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Anotaciones sobre la evolución estilística de Francisco Hernández
ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS
Las primeras obras significativas de Francisco Hernández corresponden a los últimos años del decenio de los cuarenta. El Autorretrato de 1947 y el San Sebastián de 1948, son dos buenos ejemplos de la producción de sus comienzos artísticos. El primero es un lienzo de mediano formato de pincelada pastosa y tonalidades cromáticas cálidas. Más que con el Autorretrato en el taller de Francisco de Goya, de hacia 1794-95, que guarda la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, tiene una deuda innegable con el autorretrato de Velázquez en Las Meninas. A diferencia del cuadro de Goya, en el que aparece de cuerpo entero, Hernández se representa de cintura para arriba, aunque es cierto que tanto la posición doblada del brazo izquierdo sujetando con la mano la paleta rectangular y un haz de pinceles, como la postura de la mano derecha sujetando el pincel (para «corregir» la imagen vista en el espejo), que a su vez se posa sobre la superficie del lienzo que está pintando, ofrecen similitudes innegables con el encantador cuadrito de Goya. Sin embargo, el espíritu general y el concepto estético predominantes en el lienzo de Hernández se encuentran mucho más próximos a la intención velazqueña, pues, como han señalado numerosos estudiosos, entre los que destaca Jonathan Brown, el gran pintor sevillano se representa con el pincel detenido y la mirada pensativa, esto es, en el preciso instante en que concibe la «idea» del cuadro que está pintando, queriendo dejar con ello constancia del carácter «intelectual», «mental», de la pintura, una actividad que, aunque se hiciese con las manos, no puede equipararse al trabajo manual; su lugar se encuentra al lado de la poesía y las otras actividades nobles del intelecto. Este es para muchos una de las claves interpretativas del sin par cuadro velazqueño, y, conociendo la ilimitada admiración de Hernández por el gran pintor barroco, no debe sorprendernos la correspondencia señalada. En posición de tres cuartos, Hernández inclina hacia la izquierda la cabeza, levantándola ligeramente hacia atrás, dirigiendo una mirada ensimismada hacia un lugar vago e indeterminado fuera del cuadro. Es la obra de un pintor muy joven, de un adolescente, en la que se advierten incorrecciones como la posición forzada de la mano que sostiene el pincel, la antinaturalidad en que emerge por encima del borde de la paleta. Pero, al mismo tiempo, es también la obra de un joven en posesión de un ideal, el producto entusiasta de un muchacho decidido a ser pintor cueste lo que cueste. En cuanto al San Sebastián de la colección del Obispado de Málaga, también de mediano formato, se trata de un óleo cuyas tonalidades cromáticas, tanto el resplandor nocturno que se atisba a lo lejos en el horizonte, el cuerpo asaeteado del joven y el trozo de tela roja que le cubre parcialmente, desvelan influencias de la escuela veneciana, sobre todo de Tiziano y de Tintoretto, aunque la composición y la postura ligeramente diagonal del santo mantienen una deuda innegable con el San Sebastián de José de Ribera que conserva el Museo de Capodimonte de Nápoles, un lienzo de 1651 de mórbida sensualidad. Hernández coloca el cuerpo en posición más vertical, haciendo que el tronco y el rostro estén orientados hacia la derecha, al contrario de la figura de Ribera. Correspondencias mucho más lejanas podrían establecerse con el San Sebastián de Guido Reni del Palazzo Rosso de Génova, de hacia 1615-16. A medida que avanza el decenio de los cincuenta, la paleta de Hernández se enriquece, surgiendo una obra de pincelada rápida y gestual, de enorme seguridad y soltura, donde unas veces la materia pictórica se adensa y aplica en gruesos empastes, mientras otras veces deja transparentarse el lienzo. Es una pintura de manchas y trazos muy gestuales, a partir de los cuales, como reconoce el propio pintor, se construyen las figuras, generalmente sobre unos fondos hechos con espátula, con predominio de rojos, azules y verdes. Su apariencia impresionista no debe confundirla con el impresionismo histórico. Para éste, ningún color existe por sí mismo en la Naturaleza, de tal modo que la coloración de los objetos es una mera ilusión, siendo por tanto la luz el único elemento creador de los colores, esa luz solar que envuelve los objetos y los revela, según las horas del día, en sus infinitas modificaciones. De ahí que los impresionistas prescindan del tono local, que no conviertan la sombra en una ausencia de luz, sino en una luz de otra calidad, y que dejen a cada color su potencia