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El siglo de la Ilustración. El espíritu ilustrado y el triunfo de la razón. [Franz Schnabel. «El siglo XVIII en Europa», en Walter Goetz (dir.), La época del absolutismo (1660-1789), Madrid, Espasa-Calpe, 1978. Es uno de los volúmenes de la clásica Propyläen Weltgeschichte, publicada en Alemania durante el periodo final de la República de Weimar y que entre nosotros tradujo Manuel García Morente].
En el curso de la historia occidental, el siglo XVIII representa un cambio de rumbo. La disolución interna del mundo medieval se había llevado a cabo en todas las esferas y había entrado en su último estadio. Al mismo tiempo que ello ocurría, maduraban los gérmenes de una nueva vida que empezaba a manifestarse en todos los ámbitos, en la economía, en la ciencia, en el estado y en la sociedad. Lentamente desde el siglo XV van debilitándose y desapareciendo, una tras otra, las bases que sustentaban la vida medieval. En el Renacimiento surgió un nuevo concepto de la vida, en el que el hombre, el individuo, ocupó el centro. La Reforma supuso una solución de índole especial: el hombre podía comunicarse directamente con la divinidad, sin intermediarios, y las Escrituras empezaron a estar sujetas a libre interpretación. La Ilustración del siglo XVIII lleva todas estas ideas a su expansión y las difunde por los diferentes estados europeos. Lo que en el Renacimiento se pensara, ahora va a tener su primera aplicación. En todo este gran movimiento histórico ha ido delante el pueblo italiano. Los italianos son, según las célebres palabras del historiador suizo Jacobo Burckhardt, el primogénito de los pueblos de Europa. En Italia nunca se extinguió la circulación monetaria ni el espíritu de la Antigüedad clásica. Las repúblicas italianas –Amalfi, Génova, Venecia– desarrollaron un floreciente comercio desde los siglos XI y XII. El valimiento del legado clásico fue una realidad incluso durante la época más esplendorosa del románico y del gótico, como ponen de relieve el conjunto de Pisa, San Miniato al Monte de Florencia, la catedral de Siena y la catedral de Orvieto. Las pequeñas repúblicas urbanas produjeron una incomparable movilidad, creando poder, riqueza y bienes de cultura que se expandieron por doquier. Pero Italia siguió implicada en el revuelo de pequeños estados. En sus grandes rasgos el nuevo mundo no podía configurarse en tan estrechos límites y en un espacio político tan resquebrajado. Desde mediados del siglo XVII, en buena medida, el pueblo director de Europa en la historia moderna fue Francia. Cuando el Imperio se derrumbó en los campos de batalla italianos, los papas no pudieron asumir la herencia tanto tiempo deseada. La realeza francesa supo aprovechar el favor de la situación geográfica, la forma conexionada de la cuenca del Sena y atraerse a las provincias hacia el centro de gravedad que representaba la «Île de France». Con auxilio de la economía monetaria en ascensión, creóse un ejército y un cuerpo de funcionarios, y todos los poderes parciales quedaron subordinados a la monarquía central. La Iglesia fue subordinada al estado. La nobleza perdió sus derechos políticos. La realeza nacional se extendió poderosa e imperiosa por toda Francia. En cuanto a los enemigos exteriores, el más formidable fue la monarquía de los Habsburgo. Éstos se enseñorearon sobre Francia a lo largo de todo el siglo XVI, durante los reinados de Carlos V y su hijo Felipe II de España. La Casa de Austria había desarrollado un anillo en torno a Francia, impidiéndole entrar en Italia y amenazándola directamente con los pasos fronterizos que controlaba en el norte de Italia, en la Valtelina. Pero Francia supo aprovechar la principal debilidad de sus enemigos, a saber, la posesión en Alemania de territorios separados y el que la dignidad imperial no constituía una monarquía en sentido moderno, sino que estaba sometida al capricho de los príncipes electores. La lucha entre los Borbones y los Habsburgo se desarrollará en Flandes, en los campos de Alemania y, ocasionalmente, en Italia. Los reyes franceses vencieron finalmente en esta lucha, o al menos tomaron la hegemonía en Europa, porque desde su firme posición en el Sena lanzaron implacablemente sus golpes al norte y al este. Para ello no dudaron en aliarse con príncipes protestantes e incluso con los mismos turcos. Suecos, polacos y turcos sirvieron a sus propósitos. Muy pronto decidió Francia que su frontera con Alemania debía establecerse en el Rin. También fue un hecho que Francia avivó la