La pintura de vanguardia en Málaga durante la segunda mitad del siglo veinte

ENRIQUE  CASTAÑOS  ALÉS

 Publicado originalmente por la Fundación Picasso-Ayuntamiento de Málaga (1997)

Índice

Prefacio

  1. Consideraciones metodológicas.

  2. Breve introducción histórica. La situación socio-económica, la cultura artística y el mercado de arte contemporáneo en Málaga durante la segunda mitad del siglo veinte.

  3. La inexactamente llamada «generación del cincuenta». Jorge Lindell Stefan   * Brinkmann Peinado Barbadillo Chicano   * Ruano  Hernández *   AlbercaBornoyPepa CaballeroDíaz OlivaBéjar

  4. Carlos Durán y la neofiguración de los setenta y primera mitad de los ochenta.  Carlos Durán * Gabriel Padilla * Seguiri * Bola Barrionuevo * Daniel Muriel * Chema Tato * Joaquín de Molina * Díaz Pardo * Antonio Herraiz

  5. Los años ochenta. La generación del periodo de consolidación de las libertades.  Diego Santos * Agustín Parejo School * Rogelio López Cuenca  * Juan Antonio López Cuenca * Jorge Dragón * Benito Lozano * Alvarado * Paco Aguilar * Queipo * Sebastián Navas * Plácido Romero * Chema Lumbreras * Isabel Garnelo * José Mª Córdoba  * Titi Pedroche * Margaret Harris

  6. Los años noventa: los artistas de una generación reflexiva. Ivars * Jesús Marín * Óscar Pérez * Pablo Alonso Herraiz * Luis Navarro * Joaquín Gallego * Fernando Robles * Fernando de la Rosa     

 

 PREFACIO

El presente texto tiene su origen en un curso sobre patrimonio histórico-artístico de Málaga y su provincia, organizado en abril de 1996, dentro siempre del ámbito de nuestra ciudad, por el Colegio de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras y Ciencias, en colaboración con el Departamento de Historia del Arte de la Universidad y los Gabinetes Pedagógicos de Bellas Artes de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía. La ponencia que se me encargó, un resumen de la pintura del siglo veinte en Málaga, no sólo sufrió, en cuanto a la materia y segmento cronológico estudiado, una modificación importante una vez la hube aceptado, según explico con detalle y trato de justificar en las primeras páginas de mi trabajo, sino que a medida que iba siendo redactada fue poco a poco adquiriendo unas proporciones que acabaron por desbordar el propósito inicialmente previsto, esto es, una lección de tres horas para dar en el citado curso. Sin embargo, aunque creo haber consultado la bibliografía más relevante disponible sobre el tema, ciertamente desigual en lo que atañe a su contenido y muy escasa, y a pesar de que en la mayoría de los casos he llevado a cabo un arduo trabajo de campo por los estudios y talleres de los autores considerados, mi escrito no pretende ser otra cosa que un breve ensayo introductorio acerca de lo que ha sido la aportación que desde Málaga se ha hecho a la pintura contemporánea en las últimas cuatro décadas. Además de intentar fijar algunos criterios de método que me parecen indispensables para abordar semejante tarea, primordialmente los que se refieren a si puede hablarse de pintura malagueña contemporánea o de una escuela de Málaga de pintura de vanguardia, la pertenencia generacional de los artistas, la variada taxonomía estilística de sus diferentes lenguajes y propuestas, su conexión con las corrientes nacionales e internacionales y la aproximación real, en ningún caso literaria, a sus principales intereses y preocupaciones estéticas, también he creído necesario clarificar un panorama hasta ahora confuso, desprovisto de estudios de conjunto rigurosos y científicos, y en el que desgraciadamente se mezclaban artistas con una producción digna y estimable con otros cuyas innovaciones plásticas son nulas o de un valor muy secundario. El resultado, así al menos espero haberlo conseguido, es un documento que sirva de punto de partida, entre los sectores interesados en la ciudad, para la discusión teórica de los problemas, auténticos logros y limitaciones  que han afectado a un buen número de sus creadores durante el periodo investigado. Este debate, imprescindible si de verdad queremos sacudirnos el localismo que nos atenaza, estoy seguro se verá acrecentado por la arriesgada inclusión en estas páginas de artistas jóvenes surgidos a partir de la segunda mitad de los ochenta y primeros noventa, cuya trayectoria es todavía reducida pero que, a mi juicio, han realizado ya una obra merecedora de atención y, sobre todo, han introducido serios elementos de reflexión en la actual encrucijada que atraviesa la pintura y el arte en general en este fin de milenio.

He preferido conservar la redacción inicial de los primeros folios del manuscrito, tal como fueron leídos ante el auditorio asistente al curso, manteniendo así la naturaleza de su nacimiento.

