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La transparencia poética de Ramón Gaya
© ENRIQUE CASTAÑOS
Aunque haya sido clausurada el pasado día 2 de junio, la encantadora exposición dedicada por la Fundación Picasso al pintor murciano Ramón Gaya (1910-2005), bien se merece unas líneas por parte del aficionado. De entre la treintena de obras exhibidas, casi todas lienzos, la mayoría estaban fechadas a partir de 1989-1990, es decir, cuando el artista estaba a punto de cumplir o había cumplido los ochenta años. De ahí el inmenso gozo que, con más razón aún, producen esos óleos, pues, a pesar de estar hechos en una edad tan provecta, están transidos de lozanía, de frescura, de desenfado y de ausencia de ideas preconcebidas o de prejuicios sobre el difícil arte de la pintura, si bien, no por ello, están exentos de rigor, de sabiduría, de precisión y de sentido estético. Resulta asombroso comprobar en esos lienzos esa extraña capacidad que tienen los verdaderos maestros para expresarse aparentando facilidad y presteza, cuando lo cierto es que detrás hay una inmensa acumulación de experiencia y de estudio, esto es, de práctica de la pintura y de conocimiento de la creación de los grandes artífices, sin olvidar, claro está, una atenta y penetrante observación de la siempre inagotable lección de la propia Naturaleza. Se da, además, la circunstancia, de que muchas de las obras expuestas eran homenajes particulares de Ramón Gaya a algunos de sus más queridos guías y orientadores en una actividad tan llena de peligros, pues sus aguas, lo mismo están calmadas que entran en un turbulento y tempestuoso oleaje; de hecho, suelen ser casi siempre procelosas y nada tranquilas. Por eso conviene tanto atender con humildad la lección de los maestros y de la Naturaleza, pero sin renunciar a ser uno mismo, es decir, proceder del mismo modo que decidió Camille Corot, quien nos dice que trató de pintar como Poussin antes de resignarse a pintar como Corot, que fue lo que finalmente hizo. Entre esos maestros homenajeados por Ramón Gaya, están Pablo Picasso, Georges Seurat, Paul Cézanne, Rembrandt, Murillo, y, naturalmente, Velázquez. La mayor parte son bodegones, hechos con una pincelada suelta, gruesa, segura y rápida, lo que les proporciona esa maravillosa sensación de inacabamiento, de esbozo, de juventud primaveral. Hay en casi todos ellos un elemento que se repite insistentemente: un vaso más o menos grande de cristal, con agua y con algunas flores. Es un elemento que remite directamente a Velázquez, a ese Velázquez postrero, el de después de su segundo viaje a Italia, es decir, un pintor, como el propio Ramón Gaya escribió en ese ensayo inmarcesible —Velázquez, pájaro solitario— que dedicó al genio sevillano, que en realidad no es un pintor, sino el Arte, y en cuya obra, entre otras cosas, se ha producido ese supremo milagro de la desmaterialización de la pintura, una obra transparente, etérea, inaprehensible, que semeja no concretarse en materia pictórica alguna, sino que es puramente espiritual, pues se halla en el otro lado, el lado de la Verdad, al que prácticamente nadie ha podido ir o alcanzar, cosa que tampoco pretendió Don Diego, pues ya estaba instalado en ella. De ahí, como digo, esa atmósfera que planea por casi todas las composiciones del Ramón Gaya anciano, un ambiente «velazqueño», en el que quiere pintarse el aire que circula invisible entre los objetos, un ambiente ingrávido, carente de pesadez, en el que parece imperar, pero sin dominio autoritario alguno, el sentido ascensional, la elevación, la pureza, la santificación de los objetos, inundados por la gracia divina, purificadora, redentora. Ese recipiente medio lleno de agua es todo un epítome del clima estético, intelectual y espiritual que inundaba como una luz bienhechora al Ramón Gaya de los últimos lustros de su dilatada existencia. Un vaso transparente, translúcido, inmaterial, sutil, poético, pleno de evocaciones íntimas y de armonías con el mundo que lo rodea, porque ese vaso es un símbolo, un símbolo de la limpieza de corazón que también engrandece al pintor. No basta sólo la técnica. A veces, muchas veces, estoy tentado, y no me arrepiento de ello, de concederle la razón a André Lhote en su extraordinariamente agudo Tratado del paisaje (ca. 1940), cuando afirma que todo se reduce, esencialmente, a la técnica. En buena medida es verdad, y ahí están Giovanni Bellini, Joachim Patinir o Pieter Brueghel el Viejo para demostrarlo, pintores incomparables. Pero hay algo más allá todavía de la técnica, y eso que aquí no entendemos por «técnica» algo prosaico, sino un conjunto de saberes teóricos y prácticos, donde lo estético se funde con la pericia y con el talento. Sí, hay algo aún más allá de ese concepto de «técnica», a pesar de ser un concepto tan elevado; es eso que tiene que ver con las misteriosas regiones del Espíritu, en las que el Arte se convierte en Verdad. Miguel Ángel, El Greco, Rembrandt, y, por supuesto, Velázquez, se adentraron en esos ignotos y extraños territorios; pocos más, entre ellos Leonardo. Ahí es hacia donde se dirige la expresión artística de Ramón Gaya, como puede comprobarse en esas flores inconfundibles que pinta, y que también se inspiran, una y otra vez, en las flores que lleva sobre el pecho y sobre el rubio cabello la infanta Margarita en «Las Meninas». De nuevo la desmaterialización, la no-pintura, la fusión con el aire, la expresión poética, el Verbo, sutilmente concretado por efecto de una suprema sabiduría técnica. Eso es lo que pretende Ramón Gaya, y en buena medida lo consigue. En un texto de 1951, «El silencio del arte» (Madrid, Ediciones Arión, 1960), escribe el pintor que «ser artista es tan sólo eso: creer»; que «el gran arte no es nunca un problema, sino un destino», y de ahí que «no lo podemos construir nosotros, ni siquiera hacerlo nosotros, sino “escucharlo y cumplirlo”»; que, en fin, «las obras supremas…surgen del centro mismo de una sustancia inmóvil, sin pasiones…una sustancia que no sabe de nada, que no comprende nada, con una como inocencia “sucesiva”, es decir, viva». Eso es lo que desprenden estas preciosísimas obras de Ramón Gaya: capacidad para escuchar, cumplimiento de un destino, inocencia, porque, insisto, es imprescindible la inocencia, la pureza, el asombro ante el mundo, ante el despertar diario de las creaturas, en las que palpita el hálito de Dios. Sin ello, la técnica, por suprema que sea, no alcanza a lograr el inexplicable milagro de la creación artística.
Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte. Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 10 de junio de 2013. |