división entre los príncipes alemanes, siéndole de gran utilidad la federalización del Imperio. Richelieu y Luis XIV consagran y rematan la hegemonía de Francia en el continente. La disolución del Imperio alemán llega en estos momentos (después de la paz de Westfalia) a un punto tal que muchos príncipes alemanes están a sueldo de Francia, enteramente doblegados a su política y a sus intereses. Pero el predominio francés no es solamente político, sino también espiritual. Ninguna historia de ningún otro pueblo muestra tan claramente como la francesa la imagen de una cultura configurada y criada por la voluntad del soberano. La ciencia, el arte, el pensamiento sobre el estado y la sociedad, todo es unitario, querido e influido por el soberano; incluso el idioma recibe forma en una Academia real con plena conciencia de fabricar un instrumento que pueda manejarse y entenderse fácilmente. Ahora bien, esta hegemonía política no podía ser permanente. Los otros estados de Europa también maduraron su conciencia independiente y se negaron a estar sometidos a uno solo. Cuando comienza el siglo XVIII el predominio político de Francia se encuentra ya muy quebrantado y la decadencia se inicia. Suele señalarse el año de 1688 como el giro decisivo. Entonces la revolución lleva al trono a Guillermo III de Orange, estatúder (gobernador general) de los Países Bajos, uniéndose las potencias marítimas de Holanda e Inglaterra en manos de un hombre activo y gran político que supo concitar, por vez primera, contra Luis XIV una poderosa coalición de estados europeos. En la guerra de Sucesión de España, sólo con un gran esfuerzo y a costa de enormes sacrificios, pudo en cierto modo imponerse Francia. Sin embargo, el equilibrio europeo fue una exigencia de los tiempos que acabó imponiéndose. Suecia termina perdiendo su posición de gran potencia, con lo que Francia pierde un poderoso aliado. Polonia inicia una rápida disolución y desde el fondo comienza a penetrar en el concierto europeo Rusia como gran potencia. Desde el principio pudo verse que Pedro el Grande no iba a estar a remolque de Francia, sino que iba a desarrollar una política independiente y sólo preocupada de sus intereses, muy distintos a los de Polonia, Suecia y Turquía, tradicionales aliados de Francia. Con todo, el cambio se operó fundamentalmente en la relación con los turcos. Éstos fueron obligados a replegarse hacia los Balcanes y dejar de ser una amenaza para Viena. Francia dejó de contar con un aliado en el este que le facilitase las cosas en el Rin. Pero en lo espiritual el predominio de Francia permaneció indiscutido e inquebrantable durante todo el siglo XVIII. El único país que puede equiparársele es Inglaterra. El rey-sol era para todos los demás príncipes de Europa el modelo de la forma política, el ejemplo de un rey auténtico. En todas partes imitase la forma absolutista de gobierno, desde los pequeños principados alemanes hasta los soberanos de la Casa de Austria. Las únicas excepciones fueron Holanda e Inglaterra. En todas partes creóse el ejército y el cuerpo de funcionarios, establecióse una administración central, fomentóse la economía para obtener poder y dinero, y se establecieron las bases del moderno capitalismo. Y siempre el modelo francés dio la última y refinada solución. Francia era la alta escuela de la diplomacia, de la vida cortesana y de la vida social. Pero las suntuosas residencias de los miembros de la aristocracia estaban también aquejadas de una profunda desmoralización. Sin problemas ni deberes, esta capa privilegiada pasaba los días en el deleite, en el juego, en el aburrimiento y entregada a toda clase de placeres. Pronto la burguesía comenzó a imitar a la nobleza. La burguesía se había enriquecido, habíase apropiado de cultura, pero le faltaba la conquista del poder político, la pertenencia de la administración del estado. En todas partes el fundamento del estado estaba constituido por la gran masa de aldeanos y de campesinos que soportaban durísimas condiciones de vida, provocadas en gran parte por las guerras incesantes. En Francia el cuadro de esta clase desfavorecida era aún peor que en el resto de Europa. Sólo unos cuantos espíritus comprendieron que esta situación no podía ser duradera. Algunos se atrevieron a principios del siglo XVIII a hacerle una seria advertencia a Luis XIV. Ese fue el caso de Fenelón, arzobispo de Cambrai, quien escribió al rey una carta describiéndole la horrenda miseria en la que vivían las masas campesinas. Veía que el mal era más profundo y su causa más honda