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Conversación con el pintor Francisco Hernández
ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS
Enrique Castaños: Hábleme de sus comienzos, de su infancia en Melilla, la ciudad donde nació en 1932, y en Vélez-Málaga. Francisco Hernández: Lo primero que recuerdo es la impresión que me causaron las verticales dominantes de los campanarios de las iglesias de Vélez-Málaga: San Juan y Santa María la Mayor; esta última es la que me ha tenido sugestionado desde niño, por el gótico-mudéjar que estaba en la parte alta de la ciudad, colindante con el castillo totalmente árabe. Con diez o con once años hice muchos dibujos, con los materiales propios de la iniciación, como el lápiz y el carboncillo, aunque también con tinta y con plumilla. En la escuela, en vez de hacer los deberes, me distraía mucho en el dibujo, y los compañeros de clase me solicitaban que les resolviese los ejercicios de dibujo que mandaba el profesor, cosa que yo hacía a cambio de chucherías que me daban. Una vez me sorprendió el maestro y me reprendió levantándome de las patillas, un castigo que nunca olvidaré. Había otro maestro, un señor mayor, que modelaba en barro, y eso fue para mí un impacto que me causó una profunda impresión. Modelaba figuras del Belén, y, si bien es verdad que pegaba con la palmeta, a mí nunca me pegó, quién sabe si porque me quedaba absorto viéndole modelar. Algún tiempo antes, en Melilla, con tres o cuatro años, tenía un maestro de párvulos que era sordo y dibujaba las cabezas de los niños de perfil, aunque a mí nunca me eligió para que posara, pero cuando llegaba el recreo, yo, en vez de irme a jugar con los demás niños, me extasiaba contemplando los dibujos. El placer y el sentimiento que me producía la contemplación de aquellas obras, una especie de encantamiento, era sin duda para mí superior al recreo. Admiraba yo por entonces los zócalos pintados con tiza y los grafismos callejeros. Yo nací en la calle O’Donnell, entonces la más importante de Melilla junto a la Avenida Principal, pero al estallar la guerra civil, mi padre, que se alistó en el Ejército de Franco, se marchó al frente, mientras que nosotros nos trasladamos al barrio del Real, que se construyó en 1921; por aquella época, es decir, con unos cuatro años, yo ya decía los nombres de Velázquez, Murillo y Goya; El Greco, en cambio, no sabía quién era. E. C.: ¿Puede hablarse de su inclinación al dibujo como un caso aislado en su familia? F. H.: Mi abuelo materno, que estuvo en la guerra de Filipinas en 1898, conviviendo con las nativas y con los nativos que lo hicieron preso, logró escaparse a nado con un compañero, teniendo la suerte de que un barco lo recogió y lo llevó de vuelta a España. Y en Alhama de Almería, que es de donde procede la familia por parte de mi madre, mi abuelo, según recordaba su hija, se puso a pintar en un estilo ingenuo o naïf. Se recluyó en su casa y se pasaba el día haciendo ese tipo de cuadros. Mi abuela materna, por su parte, era muy aficionada al teatro. Eran parientes de Nicolás Salmerón, el que fuera uno de los Presidentes de la I República. Por parte de mi padre, en cambio, viene un brote bizantino, pues eran oriundos de Murcia. Mi abuelo paterno escribía mucho y fue uno de los pioneros que crearon la ciudad moderna de Melilla, a la que, después de la guerra, hacia 1947, siendo alcalde Rafael Álvarez Claros, se añadió la construcción de la plaza de toros. Mi familia paterna se trasladó de la zona de Alcantarilla y Orihuela a Melilla, ciudad en la que mi abuelo fundó un negocio, una especie de taberna, donde dicen que Franco, con todos los jefazos del 21, iba a jugar al billar[1]. E. C.: ¿Con qué edad se viene usted a Vélez-Málaga? F. H.: Con cinco o seis años, hacia 1937-38, en plena guerra civil. Ya he dicho que lo primero que me sorprendieron fueron las iglesias, con sus torres verticales, así como la arquitectura popular. Todo eso lo dibujaba yo con unos once años. Poseo un dibujo de entonces, de las espaldas del cerro, que es un tanto misterioso, como aquellos fondos de paisaje de la pintura florentina del siglo XV. Vicente, mi hermano, también siente la vocación de pintor como yo, y aunque se preocupa de organizarse, como no conocíamos la técnica, cometíamos errores, como mezclar óleo con agua, cosa que es imposible, hasta que un vecino que era sombrerero nos dice que lo que había que hacer era mezclar el óleo con aguarrás. Mi hermano empezó pintando al óleo antes que yo, pero al poco tiempo hice una cabeza de una Inmaculada y una cabecita de un ángel. Era el tiempo en que los hermanos Francisco y Juan Clavero, muy aficionados a la acuarela, formaban grupo con nosotros. Ojeábamos libros con ilustraciones artísticas. Yo, desde los catorce años, conozco los colores complementarios de Delacroix. Me causó entonces un gran impacto conocer dos o tres reproducciones de obras de Dalí; para nosotros cuatro el surrealismo era como un sueño. Oficialmente yo tengo un cuadro, mi Autorretrato de 1947, en el que hay un Crucificado pequeño, que recuerdo me provocó una gran decepción, por lo que me dijo mi madre sobre que dejase la pintura por lo complicada que era, porque yo no tenía experiencia. Eso me causó un dolor enorme. Entonces, con mucha rabia, decidí sólo dibujar. Fue por entonces cuando tuvimos la oportunidad de conocer la opinión de una persona de Vélez que vivía fuera del pueblo, dedicándose al dibujo y al diseño para algunas agencias de publicidad. Tomamos contacto con él con motivo de una pequeña muestra conjunta que hicimos los cuatro amigos de copias de cuadros célebres. Los hermanos Clavero la hicieron de Sebastián del Piombo y de Rubens, de un San Jorge del Museo del Prado, y mi hermano Vicente de un cuadro de Mateo Cerezo, de la escuela madrileña. Aquella persona nos recomendó que no copiásemos más, que dibujásemos directamente del natural, por ejemplo pintando bodegones. Cambiamos entonces la norma que nos había guiado hasta entonces, dejamos de copiar y empezamos a dibujar cacharros de cocina, esos que había antes en las cocinas, sartenes, cacharros de cobre, piezas de porcelana, tazas. Desgraciadamente no guardo nada de aquello. E. C.: Es decir, que usted ha sido un autodidacta. F. H.: Efectivamente, he sido un autodidacta. E. C.: ¿Por qué se trasladó su padre a Vélez-Málaga? F. H.: Cuando acabó la guerra, mi padre, que era brigada, fue trasladado al juzgado militar de Málaga, y, después, fue trasladado a Vélez, ciudad en donde finalmente nos quedamos. Para nosotros fue un golpe muy fuerte el envío de mi padre al valle de Arán, donde se estaba luchando a principios de los años cuarenta contra el maquis. Por fin se licenció del ejército y terminó convirtiéndose en Vélez en jefe de la policía municipal, y así continuó, estabilizada ya su situación, hasta su jubilación. Enlazando con lo de antes, debo señalar que, estando en esa tarea de dibujar bodegones, cuando yo tenía unos quince o dieciséis años, vino mi conocimiento del Frente de Juventudes y, sobre todo, los concursos promovidos por la Obra Sindical ‘Educación y Descanso’, de la Delegación Provincial de Sindicatos[2]. Estos concursos me permitieron conocer Málaga y participar en las exposiciones provinciales. En Málaga entré rápidamente en contacto con los pintores locales más conocidos entonces, como Virgilio Galán[3], Alfonso de Ramón[4], Alfonso de la Torre[5], José Guevara[6], Luis Molledo[7] y Eugenio Chicano[8]. Mi madre era muy celosa de nosotros, pero tanto mi hermano como yo nos organizábamos de tal manera que nos íbamos a Málaga muy temprano, en el tren de las siete de la mañana, y a las dos horas ya estábamos en la capital, permaneciendo en ella todo el día, hasta las nueve de la noche en que regresábamos a Vélez. La estancia en Málaga, que se producía cada mes y medio o dos meses, la aprovechábamos al máximo. Íbamos al Museo de Bellas Artes, que por entonces se encontraba en la calle Compañía, en el edificio donde ahora está el Ateneo y donde estuvo a finales del siglo XIX la Escuela de Bellas Artes en la que impartió clases el padre de Picasso. Nuestra pasión era contemplar los cuadros dejados en depósito por el Museo del Prado, obras de Zurbarán, de Murillo, de Ribera y de Alonso Cano[9]. También visitábamos con frecuencia la Catedral, donde estaban colgados dos grandes lienzos: La decapitación de San Pablo, de Enrique Simonet, un cuadro de cuando estaba pensionado en Roma[10], y El convite del fariseo, de Miguel Manrique, un pintor influido por la escuela de Rubens[11]. La iglesia del Sagrado Corazón, en la calle Compañía, me pareció siempre un pastiche. También solíamos pasar por la Sociedad Económica, un lugar que era centro de reunión de los pintores. A mí me premiaron muy pronto, causando una gran sorpresa la exposición que hice con unas ochenta obras en las salas de la Económica, mi segunda muestra, después de la del Club de Prensa. Uno de los más sorprendidos fue el pintor Manuel Barbadillo[12], que por entonces iba camino de Marruecos, desde Sevilla, para hacer el servicio militar. E. C.: Hábleme de esa exposición. F. H.: Esa exposición[13], de 1955, supuso una ruptura con respecto al costumbrismo decimonónico que se estaba haciendo en Málaga, por ejemplo por parte del pintor