Quiero agradecer, en primer lugar y muy especialmente a la Dra. Rosario Camacho, catedrática y directora del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Málaga, la confianza depositada en mi persona al invitarme participar en el curso, así como a la Fundación Picasso de Málaga, no sólo por su generoso ofrecimiento en publicar el texto acompañado de un número representativo de obras fotografiadas en color, sino también por la eficaz  y desinteresada colaboración de los funcionarios que en ella trabajan. No puedo concluir estas líneas, en último lugar, sin manifestar también mi reconocimiento a los pintores con quienes he mantenido prolongadas conversaciones y que me han facilitado cuanta información  precisaba para culminar la tarea que el lector tiene en sus manos.

Málaga, 2 de mayo de 1996

 

Lo que me interesa en el arte no son los aspectos técnicos, sino sus

implicaciones filosóficas, lo que el arte añade al conocimiento de la realidad.

Manuel Barbadillo

 

El arte es una enfermedad, un estado del espíritu.

Jesús Marín Clavijo

 

Es ahora, una vez que hemos comenzado a asumir la complejidad del legado de la

vanguardia histórica, cuando de verdad empieza el arte.

Joaquín Ivars

 

 

  1. Consideraciones metodológicas.

1ª. Tanto el soporte como las técnicas aquí consideradas serán las tradicionales en el arte de la pintura de nuestro siglo, esto es, óleo, acrílico, collage y diversas técnicas mixtas sobre lienzo, madera, cartón, papel, vidrio, material sintético o una superficie de metal. Ello supone una limitación importante, pues el concepto de lo que hoy puede entenderse por pintura no tiene casi nada que ver con lo que gran parte de la historiografía académica sigue aún entendiendo por tal. La tradicional división de las artes y de los géneros pictóricos ya fue violentamente dinamitada por la vanguardia histórica del primer tercio de siglo, aunque todavía los historiadores continúen usando taxonomías más apropiadas para los estilos y productos de las épocas clásicas que para los correspondientes al arte de nuestro siglo. Cuando, por poner un ejemplo, Sol LeWitt realiza una gran composición con grafito sobre un muro, expresamente concebida para una determinada muestra de su obra reciente, está haciendo pintura. Cuando, por poner otro ejemplo relacionado con el tema que nos ocupa, el artista malagueño Joaquín Ivars pega, sobre el suelo y la pared, segmentos de cinta adhesiva de color negro, también está haciendo pintura, a pesar de tan radical alteración de lo que solemos entender por soporte y del nuevo concepto de espacio resultante. Sin embargo, me ceñiré aquí, siempre que me sea posible, a lo ya anunciado.

2ª. Las tendencias artísticas y las propuestas de que trataremos, los autores y las piezas aquí seleccionadas, pertenecerán a corrientes estéticas en mayor o en menor grado vinculadas con la neovanguardia española e internacional y, en general, con el espíritu de innovación que presidió la vanguardia histórica del primer tercio de siglo en el arte de occidente, esto es, las de algún modo comprometidas con la contemporaneidad artística, aun reconociendo la escasa aportación malagueña, desde presupuestos de una verdadera significación, a la renovación de los lenguajes artísticos contemporáneos [i]      —durante los últimos quince años, sin embargo, bien es verdad que han aparecido algunos nombres, muy pocos, que, aun cuando todavía sea pronto para evaluar el peso real de su contribución, debido sobre todo a razones de edad y a que se encuentran en el inicio o con muy pocos años recorridos de trayectoria artística, sí pueden equipararse, cuanto menos, a muchos otros del resto de España que, por haber estado mejor promocionados y estar presentes en algunas importantes colecciones públicas y privadas, gozan ya de un prestigio considerable.

3ª. Dado el tiempo de que dispongo, he creído necesario acotar cronológicamente la materia de la que voy a ocuparme, y así me referiré únicamente al período comprendido entre mediados de la década de los cincuenta y la actualidad. Considerar aquí, de otro lado, a los pintores   malagueños del período de la vanguardia histórica (1920-1936)    —en especial Darío Carmona, José Moreno Villa, Joaquín Peinado y Alfonso Ponce de León [ii]—, presentaría además algunos problemas de método, incluso en el caso de haberme decidido por tratar todo el periodo en un principio sugerido. Entre ellos, en absoluto despreciable, el hecho de que la mayoría de estos autores abandonan muy jóvenes su ciudad natal y realizan casi la totalidad de su producción adulta fuera de ella, bien en Madrid o incluso allende las fronteras nacionales. La repercusión que tuvo en Málaga el llamado “arte nuevo”, fue, según  hemos ya anunciado, muy escasa. Incluso la creación de la revista Litoral  (activa desde noviembre de 1926 hasta 1929 y, sin ninguna duda, la principal aportación que desde Málaga se hace al espíritu de las ideas de vanguardia [iii]), pasa bastante desapercibida para la inmensa mayoría de artistas locales, y eso que sus páginas se ilustran con obras de destacados autores de la vanguardia del momento, sobre todo de la corriente surrealista [iv] (el propio Dalí, colaborador de Litoral, pasa junto con Gala parte del verano de 1930 en Torremolinos [v]).