que la simple carcoma de la guerra y los enemigos exteriores. «El rey y la nación –dice en sus Memorias– están separados». El remedio en que pensó fue en que debían convocarse los Estados Generales, que agrupaban a los tres estamentos del reino. [Fenelón debió su desgracia a estas gestiones. O quizás la debió más todavía a su audaz Carta a Luis XIV, seguramente de 1694, que Fenelón envió al monarca censurando con inusitada dureza el proceder real. Luis XIV arrancó casi a la fuerza de la Santa Sede la condenación de la obra de Fenelón (1699) y éste fue desterrado a su diócesis privado de sus títulos y pensiones]. También el mariscal Vauban, el gran constructor de fortalezas, desarrolló ideas positivas de reformas, en las que pedía, sobre todo, igual repartimiento de los impuestos y desgravación para los aldeanos. Su escrito fue quemado públicamente en las calles de París y el mariscal falleció, en la misma época, de desesperación y disgusto. A partir de 1688 la monarquía inglesa adoptó una forma que contradice fundamentalmente al absolutismo. Si hasta 1688 Inglaterra había tenido que inclinarse ante Francia, ahora las fuerzas y la importancia universal de Inglaterra comenzaron a crecer rápidamente y el brillo del rey sol inició su declinación. Inglaterra se convierte, como en el siglo XVII Holanda, en el admirado y envidiado asilo de la libertad; el inglés llega a ser para los demás europeos el modelo ejemplar, un ideal cuya consecución merece toda clase de sacrificios. Junto con Francia, Inglaterra domina en el siglo XVIII los pensamientos de la humanidad occidental. El hombre se torna, como en el Renacimiento, consciente de su valor. El Renacimiento, sin embargo, fue mucho más reconstructivo que el siglo XVIII. Éste, por el contrario, tiene que destruir muchas de las cosas que comenzó a edificar la época del Renacimiento. En cierto modo, el siglo XVIII es un descenso, mientras que la época del Renacimiento representa una ascensión. Son tantas las perspectivas que se le abren al hombre en el siglo XVIII, que acaba por desacostumbrarse a caminar sobre terreno firme. Para el hombre del siglo XVIII, no sólo la guerra, sino también los deleites, empiezan a suponer un hartazgo. A la embriaguez provocada por los deleites provenientes de los descubrimientos geográficos, le siguió un sentimiento de cansancio. Con gusto entregáronse muchos hombres cultivados a una vida sencilla y restaurativa, siendo en buena parte estos los supuestos de donde se deriva el sentimiento vital de la ilustración. Al hombre ilustrado del siglo XVIII había de aparecerle la guerra y sus consecuencias como el resultado de prejuicios antiquísimos, más no por ello menos absurdos. En el segundo decenio del siglo el abate de Saint Pierre proclamó la idea de una paz perpetua y para asegurarla reclamaba una alianza de los monarcas cristianos. El siglo se encargaría de refutar al abate con los hechos. Kant y Herder intervinieron en tiempos de las guerras que la revolución francesa había desencadenado y volvieron a los planes del abate. Para Kant la paz perpetua siguió siendo un fin, al cual cabe aproximarse sin llegar nunca a alcanzarlo por completo. Igualmente Herder declaró que una paz perpetua no se obtiene más que el día del juicio final. El iniciador de la ilustración en Inglaterra fue John Locke, quien transformó la imagen cartesiana del universo en el sentido de una psicología acorde con la experiencia. La opinión de Locke según la cual los sentidos hacen el mundo accesible al hombre, la doctrina de la «tabla rasa», entró en lucha con la convicción de que existen ideas innatas. Esta controversia se prolonga en la evolución de la filosofía moral, del deísmo y del concepto de religión natural. El más importante de los filósofos moralistas en Inglaterra es Shaftesbury, que resucita el neoplatonismo de Plotino (filósofo griego del siglo III). De él arrancan los moralistas del sentimiento como Hutcheson, Home y Ferguson. Luego inaugura Jeremías Bentham la ética correspondiente a la psicología de la asociación. Con el movimiento filosófico moral está en íntimas relaciones la formación del deísmo iniciada por John Toland. Fundador de la escuela escocesa es Thomas Reid, abogado incansable del common sense (sentido común), el sano entendimiento humano. En Francia la ilustración se inaugura con Bayle, el polígrafo escéptico. Entre Inglaterra y Francia sirve de intermediario Voltaire, incansable negador de los dogmas tradicionales y al mismo tiempo afirmador enérgico de la justicia y de la humanidad y propugnador