académico Luis Bono[14]. Fue una exposición muy definitoria. Así lo reconocieron Barbadillo y Revello de Toro[15]. Hasta los pescadores del puerto llegaron a comentar el acontecimiento. Antes de esa exposición de la Económica me había ido a Madrid a hacer el servicio militar[16]. Allí tuve la suerte de que el coronel del cuartel donde yo estaba destinado, don Jesús Querejeta Pavón, me trató como a un hijo, distinguiéndome y concediéndome entera libertad. Esta actitud tiene, claro está, su explicación. Un día, estando yo de guardia cerca de su despacho, me dirijo a él y le espeto que si me quita todo lo que llevo encima —uniforme, fusil, cartucheras—, le pinto el cuartel de arriba abajo, y, además, le propongo que en un determinado lugar estratégico del edificio, en el rellano de la escalera principal, podría colocarse una Inmaculada pintada por mí, cosa que provocó inmediatamente la sonrisa y agradó sobremanera al coronel, hasta el punto de que ese mismo día me llamó a su despacho y me comunicó que empezase cuanto antes a trabajar. Yo le contesté que lo primero que iba a hacer era pedir los materiales necesarios a la casa Macarrón de Madrid, especializada en ese tipo de productos y conocida por mi superior. Instalé mi estudio en un pabellón semivacío de la compañía, incluso con una cama. Cuando, al cabo de unas dos semanas, el coronel en persona vio lo adelantada que estaba la obra, a la que sólo restaba hacer las extremidades inferiores, comprobó que mi propuesta iba en serio y que, además, yo era trabajador, no un perezoso. Desde ese momento tuve abiertas las puertas del acuartelamiento, entraba y salía cuando quería, no llevaba el uniforme militar, hacía vida de particular y venía a mi casa de Vélez con frecuencia. Como yo era voluntario, de esos que tenían que prestar un servicio de tres años, mis ausencias no se notaban en cuanto al funcionamiento del cuartel. Por ese tiempo se convocó un concurso en Málaga en el que participaron pintores de todas las provincias andaluzas. En el cuartel me animaron a que me presentara. En una sola tarde hice una mancha, una especie de grisalla, con unos charcos y un paraguas, y la mandé al concurso, costándome el dinero el envío por agencia del cuadro. Quisieron darme el primer premio, pero, cuando se enteraron de que estaba haciendo la mili, me concedieron el segundo premio. A raíz de ello, disfruté de un permiso que me permitió pasar una temporada en mi casa. Fue entonces cuando un coleccionista, Adolfo García Vicente, muy amigo de Revello de Toro, y cuya mujer era Fita Mata, de la familia Mata, la de los vinos, me compró el cuadro. La cantidad ascendió a una cifra muy importante en aquella época, y que explica que, cuando se enteró de la compra el mundillo artístico, todos lo interpretaron como un espaldarazo económico a mi carrera. Desde que entré en contacto con ese matrimonio de coleccionistas, que poseían varias obras del excelente pintor granadino Gabriel Morcillo[17], me llovieron los encargos. Poco después conocí a don Pascual Taillefer, que me prestó, en un nuevo edificio de su propiedad recién estrenado, al comienzo de la Alameda Principal, junto a la farmacia Caffarena, un apartamento en la tercera planta para que yo pudiera pintar con tranquilidad. Esto ocurrió ya después del servicio militar. Hacía por entonces las funciones de marchand y de relaciones públicas para mí el escultor Adrián Risueño[18], quien me puso en contacto con mucha gente. Todas las mañanas nos veíamos en la Cosmopolita, la cafetería de calle Larios. Recuerdo que don Esteban Pérez-Bryan me compró un cuadro, titulado Las sobras, donde se ven unos mendigos comiendo en una perola. Mi obra de esos años, especialmente un dibujo que hice de Leonardo da Vinci, llamó la atención del crítico Antonio Parra, que estuvo mucho tiempo en Venecia, donde dirigió una galería de arte. La razón, pues, de que yo acabase instalándome en Málaga es porque en ella hay un grupo social de alto nivel económico que demanda mis cuadros. Retraté, por ejemplo, a Mary Luz Linares, hija de don Antonio Linares Maza, el eminente psiquiatra, así como a Marichi Carrillo y a Mari Carmen García Morato. Yo vivía en ese tiempo en Málaga en una modesta pensión, y un día hete aquí que se presenta en ella mi padre y me dice que lo que tengo que hacer cuanto antes es marcharme a Madrid, pues aquí está ya todo hecho. Eso sería en 1955 o 1956. En Madrid, por aquel tiempo, estaban Carlos Pascual de Lara[19], José María de Labra[20] y Manuel López Villaseñor[21], que tenían un estilo italianizante, influido por Campigli[22], y que habían estado pensionados en Roma. E. C.: Pero usted nunca ha pertenecido a ningún grupo o colectivo. F. H.: Siempre he sido independiente. Cuando, por ejemplo, se organizó el viaje a Cannes de varios pintores malagueños para visitar a Picasso, en 1957, me invitaron, pero yo decliné la invitación, porque si quería ver a Picasso lo haría yo solo. E. C.: ¿Cómo era el ambiente pictórico en Málaga durante el decenio de los cincuenta? F. H.: Predominaba una pintura anecdótica y costumbrista, lo que yo llamo pintura malacitana, sin ninguna proyección exterior. Mi obra dejaron muchos de comprenderla, por ejemplo las figuras caracterizadas por una contorsión expresionista. Esa incomprensión me afectó mucho. E. C.: Su pintura de los cincuenta, a pesar de lo que a veces se ha dicho, no tiene mucho que ver con el impresionismo histórico. F. H.: Efectivamente, se trataba de manchas y trazos muy gestuales a partir de los cuales se construyen las figuras, sobre unos fondos hechos con espátula, en los que predominaban los rojos, azules y verdes, como si se tratase de una vidriera. Curiosamente, esa pintura mía de entonces, aunque yo no sabía lo que se estaba haciendo en Nueva York por parte de los representantes del expresionismo abstracto, conectaba con el lenguaje informalista de los pintores americanos, sobre todo con De Kooning. Tuve, como tantos otros, la desgracia de que no hubiese entonces en Málaga una cabeza aguda que bautizase mi pintura, del mismo modo que la crítica del momento, aunque lo hiciera con un tono despectivo, llamó «impresionistas» o fauves a determinados artistas. La expresión gestuante coincidente entre mi pintura y la de los informalistas americanos, quizás tenía que ver con la época, con la atmósfera que se respiraba y que lo impregnaba todo. E. C.: Pero hábleme de los pintores malagueños. F. H.: En Málaga tenía entonces muy buenas trazas Alfonso de Ramón. Muy teórico era, en cambio, Enrique Godino[23], que estaba fanatizado con Cézanne. Manolo Barbadillo estaba muy preparado, y su mujer, Jane, era encantadora. Francisco Peinado[24] posee una elementalidad especial, una enorme pureza. Pintor serio y grave, desconoce la geometría de los cuadros; es como un caracol que todo lo que suelta y segrega es válido. El riesgo suyo es ponerse a andar. Sin embargo, desconoce la geometría oculta. E. C.: Peinado sí parece tener un fuerte sentido autocrítico. F. H.: Puede ser. Yo tengo también mi sentido crítico, me censuro mucho, me anulo mucho, me castigo, me caigo; hay que dinamitarse muchas veces, extraer lo más nuevo que uno desconoce de sí mismo; en fin, un drama. Hay que aplicar lo que no se sabe. Vivir del recurso de lo que uno sabe es vivir siempre en la misma loseta, sin moverse. Hay que encontrarse con la sorpresa. Es difícil. Habiendo una formación detrás, como en el verdadero arquitecto, el riesgo no importa porque siempre se acaba dominando la situación. Esa formación, esa base que sustenta todo el edificio, la proporciona la disciplina del dibujo. Yo soy un apasionado de De Kooning, de Kandinsky, de Macke. O de esas bellas figuras picassianas, los arlequines que se encuentran en el Museo de Basilea, que parecen subalternos del torero Francisco Ordóñez. E. C.: Volvamos a los años cincuenta y a la técnica no impresionista de sus cuadros de entonces. F. H.: En realidad yo no lo sabía, pues ni tenía referencias ni formación suficiente. Lo único que había por ese tiempo en Málaga era el escaparate del establecimiento de molduras Morganti, en calle Larios, que mostraba reproducciones de obras de Matisse y de Gauguin, entre otros. Otra referencia era la colección Skira, con unas reproducciones de mucha calidad. Recuerdo, por ejemplo, las de los frescos de la ermita de San Antonio de la Florida, de Goya. Después de esa exposición mía en la Económica que tanto alboroto ocasionó, hubo un despliegue apasionado de pintores —Rodrigo Vivar[25], Gabriel Alberca[26], Enrique Godino, Alfonso de Ramón— con lienzos bajo el brazo que se dirigían al puerto y a los sitios más dispares; había una verdadera pasión, que podía pulsarse en la misma calle. Hoy día está todo mucho más cerrado, hay menos compañerismo, cada uno está, como si dijéramos, atrincherado, no sé por qué. Cada uno está como en una isla. Antes, el verdadero centro, el lugar de tertulia y de debate era la Sociedad Económica, con aquellas enormes arcas de madera en la entrada, siempre con la presencia agradable de Pepito, el conserje. E. C.: Esa obra de los años cincuenta, ¿la hacía usted delante del motivo? F. H.: No, casi todo es mental. A veces tomaba apuntes del natural, pero lo normal era hacerlo todo en el estudio, salvo cuando estaba haciendo