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El proceso infinito de representación de la imagen
(Sobre la escultura de Alberto Giacometti)
© Enrique Castaños
La amplia retrospectiva dedicada durante el invierno de 2011-12 a Alberto Giacometti (Borgonovo, cerca de Stampa, Suiza, 1901-Coira, Suiza, 1966) por el Museo Picasso Málaga, cuyas piezas proceden íntegramente de la colección de la Fundación Alberto y Annette Giacometti de París, es casi con toda probabilidad la más completa y rigurosa dedicada hasta ahora por la pinacoteca a un artista. Podemos ver en ella, en pedagógico orden cronológico, que es como mejor se comprende la obra de un creador plástico, toda la evolución del originalísimo escultor, desde sus inicios hasta el final de su vida, incluyendo no sólo dibujos y pinturas, tan importantes para entender su trabajo, sino también los diversos materiales que empleó, especialmente el yeso y el bronce. Resulta del máximo interés observar sus comienzos, que, como era normal entre los protagonistas de la vanguardia histórica, reciben una notable influencia de las estéticas del último cuarto del siglo XIX, especialmente del Postimpresionismo, aunque en su caso es muy significativa la huella que le dejó en diversos sentidos el Expresionismo, no sólo en lo que se refiere al tratamiento de la forma, sino asimismo en lo concerniente a la preocupación por las artes de los primitivos actuales, sobre todo del África negra, aunque este interés también pudo venirle a través del Fauvismo y del Cubismo. De hecho, se exhibe en la muestra un precioso cuadro del muy poco conocido entre nosotros Cuno Amiet, que curiosamente fue padrino de Giacometti y formó parte durante muy poco tiempo de Die Brücke, el grupo fundado por Ludwig Kirchner y otros compañeros de Arquitectura en Dresde en la primavera de 1905. Abandonados aquellos comienzos, está presente, entre otras, la influencia cubista, tan extendida en Europa desde 1913-1914. De las obras realizadas bajo esa poética, que Giacometti dejó pronto, destaca una cabeza de mármol blanco de 1934, según sus propias palabras una calavera, que no puede por menos de evocarnos algunas cabezas hechas por Julio González. En el caso de Giacometti, las nítidas formas angulosas, con facetas y planos muy visibles, conviven con una frialdad marmórea que, a diferencia de Antonio Canova, no pretende disimular la realidad incontrovertible y dolorosa de la muerte. Lo que en el gran escultor neoclásico es puro concepto abstracto, de una serenidad intemporal, se convierte en Giacometti en una máscara «expresiva». Pero con anterioridad, cuando tan sólo contaba con veinticinco años, realiza su famosa Mujer cuchara, que, en cierto modo, es una síntesis de buena parte de la investigación realizada por él hasta ese momento, es decir, donde coexisten la rigidez geométrica con la expresión y lo orgánico, y donde también se revela su pasión por el arte negro africano, donde desde antiguo eran conocidas las figuras-cuchara, por ejemplo entre los Dan de la Costa de Marfil, los Wé, fundadores de Lomé y Togoville, y los Gouro y los Baulé del África occidental. El bronce de Giacometti, de casi metro y medio de altura y fundido en 1954, se compone de tres partes claramente delimitadas, la diminuta cabeza junto con el tronco, y donde los senos son una pronunciada arista entre dos planos inclinados, la zona del vientre y de los genitales, cóncava, que es la que da nombre a la figura, y en la que la alusión sexual se encuentra en perfecta armonía con la referencia uterina, y las extremidades inferiores, que forman parte del pedestal mismo de la obra. Toda esta extraordinaria escultura, puede ser contemplada, si se quiere, como un tótem africano en homenaje a la fertilidad, aunque, naturalmente, no pueden descartarse las alusiones a las venus auriñacienses, con su característica esteatopigia, y menos en un artista suizo, y, por tanto, centroeuropeo, que es de donde proceden los mejores ejemplares de esas esculturillas prehistóricas. Es importante resaltar que la versión en yeso de la Mujer cuchara ya estuvo expuesta en 1927 en el Salón de las Tullerías de París; de ahí la edad del autor indicada antes. El empleo del yeso no es cuestión baladí en el caso de Giacometti, como tampoco lo era en Marino Marini. El yeso es un material sumamente blando, dúctil y frágil, y esto le otorga una dimensión espiritual, incluso ascensional, que supo aprovechar muy bien el artista suizo-francés. Aunque no esté expuesta aquí, no puede dejar de mencionarse la enigmática pieza Se acabó el juego, de 1931-32, hecha en mármol, madera y bronce, del que hay un magnífico ejemplar en la Colección Nasher de Nueva York, y que Giacometti regaló al joven galerista Julien Levy, que le hizo su primera exposición en los Estados Unidos. Básicamente, la obra consiste en un tablero de mármol con cráteres de diferentes tamaños en los extremos, tres fosas sepulcrales con sus correspondientes lápidas en el centro, una de las cuales está cerrada, y que contienen una especie de esqueleto y una serpiente, y dos figuritas de bronce, un hombre