del racionalismo en la vida pública. Los físicos y matemáticos, como Maupertuis y D’Alembert, son escépticos en metafísica. Buffon es el gran naturalista. El sensualismo de Locke cobra matices materialistas con La Mettrie y formas positivistas con Condillac. Los colaboradores de la Enciclopedia constituyen el centro del movimiento ilustrado: Diderot, Turgot, D’Alembert y al principio también Voltaire y Rousseau contribuyeron a la enorme obra. Al mismo círculo pertenecen también Holbach y Helvecio. Montesquieu representa en Francia el constitucionalismo inglés. Quesnay y Turgot, como «fisiócratas», fundan una nueva forma de la doctrina social (los fisiócratas creen en un gobierno de la naturaleza, en un orden natural, y se oponen al mercantilismo. Es la doctrina dominante entre los economistas franceses de la segunda mitad del siglo XVIII). A todos supera en influencia Rousseau, que con los antes citados prepara la revolución. La teoría de la revolución se encuentra desenvuelta en Saint-Lambert, Volnay y Condorcet. En Alemania el padre de la ilustración es Leibniz, un hombre verdaderamente productivo en casi todas las esferas del saber. Su empeño consistió en armonizar las oposiciones existentes, tender un puente entre el cristianismo y la concepción de la época. La riqueza de sus posibilidades espirituales le impidió muchas veces llegar a la construcción de obras grandes y conclusas. También fue este uno de los motivos por los cuales su discípulo Cristian Wolff logró una posición dominante en la vida espiritual de Alemania. Los lectores se atuvieron a los compendios del popularizador (Wolff) y creían pensar como auténticos leibnizianos cuando formulaban las explicaciones que Wolff había dado de las concepciones de su maestro. No solamente Gottsched, sino también el estético Baumgarten, el mismo Moisés Mendelssohn y, por último, Lessing, arraigaron en los libros de Wolff. En general, es Wolff el supuesto más importante y, al mismo tiempo, el más propio fundador de la «filosofía popular» alemana, como con característica expresión se designa la ilustración de esta época. Su representante más esclarecido es Mendelssohn. Por éste obtiene Lessing su cultura filosófica. Sólo al final de su carrera emprende Lessing un camino independiente. En él culmina la ilustración; pero al mismo tiempo Lessing supera este movimiento. Lo mismo puede decirse de Herder, aunque nunca llega a la severidad y rigor ideológico de Kant. Para el «ilustrado» es el hombre y su felicidad el centro de toda la meditación. Tal fue el paso decisivo que el siglo XVIII logra sobre la concepción del Universo en épocas anteriores. En esta devoción hacia la humanidad, hacia lo puramente humano, arraiga el interés predominante que se concede a toda investigación psicológica. La doctrina del alma, la doctrina empírica del espíritu es la ciencia preferida de la época. La poesía de este tiempo sigue el mismo camino, proponiéndose describir y expresar los procesos anímicos. Todo movimiento del alma es lo suficientemente importante para obtener por sí mismo la atención del hombre. Se adquiere el hábito de contemplar y analizar el yo y sus más ocultas ramificaciones. La frase de Alexander Pope, que el objeto propio de la indagación humana es el hombre mismo, caracteriza la índole de esta época. Pero por mucho que se hiciese para desentrañar el alma y sus actividades, no se pasó, en general, de un ingenuo realismo. Por una parte estaba el hombre, como espíritu, que quiere conocer el mundo y puede conocerlo; por otra parte estaba el mundo como un hecho dado. De este ingenuo realismo confiado en los sentidos, que conducen al espíritu lo «exterior», y confiado también en la experiencia interna que da a conocer al espíritu a sí mismo, sólo podía conducir un camino que desembocase en el solipsismo de Berkeley (doctrina según la cual el sujeto pensante no puede afirmar ninguna existencia salvo la suya propia) o en el escepticismo de Hume, según el cual las impresiones son lo único firme y digno de confianza, pero no son testimonios auténticos de la realidad del mundo exterior. Los ataques de Locke contra las teorías de las ideas innatas constituyen la base no sólo para Hume, sino también para el materialismo de los franceses. La Mettrie exaltó la doctrina de Locke de que toda reflexión está estrechamente unida con sensación; pero también subrayó el sensualismo que otros habían derivado de la concepción de Locke, y llegó a la hipótesis de una absoluta dependencia entre el alma y el cuerpo, pues no se encuentra ningún