un retrato a lápiz. Yo, por supuesto, me expresaba, pero desde el punto de vista teórico no tenía unos conceptos claros, ni tampoco tenía una experiencia suficiente. E. C.: La tertulia de la Económica debía ser muy animada. F. H.: Un animador extraordinario fue Vicente Ricardo Serra, pero no lo entendieron. Se creían que por su carácter y su forma de ser graciosa y guasona podía ser un aprovechado, pero en absoluto; a mí, por lo menos, nunca me pidió nada. Era tan gracioso, tan malagueño y tan ocurrente que eso hacía desconfiar a los demás. Estaba obsesionado con los cónsules, con el cuerpo consular hispanoamericano. Tenía una hermana que estaba muy desahogada económicamente, aunque él no tenía un duro, probablemente porque en aquella época no daba ni golpe, estando siempre con nosotros, de animador. Un día, a la una de la noche, se despide de mí para ir a casa de su hermana, que vivía en el barrio de Pedregalejo, y no me pidió nada: se fue andando desde el centro de Málaga hasta la casa de su hermana. No era aprovechado en absoluto. Quiero contar otra anécdota. Hubo una pintora de la familia Olmedo, que se llamaba Alita, participante también de aquellas reuniones de pintores. No era una pintora desde pequeña, sino que empezó a pintar siendo ya adulta. (Entre paréntesis debo decir que tengo para mí que quien no es pintor desde pequeño, la pintura puede llegar a enloquecerlo). Estando ella mal de dinero, no obstante consiguió unos ahorros y fue a decirle a Vicente Ricardo Serra que hiciera el favor de venderle un cuadro, y que le trajese el dinero de la venta. Vicente se lo vendió, pero se presentó ante Alita con asperones, escoba, jabón y otros productos de limpieza. En eso se había gastado el dinero de la venta del cuadro. Es para morirse de risa. Otro día me encuentro con que no podía yo volver a Vélez y me tuve que quedar en Málaga. Fui a un par de pensiones, pero estaba todo ocupado. Entonces, Vicente, que me acompañaba, me dijo que me fuera a su casa. Cuando llegamos, sacó a su mujer del dormitorio y me dijo: «Tú te acuestas conmigo». Yo, turbado, le contesté: «Bueno, Vicente, yo...». A lo que él respondió: «No, nada, que no pasa nada, tú te acuestas conmigo, no hay problema, ninguno de los dos somos... no hay duda». Pero cuando estamos en la habitación, sale y al momento vuelve vestido con un sujetador puesto. Así era Vicente. No lo conocieron nunca. El qué sí dio en el clavo fue Eugenio Chicano con el artículo que publicó en el diario Sur cuando Vicente murió[27]. Ahí está Eugenio muy acertado. Es un artículo precioso, maravilloso, muy atinado. Pepe Guevara, en cambio, publicó algo que no era acertado. Vicente fue un personaje incomprendido, no lo entendió Málaga. E. C.: ¿Cómo era su modo de trabajar por aquella época? ¿Hacía un dibujo previo en el lienzo? F. H.: Yo tuve el oficio bien aprendido. Con un martillo y unas tachuelas preparaba el cuadro, atirantaba la tela en el bastidor y le daba una imprimación a base de cola de conejo en remojo y albayalde [carbonato básico de plomo, también llamado «blanco de plomo»]. La marca de colores que yo usaba entonces era Zuloaga. Había entonces en Vélez una tienda que dependía de la papelería Imperio de Málaga y que traía ciertos productos para los que nos dedicábamos a la pintura. Yo siempre me he definido por emplear el lápiz o la pluma o el óleo. Nada más. Lo más primitivo. No me he complicado con nada más. Comprendo que todo vale, todo existe, todo son experimentaciones, pero donde yo verdaderamente me realizo es con esos tres elementos primarios. Respecto a lo del dibujo previo, yo siempre he pintado directo, dibujando, si era preciso, con el pincel. Hay que anotar aquí un retrato que le hice a Francisco López Martín, que fue en ciertos momentos una especie de crítico, un aficionado, un poco temerario, porque era de esas personas que se arrojan al ruedo...pero, bueno, el caso es que le hice ese retrato en una tarde, en tres horas. Hay otro retrato importante de la familia Francis, que en la calle Dos Aceras poseía una tienda de fotografía, a cuyo padre, un señor mayor que me parece era primo de Fermín Durante, el académico, le hice una cabeza al óleo[28]. Yo no tenía método. Dependiendo de qué, acometía la obra directamente del natural, como en el caso de los retratos, mientras que otro tipo de temas los atacaba en el estudio. Hay un cuadro propiedad de la familia Taillefer, un retrato de la hija mayor, María Teresa, y otro de su hermana Adela, la mujer de Gustavo García Herrera, que son dos retratos muy bonitos, hechos del natural, de lo mejor que hice entonces. Recuerdo de ambos su calidad, su prestancia. E. C.: Según comentó antes, su padre, hacia 1956, le exhortó a que se fuese a Madrid. F. H.: En efecto. Primero fui, recomendado por el poeta Alfonso Canales, a ver a José Antonio Muñoz Rojas, el poeta antequerano, que entonces trabajaba en un banco. Entro en su despacho, se me queda mirando, y me dice: «Bueno, hombre, ¿qué conoces tú del arte contemporáneo?» Y yo le contesto: «Pregunte». Entonces, me dice: «¿Qué te parece Benjamín Palencia?» «Muy interesante» —respondo yo—. «¿Y Ortega Muñoz?» «También muy interesante». «Y Pancho Cossío?» «También lo conozco». En fin, que me hizo una especie de test rápido. El primer sitio donde expuse fue en la galería Altamira, en la calle del Prado[29]. Yo vivía entonces en una pensión de calle La Huerta. El dueño era un aficionado a la música clásica. A mí también me gustaba mucho la música clásica y recuerdo que la Novena Sinfonía de Beethoven la escuchaba todos los días, hasta que pensé que podía ser una falta de respeto. Apareció entonces en mi vida Pepe Díaz, al que había conocido en la mili, pintor en Madrid de brocha gorda. Yo, en la exposición de Altamira, llevé una colección de dibujos hechos a punta de lápiz. Los dibujos se vendieron todos; los compró un inglés. Ese Pepe Díaz empezó entonces a pintar con espátula; era un enamorado de Benjamín Palencia, pero no tenía ni la preparación ni el conocimiento. Acabó emborrachado de pintura, porque, como he dicho antes, los que llegan tarde a la pintura se vuelven locos. Al final se despidió de mí y se marchó a París. Entre las obras que yo presenté en Altamira había un dibujo grande con un tema de mendigos, donde se veía a una mujer con un defecto de parálisis que iba junto a dos criaturitas a su lado. Sobre esta obra, que la hice poco antes de trasladarme a Madrid, voy a contar una anécdota que me ocurrió en el edificio Taillefer de Málaga. Yo me presenté en el vestíbulo con estos tres modelos, pero el conserje no quería dejarlos pasar, hasta que finalmente lo convencí y posaron para mí en el estudio que me tenía cedido don Pascual Taillefer. Antes me fui a su despacho, en el mismo edificio, y le dije con toda sinceridad que le tenía preparado un número. Él era un hombre con una sensibilidad especial, exquisito, una maravilla, aparte de la considerable fortuna que poseía. Sube, ve aquello y coge a la pequeña que yo había llevado y se la sienta en las rodillas, le da caramelos y llama inmediatamente a un fotógrafo para que haga una colección de fotografías de todo aquello. Puso a disposición del variopinto grupo su coche y su chófer, para que recogiese a los modelos y los llevase de vuelta a los corralones de El Bulto[30] donde vivían. Claro, ellos se creyeron que ya se les había resuelto la vida, hasta que logramos convencerlos de que sólo se trataba de que posasen como modelos. Este dibujo del que hablo, a punta de lápiz, se vendió, como digo, en Madrid. Una preciosidad. El crítico de arte José Camón Aznar visitó la exposición y habló de ella en el diario Abc. E. C.: ¿Cómo fueron sus primeros pasos en Madrid? ¿Decidió matricularse en alguna escuela o academia? F. H.: Ya he dicho que en Madrid me encontré con unos pintores, como José María de Labra y Manuel López Villaseñor, que tenían un estilo italianizante, porque habían ido pensionados a Italia a estudiar en la Academia de España en Roma, y entonces conocieron la obra de Campigli, que les influyó sobremanera. Pero yo no, yo me rebelé contra todo aquello y empecé a hacer una pintura religiosa de porte castellano, pensando en Alonso Berruguete, en Gregorio Fernández y en Juan de Juni. Pinté, por ejemplo, un Descendimiento, que está en Connecticut, tremendamente dramático y desgarrado, así como un San Juan Bautista claramente opuesto al arte oficial que pululaba en Madrid. Fue entonces cuando me propuse ingresar en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Hago el dibujo preceptivo para el ingreso, pero por faltarle al papel cinco centímetros, a pesar de que el dibujo estaba aprobado, me rechazaron. Sólo por ese defecto de forma. Hubo entonces en Málaga una repulsa tremenda a ese veredicto. A mí me había concedido la Caja de Ahorros de Málaga una pensión de mil pesetas mensuales. Me propuse hacer las cosas mejor para el año próximo, informarme del tamaño necesario del papel, a ver si conseguía ingresar. La segunda vez lo conseguí. Lo importante era aprobar el dibujo. Después, el examen teórico, por ejemplo de Geografía, en el que te preguntaban dónde está el Nilo o el Ganges, tenía poca importancia. Me ocurrió una anécdota con don Ramón Stolz[31], un señor mayor que había sido muralista y era