Ecos de la dama submarina del Louvre en el arte

 

Enrique Castaños Alés

 

 

 

Nunca terminada, al decir de Vasari, definitivamente por Leonardo, si bien, parece ser, que no retocada después de 1506, la inmarcesible diosa submarina de la que el pintor no quiso separarse nunca y que Francisco I de Francia compró y mandó colocar en Fontainebleau, ha sido la obra quizás más estudiada y analizada de toda la historia del arte, hasta el punto de ser objeto de los cálculos, mediciones y proporciones más peregrinas, y, sin embargo, sigue todavía hoy siendo una obra enigmática y misteriosa. La tantas veces citada descripción de Vasari, que sólo es posible en quien la ha visto de cerca, habla de que «sus ojos tenían el brillo y el líquido resplandor que se ven siempre en los ojos vivos», de «los finos tonos de color rosáceo» alrededor de los ojos, de «la nariz, con las bellas aberturas sonrosadas y tiernas», de «la boca, con su hendidura, con sus extremos unidos por el rojo de los labios con la encarnación del rostro», una descripción que, no obstante, parece desvanecerse por completo en quien la contempla en la actualidad, y que sólo se reanima, como afirma Kenneth Clark, si tenemos el privilegio de verla a plena luz del día, mostrándosenos ese sutilísimo modelado de la carne donde Walter Pater viera una «belleza elaborada desde el interior de la carne, el depósito, celdilla por celdilla, de extrañas ideas y fantásticos ensueños y exquisitas pasiones».

Buena parte de su halo misterioso procede, en primer lugar, de la atmósfera húmeda y acuosa que parece rodear a Monna Lisa, del insondable paisaje que le sirve de fondo, cuyas rocas se confunden con las remotas edades geológicas, y en el que algunos han querido ver un recodo aún no localizado del Arno, y otros, lo que quizá sea más verosímil, la campiña del Adda a la salida del lago de Lecco, un paisaje brumoso que se corresponde con aquella recomendación del maestro en su Trattato de que cuando se quiera hacer un retrato debe hacerse «cuando el tiempo esté nublado, o al atardecer», y, en segundo lugar, de la extraña, casi «demoníaca» sonrisa de la Gioconda, esa joven mujer de veinticuatro años esposa de Francesco del Giocondo a quien Leonardo hacía distraer mientras posaba poniendo «a su alrededor, dice Vasari, personas que tocasen instrumentos o cantasen», una sonrisa, quién sabe, que al artista le recordaba, como recrea Dimitri Merejovski en su inigualable novela sobre Leonardo, la suya propia, más aún, un rostro en el que reconocía la propia expresión del suyo, poseedor de los más indescifrables arcanos y de los más recónditos secretos del mundo.

Las copias e imitaciones han sido muy numerosas a lo largo del tiempo, destacando especialmente las conservadas en el Prado, en el Parlamento de Roma, en la antigua colección Luchner y en el Museo de Tours, todas realizadas entre los siglos XVI-XVII. También son extraordinarias las interpretaciones libres hechas por Rafael, en un célebre dibujo para la Doni del Pitti que se guarda en el Louvre, y por Joos van Cleve. Del hipotético estudio leonardesco de modelo desnudo, cuya posición de la figura y manos remitiría a Monna Lisa, las mejores derivaciones se conservan en Chantilly y en el Ermitage, siendo también célebres variaciones algunos cuadros de la Escuela de Fontainebleau y de Jean Clouet que atesoran los museos de Dijon y Washington y el Louvre.

A partir de mediados del XIX se desató una auténtica giocondomanía que, en algunos, se tradujo en una apasionada giocondolatría, cuyo contrapeso empezó a formularse hacia finales de la segunda década del siglo XX con esa giocondofobia que parecía atacar en el retrato de Monna Lisa todas las virtudes del arte clásico, denostado por muchos de los protagonistas de la vanguardia histórica. Del cuadro como instrumento de propaganda política, a representaciones de la muerte, deformaciones anamorfósicas, puzzles que destruían su imagen y fantásticas recreaciones sobre su escondida representación de un joven. Pero ningunas tan famosas como la Gioconda con bigotes de Dalí, y, sobre todo, la demoledora y pionera L.H.O.O.Q. de Duchamp, un ready-made «rectificado» de 1919, cuya rápida lectura de las iniciales en francés significa «ella tiene el culo caliente». Al tratarse, según Duchamp, de un hombre efectivo, ese «ella» remitiría, según Juan Antonio Ramírez, a una posible espectadora a la que mira el personaje del cuadro.

Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 8 de abril de 2005