contenido en la vida del alma humana que no proceda de la estimulación de algún sentido. Como el sensualismo, también el materialismo fue combatido por los escoceses, así como también lo fueron las doctrinas de Berkeley y de Hume. Pero lo único que esgrimían los escoceses contra todas esas doctrinas era el sano entendimiento del hombre. De todas suertes fueron bienvenidos auxiliares para los alemanes en la lucha contra el materialismo. Wolff, apoyado en Leibniz, se contentó con distinguir entre el conocimiento por conceptos y el conocimiento por hechos, entre una ciencia apriorística nacida de la inteligencia y una ciencia a posteriori nacida de la percepción. A la índole intelectualista de la ilustración corresponde el hecho de que el conocimiento intelectual sea claro y distinto, mientras que el conocimiento empírico se considera como una representación más o menos oscura y confusa, es decir, como algo de menor valor. Justamente en este sentido supera Leibniz mismo a su propio discípulo Wolff en la obra que se publicó en 1765, mucho después de su muerte: Nouveaux essais sur l’entendement humain. La época, que estaba enamorada del intelecto, estimaba por encima de todo al hombre que disponía de gran riqueza en representaciones claras y distintas. Leibniz demostró que el verdadero patrimonio del alma está en sus profundidades inconscientes, y planteó a los hombres el problema de llevar a esas profundidades la clara luz de la conciencia. Justamente el padre de la ilustración es el que inicia aquí un reconocimiento de los elementos irracionales, que fue acogido con gran complacencia por Juan Jorge Hamann y también por Herder, y que incluso tuvo importancia en las concepciones sostenidas por Lessing posteriormente. La religión natural es el arma que se esgrime contra la fe combativa del siglo XVII. Locke propugna la tolerancia de todas las religiones. Shaftesbury, por su parte, ofrece una visión artística y estética del Universo. La armonía que admira en la belleza hállala también en el mundo entero, y por esta armonía es el mundo digno de amor y aprecio. El mundo es una obra de arte para Shaftesbury, como lo era también para Giordano Bruno, el filósofo naturalista del Renacimiento. El dios cuya actuación rastrea en este mundo es para él un artista. La religión se convierte, pues, para él en un sentirse uno con las conexiones armónicas de la realidad; mediante esta unión, la personalidad se ve exaltada y enaltecida. Sólo más tarde descubren los alemanes la grandeza de estas concepciones. Como la mayor parte de los filósofos del siglo, indagan con preferencia la utilidad que la construcción del Universo puede proporcionar al hombre. Junto a la exigencia moral desempeña la felicidad humana el papel más importante. El problema del fundamento del mal en el mundo fue dilucidado con extraordinaria finura por Leibniz y por Shaftesbury. La fórmula de Leibniz: que el mundo actual es el mejor de todos los mundos posibles, revela el optimismo de su concepción. Conviértese en el dogma de todo el siglo. El terremoto de Lisboa de 1755 hizo vacilar esta creencia optimista. Voltaire, en su novela Cándido, lanzó sus burlas contra este mundo, el mejor de los posibles, pero en el cual podían acontecer tamaños males. Los enciclopedistas, basados en su propensión materialista, llegaron hasta el ateísmo. Bayle habíase esforzado ya por demostrar hasta qué punto todas las doctrinas dogmáticas chocan con la razón. Hume demostró que la fe en que descansa toda experiencia de la vida sirve de base también a la opinión de que el conjunto del universo descansa en una creación y dirección unitaria. Mas como para él las impresiones, en oposición a las hipótesis de la fe, son lo único científicamente seguro, también en él pierde la religión natural la índole de una doctrina científica. Así, la religión fue convirtiéndose cada vez más en una convicción moral. Para el deísmo moralista fue Dios el máximo bien, el que abre al hombre el camino de la felicidad; vivir virtuosamente significa honrar a Dios; en la vida eterna, Dios concederá a la virtud el premio que no obtuviese en esta tierra. Semejante reducción del elemento religioso es quizás el carácter más significativo del movimiento de la ilustración. Voltaire lo lleva a su cúspide considerando la creencia en Dios como la base indispensable de toda vida honrada, y, por tanto, como el fundamento de todo el orden social. Por eso decía: Si Dios no existiese, habría que inventarlo. Los deístas se sentían librepensadores porque estaban en colisión con la