profesor de la Academia, y que tenía que examinarme de los conocimientos que tuviera sobre los pigmentos, la química de los pigmentos, la técnica de la pintura. Con su traje negro y su chalina negra, regordete como era, va y me dice: «Claro, usted me dirá que esto es bermellón y esto blanco titanio, pero esto tiene químicamente otra manera de llamarse», y a renglón seguido: «¿Esto qué es?», y yo le contesto: «Amarillo cromo», y, sin mediar más palabras me espetó: «Márchese usted, porque si usted me tiene miedo, más miedo le tengo yo a usted». Miedo, claro está, me tenía de suspenderme, por lo buena persona que era. Al hilo de esta anécdota, recuerdo una vez, en un pueblo en el que se hizo un museo con los cuadros cedidos por un grupo de amigos pintores, después de pasar varios días invitados por el alcalde, en que coincidí con el pintor Fernando Somoza[32], íntimo amigo mío, que me comentó que él había conocido a un discípulo de don Antonio Machado en Segovia[33], un profesor que no suspendía a nadie. E. C.: Una vez que aprobó el examen, ¿qué hizo en Madrid? ¿Cómo era el sistema educativo de la Escuela? F. H.: Pues irme al Prado. Yo lo que notaba es que en la Academia había una paleta al dictado, que no tiene nada que ver con el Mediterráneo, pues allí también se aprende a que los colores superficiales, banales, desaparezcan y se hagan más graves. Esa era la educación que se recibía en Madrid. El castellano es más austero, la paleta más sorda; el mediterráneo es más lumínico, más sorollesco. Entonces eso también lo tuve en cuenta; lo que ocurrió es que me aburría mucho, apenas aparecía por las clases, pues la verdad es que resolvía muy rápidamente los ejercicios que me mandaban de dibujo y de pintura. Yo, por supuesto, cumplía, pero el tiempo restante lo dedicaba en mi pensión a hacer mi obra personal. Fue por ese tiempo cuando sorprendí a todos los compañeros de la Escuela con una exposición individual en la galería de la antigua librería de la calle Génova, Alfil[34]. Ellos se quedaron sorprendidos, pero yo les respondí que en vez de malgastar el tiempo en las clases lo empleaba en lo mío. Me acuerdo que el profesor de color, don Rafael Pellicer[35], me dijo una vez, delante de un grupo de discípulos: «Y usted, qué», y yo, ni corto ni perezoso, voy y le contesto: «Qué de qué». ¿Por qué me iba a llamar la atención cuando yo podía estar para final de curso con todos mis ejercicios realizados? Además, los aprobé todos. De la exposición de Alfil, algunos cuadros fueron para Connecticut, concretamente tres obras religiosas. Los Fierro también compraron; un gran concertista de piano, que ya ha muerto, compró obra religiosa. En fin, quedé muy contento; con parte del dinero ganado compré mi piso del barrio de la Concepción de Madrid. En el Prado es donde estaba yo siempre feliz, felicísimo. Era contemplar a Goya, los negros de Goya, que son también muy sugerentes; a Velázquez, Las Meninas, las infantas, Margarita de Austria, y Las Hilanderas, que siempre me han sugestionado mucho. Las Hilanderas es una ecuación geométrica para mí, igual que el Guernica. Ese juego tan bello que tiene de la rueca, el palo, los otros palos, la escalera, eso era un mundo mágico para mí, y después las manchas, casi, casi, casi caverna, es como si contemplaras el origen en Altamira, ese borrón, que lo veo también en Goya, del que han aprendido mucho los Klee y los Miró, del grafismo de Goya, porque si vemos la cúpula de San Antonio de la Florida, se trata de grafismos, pero poniéndoles manos, nariz y orejas a los quinquis, a los gitanos. Yo veo a Goya como carpetovetónico, metido en sangre, aunque él no lo sepa, y en instinto, como si fuera un hombre del cuaternario, igual. Lo que ocurre es que los personajes de sus cuadros están disfrazados con la vestimenta de su tiempo —casaca, casulla—, pero la forma es igual; como digo yo, la potra embarazada de Altamira es el caballo de Palafox —lo mismo: cabeza pequeña, vientre ancho, cuello gordo, paleolítica—. Yo he estado en Altamira y lo he visto. Y me he dicho: «Esto es Goya». Y la esculto-pintura, esa que se hizo tanto hace unas décadas, ya está en Altamira, cuando el pintor aprovecha los entrantes y salientes de la pared de la caverna. Y, después, ese micrografismo de Velázquez, al que yo veo muy emparentado con la decoración nazarí de la Alhambra, ese nerviosismo urgente que tiene, esa urgencia que tiene, lo nazarí, que no lo tiene Rembrandt, que es más seboso, más pesado, por eso digo yo «carnicero», que no tiene la movilidad de brisa y de aire que tiene Velázquez, esa misma brisa que tenemos aquí, en el sur, en el verano, esa brisa misteriosa que posee Velázquez como nadie. En Velázquez, por ejemplo, tenemos las manchas con las que hace los ojos; él no dibuja el ojo completo, como hacen Rubens o Van Dyck, sino que lo que hace son manchas sugeridoras. En Durero y en Rubens, cuando uno se acerca a ellos, lo que ve es un cansancio para la óptica, el dibujo del ojo. En cambio, nosotros lo que hacemos es crear una sensación urgente, que es como el baile, como el cante jondo en sus soluciones, y, por qué no decirlo, como desfila la Legión, sin pesarle lo que lleva, que va bailando, sin que el pueblo sepa el porqué va desfilando así, pero que es algo que le sugestiona, que le hechiza, con ese aire marcial totalmente sureño. En cambio, los europeos son tanques desfilando; el sur, no, tiene un aire... Y en la Historia lo mismo, de Despeñaperros para abajo todo es una cosa exquisita, como le ocurre a Velázquez, en el que hay tanto de masculino como de femenino unido, y por eso va y crea unas obras maestras. Lo mismo pasa en el toreo. El torero del sur, a pesar de su naturaleza y de su instinto, posee, surgen en él unos movimientos feminoides, porque la cadera se afemina; el público, sin saber por qué, lo enciende al recibir a la bestia. Y los Cristos de El Greco son también algo mixto, con los hombros estrechos, y no se sabe si es hombre o mujer; una preciosidad. Pero, aparte de eso, es que el arte no tiene nada que ver con la sociología ni con nada. E. C.: Esa urgencia de Velázquez, por ejemplo, no existe en Ribera. F. H.: Nooo, nooo, porque es valenciano. Es la paella de arroz, Blasco Ibáñez, o sea, que es otra cosa. Zurbarán es un cateto a lo divino; lo que pasa es que tiene un don sublime de la divinidad y todo lo que toca es... Pero no tiene nada que ver con lo que hemos hablado de Velázquez. Hay aquí una brisa misteriosa, un temblorcillo, es una cosa especial. Zurbarán, no; Zurbarán es El Escorial, es quieto, rotundo; por eso lo ponen de moda los cubistas, Picasso y Juan Gris. En el Louvre ven el cuadro de ese místico yacente[36] y dicen: «¿Qué es esto?» Concuerda mucho con el cubismo, con una serenidad y un peso. Robustez, peso y geometría. Velázquez, en cambio, es un temblor, algo misterioso. Murillo es un gran pintor, muy perfecto de dibujo. Nunca se equivoca. Lo que ocurre es que las carnes de membrillo y todo eso lo hicieron populachero. Cenando yo en Madrid con mi amigo extremeño Eduardo Naranjo, el pintor hiperrealista, y con un crítico del diario Abc, va de pronto Naranjo y me dice: «Paco, ¿a ti qué te parece Murillo?» Y yo respondo: «Un pintorazo, un pintor como la copa de un pino». «Pues a mí me parece igual» —contesta Naranjo—. Y el crítico que nos acompañaba asiente ante la grandeza de este pintor, tremendo, dominador. Velázquez, Ribera y Murillo no se equivocan. Pero Valdés Leal y Zurbarán cometen errores. E. C.: Sobre todo Valdés Leal. F. H.: Sí, sí. A Ribera no se le va una, nada. Ni de escorzo ni de frente. Los mártires y todo lo demás, una maravilla. Hojeando toda la historia del arte contemporáneo, a veces se ve mucha payasada, que llega más a la caricatura que al cuadro serio. Claro, si estás viendo a Van der Weyden y de pronto llega uno y lo hace ridiculizándolo… La vista ha sufrido la invasión de lo correcto, de lo que tiene una alta calidad, y no se puede plegar a un mal dibujo. Es como Géricault en La balsa de la Medusa, que es otro Caravaggio, pero romántico. Goya tiene algunos fallillos, pero en sus negros eso no importa. Dilata. Eso es lo que quiere. E. C.: Distorsiona. F. H.: Una maravilla. En Goya tenemos el juego de la materia, esa manera suya informal de llevar a cabo el manejo de la plástica, la idea de lo que es el grafismo. Goya es… E. C.: ¿Y usted cree que hay unas características propias de la escuela española que la diferencian de otras? F. H.: Claro, es la tierra la que habla. Nada más. La tierra, que te da una voz y pintas. E. C.: ¿Cuál es la diferencia con Francia? F. H.: Francia, ya ves. Como dijo Dalí cuando ingresó en la Academia Francesa de Bellas Artes: «Vengo del país más analfabeto de Europa que ha enseñado a pintar a Francia». Es que esto es como el cancionero popular, la cultura española es esa mezcla po-pu-lar, agresiva con lo culto y universal. Eso no lo tiene nadie. Ni Italia. Italia es la melodía con todo, la dulce melodía. Caravaggio es el único que se sale, y fue muy incomprendido, pero… lo que tiene de áspero esta España dramática, esta España totalmente telúrica y cuya paternidad está en Altamira, eso…; ahí está el padre. Es una suerte. La pintura española está por encima de todas las demás escuelas de pintura. E. C.: ¿Y el