La Inmaculada en el arte de la Iglesia de Málaga

Escultura, pintura y artes menores. Tota pulchra.

Palacio Episcopal. Málaga. Plaza del Obispo, s/n. Hasta el 9 de enero de 2005.

Esta magnífica exposición, en más de un aspecto continuación y complemento de la celebrada hace seis años en el mismo lugar con el título de El esplendor de la memoria, ofrece un apasionante recorrido por algunas de las piezas más representativas del patrimonio artístico malagueño en relación al tema de la Inmaculada Concepción de María, dogma de cuya definición por Pío IX con la bula Ineffabilis Deus se celebra el próximo 8 de diciembre el CL aniversario.

La significación e importancia de este tipo de muestras, de realización tan silenciosa como rigurosa, es lo primero que debe ponderar un comentario crítico, pues en ellas concurren tres circunstancias de alto valor político-cultural. En primer lugar, la modélica colaboración institucional entre la Junta de Andalucía y el Obispado de Málaga, que, junto con el generoso patrocinio de Unicaja, no persigue otro fin que el de conservar y difundir el patrimonio artístico-religioso de la provincia. En segundo lugar, la concienzuda tarea investigadora en torno a las obras exhibidas, acompañadas de un documentadísimo catálogo en el que un nutrido equipo de especialistas abordan con gran solvencia el estudio de aquéllas desde perspectivas historiográficas, iconográficas y estéticas. En tercer término, el espléndido montaje, el indudable atractivo de la exposición en sí misma, al que sin duda coadyuva el incomparable marco de unas salas que se cuentan entre las mejores de España.

Desde las obras que datan del siglo XVI hasta las del siglo XIX, el visitante asiste al proceso de configuración iconográfico de la Inmaculada, que puede darse por concluido en la segunda mitad del XVII. La concreción plástica de una idea tan abstracta y tan inmaterial como la ausencia de culpa original en la Virgen desde «el primer instante de su concepción», supone un indudable reto teológico que hunde sus raíces en la Edad Media, siendo el primero de los temas que se relacionan simbólicamente con la Concepción de María el llamado «árbol de Jessé», esto es, la genealogía terrenal de Cristo, que terminará siendo también la de su Madre, pues José escogió como esposa a una mujer de su mismo linaje. Prácticamente abandonado a partir de la Contrarreforma, el «árbol de Jessé» es sustituido por la llamada «Escena de los tallos», aunque va a ser la representación del abrazo de San Joaquín y Santa Ana ante la Puerta Dorada de Jerusalén, uno de los temas que mejor simbolicen el misterio que nos ocupa, y del que la muestra se hace eco con una preciosa tabla anónima procedente de Antequera, quizás cercana al círculo de seguidores de Alonso Berruguete. Una vez que Santa Ana se desliga de la figura de su esposo, irá apareciendo la denominada «Santa Ana Triple», a saber, Santa Ana, la Virgen y el Niño, que se sienta, como si estuviese sobre un trono, en el regazo de su Madre. Un espléndido ejemplar de este tipo, del retablo de Santa Bárbara de la Catedral, se caracteriza porque el centro geométrico de la imagen coincide con su centro teológico.

Pero las imágenes en las que de verdad empezará a concretarse el tema de la Virgen Tota Pulchra, es decir, de la Virgen «toda bella» que San Bernardo relaciona en el siglo XII con la esposa del Cantar de los Cantares, son aquellas en las que María, en el paso del XV al XVI, aparece con los símbolos de su prefiguración, cuyo origen está en las Letanías, esto es, en las plegarias que se le dirigen pidiendo su intercesión, y cuyo conjunto más famoso es el de las Letanías Lauretanas. Si a estos símbolos unimos las «mariologías», es decir, textos y representaciones que defienden la virginidad y la concepción inmaculada de María, extraídos asimismo del Viejo Testamento, entonces ya tendremos reunidos, como explica admirablemente la doctora Reyes Escalera, los atributos fundamentales que rodean el misterio de la Inmaculada: el sol, la luna, el huerto cerrado, la fuente, el pozo de aguas vivas, la torre de David, la torre de marfil, la puerta, el ciprés, la palmera, el rosal, el olivo, el plátano, la ciudad de Dios, la vara florida, el espejo sin mancha, la estrella del mar, la columna y el templo de Salomón y el arco iris. Progresivamente humanizada, la imagen de la Virgen Inmaculada se asienta definitivamente con Murillo en el XVII, a partir de la iconografía establecida por Pacheco en el Arte de la Pintura de 1649.

Entre las esculturas expuestas, las más notables atendiendo a su calidad estética quizá sean la Inmaculada franciscana hecha hacia 1720 por un autor anónimo flamenco, la Inmaculada atribuida a Miguel Félix de Zayas, bellísima y delicada imagen que sigue sin duda postulados debidos a Alonso Cano, la Inmaculada de Nicolás Fumo, de airosa figura, espléndido manto azul y encantador grupo de angelitos y querubines, y sobre todo la imagen de autor italiano anónimo que se conserva en la iglesia de San Pedro de Antequera, de fino modelado del rostro y extraordinaria elegancia.

Por lo que atañe a los cuadros, los hay, muy notables, anónimos, y otros firmados por, entre otros, Juan Correa, Alonso del Arco, Pedro Atanasio Bocanegra y Pedro Raxis el Joven, aunque ninguno puede rivalizar con la mejor pieza de la muestra, la deslumbrante Inmaculada de Claudio Coello que se conserva en la Catedral, un conjunto maravillosamente compuesto y que revela el conocimiento del legado pictórico barroco flamenco, y del que sobresalen una airosa y exquisita elegancia, una matizada luminosidad y una cautivadora armonía cromática deudora de una técnica propia de un gran maestro.

© Enrique Castaños Alés

Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 5 de noviembre de 2004