4ª. Sólo me referiré a aquellos artistas que realizan o hayan realizado el conjunto  o una parte primordial de su trabajo en Málaga, con independencia de su lugar de nacimiento.

 

 

  1. Breve introducción histórica. La situación socio-económica, la cultura artística y el mercado de arte contemporáneo  en Málaga durante la segunda mitad del siglo veinte.

El profesor Juan Antonio Lacomba ha trazado recientemente las líneas maestras de la historia política y socio-económica de Málaga desde el fin de la guerra civil hasta el referéndum en que se aprueba la Constitución de 1978 [vi]. Sobre el período 1940-1960, esto es, el que va de la autarquía al comienzo del desarrollo, dice así el mencionado historiador:

Tras la guerra civil, una sociedad empobrecida, hambrienta y rota comienza el penoso camino de la recuperación, en un país arrasado por la contienda. Se instaura una política de autarquía económica que, llegada a un punto insostenible, debe abandonarse, dando paso a la liberación. Todo ello bajo un régimen político autoritario y paternalista (ciertamente, dictatorial), con un partido único, poderes fácticos, estraperlo y especulación; sin libertades de ningún tipo. En este contexto, emprende Málaga su difícil recuperación.

A pesar de ello, la población malagueña, tanto en la provincia como en la capital, no deja de crecer en estos años. Por referirnos sólo a la capital, ésta pasa de 238.085 habitantes en 1940 a 276.222 en 1950 y algo más de 300.000 en 1960 [vii]. La emigración, todavía muy reducida en la década de los cuarenta (12.000 emigrantes netos), se aproxima a las 75.000 personas en los cincuenta. Sobre este último decenio dice, asimismo, Lacomba:

A partir de los cincuenta se va afirmando la configuración de una economía dual en el ámbito malagueño: un sector moderno y progresivo, el turismo, y otro tradicional y regresivo, la agricultura y el mundo campesino.

El fin de la década asiste al inicio del boom turístico y, con ello, al enorme desarrollo del sector de la construcción y a un desordenado crecimiento urbanístico. El siguiente periodo, 1960-1975, esto es, desde el comienzo del “desarrollismo” hasta la muerte del general Franco, es resumido así por el mismo historiador:

En este período el país vive su etapa “desarrollista”, en la que, paradójicamente, se da un crecimiento sin desarrollo; se quiebra, en 1972-73, con la irrupción de la llamada “crisis del petróleo”, y culmina todo el proceso en 1975 con la muerte de Franco, que abre la “transición democrática”. En Málaga, esta fase de su historia viene marcada por la presencia de dos aspectos primordiales: de un lado, la recesión económica de los setenta, tras el crecimiento experimentado en la década anterior; de otro, la consolidación de la “dualidad demográfica malagueña”, por el contraste entre el proceso de vaciamiento poblacional del interior y el intenso poblamiento del litoral de la Costa del Sol.

Desde 1975 hasta el momento actual, pueden distinguirse en Málaga, como en el resto de España, dos periodos netamente diferenciados: el primero, de 1975 a 1982, correspondiente a lo que se ha venido en llamar la  “transición democrática”, y el que transcurre desde octubre de 1982 hasta el presente, dominado por los sucesivos gobiernos socialistas. La economía malagueña durante estos años viene marcada por el continuado crecimiento del índice de desempleo, el progresivo desmantelamiento del tejido industrial (si bien desde principios de los noventa puede hablarse de una tímida recuperación con la creación del Parque Tecnológico de Andalucía) y la mejora de la infraestructura de la red viaria, concretada sobre todo en la construcción de nuevas autovías.

En cuanto al ámbito de la cultura, en el que me circunscribiré casi exclusivamente al campo específico de las artes plásticas, debo empezar subrayando que Málaga, durante la segunda mitad del siglo XX, no sólo no ha sido una potencia artística en el conjunto del Estado, sino que incluso el balance ofrecido en estos años (tanto en productos estéticos de vanguardia, en infraestructuras y espacios para exposiciones, en el alumbramiento de estudiosos y críticos comprometidos con los nuevos lenguajes, en la aparición de un coleccionismo institucional y privado,  y, en íntima relación con éste,  en la articulación de un mercado local de arte contemporáneo) queda muy por debajo de su potencial demográfico y económico, por muy desigual y poco firme que pueda considerarse éste último.