románico? F. H.: Ya ves, el románico catalán. Yo he visto románico en Europa, y es blando, es normal. Solamente una mano de un friso rectangular, que se le escapa a uno y le pega un golpetazo a uno de los que están en la composición, por ejemplo, una Crucifixión, con los buenos y los malos juntos, pero como mucho uno le pega un puñetazo a otro nada más; eso es lo único que te conmueve, quizás para agitar la composición, las verticales. Pero el románico español está emparentado con las letras del cante jondo, el dramatismo, el cine, Buñuel, Goya. El pintor románico español no se conforma con cortarle la cabeza a un mártir, sino que emplea el serrucho… es tremendo, la crueldad. Todo lo que se ha hecho aquí, en España, es universal. El Guernica ya está en el siglo XI o en el XII, en el valle de Arán. Es que no tiene nada que ver ni con el románico italiano, lo poco que hubo en Italia, ni con el resto del románico europeo. Estos se desarrollan al dictado formal de su tiempo, mientras que aquí es valerse de ese dictado para la crueldad propia que subyace dentro de la expresividad del arte español. Aquí se apropian de él, cogen el románico y lo hacen propio. E. C.: A Picasso le fascinaba el románico catalán. F. H.: ¿Qué es, si no, Guernica? Románico. Es una línea urgente, sin claroscuro ni nada en la línea, que ya lo hacían los egipcios, algo bidimensional, dibujado, nada más. Lo que pasa es que Picasso le quita el color, la sensualidad que otorga el color, y se expresa con el grafismo, la línea. Y eso lo hace también el románico. Es lógico que Picasso dijera: «Menuda fuente de información tengo aquí, en el románico». E. C.: Además, el propio Picasso en Guernica se inspira en los Beatos medievales españoles, en el Beato de Liébana, en los códices. F. H.: Es que es muy listo. Se educa, ve, se renueva. Viejo, adinerado y jugador. En todo gana. Él va despierto; los demás están dormidos, o le siguen a él. Un investigador. Hay que ver el Retrato de Gertrude Stein, que parece un flamenco, me recuerda a Van Eyck, o a Memling. Es curioso, en el siglo XX, la entonación, y cómo planifica lo que es la cabeza y lo humaniza todo con las manos, que son normales. Y dice uno: «El tío bandido este, hay que ver lo que sabe». Las manos las hace normales. ¡Qué preciosidad las manos! ¡Qué juego! «Y ahora espero que usted se parezca al cuadro». ¡Qué bellísimo es! ¡ Qué cosa más bella! E. C.: En definitiva, que el Prado era una fuente de información inagotable para usted. F. H.: Pero, ¿y el Retrato de Fernando VII de Goya? Todo lo que son los bordados de oro, le mete arena, arenilla, ya no se conforma con pintar, mete tierra también. Todo lo que se ha hecho con la materia, hasta el mismo Fautrier, eso ya lo hizo Goya. Y Tàpies es un listo que a tiempo va a Francia, ve a Fautrier y a Dubuffet, y se los trae a España y los hace ibéricos. Tiene dinero y viaja. Va a Nueva York. Tiene Lucio Fontana un cartón en el Metropolitan que, visto tranquilamente, parece un concierto, con su armonía y su contrapunto, y este mismo traspaso del espacio lo tiene en el Museo de Cuenca un cartón de Tàpies. El más bello tàpies que yo he visto ha sido ahí, en el Museo de Arte Abstracto de Cuenca. Es inmenso y posee una rara entonación de membrillo podrido o de hueso. ¡Vaya obra, vaya obra! ¡Extraordinaria! Es lo mismo que viajar por todos los museos europeos y llegar hasta Nueva York. Se nota que el marchand auténtico está en París, con su oficina, su despacho y su teléfono. Va uno al Museo de Hannover. Hay de Modigliani una cabecita; también un cuadro de Utrillo de la época blanca; hay obras de Derain, de Rouault, de Matisse. Con todo eso ya tienes la coleccioncita. Vas al Museo de Colonia. De nuevo tienes la misma coleccioncita. Lo que está ocurriendo en ambos sitios es que esos cuadros se los está suministrando París, los marchands de París. En Suiza ocurre en todos los museos, que son los mejores museos de arte contemporáneo del siglo XX. El de Zurich, el de Basilea, el de Berna. He visto en Berna toda la colección de la Fundación Klee. Allí hay mucho dinero, y mucho inversionismo en arte. Y coleccionistas que después ceden sus colecciones. No se me pueden olvidar los picassos que hay en Suiza, esos arlequines que, para mí, por la postura y el aire que tienen, parecen subalternos de Antonio Ordóñez en una corrida, con ese aire torero insuperable. Eso de la ropa y el arlequín, es mentira; esos arlequines son andaluces, son subalternos. Y llegas ya al colmo, a Nueva York. De nuevo estamos en las mismas. Modigliani, Rouault, Giorgio de Chirico, Matisse, Picasso, Derain. Al morir Juan Gris, llega un marchand y le dice a su viuda de súbito: «Usted, ¿qué necesita mensualmente?» Ella le responde y él le da el dinero. Firman el contrato, pero con la condición de que los cuadros se van a vender despacio, muy lentamente, no ahora de inmediato, para que así se vayan revalorizando. Así trabajan los marchands de París. Entonces empiezan los museos a pedir obra de Juan Gris. De ahí le dan a la viuda un tanto por ciento; todo eso está estipulado en el contrato. Ella continúa tranquilamente su vida normal. Fíjate la manera de vender. Sin prisa. Recuerdo haber visto en Europa un cuadro de Tàpies, silencioso, como un zurbarán, lleno de recogimiento, de religiosidad, aunque estaba todo con las costras, los costurones, las incisiones, los arañazos, pero el recogimiento era español, ni catalán ni nada, era España, a pesar de que vengan ahora con todo ese cuento de separarse. Era de una elevación… Había al lado un cuadro de Dubuffet, y nada, se lo comía. Dubuffet, lleno de paja, como le pasa a Guinovart, que es más grosero. No, no; Tàpies es exquisito. Tiene una aristocracia que no la tiene el otro. El otro es un borrico, de mal gusto. Pero es que, con toda la libertad a cuestas, se nota quién es un borrico y quién no lo es. ¡Será exquisito Goya en los retratos! Una de las muchas veces que viene Francis Bacon a España, y se aloja en el hotel Ritz, en Madrid, la ciudad en la que murió, un periodista le preguntó: «Maestro, usted viene al Prado con frecuencia; viene a ver a Goya, ¿verdad?» «Sí, sí, yo soy muy amante de Goya», responde el irlandés. «¿Y qué le parecen los negros?», pregunta de nuevo el reportero. «Bueno, yo vengo a ver sus retratos». Claro, como se sabe de sus deformaciones, de ese humanismo suyo, tan característico, él, que era para mí el último expresionista, y que ha hecho cosas bellísimas, se creía que todo eso era por influencia de los negros de Goya. No, era por los retratos. Se quedó el periodista que para qué contar. Es lo mismo que cuando llega Jean Cocteau al aeropuerto de Málaga y le pregunta un periodista español: «Usted, ¿qué es?» «Yo soy poeta francés», contesta Cocteau. «¿Qué ama usted más, Francia o España», le continúa interrogando. «A España», dice Cocteau. «¿Por qué», le espeta el periodista. Y Cocteau le responde: «Francia vende la Gioconda diez o doce veces y aquí la primera vez la queman». Cocteau amaba la pasión. E. C.: Bacon estimaba especialmente el Retrato de Inocencio X, de Velázquez. F. H.: Yo lo he visto en Roma, en la Galería Doria Pamphilj. El Papa, cuando vio el cuadro, dijo: «Que no salga la obra de Roma». El Papa, cuando tiene noticia, a través de la Embajada de su Majestad Católica, Felipe IV, que va a venir un pintor de la Corte de España para retratarlo, se sonríe, como diciendo: «Bah, qué me va a traer de España». Pero cuando ve solamente el comienzo del lienzo, se queda estupefacto. Velázquez llega a Roma y hace mano con su criado, Juan de Pareja, y en poco tiempo revoluciona todo el ambiente pictórico romano. Entonces, conviene con el Papa el horario para posar. Aparece Inocencio X acompañado de dos cardenales, se pone a posar, y como Velázquez pinta directo, sin carbón, con la paleta y el pincel, a la primera mancha se levanta el Papa y dice: «Que no salga esta obra de Roma». Ahí se da cuenta de lo que había entrado por las puertas del Vaticano. E. C.: En Roma se encontraba viviendo desde hacía bastante tiempo Poussin. F. H.: La línea francesa va, desde Poussin, pasando por Corot, hasta Cézanne y Derain. Esta es la Francia romanizada, culta. Y aquí, en España, desde Tartessos, ¿quién nos ha cogido? Es una culebrina. ¿No decían los reyes tartésicos que el ejército mercenario ibérico era insoportable, imbarajable, anarquizante? Es una culebrina. Aquí cada uno hace lo que le da la gana. Y hoy, igual. No hay disciplina. E. C.: En la pintura holandesa, por ejemplo, hay un gran oficio, que aquí, salvo algunas individualidades, faltaba. F. H.: No lo hay porque aquí no tienen paciencia, porque hay mucha urgencia. Pero si aquí, Pedro Berruguete, el gran pintor de retablos de Castilla, quiere seguir a un Van der Weyden y no tiene paciencia. La paz y la paciencia que tienen un Van der Weyden o un Memling no se pueden dar aquí. La adoración del Cordero Místico, de Juan van Eyck, es imposible que se dé aquí. Hay pintores, que no quiero citar, que te quieren sorprender con el juego, pero eso es lo que dijo Gauguin: «Como esto se ponga… [demasiado fácil] me la corto y pinto con la izquierda». No lo entienden. No se trata de sorprender, como el Bebedor vasco de Sorolla[37], del Museo de Málaga, que le ha hecho a la pintura malagueña o