La huida de las formas

 

 

Enrique Castaños

 

 

La pintura de Belén Gonzalo es una obra de raíz subjetiva, una abstracción lírica que procede de hontanares profundos escondidos en el alma de la autora, visiones interiores y sentimientos íntimos que se transforman en pura expresión plástica una vez que asoman a la superficie del lienzo. El pater moderno de cualquier forma de expresión subjetiva es Van Gogh, pero el verdadero padre de la expresión lírica y del primado del sentimiento espiritual, de la llamada «visión interior», es Kandinsky. Hasta ahí se remonta el poético Belén Gonzalo. NUNCA UNO. 2007. técnica mixta sobre lienzo. 150 x 150 cm.lenguaje pictórico de Belén Gonzalo, que, sin embargo, recoge también una notoria influencia del expresionismo abstracto norteamericano a través del «trazo», es decir, de esa estela dejada por el grueso pincel o por la brocha sobre la tela como consecuencia de la acción de la mano en coordinación rápida y segura con el cerebro. La quintaesencia de la pintura de Belén Gonzalo está determinada por la presencia del trazo, que no debe confundirse con el gesto, pues su soporte es más de procedencia lírica, poética, que estrictamente expresiva. Es un trazo amplio, suave, líquido, unas veces casi acuarelado y otras más denso y empastado, pero siempre dominado por la nota cromática, que es la que le concede su aspecto poético.

En ciertas obras sobre papel, como en una muy hermosa titulada Flexible y cálido, el delicadísimo trazo de color rosáceo recuerda las formas abstractas e indeterminadas de ese cuadro que está en la génesis misma de la Post Painterly Abstraction, Montañas y mar, de Helen Frankenthaler, realizado en 1953, el extraordinario óleo de grandes dimensiones que parece, sin embargo, una acuarela construida con amplias manchas de color, y que ese mismo año vieron Morris Louis y Kenneth Noland en el estudio neoyorquino de la pintora, mujer de Motherwell y alumna de Hans Hofmann. Éste último, alemán llegado a Nueva York en el decenio de 1930, consideraba, según recuerda Dore Ashton, que «la esencia de la pintura es el plano», «sinónimo», a su vez, «de la bidimensionalidad». Aquel mismo aspecto diáfano y lírico de la pintura de Frankenthaler, de color tan diluido que impregnaba la tela hasta el punto de que se reconocía perfectamente su trama, es el que ofrecen los papeles de Belén Gonzalo, moteados de borrones, salpicaduras y manchas, que conviven armoniosamente, como si flotasen en un magma primordial, con grafismos elementales, líneas y rayas primarias y de aspecto infantil que evocan a Mompó.

Pero, en última instancia, en todos estos papeles de títulos tan melancólicos y quizá relacionados con ciertos estados del espíritu  —Un dolor insoportable, La piel negada, Una tristeza rigurosa—, lo que sustenta teóricamente a toda la composición es la idea de vacío, representada aquí por el blanco impoluto del fondo del lienzo, un blanco que, como ha escrito la propia pintora, «afirma la idea de crear de la nada, la búsqueda de habitar un espacio nuevo, multiplicarlo, hacerlo ilimitado». Es esa tensión entre lo vacío y lo lleno, entre la nada y la presencia, entre la creación y la esterilidad, la que atraviesa silenciosamente estas obras, como recogiendo una remota lección oriental, sin sobresaltos, sin retórica, de manera callada pero firme. En realidad, lo que denotan estos cuadros con sus fondos blancos es un anhelo de infinito, un desarrollo del ser en plenitud, un principio, frente a la conclusión y cierre presagiadas por el negro. También esta idea ha sido expresada en notas marginales por Belén Gonzalo, una pintora que no se conforma con lo aprendido, sino que huye permanentemente de lo resuelto y acabado, emprendiendo un vuelo liberador que la pone en contacto con lo impredecible, con la incertidumbre del misterio y de lo desconocido.

Y aquí, precisamente, aparece otro aspecto clave de su obra: la idea de proceso, esto es, el cuadro como un transcurso incesante, una transformación en la que lo decisivo no es el objeto concluido y acabado, sino el ir haciéndose, el ir conformándose, con las dudas e indecisiones que ello plantea. La idea de proceso, pues, como método de trabajo, lo cual es particularmente perceptible en los lienzos, trabajados sutilmente como campo de experimentación, como expresión de los estados de la conciencia.

Fijémonos en un cuadro al azar, por ejemplo el titulado La interrupción de un secreto, con esa suntuosidad de la materia suspendida ingrávida en el espacio plástico, dibujando caprichosamente unas formas que únicamente pueden aludir a un paisaje interior del espíritu. Pero también hay en esta pintura una nota alegre, saltarina, vibrante, que nos recuerda cierta música contemporánea, como la de Erik Satie, al que ha homenajeado Belén Gonzalo en una de sus más grandes composiciones.

Dice la pintora que «el trazo surge por sí solo, donde el lenguaje no sirve para explicar lo profundo», y con estas palabras está resumiendo uno de los más insondables misterios de la creación pictórica, un lenguaje propio y autónomo, autosuficiente, que no puede ser explicado completamente con el lenguaje de las palabras, aunque es verdad que éstas pueden acercarse mucho a su significado último. Belén Gonzalo recrea con madurez asombrosa la íntima relación entre la materia y el espacio, pues al fin y al cabo esos son los dos componentes esenciales de la pintura. Pero es el color el que los anima, el que les da vida y los enciende, haciéndolos atractivos a la retina y a las capacidades físicas del ojo.

Otra de sus referencias, especialmente en las manchas de tinta de sus papeles, es el escritor y pintor de origen belga Henri Michaux, cuyos dibujos caligráficos pueden ser considerados como una ampliación de su propia escritura. Pero mientras que en Michaux puede hablarse de una estrecha correspondencia entre la escritura automática y el automatismo pictórico, en Belén Gonzalo las manchas de tinta esparcidas por el papel responden más bien a un acto consciente, pues en todo momento se percibe un control sobre lo realizado.

Por último, hay otra faceta plena de sensibilidad en su trabajo que son las fotografías, ampliaciones de aspectos particulares de su cuadros, que, manipuladas posteriormente con un programa de ordenador, se convierten en fragmentos de una viva y acuática belleza. Colocadas unas junto a otras, a modo de mosaico, estas imágenes digitales, arañadas y recorridas por huellas que revelan un afán experimental, son el mejor testimonio de una artista que deja volar a las formas, desentrañando los ocultos secretos de un mundo que sólo pertenece a la geografía del sentimiento.

 

Publicado originalmente en el catálogo de la exposición de Belén Gonzalo celebrada en la

sala de arte El Brocense de la Diputación de Cáceres entre  septiembre-octubre de 2007