propia mediante la teoría de la disociación de tonos. Francisco Hernández, a diferencia de los impresionistas, usa el negro y modela el objeto siguiendo una técnica que estaría más cerca del luminismo de Sorolla. El tema preferido de sus composiciones de esa época es la figura humana, especialmente los retratos, en los que cuida de modo inmejorable la composición y la disposición general de la figura. Un óleo como Niño, de 1955, expuesto por primera vez en las Galerías Altamira de Madrid en mayo de 1956, es un magnífico ejemplar realizado, como siempre en él, enteramente en el estudio, con ese chiquillo desenfadado, desaliñado y con la camisa desabrochada y un pitillo en la boca que ocupa solo el centro de la composición, en lo que se advierte que es una notación rápida y urgente, una pintura perfectamente construida en muy poco tiempo y con muy pocos trazos y pinceladas, gestuales, vibrantes, nerviosas, rápidas, mientras que dos o tres lienzos vueltos de espaldas completan el sobrio decorado. Quizás tenga razón el pintor cuando dice que, aun sin conocerlo, él también practicaba por entonces una gestualidad emparentada con el Expresionismo abstracto de la Escuela de Nueva York, y es que esa gramática, que en el caso de Hernández no es a mediados de los cincuenta precisamente expresionista, estaba en el espíritu de la época, tanto en América como en el informalismo europeo. Uno de los cuadros más encantadores de ese tiempo es una Cabeza de estudio que representa a una de las hijas de Pascual Taillefer, dedicada a este último, una cabecita de niña deliciosa, maravillosamente modelada, con los rizos del pelo castaño en vivaz contraste con el inocente rostro casi de perfil, un rostro infantil de una inmensa delicadeza, con una armonía y conjugación perfectas entre los inteligentes ojos, las cejas bien dispuestas, la nariz, la boca y la barbilla, un rostro que es casi un sol luminoso y radiante que se levanta sobre un cuello nacarado sobresaliendo por entre los volantes del vestido. El fondo hecho con espátula sólo sirve para resaltar el motivo principal, en la mejor tradición de la pintura española. Esos años son también los años en que se consolida la natural disposición para el dibujo de Francisco Hernández, quizá su cualidad artística más recia y firme. Cualquier retrato de ese decenio hecho con lápiz es suficiente para ejemplificar las extraordinarias dotes del pintor en ese campo. Reparemos en el Retrato de Araceli Fernández-Calvo, de 1956. Tiene todo el porte de un retrato clásico, centrado el busto en el grueso papel, captando el pintor con habilidad y destreza supremas la fuerte personalidad y el carácter de la retratada, cuya mirada baja delata una cierta tristeza. Los trazos seguros del grafito, cortos y apretados, dibujan un pelo corto, sobrio perímetro de una frente ancha y despejada, bajo la que se modela un rostro dividido por una espesa sombra que cubre su lado izquierdo. El porte y la dignidad del retrato se los proporciona su asombrosa plasticidad, su inteligente concepto capaz de sintetizar con matemática exactitud los rasgos del carácter. En noviembre de 1958 hace Hernández una exposición en Madrid, en la galería Alfil, en la calle Génova, que va a suponer un cambio radical de su concepto dibujístico, aunque fue un giro efímero en el tiempo, en cierto modo transitorio, una de esas incursiones estéticas del pintor por los recovecos interiores del dibujo en busca de una nueva dimensión espiritual. Entiéndase que no hay modificación en cuanto a la seguridad del trazo y al concepto abstracto de la técnica, pero sí, y mucha, en lo que se refiere al estilo, al significado, deliberadamente dramático, de la forma. Una de las piezas más representativas de esa muestra es El Bautista, un dibujo a plumilla sobre papel que Hernández llevó consigo durante su viaje por Centroeuropa, pero que se resistió a vender a una galería suiza o alemana. Finalmente fue adquirido por un coleccionista de Barcelona. Es un dibujo oblongo, mucho más largo que ancho, de casi un metro de altura. Es de esos dibujos a los que puede aplicárseles la conocida aseveración de que «los colores se aprenden; el dibujo no». El Precursor está de pie, con una concha en el ángulo inferior derecho, como símbolo del bautismo. Su pierna derecha está ligeramente flexionada y casi despegada del suelo, sus brazos también se doblan, pero tanto el gesto de los dedos de su mano derecha como la expresión de su rostro denotan que está exhortando con severidad a los que le escuchan. Parece gritarles lo que dice el evangelio de San Mateo (3, 2): «Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos». Lo más extraño de este dibujo es el efecto final de