doctrina de la revelación. En sentido racionalista despojábanse los relatos bíblicos de sus aditamentos sobrenaturales y se intentaba explicarlos de modo racional. El que más rigurosamente procedió en esto fue el amigo de Lessing, Reimarus. La religión positiva (la de los preceptos y los dogmas) era para él y para sus partidarios una simple degeneración de la verdadera religión. El mismo Lessing distinguía desde este punto de vista entre el cristianismo y la religión de Cristo. Con total ausencia de sentido histórico achacábase a los sacerdotes la culpa de semejante transformación. Hume, sin duda, revelaba una visión más profunda de la evolución de las representaciones religiosas. En sentido psicológico cultural trabajaba con el concepto de la formación de los mitos. La crítica bíblica histórica, fundada por Sembler, desarrolló las ideas de Spinoza, según el cual la Biblia debía entenderse partiendo de la época en que se compuso y del modo de ser de los que la escribieron. Spinoza preguntaba hasta qué punto en los libros del NT podían descubrirse los diferentes partidos de la primera comunidad cristiana. Lessing tomó parte en estas discusiones como editor de Reimarus. Gracias a su disposición de ánimo bastante religiosa, él no distingue entre la religión y la revelación. La historia de las religiones es para él la serie de las revelaciones de Dios; es la educación del género humano por Dios. Herder superó el racionalismo irreligioso merced a su comprensión de los poderes irracionales en la vida del espíritu. Lo que de esta base se desprendía para él en la poesía popular fue por él aplicado a la Biblia, que consideraba como un poema del pueblo, y, por tanto, como una producción de la fantasía poética. Partiendo de estas bases, abríase para él la vía de una comprensión histórica de la Biblia y de la religión en general. Los pocos éxitos cosechados por la ilustración en el campo de la religión, fueron sin embargo notables en el de la moralidad. La constante preocupación por la vida interior propia, la necesidad de sentimentalismos que llevaba el siglo a analizarse e interpretarse, planteó nuevos problemas de la moralidad y de la vida social y política. El individuo se hallaba en el primer plano del interés. Leibniz y Wolff le plantearon el problema de elevarse a la «perfección». El perfeccionamiento es grato; su contrario produce disgusto; el perfecto es, pues, feliz. El problema del hombre se concibe en sentido intelectualista. El hombre debe saber lo que le ayuda a la perfección. La ilustración del entendimiento es, pues, el problema propio planteado por la moralidad. La ilustración alemana descendió, sin embargo, hasta un enlace de lo perfecto con lo útil. Así pensaba Mendelssohn. Habíase olvidado que Leibniz, en realidad, propugnaba el despliegue del contenido vital en el individuo. Para Shaftesbury, que sigue en esto a Plotino, la apariencia exterior del hombre es la expresión de lo interno, significa la belleza en la manifestación de una ley interna. Shaftesbury está convencido de que el alma se construye su cuerpo. Partiendo de este punto de vista estético, exige que la personalidad se viva completamente. Si en la expresión estética (por ejemplo en una obra de arte) la armonía aparece como algo bello, resulta que también será bella la conducta del hombre cuando expresa una armonía espiritual. La armonía del espíritu resulta de un equilibrio entre las tendencias egoístas y las altruistas. La ética sale del mundo del conocimiento y pasa al del sentimiento. Shaftesbury aludía a la gran personalidad, al hombre virtuoso. Hutcheson, por su parte, abandona la ética del hombre excepcional y atribuye a cada uno un sentimiento natural de lo bueno, igual que de lo verdadero. Esto iba dirigido contra la teoría del egoísmo de Hobbes. Los escoceses se adhirieron a Hutcheson. Ya en el holandés Hemsterhuis, predilecto de los primeros románticos, representa el moral sense un papel muy importante. Hemsterhuis se basaba en el reconocimiento que en Rousseau y en los irracionalistas alemanes había encontrado el sentimiento. El enlace de la estética con la moral sirvió para delimitar el concepto de «sentimiento», delimitación que se había hecho apremiantemente necesaria. Hablábase, sin duda, de sensación; este término usábalo Mendelssohn para designar los estados de placer y de dolor, y constituía para él la base de la facultad aprobativa. Cuando Kant, finalmente, llevó a cabo la división de las funciones anímicas en representaciones, sentimientos, voluntad, adquirió la palabra «sentimiento» el significado que hoy le concedemos. Pero el sistema egoísta seguía teniendo fuerzas suficientes para mantener despierta una ética que ponía como criterio de la moralidad la utilidad de una acción para el prójimo. Esta doctrina se llamó utilitarismo. De ella parte Bentham, animado por el deseo de favorecer la bienandanza (felicidad) de su prójimo. Otros sacaron otras consecuencias utilitarias enlazando la teología con la doctrina moral del sistema egoísta, diciendo que lo moral encuentra su criterio en el bien del prójimo; su demostración en la ley revelada de Dios; su actuación, en la voluntad de Dios, y su realización, mediante la esperanza en la recompensa que Dios ha establecido para los que obedecen y mediante el temor de la pena para los que desobedecen. O bien en el lugar de Dios se puso el Estado, y con éste la necesidad de la vida social. En sentido utilitario, se requiere al hombre para que se someta a las leyes del Estado y de las costumbres públicas, porque de esta manera es como puede vivir más cómodamente. Mandeville, La Mettrie y Helvecio desarrollan esta opinión. Contra el utilitarismo cortesano perceptible ya en el siglo XVII, lanzaría pronto Jonathan Swift los dardos de su sátira. Hume profundizó las doctrinas morales del siglo, añadiendo a ellas el concepto de simpatía, o sea, la capacidad de sentir acorde con el bien y el mal de nuestro prójimo. No sólo en la valoración se manifiesta para él la simpatía, sino que también la actuación del hombre moral se basa en ella. La esencia del moral sense adquiere un refinamiento considerable. Adam Smith dio un paso más preguntando por la capacidad de sumergirse en el sentimiento ajeno y de sentir los motivos de la acción ajena. Al verse la simpatía colocada ante este problema, revelóse la conciencia como criterio para el juicio que el hombre falla sobre otros hombres y que éstos fallan sobre él. Y así, la convivencia de los hombres llega a ser condición primordial para las normas morales. Camínase rápidamente hacia la ciencia social. Para Hobbes, el Estado era el medio de hacer que la lucha entre los hombres resueltos a conservar su vida y sus bienes resulte sin peligro para el conjunto. Para no aniquilarse unos a otros, conciértase un pacto sobre el cual descansa el derecho público. El siglo XVIII, en total contradicción con Hobbes, introdujo la soberanía del pueblo, apoyándose en los acontecimientos políticos de la época. Locke dio la doctrina de la separación y del equilibrio de los poderes legislativo, ejecutivo (tribunales de justicia) y federativo (relaciones internacionales). Ya con su primer Tratado del gobierno civil se daba el primer paso definitivo para la justificación teórica de un régimen popular representativo. Locke dice que su propósito consiste en justificar la pacífica revolución que restauró definitivamente el gobierno parlamentario en Inglaterra. Según él, el poder proviene del consentimiento voluntario de los gobernados. Este será el tema principal de su Segundo tratado del gobierno civil. Los rasgos fundamentales del estado de naturaleza son la libertad y la igualdad. Otros son el poder paterno y el de la propiedad privada. En el estado de naturaleza de Locke no existe una guerra hobbesiana, pero algunos hombres no dejan de cometer violaciones de la ley natural. Entonces el individuo y las familias se defienden contra los transgresores o se toman la justicia por su mano. Para que esto no sea así hay que pasar a una sociedad civil, y para ello es necesario un pacto. La sociedad civil se forma mediante un acuerdo mutuo entre todos los individuos de unirse y vivir en una comunidad. Después del contrato, el individuo debe obedecer los poderes de la sociedad civil, que permiten a su gobierno emitir leyes y establecer penas de todas clases, aunque sólo «en favor del bien público». Según Locke, 1) el gobierno debe representar a todos los hombres; la soberanía es popular, 2) la propiedad privada es un derecho natural del hombre. El estado debe brillar por su ausencia siempre que sea posible, reducirse a la mínima y necesaria expresión, para que los hombres ejerciten su libertad según el criterio de cada cual. Montesquieu, en su obra Del espíritu de las leyes creó la doctrina del derecho constitucional. Le interesó sobre todo la independencia del poder judicial. El rey tenía el poder ejecutivo. Al pueblo le concedía el poder legislativo. También consideró la importancia que para la ley y las instituciones del Estado tiene la naturaleza física de un país y las propiedades morales