y una mujer, en posición vertical y en diagonal una respecto de la otra. Jeremy Strick se ha referido a ciertos tablones de juego africanos, así como a la superposición de elementos primitivos y surrealistas, aunque lo fundamental es el simbolismo en relación con la muerte, la violencia y la guerra (el recuerdo de los cráteres de los desolados campos de batalla de la Primera Guerra Mundial estaba todavía en el recuerdo de muchos artistas). A partir de 1945 se produce un giro profundo en la obra de Giacometti, que es cuando hace las figuras por las que es universalmente conocido, esas figuras humanas extremadamente delgadas y alargadas, así como extraordinariamente pequeñas, que parecen estar hechas para ser vistas a una cierta distancia, pues el aproximarnos a ellas no supone en ningún caso desvelar nuevos detalles imposibles de observar presuntamente desde lejos. Este es el Giacometti que, sobre todo, se interesa por la investigación de las relaciones espaciales, por esa especie de mordedura del espacio circundante que rodea a sus adelgazadas figuras, pero que, por supuesto, no renuncia a lo antropológico, sino todo lo contrario, lo acentúa cada vez más. Es ese Giacometti «existencialista» en búsqueda de lo absoluto, y que, paradójicamente, lo obtiene a través de la representación de las apariencias, como con gran agudeza observó Jean-Paul Sartre en el conocido texto de presentación que escribió en 1948 (incluido posteriormente en 1960 por la Editorial Losada de Buenos Aires en La república del silencio, volumen III de Situations) para la primera exposición de Giacometti en París, después de quince años, y cuando había abandonado definitivamente el escaso lenguaje surrealista que siempre hubo en él. Sartre insiste en algo que Giacometti le confiaba, esto es, su continuo recomenzar, su continuo destruir obras, que, como él decía tan hermosamente, «estaban hechas para durar sólo algunas horas». De ahí que Sartre, a pesar de su carácter efímero, de su fragilidad y su carencia de eternidad, las califique de tan próximas a lo humano. Pero donde más acierta el autor de La náusea es cuando detecta que Giacometti «sabe que el espacio es un cáncer del ser que todo lo corroe. Para él, esculpir consiste en adelgazar el espacio, en comprimirlo para hacerle caer gota a gota toda su exterioridad». Del mismo modo que cuando habla de la «distancia absoluta» de estas esculturas, a las que es imposible acercarse y que sólo pueden ser contempladas desde cierta distancia, ya que, como hemos afirmado, si nos aproximamos no nos desvelan ninguno de sus secretos. Son iguales a sí mismas. Inmovilidad en el movimiento. Perpetuidad en su dialéctica intrínseca. Por eso, quizás, no resulte tan clara su falta de eternidad, pues ésta le resulta familiar a la espiritualidad y a la ascensionalidad, y ambas están en Giacometti, como estaban en El Greco. Hemos sugerido que Giacometti era un hombre atormentado, insatisfecho con lo que hacía, lo que no excluye su confianza en el hombre. Del mismo modo que también estuvo atormentado Jean Fautrier, como puede comprobarse en su serie de los Otages (Rehenes), esas pinturas de materia espesa que hacían expresa referencia a los fusilamientos de los prisioneros políticos franceses por los alemanes. Además de sus celebérrimas Hombre que camina y Mujer de pie, de la que, al menos en algunas versiones, llama la atención el contraste de escala entre la diminuta cabeza y los enormes pies unidos a modo de pedestal, precisamente porque la atención del observador se dirige de inmediato hacia la cabeza femenina, corrigiéndose así el evidente desequilibrio visual, Giacometti hace otra de sus inconmensurables obras maestras en El carro, de 1950, donde, como ha señalado Steven A. Nash, se produce una interacción «entre los modos psicológicos de percepción y lo subjetivo unido a lo conceptual». Por supuesto que la «fenomenología de la percepción» de Merleau-Ponty no es ajena a esta etapa última de Giacometti. Pero es importante insistir que el propio Giacometti se refirió a esta obra diciendo que la hizo movido por una necesidad «de tener la figura en un espacio vacío para verla mejor y para situarla a la altura necesaria respecto al suelo». Aunque concebida para sustituir el monumento al pedagogo y profesor Jean Macé que los ocupantes alemanes habían arrancado de su emplazamiento original, y encargada por el Ayuntamiento de París, al final no llegó a colocarse porque rompía con los cánones clásicos de un objeto conmemorativo. En cualquier caso, además de las referencias que se han sugerido a carros egipcios de la XVIII dinastía, no pueden obviarse El carro del sol de Trundholm, del Museo de Copenhague, del periodo de Hallstatt de la Edad del Hierro, la Caldera de Milavec, del Bronce III, o el Carro hallstático de Strettweg, del Museo de Graz, todas del primer milenio antes de Cristo. Una exposición extraordinaria para un autor único, intemporal, y, por profundamente moderno, enraizado en la más remota historia del arte occidental. Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 30 de enero de 2012. |