la forma, como si en ella apareciera un tipo de polilla que fuera mortificando y perforando la carne, horadándola y haciéndola cavernosa cual si se tratase de una carcoma, vaciándola de su contenido material, destruyéndola y dejándola casi en un puro esqueleto. Eso es lo que ya ha ocurrido en uno de los muslos escuálidos, desecados por el ayuno y la penitencia. La textura producida por la aplicación de la tinta sobre el papel es de una absoluta originalidad. La deuda más visible la tiene contraída esta figura del Bautista con el inconmensurable Altar de Isenheim, con ese Crucificado de Grünewald que se retuerce de dolor y cuyos dedos se contorsionan y deforman por el sufrimiento. En su Historia del arte alemán dice Gustav Barthel que lo que Grünewald «plasmó en Isenheim abarca todas las revelaciones del ser, desde la terrible fatalidad de la muerte hasta la bienaventuranza del arrobo místico; desde el milagro fantástico, suprarreal, hasta la realidad meridiana». Algo de eso vemos en el dibujo de Hernández. Hay en él una verdad profunda, pero al mismo tiempo remota, lejana, venida de la noche de los tiempos. Otra etapa sumamente interesante es la que se inicia en la pintura de Hernández hacia 1961-1962, y cuya culminación más acabada se manifiesta en las piezas que expone en la Galería Grife & Escoda, de Palma de Mallorca, en octubre de 1964. Son obras de una enorme melancolía, de una abandonada tristeza, en las que las figuras han perdido los brazos y semejan ser estatuas, hieráticas y rígidas efigies de un pasado irrecuperable, vestigios arqueológicos de perdidas civilizaciones mediterráneas, donde la estatuaria griega arcaica se funde con la pintura egipcia y la ley de la frontalidad. Como ocurre en un cuadro, Niña y gato, dominado por un personaje con la cabeza de perfil y los ojos de frente, almendrados, contemplado en segundo plano por un gato inmóvil de mirada fija y sumariamente pintado. Algunos elementos decorativos, a modo de brazaletes de diseño geométrico, un fragmento cuadriculado, diminutos círculos y otros signos evocan la atmósfera de los cuadros de Pancho Cossío en los años cincuenta. El cuadro titulado Homenaje a Federico, de la colección de Manuel Barbadillo y Jane Weber, una obra de tema alegórico, es un buen exponente de ese periodo. Lo mismo podría decirse de un delicioso dibujo a plumilla con el motivo de un niño sentado en una silla, con la cara redonda, regordeta, las piernas sin llegarle al suelo y la expresión entre grave y triste, que se conserva en la colección malagueña de Rafael Ruiz. Probablemente la fase más original, elaborada y pensada de toda la pintura de Francisco Hernández es la que se abre hacia 1965 con las formas orgánicas, culmina en el Tríptico de Venecia, de 1966, y continúa con las figuras humanas con nudos y muñones hasta mediados de los setenta, concretamente hasta Alegoría del cante jondo, de 1974. La obra central de toda la producción de Hernández, su más genuina y depurada contribución a la pintura española contemporánea, es el Tríptico de Venecia, con la que representó a España en la Bienal de Venecia de 1966. Realizado enteramente, de manera por completo sorprendente para tratarse de una pieza tan grande, con lápiz a la aguada y tinta china sobre lienzo, el efecto general que produce es el de una pintura hecha con óleo muy diluido, una fina película que deja transparentar la tela, como en los cuadros de Velázquez después del segundo viaje a Italia. No obstante, la raíz estética de esta magna obra es de procedencia rembrandtiana, otro de los más admirados creadores de Hernández. Rembrandtiana porque, tal como ocurre con el Buey desollado del Louvre (1655), el Tríptico también eleva el género de la naturaleza muerta a un nivel superior, redimiéndolo de una posible condición vulgar. Rembrandt, a pesar del realismo del motivo, o quizás precisamente por eso, pero sobre todo por las armonías cromáticas y el misterio que envuelve la escena gracias a los efectos lumínicos, convierte esa res abierta en canal, de extraordinaria presencia física, en un trozo de pintura pura que trasciende el carácter corriente del tema. Hernández, por su parte, convierte esas formas orgánicas, mezcla entre pellejos de vino y huesos, en una metáfora de la existencia humana, una visión que habla de la tensión, de la lucha diaria que es el vivir, de nuestra trágica condición. Sin querer, se acuerda uno, involuntariamente, de la pelea de don Quijote con los cueros de vino tinto, de la lucha del caballero andante con esos odres que le parecieron gigantes, y cuya explicación del suceso por parte de Sancho a su amo sirve de pretexto a Unamuno, en su agónico comentario, para resaltar el lento