malacitana un daño tremendo. A mí, un día, en la Biblioteca Nacional, al serme presentado por un pintor santanderino, me dijo Pancho Cossío[38]: «¿Tú de dónde eres?» «Yo soy malagueño», respondí. «Bella tierra. ¿Te gustaría hacer esto?», me preguntó Cossío refiriéndose a sus cuadros. «No», contesté. «¿Por qué?», preguntó sorprendido Cossío. «Porque lo ha hecho usted», respondí. E. C.: Esta anécdota me trae a la memoria que usted conoció personalmente a Morandi. F. H.: Cuando fui a visitar a Morandi[39] a su casa en Bolonia, era todavía un desconocido en España. Eran aproximadamente las once de la mañana cuando llegué a su casa. Después de servirme café la chica de servicio, va y me dice Morandi: «Yo amo mucho España. He sido invitado en cuatro ocasiones a exposiciones colectivas y he tenido la oportunidad de visitar su país, la bella España. Amo mucho a Picasso, gran maestro del siglo XX. Vosotros los jóvenes lo tenéis muy difícil, porque a nosotros ya nos tendió una vía de soluciones a través de Cézanne y de las luces de vuestro propio país. Resulta muy interesante que todo ande confundido y que ocurra como en el Titanic, quiero decir, que cada uno se salve como pueda. Pero ahora que no hay nadie que dirija, hay una confusión tremenda; a río revuelto, ganancia de pescadores. Nosotros, los de mi generación, somos descendientes de Cézanne. Las líneas maestras nos las traza Cézanne, mientras que vuestra generación es una generación castigada porque no tiene la suerte y la fortuna de haber tenido unos antecedentes». Esto fue lo que me dijo Morandi. Pero, bueno, no vamos a estar con el cubismo toda la vida. Yo digo que el cubismo es como una pedrada a un cristal, una pedrada a la imagen del siglo XIX, que la hace pedazos. Pero no se puede estar haciendo permanentemente cubismo. Eso sería un aburrimiento. El arte no pide permiso. E. C.: ¿Qué aspecto tenía Morandi? F. H.: Vestido con su chaqueta, con su traje y corbata, ofrecía una figura encantadora, elegante, quizás algo parecida a Joyce. París lo reclamó y lo negó al mismo tiempo, pero como él no lucha ni vive en París, aunque París le niegue todos los reconocimientos, a él le da igual, ya que se consagró universalmente sin contar con París. A Modigliani, en cambio, París lo destrozó. E. C.: Había que ser muy fuerte para sobrevivir en París, y no digamos para sobresalir, como Picasso. F. H.: Porque Picasso era un pillo, un granuja de Málaga. Me lo imagino acostado leyendo tebeos, en el hotel, o en la pensión donde se alojase, y en esto que llega Sabartés, y se lo encuentra leyendo tebeos, a él, que no sabe dividir, ni falta que le hace, claro. Pero, ¡hay que ver la exquisitez de la época rosa! Insuperable. Algo único en el mundo. Nada parecido. Esos gestos… con nada; una mano, nada más, y te dice todo un mundo. «Mira, mira, Pablo –le dice Sabartés–, mira lo que dice Le Figaro, mira lo que dice de tu exposición». Y va Picasso, coge el periódico, y al cabo de un instante le dice: «Me mienta catorce veces». Lo demás no le importa, no le interesa lo que dice de él. ¿Es que el periódico puede decir lo que él ha padecido? No le importa lo que diga. Esas manos, esos pies, esos dedillos de sus figuras de la etapa rosa, y esa indumentaria de… ¿cómo se llaman?... kimonos. Y dice uno: «¡Lo que dice con nada!» Qué cosa, qué exquisitez, con las cabezas peladas al cero, todo misterioso, maravilloso, creativo. ¡Vaya época rosa! ¡Qué dibujo, qué cosa! Como esa pandilla que está en Washington[40], qué cosa más linda, qué suerte tener esa obra. Y Las señoritas de Aviñón, en Nueva York; qué bien, qué sitio. Este cuadro, si se fija uno, tiene las líneas que dividen lo que es la nalga con el vientre, unas como tirillas, hechas con un amor… Todo lo angular, todo lo que tiene de potencia, es mudéjar, está ya en los artesonados de la provincia de Málaga. Sí, tiene una resonancia mudéjar; eso no lo puede tener Francia, ni Alemania, ni Italia. E. C.: Bueno, Alemania tiene una potencia expresiva especial; Matías Grünewald, por ejemplo. F. H.: Sí, pero el resultado es más feo. Yo digo de Alberto Durero que es nieto del gótico, pero que le empuja Venecia. Durero transfigura al Renacimiento. Si Durero va a Venecia, es por otra cosa, pero no tiene nada que ver con Lucas Cranach, que pinta seres descoyuntados. Hay un descoyuntamiento en Cranach que me molesta. Del altar de Isenheim de Grünewald, yo digo que es una inmensa corona de espinas. A Dalí no le gustaba; Dalí es mediterráneo. Nosotros estamos muy tocados por el Mediterráneo, por la plenitud de la forma que se da en el Mediterráneo. La belleza. Es Grecia. Después está la Grecia helenística, que es donde se inicia todo el expresionismo del mundo, el dominio del pathos. Hasta en la zona inferior del Juicio Final de Miguel Ángel, también ahí está el helenismo dramático. E. C.: Como el Altar de Zeus de Pérgamo. F. H.: Sí, que está en Berlín. Pero, a pesar de todo, no se puede uno arrancar lo que tiene de Grecia. Imposible. Es connatural. Castilla ya no tiene eso. Castilla es Gutiérrez Solana. ¡Qué maravilla! ¡Vaya con La tertulia del Pombo! ¡Cómo respira! Para mí produce la sensación como si fuera un fresco pompeyano; tiene esa cosa de… presencia. Yo no veo el Madrid de Azorín, con las protestas de la época, sino los brillos de las botellas y los sifones, que es otra forma de protesta. Es una pura protesta. ¡Si esas cosas pudieran hablar! Pero el caso es que hablan. Tremendo. ¡Qué pureza! Fíjate en la pluma estilográfica que lleva Ramón Gómez de la Serna. Y es todo informal, es puro corazón, sentimiento. Y las manos se mueven. E. C.: Usted participó en la Bienal de Venecia de 1966 y en la de 1970. Hábleme de aquella experiencia. F. H.: Con motivo de la XXXV Bienal de Venecia, en 1970, a la que fui invitado por el Instituto de Cultura Hispánica, el Gobierno puso un par de autobuses con salida desde la Plaza de Cibeles. Entre los que iban se encontraba Luis Gordillo[41], pero también fueron muchos alborotadores que lo que querían era abortar la Bienal. El pintor Úrculo[42] entró en el Pabellón Español tocado con un sombrero de campesino, y González Robles[43] le dijo que entrase descubierto o se fuese a la calle. Querían abortar la Bienal, y para ello se pusieron algunos españoles a hablar con representantes del Partido Comunista Italiano, pero estos les dijeron que aquello no procedía, que aquello no era posible, pues Franco gobernaba todavía desde el Pardo. La noche de la inauguración estábamos en una plazoleta donde vimos una inscripción que señalaba la casa donde Canaletto había nacido, cuando compareció inesperadamente el escultor Pablo Serrano[44], con su porte y prestigio que le daban la apariencia de un cardenal español, y va y les dice a los miembros del grupo más politizado, aquellos que querían reventar el evento, que eso era un absurdo, una protesta juvenil, intentando apaciguarlos, pues, según él, además de una falta de responsabilidad, aquella acción política iba a perjudicarles cuando regresasen a España. E. C.: ¿A qué se debe en su pintura ese lenguaje vanguardista de los años sesenta que culmina en el Tríptico de Venecia de 1966? F. H.: Es un inconformismo total, es una búsqueda. En las vanguardias internacionales pude sentirme sugestionado por un artista que insinúa una especie de abotonaduras, que yo intenté inflamar, y también mezclé mucho las ideas, por ejemplo rechazando lo cortante del cubismo y adoptando formas que están en la naturaleza. Yo veía que la naturaleza es circular, no es ni achatada ni cúbica, y esto fue lo que me llevó a extremos de ir investigando sobre ello. Sobre la curva, que es infinita. La curva tiene una infinitud que no tiene la geometría cúbica, que es una exactitud limitada. Quiere decirse que yo estaba muy empachado del cubismo, porque lo veo aburrido en un momento determinado. Es una reacción en contra del cubismo y en contra de un tipo de estética a la que podemos llamar de los Campigli y los artistas españoles pensionados en Roma a los que me referí anteriormente, como Villaseñor, Mampaso[45] y Pascual de Lara, que regresan con un tipo de pintura a España, con un estilo que imponen en cierto momento. Quizás tuvo algo que ver en mi pintura orgánica la Axarquía, el sistema montañoso de esta comarca malagueña, tan feminoide, que es como yo veo nuestro paisaje malagueño, con sus pechos turgentes y una anatomía femenina. Todo aquello tenía también algo mental y yo lo percibía. Considero que en aquella pintura mía de los sesenta hay una parte animal que es la sincera, y un refinamiento que es la cultura y el tratamiento exquisito de lo que es la materia. Si aquella parte biológica se le quita a la pintura, para mí entonces no es nada, es como un cartelón publicitario. Muchos de los que se dedican a la pintura no saben qué es, esa masa, esa materia. Por eso se ven bodegones muy bien hechos y son láminas como las que se encontraban antiguamente en los cortijos andaluces. Es, simplemente, artesanía. Pero la pintura es otra cosa. Cuando visité hace unos días por enésima vez el Prado, nada más entrar en la sala de Las Hilanderas, le dije a mi hermano que me acompañaba: «¡Qué hermoso borrón!» Es un borrón que, después, cuando pasa un momento, empieza a definir las formas. Es insinuar, pero no