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Contra la cosmovisión del Poder
(Brevísimo
comentario sobre Eppur si muove, de Joaquín Ivars) Los
últimos trabajos de Joaquín Ivars, reunidos en esta exposición bajo el título
de Material de paso (0,0015), inciden sobre buena parte de las propuestas
y preocupaciones que han caracterizado su producción artística en los noventa,
a saber, la reivindicación de la vida asimétrica como una de las
manifestaciones de la disidencia, el fluir de la existencia entendido como un
ritmo intermitente y discontinuo, la noción de decimalidad aplicada al ser
humano en cuanto ser intrínsecamente incompleto y proyectual, el rechazo de la
Unidad y de la violencia del lenguaje binario para dar una explicación
satisfactoria del cosmos, la noción de límite como un territorio borroso e
indeterminado, que más que dársenos hecho es algo que se piensa, se vive, se
construye, se navega por él y se pliega uno en él, la infinita complejidad de
lo real y la estulticia y esterilidad de la hiperespecialización para
analizarlo y desentrañarlo, la consideración del arte como modo de
conocimiento, como una metaherramienta que nos permite más que cualquier otra
intentar desvelar los secretos del mundo, la recuperación, en fin, de la
intuición como método valioso en la inacabable tarea del artista. Pero ahora,
sin embargo, estas preocupaciones, desarrolladas ampliamente en la muestra en
una decena de obras, son expresadas por primera vez en muchos años sin recurrir
Ivars a esa herramienta dúctil y porosa que tanto ha usado en trabajos
anteriores: el segmento, la línea discontinua. Dos viejos materiales conocidos
del artista, se imponen en esta ocasión, con toda su específica estructura
gramatical, sus posibilidades expresivas y connotaciones simbólicas: la luz y
el espejo. Buen
ejemplo de lo que decimos es la videoinstalación titulada Eppur si muove
(2000). Su descripción es relativamente sencilla, pero su significado complejo.
Una fila de diez espejos de parecido tamaño y forma irregular se dispone a
derecha e izquierda de una sala rectangular, colocados a la misma altura y
equidistantes unos de otros. Cada espejo recibe a su vez iluminación
intermitente de un foco dorado unido a una corriente alterna cuya velocidad de
secuencia puede ser regulada por el visitante ocasional desde sendos paneles
situados delante de cada una de las filas de espejos. Al fondo de la sala,
enmarcando y cerrando por ese lado ambas filas de espejos, pueden verse
proyectadas sobre una pantalla imágenes correspondientes a uno de los más
espectaculares números musicales en el agua de la película Escuela de
sirenas (Bathing Beauty, George Sidney, 1944), acompañadas del
sonido del vals El Danubio azul, de Strauss, alternadas con el sonido e
imágenes en movimiento del mar, de menor duración temporal que las de la
citada película. Nos
hallamos, pues, ante una obra de composición barroca y semántica polisémica.
Una de las claves para interpretarla nos la proporciona la regular alternancia
de imágenes proyectadas sobre la pantalla: de un lado, la soberbia coreografía
del ballet acuático diseñada por John Murray Anderson para mejor lucimiento de
la espléndida Esther Williams, espectáculo grandioso que, acompañado de las
maravillosas notas musicales de Strauss, le sirve a Ivars para ofrecernos una
metáfora del Poder, con su portentoso despliegue de medios, su seductora
cadencia rítmica, tan regular, ordenada y geométrica (también Platón concibió
a Dios como geómetra del universo), su cautivante música engañosa, que
obnubila la razón; de otro lado, el monótono rompimiento de las olas del mar,
símbolo del caos y de la vida primordial, asimétrico, azaroso, indeterminado,
que precisamente por aparecer siempre en la pantalla inmediatamente después de
la secuencia imperial producida por la industria hollywoodense, podría
interpretarse como si acabara también siempre tragándose a ésta, devorándola,
engulléndola, haciendo constar su insignificancia y superficial grandeza frente
a la naturaleza y al ciclo discontinuo de la vida que se renueva sin cesar. Asimismo,
ambas filas de espejos, evocando un dromos, o, más exactamente, la nave
de una iglesia barroca cuya perspectiva conduce la visión del espectador hacia
el altar mayor situado al fondo, también presentan una calculada y simétrica
regularidad, aunque quebrantada y transgredida de un modo sutil. De una parte,
los espejos son irregulares, son fragmentos. Refiriéndose a la instalación Arista
4/4, realizada por Ivars para Arco’97, Inmaculada Cunill ha dicho que,
desde un punto de vista semántico, «el espejo propone una multiplicidad de
mundos y su fragmentación (pues sólo puede reflejarse parte de la realidad).
El espejo es, en resumen, un artefacto de carácter mediológico que incide más
en el proceso pragmático, en la presencia del espectador, y menos en el carácter
representacional». El conocimiento de la realidad siempre es incompleto, un
proceso inacabado que nunca termina de consumarse. Cuando nos vemos reflejados
en esos espejos, también observamos sólo una parte de nosotros mismos, un
fragmento de nuestra totalidad. Complementando este «material de paso» que es
el espejo, Ivars dispone otro, la luz, una luz intermitente y discontinua cuya
velocidad de frecuencia puede ser regulada a voluntad. La luz, símbolo
universal de conocimiento, nos remite aquí con su intermitencia a una
estrategia discontinua de aproximación a la realidad, a una dialéctica
esquizoide pero enriquecedora frente al pensamiento único y el oneroso mito de
la Unidad. Sólo desde la alternancia entre la indeterminación-determinación,
entre la indefinición-definición, sólo desde la simultánea multiplicidad de
puntos de vista, parece decirnos Ivars, nos resulta posible comprender y
construir la realidad. Dos
postreras observaciones. La primera, que cuando Ivars titula su obra con las
mismas palabras que se le atribuyen al viejo Galileo al abandonar el estrado del
tribunal que lo había obligado a retractarse públicamente de su creencia en la
teoría heliocéntrica, nos está lanzando señales de su íntimo
convencimiento, a pesar de la opinión generalizada en contra, de la fecundidad
que encierra su método y su tesis sobre el funcionamiento y la comprensión del
mundo. La segunda, es una mera curiosidad que no deja de tener su pizca de ironía.
Quizás Ivars no lo sepa, pero el crítico cinematográfico uruguayo Álvaro
Sanjurjo, apoyado en las informaciones suministradas por el contador también
uruguayo Julio Lista, demostró hace años en una investigación que Fidel
Castro, paradigma actual en tantos sentidos del despotismo y del carácter unívoco
del Poder, actuó como extra en el rodaje de Bathing Beauty, aunque
misteriosamente la escena haya desaparecido de la versión en vídeo. ©Enrique Castaños Alés Publicado originalmente en el catálogo de la exposición de Joaquín Ivars que, con el título de Material de paso, se celebró entre el 26 de octubre y el 26 de noviembre de 2000 en el Museo Municipal de Málaga |