proceso de la quijotización del escudero, acercándose sin darse apenas cuenta a ese ideal puro que perseguía el bueno de Alonso Quijano. Pero también podría ser interpretada esta obra de Hernández de otro modo –sin olvidar el probable simbolismo religioso que encierra el número tres, pues tres son los paneles que la conforman–, arguyendo que esas formas representan a una especie humana todavía no formada, no completada, debatiéndose en el proceso de su constitución entre fuerzas contrapuestas, hasta que finalmente surja ese extraño ser capaz al mismo tiempo de los sentimientos más sublimes y de las acciones más depravadas. Ese mismo año 1966 es también el de la ejecución de La familia Morales, junto con el Tríptico de Venecia su obra más excelsa. Se trata de un enorme retrato colectivo de los hijos de quien por entonces compró en Madrid abundante obra suya, José María Morales Ródenas, ya fallecido, y cuyos descendientes poseen una soberbia colección de pinturas y dibujos de Hernández. Realizado también con tinta china sobre madera con una imprimación de alkyl (cola blanca) y un colorante, la plumilla ha ido silueteando estas figuras angelicales, cuya presencia parece una aparición. Hay en toda la composición una extraña atmósfera surreal, irreal, mágica, de una sutil fantasmagoría de modulaciones exquisitas. Lo mismo si aparecen de frente como de perfil, con sus miradas unas veces dirigidas al espectador y otras hacia un lugar indeterminado, estos niños viven sólo en esa dimensión inefable de la verdadera creación artística. Lo paradójico es aquí, a la vista del resultado, la ejecución directa, en la que los modelos han ido posando uno a uno para el artista, el cual mide las figuras y su proporción en el espacio a ojo, es decir, trabajando de un modo bastante intuitivo. La mirada de Hernández es aquí clara y despejada, contrastando vivamente su estilo, un realismo atravesado de destellos suprarreales, con ese trasfondo necrófilo que advertimos en algunos de los cuadros del pintor realista manchego Antonio López García. Obsérvese en este retrato de Hernández la síntesis con que ha sido plasmado el espacio físico de la habitación: un trozo rectangular de suelo con losetas romboidales y un tapiz colgado en la pared para señalar el límite del espacio. Situados en el mismo plano están los siete niños representados, cuyas diferentes alturas produce un efecto de ondulación de un dinamismo contenido. Idéntica concepción estética ofrecen algunos retratos al óleo realizados por Hernández a miembros de la misma familia, especialmente los de Patricia Morales y Miguel Morales García-Gascón cuando eran niños, que datan de 1968 y 1970 respectivamente. La materia pictórica, densa y apelmazada, extendida y difusa, va construyendo unas figuras cuyas armonías cromáticas, sobre todo los azules y turquesas, elevan a regiones de una desconocida ingravidez, territorios donde el sueño y la realidad se confunden y enlazan. Los cuadros de 1969, como por ejemplo los titulados Fuga, Prólogo contenido y Diálogos, continúan incidiendo en lo orgánico, pero ahora sólo se representan miembros humanos, muslos o brazos, que semejan haber sido amputados en parte; de ahí los muñones en los que terminan. Alrededor de ellos se arremolinan y flotan trozos de tela, cual velas hinchadas por el viento. Los tonos rosáceos de la carne y los verdes turquesa de los paños y retales son los dominantes. En ocasiones los restos humanos han desaparecido y sólo asistimos a un despliegue de telas anudadas revoloteando por el espacio compositivo. Dice Hernández que estas formas curvas quizás tengan que ver con el paisaje de la comarca malagueña de la Ajarquía en la que vive, formas para él feminoides, en contacto profundo con la tierra. Entre 1974 y 1976 la obra de Hernández se hace en parte más dramática. Las anteriores formas orgánicas terminan concretándose, definiéndose, y surgen seres cuyos miembros han sido claramente cercenados, generalmente la cabeza, los pies y las manos, estando también sus cuerpos hinchados, abultados en algunas zonas, aprisionados por cintas y vendajes raídos que los aprietan con fuerza. A veces, adivinamos la formación de un submundo de raíces y ramificaciones interiores en las extremidades inferiores de estos hombres que han dejado de serlo, como si las venas y las arterias se transmutasen en una densa y gruesa maraña de raíces vegetales. Suelen estar sentados, apoyados en paredes de ladrillo semiderruidas y también es frecuente que a su lado haya un bastón y en el lugar de la cabeza una copa de árbol muy ramificada. Elementos, sin duda, surreales, que se mezclan con los de filiación expresionista. Hernández parece estar lanzando un grito, una