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Un representante ecléctico del pop (En la muerte de Robert Harvey)
ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS El pintor estadounidense
Robert Harvey, fallecido ayer en su casa de Macharaviaya tras una larga
enfermedad que lo mantuvo alejado del trabajo en los últimos meses, había nacido en Lexington, Carolina del Norte,
en 1924. Su formación artística transcurrió en Sarasota (Florida), donde
estudió en la Ringling School of Arts, pero va a ser en California, a
principios de los cincuenta, donde recibirá la primera de las tres grandes influencias que tuvo a lo largo de su
dilatada trayectoria. Me estoy refiriendo a los pintores de la llamada Escuela
de San Francisco, especialmente a Richard Diebenkorn, un pintor fronterizo y atípico
vinculado al expresionismo abstracto, pero que a mediados de los cincuenta
atravesó un periodo figurativo que dejó su huella en la joven generación de
pintores realistas norteamericanos. La segunda influencia de su carrera viene
determinada por el pop, aunque en el caso de Harvey, a diferencia de la mayoría
de los artistas pop de Estados Unidos, quienes extraían el repertorio iconográfico
de sus obras de los signos y símbolos de los mass media, sus cuadros suelen
estar bastante alejados del lenguaje publicitario, orientándose hacia el
paisaje, la figura humana y la naturaleza muerta. En tercer término, está la
ascendencia del hiperrealismo o fotorrealismo, corriente de la neovanguardia que
se consolida entre 1969-70, y de cuyas dos grandes tendencias, la que se inspira
en un «realismo fotográfico» derivado del pop y la que remite lingüísticamente
a la tradición renacentista de la pintura de caballete, Harvey se adscribió
sobre todo a la primera, aunque también es preciso reconocer que nunca mantuvo
una servidumbre hacia la fotografía, con el fin de transformarla en un lenguaje
pictórico tradicional, como se observa en los más conspicuos y ortodoxos
representantes de la tendencia, lo que no impidió el uso que hizo de la cámara
como premisa de muchas de sus composiciones. Aunque la primera
estancia de Harvey en España se remonta a 1957, no fue hasta 1971 que se
estableció de manera definitiva en Málaga, eligiendo el pueblecito de
Macharaviaya por la excelencia de su clima, la belleza de su paisaje y el buen
trato de sus habitantes. Su lenguaje pictórico ya estaba por entonces
plenamente definido, si bien a mediados de los ochenta comienza a proceder a
base de series, entendidas aquí como conjuntos homogéneos de cuadros en los
que llevaba a cabo variaciones sobre un mismo tema o en donde los modelos de que
partía se diversificaban, aunque en cualquier caso manteniendo un sentido
unitario. Interesado de manera muy especial por el tratamiento del espacio, se sirvió en ocasiones de fondos neutros y abstractos de un color uniforme para hacer resaltar los objetos pintados, como en el cuadro Manzanas y flores, de 1996. A partir de mediados los noventa, su paleta se fue aclarando, hasta el punto de alcanzar delicadas transparencias en numerosas zonas de la superficie, de igual modo que comienza a usar el eficaz recurso compositivo de situar un amplio espacio vacío de color plano ocupando las dos terceras partes superiores del lienzo, procedimiento que en aquellas ocasiones en que es radicalmente alterado acrecienta la dimensión estática, monumental y gravitacional del conjunto. De otra parte, los últimos decenios también asisten a un cambio progresivo de temática: de la serie de las Marías, cuyo origen está sin duda en Mujeres en el jardín, de Monet, pasa a una libre interpretación de conocidos iconos de la historia de la pintura, desde el renacimiento flamenco hasta las vanguardias heroicas, para después centrarse en algunos bodegones barrocos, en la pintura clasicista francesa y en Cézanne, donde lo más destacado es el moderado uso que hace del trompe l’oeil. Las obras con las que inició el milenio fueron un cálido homenaje al mejor cine norteamericano, estando en algunas de ellas ya insinuadas aquellas inolvidables flores de su última individual en Málaga, una verdadera poética de la naturaleza que remitía a Georgia O’Keeffe, a Renoir, a Van Gogh y a Friedrich, y en las que una pincelada ágil, suelta y libre como nunca se había visto en toda su pintura, estaba proporcionándonos los datos incontestables de un Robert Harvey definitivamente libre de ataduras y de compromisos.
Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 14 de mayo de 2004 |