particulares de un pueblo. A total democratismo llegó en 1762 El contrato social de Rousseau; éste quiere asegurar a toda la masa del pueblo el ejercicio de su soberanía sin grados intermedios de la transmisión de los poderes. Para Hobbes era el hombre un egoísta a quien sólo el poder del Estado podía obligar al cumplimiento del pacto político. Rousseau, en cambio, cree en la bondad natural del hombre y en el sentimiento social innato de éste. Confía en que el hombre desarrollará el contrato general no por motivos egoístas, sino poniéndose voluntariamente al servicio del conjunto. En sus dos discursos de 1750 (Discurso sobre las ciencias y las artes) y 1753 (Los orígenes de la desigualdad entre los hombres) dispara Rousseau sus ataques contra la cultura existente. El hombre es bueno y puro por naturaleza, pero en su marcha histórica se ha ido enajenando y apartando de la naturaleza. Ello comenzó cuando se creó la propiedad, la división del trabajo y la separación en clases. Comparado con esta evolución antinatural, aparece el Estado primitivo natural como una edad de oro, como un paraíso. Estas ideas se ofrecían muy favorablemente a una época sentimental que, después de excesivos deleites (como consecuencia del comercio americano), había llegado a la fatiga. Despertó la apariencia de que Rousseau quería convertir a sus contemporáneos nuevamente en salvajes. Rousseau estaba más bien convencido de que el hombre era capaz de una evolución ascendente, de que el hombre es perfectible. Pero en vista de la degeneración en que ha caído la cultura humana, debe comenzar de nuevo la Historia, y el hombre debe desprenderse de los estados sociales antinaturales y restablecer su base sana primordial. El medio para conseguirlo es la creación del Estado; también la educación, como se expone en el Emilio. Con estas exigencias, Rousseau atacó vivamente la ilustración y la concepción del ancien régime. Por dos lados, sin embargo, hubo de ser superado Rousseau. En lugar de la felicidad, considerada como el objetivo más importante y deseable del hombre, hubo de aparecer un motivo moral superior; y así, el concepto de naturaleza, que en Rousseau estaba concebido de un modo todavía imbuido en las doctrinas de la ilustración, podría interpretarse mejor y más propiamente. Ambas superaciones fueron llevadas a cabo por Alemania. Kant superó el eudemonismo (teoría moral que ve en la felicidad el bien supremo) de la ilustración y de Rousseau. Herder dio una nueva interpretación del concepto de naturaleza, interpretación que prolongó y perfeccionó Goethe. Ambos arraigan en Shaftesbury, es decir, en Plotino. Shaftesbury reconocía en el organismo natural los rasgos de un conjunto cerrado, cuyas partes se hallan en relación regular unas con otras y con el todo, quedando cada parte sometida a la misma ley que el todo. Esto procedía de Plotino y de la opinión plotínica acerca de la interioridad que se expresa en la apariencia externa hasta en sus más mínimos rasgos. Herder, acostumbrado con Shaftesbury a sondear lo estético en el mundo, descubrió ese rasgo de organismo primero en la obra de arte. También esto correspondía a las ideas de Plotino, que lucha contra la opinión de que la belleza descansa en proporción y medida, y no más bien en el hecho de que algo interior se expresa libremente en lo exterior. El paso siguiente dado por Herder fue el trasladar el concepto de organismo a la Historia. Ya Vico había aceptado en 1724 una ley natural universal de la evolución de la vida, ley que actúa en la historia de los pueblos como en la de los individuos. Herder, en la sucesión histórica del mundo y de los pueblos particulares, veía la eterna ley del nacer, madurar y perecer, y distinguió entre la edad juvenil, la edad viril y la senectud en las vías de la Historia. De esta suerte, se concedía a la Historia una evolución natural, y el curso de la humanidad presentó una faz muy distinta de la que tenía en Rousseau. Sin duda, Rousseau había reconocido al hombre la perfectibilidad; pero sólo como posibilidad ulterior de un futuro remoto. Herder lo atribuyó también al pasado. Es cierto que para él era el presente también una decadencia, como para Rousseau, si se compara con los comienzos de la Humanidad o con la evolución de los pueblos cultos en tiempos anteriores. Con Hamann estaba Herder convencido de que en los primeros grados de la cultura la poesía tenía una fuerza extraordinaria, y que, como decía Hamann, la poesía es el idioma materno de la raza humana.
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