achicharrar, que es lo que hacen los pretendidos hiperrealistas, que queman la vida. Es igual que coger una mariposa y meterla en una caja con un alfiler atravesado, para mirarla a través de un cristal. Eso es lo que hacen los hiperrealistas. Velázquez insinúa. El pie que tiene la mujer que está en la rueca [Minerva], tiene los dedos hechos solamente con una mancha; con eso le basta a Velázquez. No tiene que dibujar, el dibujo le estorba. Es una síntesis tan magistral y tan misteriosa que no tiene equivalente en el mundo. Caravaggio no tiene la nobleza ni la verdad de Velázquez; se convierte en un coreógrafo, con ese juego de luces. Pero Velázquez es una ventana natural. Caravaggio puede jugar, demoníaca o angelicalmente, pero es un juego, como un coreógrafo o un escaparatista, pero Velázquez es la verdad. Es la verdad cuando, por ejemplo, se somete a la luz de las once o las doce de la mañana en Madrid. ¡Madre mía! Y lo digo pensando en las dificultades que eso conlleva, y, sin embargo, con qué desapego aristocrático lo resuelve. E. C.: Volviendo a su pintura, aquellas formas a base de nudos y de huesos evolucionan hasta llegar, en los setenta, a cuadros como la Alegoría del cante jondo, que es también como un alarido expresionista. F. H.: La cabeza en ese cuadro la he convertido en un muñón, porque resulta que todo el mundo va a ir a ver la boca abierta del cantaor, y entonces yo digo: «¡No!» Todos van a dirigir la mirada a la boca abierta, a la anécdota, y entonces yo la suprimo, para que se encuentren con algo sorprendente. Metafóricamente podemos ver ahí las raíces del cante, que brotan de la tierra, suben por los miembros, como la circulación de la sangre, y culminan en la cabeza. Y a todo eso lo acompaña después la geometría de la iglesia de Santa María de Vélez-Málaga, que se ve detrás. Hay una aleación de religiosidad, cante, tradición y profundidad. Como una seguiriya gitana, que es como una oración, que transmite un dolor cósmico terrible. E. C.: A mediados de los setenta, como ocurre en el cuadro de la Virgen cósmica, aparecen ya unas curvas y una composición geométrico-simétrica muy características. F. H.: La geometría es un lenguaje oculto pero universal. Una persona culta entiende ese lenguaje en todo el mundo. Por eso el Guernica de Picasso es tan universal, aunque él ha quitado todo el claroscuro y ha hecho un telegrama urgente con el grafismo de lo que es el horror. Pero detrás está Velázquez. Picasso se somete a Velázquez. La geometría posee un enorme placer para un pintor. Antes de colocar definitivamente un gesto, un brazo, una mano, es el placer que uno siente internamente en colocar los objetos del mundo real. Para mí, esos movimientos que tiene Picasso constituyen una necesidad interior, y lo mismo da que ponga un ojo en un sitio que no es el habitual, pues uno intuye la perfección geométrica que transmite la obra. La gente no está todavía preparada para una lectura adecuada de Picasso. E. C.: Lo que yo quiero subrayar es la evolución que se va produciendo en su obra desde mediados de los sesenta hasta principios de los ochenta. Una evolución muy coherente, además. F. H.: La evolución es una necesidad interna y la impronta personal es por rebeldía, por no ser aprisionado por esa malla que son los artistas que me precedieron. Zabaleta[46], por ejemplo, es un producto picassiano, lo mismo que Guayasamín[47]. Pero Dalí, en cambio, es muy listo, se detiene en las formas puras que no pasan de moda; los otros se quedan en una fecha determinada, y cuando pasa la moda, envejecen. Dalí se permite crear un mundo en el que simultáneamente deforma y crea, crea sugestionantes metáforas. Yo intenté siempre no repetirme, huir de fórmulas estereotipadas. Hay que salirse y no caer en una trampa. Si yo me enamoro de la cadera de una mujer, o del pecho de una mujer dándole de mamar a un niño, ¿por qué me va a esclavizar la abstracción? Me pueden decir: «Es que la pintura no es la anécdota». Bueno, ¿y el gusto de pintar lo que me place, de ser yo mismo? E. C.: A mí me parece que a partir de la primera mitad de los ochenta su pintura entra en otra etapa, que en realidad no se ha terminado, muy simbólica, muy metafórica, con muchas referencias al Mediterráneo, al mundo clásico, empezando a componer cuadros con varias figuras –dos, tres, cuatro o más–, comenzando también a aparecer mujeres desnudas, a modo de ninfas o de diosas, y en la que asimismo surge una intensa temática religiosa, con una fuerte carga simbólica. Es una etapa, esta última, en la que usted está muy preocupado por el dibujo, por los efectos compositivos, abundando los esquemas triangulares, piramidales, como si todo estuviese muy pensado, existiendo una conjunción muy grande de geometría, de figura y… F. H.: Y de forma. E. C.: Sí, y de forma. Todo eso que digo ocurre a partir de 1982 o de 1983. En su pintura, yo veo varias etapas claramente diferenciadas. Está la época de los años cincuenta, con esa pincelada suelta, con ese dinamismo pictórico, y también con esos retratos hechos con grafito formidables, de raigambre clásica; después está la etapa de los años sesenta, que es un periodo muy experimental, de orientación vanguardista, que culmina con el Tríptico de Venecia; otro periodo es el de los años setenta, cuando aparecen los muñones, y cuya culminación se encuentra en la Alegoría del cante jondo, en la Virgen cósmica y en el Cristo crucificado, todas ellas de 1974. A partir de ahí se inicia otra andadura, como si Francisco Hernández se convirtiese en una especie de recreador del mundo mediterráneo. La trabazón entre todas las etapas es siempre el dibujo, una actividad que usted nunca ha dejado de practicar incesantemente y que, a mi modo de ver, constituye la base esencial de todo su arte. Usted, de lo que no hay duda, es de que es un magnífico dibujante. Algunos dibujos son sencillamente portentosos. En este sentido, me gustaría recordar la opinión de Dalí en una entrevista radiofónica: «En España sólo hay dos dibujantes de verdad. Uno soy yo y el otro un tal Hernández que creo vive en el sur». F. H.: Sí, respeto mucho la proporción y el dibujo y no me arriesgo. Porque para mí creo que es muy cómodo deformar y muy difícil construir. Y respecto al Tríptico de Venecia, es una obra hecha sin pensar, realizada de una manera irracional, con un dinamismo espontáneo, y sólo después se le añade la calidad. Es lápiz directamente sobre el lienzo, y yo que lo he hecho, sé que puedo hacer así miles de metros. A eso se llama el acto creativo. Pero, por poner un ejemplo conocido, otra cosa muy distinta es hacer uno de los Esclavos de Miguel Ángel. Una de esas figuras, o cualquier otra del techo de la Sixtina o del Juicio Final, requiere medir, comprobar que una parte no resulte desproporcionada respecto de las demás. Eso es muy difícil, y, además, se ignora. Yo, que he vivido eso, lo puedo contar; pero, el que no lo sabe… E. C.: En su obra se nota una tensión, una evolución estilística, un cambio que no se aprecia en otros pintores actuales ya consagrados, de recorrido mucho más plano. F. H.: Es porque hay pintores que hacen siempre la misma pintura plana, hueca, vacía, pura retórica. No hay drama, lo han quitado o no se lo han planteado nunca. Al no existir el drama, es como un toro miura al que con un serrucho le han cortado los cuernos. ¿Por qué no pintan una mujer preñada? ¿O una a la que se le haya enganchado el vestido y se haya roto? ¿O un vestido desgarrado o manchado? La vida no es solamente lindezas, ni una confitería, ni es tan agradable como una taza de chocolate con galletas a las cinco de la tarde. También la taza puede caerse y romperse, y manchar al que tiene al lado. Pero esto hay gente que no se da cuenta. En el fondo, esos pintores están condenados al olvido.
Vélez-Málaga, enero de 2007
[1] Se refiere al año 1921, durante el verano, que fue cuando Francisco Franco Bahamonde, siendo todavía comandante, bajo las órdenes del general Sanjurjo, participó en la reconquista de la comandancia de Melilla y de diversas posiciones próximas a la ciudad, que habían sido tomadas por los rifeños al mando de Abd el Krim. En julio había tenido lugar el desastre de Annual, donde el general Silvestre perdió la vida junto a unos 9000 soldados españoles. [2] La participación de Hernández en estos concursos se inició en enero de 1948, en el marco de la VI Exposición Provincial de Arte, celebrada en Málaga, en las salas de la Sociedad Económica, entre el 8 y el 22 de enero. En la muestra exhibían sus obras los autores seleccionados. Hernández participó en ella con siete obras. Los autores participantes debían ser «productores», es decir, trabajadores, pues se trataba de un concurso promovido por la Obra Sindical. Hernández figuraba en el catálogo como «dependiente», y de hecho desempeñaba esa tarea en la tienda que su familia tenía en el pueblo. Las obras expuestas podían ser vendidas, especificándose en el catálogo los precios de algunos cuadros de nuestro pintor entre las 75 y las 150 pesetas. En la muestra de 1949, en la que participa con cuatro obras, los precios oscilaban ya entre las 500 y 700 pesetas. [3] Virgilio Galán Román (Málaga, 1931-2001), pintor costumbrista, de pincelada suelta, fresca y espontánea. Fue académico numerario