advertencia sobre las inhibiciones, la alienación, la falta de libertad. La Alegoría del cante jondo, de 1974, es una obra que sintetiza muy bien las preocupaciones plásticas, metafóricas y simbólicas de Hernández a mediados de los setenta. La cabeza como tal ha desaparecido, probablemente un recurso para evitar la anécdota. Todo el cuerpo está en tensión, reflejado en los músculos del cuello y de los brazos, en el esternocleidomastoideo, en el deltoides y en el trapecio. Repárese en que el tronco está representado de espaldas y las extremidades de frente, mientras que la informe cabeza está completamente vuelta, en una posición imposible. Las raíces del cante son las que están subiendo por los miembros y las extremidades de ese hombre exasperado, que parece estar haciendo una súplica, hasta desembocar en la cabeza, materia orgánica informe cubierta de raíces que contrasta con la simétrica geometría de la arquitectura que hay al fondo, un nuevo homenaje a las iglesias de Vélez-Málaga, con los tejadillos haciendo un dibujo en zig-zag, ocultando parcialmente un intenso resplandor aureolado por astros esféricos que dibujan una suerte de corona celestial. El cante jondo condensa todo el sufrimiento y el más profundo sentir del pueblo andaluz, unas experiencias atávicas con las que se identifica plenamente el pintor. La Virgen cósmica y el Cristo crucificado de ese mismo 1974, lienzos de dos metros y medio de altura, bien pueden considerarse obras de resonancias cósmicas, en las que Hernández ha querido resumir conceptos religiosos muy arraigados, ofreciendo unas figuras de perfecto dibujo, frontales, simétricas, inaugurando en cierto modo su costumbre a partir de entonces de introducir a personas de su propia familia como modelos. Encerrados en lo que podría interpretarse como una mandorla mística –pero no con la tradicional forma almendrada que hay pintada en el Pantocrátor procedente del ábside de San Clemente de Tahúll, sino hecha a base de dos círculos opuestos, como en un conocido frontal de altar del siglo XII procedente de La Seo de Urgel que conserva el Museo de Arte de Cataluña, o en algunos dibujos coloreados del arte románico inglés, especialmente en uno de mediados del mismo siglo que guarda la Bodleian Library de Oxford–, tanto la Virgen María con el Niño en los brazos como Cristo en la cruz, están rodeados de raíces, frutos, plantas, mariposas, estrellas y planetas, símbolos todos ellos de un origen ignoto, de un principio del mundo y de un futuro desconocido, en definitiva del ciclo del tiempo que culmina precisamente en Cristo, señor del tiempo y centro y fin de la Historia. Pudorosamente vestida, la Virgen, entronizada, tiene la mirada baja y doblado su brazo derecho en un gesto mayestático, mientras que con el otro brazo rodea al Niño que está sentado con los bracitos abiertos sobre una de sus piernas, desnudo, con unos enormes ojos abiertos. El Crucificado sólo está acompañado de un niño corriente vestido con ropa actual y sentado a sus pies, en alusión posiblemente a toda la Humanidad, por cuya redención de los pecados Él muere en la cruz. A partir de finales de los setenta, la pintura de Hernández se hace más barroca, más volcada hacia la iconografía religiosa, mitológica y clásica, con abundantes composiciones que rememoran el pasado greco-latino, la pintura clásica europea, la imaginería de la Semana Santa, los temas mediterráneos y la simbología relacionada con la comarca de la Ajarquía en la que vive. Lo mismo incluye en el cuadro una representación del David de Miguel Ángel, o de la Venus de Milo, o del Esclavo del Louvre, también de Buonarroti, que recrea el tema de Prometeo encadenado, las Tres Gracias o la caída de Ícaro. Sobre todo en la producción de los noventa, abundan los escorzos, la gestualidad teatral de las figuras y la inclinación escenográfica. Formas geométricas básicas, simetría compositiva, frecuentes referencias a pintores dilectos, como Gutiérrez Solana, colores vivamente contrastados, estructura basada siempre en un sólido dibujo, presencia de personajes religiosos y numerosos signos y elementos simbólicos constituyen las principales características del estilo de Hernández durante los dos últimos decenios de actividad pictórica. En el momento actual, los signos de los graffiti callejeros centran primordialmente su interés.
Publicado originalmente en el catálogo de la exposición de Francisco Hernández que, bajo el título de Francisco Hernández 1945-2007. Entre el clasicismo y la modernidad, se celebró en las salas temporales del Museo del Patrimonio Municipal de Málaga entre el 13 de abril y el 10 de junio de 2007.
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