus del Barroco.

Ahora bien, no será hasta la segunda mitad del siglo XVIII   —centuria en la que, junto a una manifiesta nitidez y claridad de las luces, pareciendo como si existiese tan sólo una racionalidad destructora con pretensiones de enseñorearse de toda la realidad (incluso las revoluciones burguesas norteamericana y francesa ayudan a dar la razón a este equívoco), brotarán con ímpetu los tonos y perfiles de una fuerza poderosa que se había mantenido escondida en el interior del inagotable torrente creador—   cuando algunos de los más abismales lúcidos artistas habidos nunca, sean capaces de articular una demoledora crítica frente a aquel avasallamiento dominador e inhumano, el cual arrancaba a los hombres de su naturaleza originaria. Por aquella fuerza podemos entender el fondo sin límites de la interioridad subjetiva, ligada a una imaginación desbordante y trastocadora. Los poco conocidos William Blake y Heinrich Füssli constituyen ejemplos máximos de cuanto decimos, anunciadores ya, con su arte visionario, de la subjetividad más genuinamente romántica.

Dejando aparte la figura de Goya, dos serán los pintores que hagan de su arte el exponente más alto de la revolución estético-espiritual que tiene lugar a principios del siglo XIX: el alemán Caspar David Friedrich y el inglés William Turner. Y ambos también llevarán a cabo su misión revitalizando (y dándole un contenido distinto a lo que con anterioridad a ellos se había hecho) un género artístico que se presentaba esterilizado y sometido a la frialdad de las normas académicas: el paisaje. Después de la reflexión que sobre su pintura han realizado estudiosos como Eduardo Subirats y Rafael Argullol, ni podemos desconocer la intencionalidad crítica del pintor alemán, ni la inquietante desantropomorfización y disolución de las formas a la que Turner somete los objetos más sólidos de la realidad.

Los paisajes de Friedrich no solamente pueden muy bien ser caracterizados como «paisajes de la soledad», ya que vacía e inerte es la comunicación que entre la naturaleza sometida y expoliada y el hombre acontece, sino que destrozan   —con la presencia en ellos de sujetos anónimos y sin rostro, vueltos de espaldas al espectador, manteniendo muchas veces posturas incómodas o, por lo menos, tensas, encorsetados en las rígidas vestimentas del habitante de las ciudades que ha perdido todo contacto con lo natural, obligados a mirar como a través de una ventana el paisaje que se extiende sin límites más allá de sus ojos—   la prepotencia del sujeto burgués, dejando al descubierto su insatisfacción, su desasosiego y su angustia, por primera vez angustia existencial en la trayectoria de la pintura moderna. Los personajes de Friedrich, bañados en una luz de amanecer o de crepúsculo, mortecina, enfermiza e inquietante, intemporal e indefinida, que da ese tono misterioso a sus pinturas, no podrían, aun cuando lo intentasen, asirse a nada, pues hasta su posible íntimo deseo de fusionarse con el espíritu esencial de la naturaleza   —panteísmo presente en muchos de sus cuadros, llegado hasta Friedrich a través del misticismo trascendental que Fichte predicaba en Jena—   se ve permanentemente frustrado por un muro infranqueable, el propio de la cultura ciudadano-burguesa, viéndose abocados, así, a una agonía espiritual en verdad trágica.

Junto a la melancolía y desolación de estos paisajes, se nos presenta el enigmático motivo de la ruina arquitectónica, uno de los elementos clave del universo friedrichiano. Hay quien ha visto en estas iglesias y abadías semiderruidas, el hundimiento experimentado por la religión católica frente a la protestante en los países del área germánica; otros las han relacionado   —ya que no solamente se muestra la ruina misma de los edificios, sino que estos aparecen envueltos, muchas veces, por una maleza lujuriante y salvaje—   con el poder del tiempo, que todo lo devora y destruye, lenta e inexorablemente; hay quien, como es el caso de Subirats, las vincula al desmoronamiento de un orden social y económico vigente en otro tiempo, debido al avance firme de la civilización industrial, a la que Friedrich somete a una crítica amarga e implacable.

También la sensación de infinito, la sed de una naturaleza liberada de la carga civilizadora y preñada de una fuerza cósmica que la hace omnipresente protagonista de sus lienzos, nos transmitirá Turner, aun cuando, posiblemente, con una menor intención ideológica. La desintegración de los objetos y del sujeto humano es llevada a un límite que produce vértigo y que nos envuelve como en los remolinos de sus últimas obras. El hombre ha perdido su centro y su asidero, vapuleado por unos elementos que no soportan por más tiempo la usurpación de que han sido objeto. No deja de ser significativo que sea Turner uno de los espíritus que más decididamente impulsó la posterior orientación abstracta de la pintura del siglo veinte.

En las obras de ambos artistas se hacen carne las palabras del Fausto de Goethe: «¿No soy el fugitivo, el que no tiene techo, / el monstruo sin meta ni descanso, / que brama como una catarata de roca en roca, / con furioso deseo de caer al abismo?».

 

 

 

Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 19 de mayo de 1984