de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga. [4] Sobre este pintor, véase la breve crítica publicada en www.enriquecastanos.com/ramon_alfonso_de.htm [5] Alfonso de la Torre Marín (Málaga, 1928-1989) se dedicó sobre todo al retrato, el bodegón y a las escenas costumbristas. Fue nombrado académico numerario de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga en 1981. [6] José Guevara Castro (Málaga, 1930) ha cultivado a lo largo de su dilatada carrera todos los géneros pictóricos. Fue un destacado miembro de la Peña Montmartre y del Grupo Picasso de Málaga. [7] Luis Molledo (Oviedo, 1907- Málaga, 1991), restaurador y pintor, muy influido por Rafael Sanzio. Su obra original, de fuerte acento surrealista, tiene, sobre todo en los dibujos de la llamada «serie erotográfica», actualmente en la Fundación Picasso de Málaga, un claro simbolismo sexual. [8] Sobre el pintor Eugenio Chicano, véase http://www.enriquecastanos.com/chicanodresde.htm y el catálogo de su retrospectiva en el Palacio Episcopal de Málaga (Universidad de Málaga, 1997). [9] De Murillo un San Francisco de Paula, de Ribera un Martirio de San Bartolomé y de Alonso Cano un San Juan Evangelista en la isla de Patmos, una obra de la que conserva una versión espléndida el Museo de Budapest. [10] Pintado en 1887. [11] Se trata de un valioso óleo sobre lienzo de gran formato (282 por 574 cm.), de claras influencias rubenianas, que fue encargado por el conde de Mollina en 1647 al artista de ascendencia flamenca Miguel Manrique para decorar el refectorio del malagueño Convento de la Virgen de la Victoria de los Frailes Mínimos. En 1835, como consecuencia de la desamortización de Mendizábal, la obra fue desmontada de su emplazamiento original e instalada en la Catedral. [12] Sobre el pintor Manuel Barbadillo, véase abundante información en www.enriquecastanos.com, así como en la sección de «tesis doctorales» de www.cervantesvirtual.com, donde está publicada Los orígenes del arte cibernético en España, de Enrique Castaños Alés. [13] La exposición individual de Francisco Hernández en la Sociedad Económica de Amigos del País de Málaga, se celebró entre el 21 y el 31 de marzo de 1955 (muchos catálogos posteriores equivocan la fecha), y en ella se colgaron 78 obras, divididas en retratos, obras de género y dibujos. La muestra del Club de Prensa es del año anterior. Todavía había hecho otra individual anteriormente en Vélez-Málaga. [14] Luis Bono y Hernández de Santaolalla (Málaga, 1907 – 1998). [15] Sobre Félix Revello de Toro (Málaga, 1926), véase el catálogo de la retrospectiva del Museo Municipal de Málaga (Ayuntamiento de Málaga, 2004). [16] El servicio militar de Francisco Hernández en Madrid transcurrió entre 1951 y 1954. [17] Destacado retratista, Gabriel Morcillo (1887 – 1973) se caracterizó también por hacer una pintura de temas orientalistas, sensual y colorista. [18] El escultor Adrián Risueño nació en Málaga hacia el año 1900 y murió en la misma ciudad en 1966. A él se debe la Fuente de las Gitanillas, situada hasta hace pocos años en la Plaza de la Constitución de Málaga y ahora en la Plaza de Manuel Alcántara, así como numerosas esculturas e imágenes religiosas diseminadas por toda la capital. [19] Carlos Pascual de Lara (Madrid, 1922 – 1958). Pintor español muy dotado, prematuramente desaparecido como consecuencia de un derrame cerebral a los treinta y seis años, que acusa en su obra la influencia de Massimo Campigli y Henry Moore. [20] José María de Labra Suazo (La Coruña, 1925), titulado en la Escuela de Bellas de San Fernando de Madrid en 1950, se entregó exclusivamente desde 1954 a su vocación pictórica, destacando en la realización de pinturas murales y vidrieras, como las de la iglesia de los PP. Dominicos en Valladolid, del arquitecto Miguel Fisac. [21] Manuel López Villaseñor (Ciudad Real, 1922 – Torrelodones, Madrid, 1996), pintor figurativo influido por el expresionismo, el realismo y el surrealismo. [22] Massimo Campigli (Florencia, 1895 – Saint-Tropez, 1971), pintor italiano cuyos comienzos estuvieron marcados por una búsqueda poscubista y purista, estudiando a Seurat, Léger, Picasso, el arte egipcio y el de los primitivos actuales, demostrando su interés por el arcaísmo y por una simplicidad equilibrada de la forma. La influencia del arte etrusco le ofreció la posibilidad de fundir mito y realidad en un espacio atemporal. [23] Coetáneo de Eugenio Chicano y de otros pintores malagueños pertenecientes a la Peña Montmartre en los años inmediatamente anteriores a 1957, Enrique Godino Muñoz (Linares, Jaén, 1935) practicó al principio unas formas cubicadas y recibió en otros cuadros la influencia del surrealismo de Óscar Domínguez. La variedad de su lenguaje alcanza incluso hasta una abstracción con mucha materia, como la que ofrece una obra suya que guarda la Fundación Picasso de Málaga. [24] Sobre Francisco Peinado, consúltese www.enriquecastanos.com [25] Rodrigo Vivar Aguirre (Málaga, 1934), pintor costumbrista que fue miembro de la Peña Montmartre y del Grupo Picasso en la segunda mitad de los cincuenta. [26] Sobre Gabriel Alberca Castaño puede consultarse la reseña crítica publicada en www.enriquecastanos.com/alberca.htm [27] La necrológica escrita por Chicano en el diario Sur de Málaga se publicó el 22 de julio de 1998. Vicente Ricardo Serra había fallecido el 13 de junio anterior. [28] Se refiere a Francisco Gutiérrez Durante. [29] La exposición transcurrió del 19 de mayo al 5 de junio de 1956, con un total de 39 obras, entre óleos, gouaches y dibujos. [30] Barrio obrero de la zona oeste de Málaga creado en el decenio de 1860 para alojar a los trabajadores de las cercanas fábricas y fundiciones de la familia Heredia. [31] Ramón Stolz Viciano (1903 – 1958). Pintor y muralista valenciano. Entre sus obras destacan el gran lienzo del altar mayor de la Basílica de Nuestra Señora de los Desamparados de Valencia (1932), la pintura al fresco de la bóveda sobre el Coro Mayor de la Basílica del Pilar de Zaragoza (1941) y diversas pinturas murales al fresco también en este último templo (1952). En 1975 se le hizo un homenaje en la galería Segrelles de Valencia, consistente en una exposición de bocetos y pinturas para sus pinturas murales. El texto del catálogo lo escribió Enrique Lafuente Ferrari. [32] El pintor Fernando Somoza, nacido en Madrid en 1927, fue un destacado representante del realismo crítico durante los sesenta y setenta. Una de sus obras más conocidas, Glamour, es de 1969. [33] Antonio Machado fue profesor en el Instituto de Enseñanza Media de Segovia entre 1919 y 1931. [34] La muestra se celebró en noviembre de 1958. [35] Pintor y académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. Falleció en 1963. [36] Exposición del cuerpo de San Buenaventura, procedente de la iglesia del Colegio de San Buenaventura de Sevilla. [37] Pintado en 1910. [38] Pancho Cossío (San Diego de los Baños, Cuba, 1894 – Alicante, 1970), pintor español de origen cubano. Su obra, entre la figuración poscubista y la abstracción, se centra en la preocupación por transformar la realidad a partir de los recursos plásticos y los valores expresivos de la forma. [39] La visita tuvo lugar en 1959. Giorgio Morandi murió en 1964. [40] La familia de saltimbanquis, de 1905, en la National Gallery de Washington. [41] Luis Gordillo (Sevilla, 1934), destacado representante de la neovanguardia española, se vincula sobre todo al pop y a la «nueva figuración» de los setenta. [42] Eduardo Úrculo (Santurce, Vizcaya, 1938 – Madrid, 2003), pintor figurativo asociado al pop. [43] Luis González Robles (Sanlúcar la Mayor, Sevilla, 1916 – Madrid, 2003) fue un incansable impulsor del arte español de vanguardia durante los sesenta y setenta. Responsable de muchos eventos artísticos internacionales en los que participó España durante aquellos decenios, a través de la Comisaría de Exposiciones del Ministerio de Asuntos Exteriores, que él dirigía, fue también director del Museo Español de Arte Contemporáneo entre 1968 y 1974. [44] Pablo Serrano (Crivillén, Teruel, 1908 – Madrid, 1985), escultor profundamente humanista que se preocupó a lo largo de su carrera por la relación entre los vacíos y los llenos, lo individual y lo social, los rasgos del carácter y lo telúrico. Conoció a Torres García en Montevideo en la década de 1930 y fue miembro fundador de El Paso en 1957. [45] Manuel Mampaso (La Coruña, 1924 – Madrid, 2001), fue, sin embargo, uno de los pioneros de la vanguardia de los años cincuenta, militando en el informalismo. [46] Rafael Zabaleta (Quesada, Jaén, 1907 – 1960), pintor recluido en su pueblo natal, donde crea una particular iconografía del campo andaluz, entre el realismo y el componente mágico, siendo deudor de las formas cubistas. Su obra, sin afán de denuncia social, roza a veces un expresionismo poético de intenso colorido. [47] Sobre Oswaldo Guayasamín, véase, http://www.enriquecastanos.com/guayasamin1.htm
Publicado originalmente en el catálogo de la exposición de Francisco Hernández que, bajo el título de Francisco Hernández 1945-2007. Entre el clasicismo y la modernidad, se celebró en las salas temporales del Museo del Patrimonio Municipal de Málaga entre el 13 de abril y el 10 de junio de 2007.
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