Es bien sabido [viii] que la pintura y escultura malagueñas de las dos últimas centurias ha sido, no sólo casi excluyentemente de corte académico, naturalista y costumbrista, sino en general de una factura mediocre, como corresponde al dudoso gusto estético de ciertas capas acomodadas de la población de esta ciudad que ni siquiera pueden ser llamadas burguesas, pues, salvo contadísimas excepciones, sería una inexactitud socio-histórica. Este fenómeno, por otro lado habitual en la práctica totalidad de las provincias españolas, se ha debido al concurso de diversas circunstancias: pobreza cultural de la ciudad, ausencia de una crítica de arte rigurosa y científica, escasísima educación artística de la pretendida burguesía malagueña, apenas conectada con el mundo exterior de la alta cultura, de igual modo que la casi generalidad de artistas del período aludido no tenían ninguna relación con las corrientes estéticas y los movimientos artísticos de vanguardia internacionales. En el caso de Málaga, además, los efectos originados por este estado de cosas (y que la privaban paulatinamente de una tradición consustancial a la adquisición de hábitos de compra y de mecenazgo artístico de obras y creadores de vanguardia) resultan tanto más irritantes cuanto que la dinámica mercantil e industrial de los decenios centrales del siglo XIX, aunque truncada poco tiempo después, terminó siendo desaprovechada en múltiples sentidos, el menor de los cuales no fue la dotación para la ciudad de una mínima infraestructura cultural (la creación del Museo Provincial de Bellas Artes se produce muy entrado ya el siglo veinte), por no hablar del nulo interés por las propuestas más avanzadas que se estaban desarrollando en países con los que se mantenían estrechos vínculos comerciales. Me aventuro a sugerir que, ya en nuestro siglo, el empuje y radicalismo del movimiento obrero malagueño hasta la guerra civil de 1936, tiene mucho que ver en el comportamiento defensivo y mezquino de la burguesía local, cerrada a cualquier intento de ruptura, aun moderado, con el esclerotizado paisaje artístico de la ciudad. A partir de la década de los cuarenta, esa misma burguesía, aún más reaccionaria como correspondía a la situación originada por el establecimiento manu militari de un régimen político antidemocrático y nacional-católico, persistió en sus hábitos compradores caducos, dirigiéndose la demanda hacia formas ramplonas, temas costumbristas y cuadros de dudosa factura pseudoimpresionista, rechazando las tímidas nuevas experiencias surgidas en el ambiente local (y, por supuesto, las gestadas más allá de las fronteras provinciales) en la década de los cincuenta. A mediados y finales de estos años el mercado de arte en Málaga es muy precario  (el de arte contemporáneo, por supuesto, no existe), la ciudad dispone de una sala de exposiciones que funcione con regularidad, la bibliografía sobre la vanguardia posterior al impresionismo era desconocida y la única oportunidad que tenían los jóvenes creadores de mostrar sus productos era a través de una convocatoria anual organizada por el sindicato vertical franquista. Los tan traídos dos grupos de jóvenes pintores que se forman en Málaga durante los cincuenta, la llamada “Peña Montmartre” (1954) y el “Grupo Picasso” (1957)   —el segundo, en realidad, una escisión del primero, que se consuma y cambia de nombre a raíz de la visita de una parte de sus componentes a Pablo Picasso—, no sólo van a ser muy efímeros, sino que están desarticulados y carecen de cualquier proyecto artístico serio. La inmensa mayoría de sus miembros, después de la visita a Picasso y de la posterior estancia en París del pequeño grupo que emprende el viaje a Francia, seguirán haciendo el mismo tipo de pintura provinciana y ajena por completo a los presupuestos estéticos de la vanguardia internacional [ix]. Con todo, antes de 1960, ya hay varios artistas en Málaga (Jorge Lindell, Stefan, Enrique Brinkmann) que comienzan a interesarse por las nuevas tendencias, siendo también su cultura artística en parte superior a la de muchos de sus otros compañeros del entorno local.

Hay que esperar a la década de los setenta para vislumbrar la materialización efectiva de algunos proyectos culturales de interés en relación con las artes plásticas. Lo más significativo durante la primera mitad de esos años  (si bien es justo reconocer que ya desde principios de los sesenta se programaron interesantes exposiciones en la sala de la Casa de la Cultura, dirigida por José Mercado)  es la fundación del Ateneo en diciembre de 1969  (su vocalía de artes plásticas, llevada entonces por el pintor Eugenio Chicano, va a desempeñar una importante función de difusión de las artes visuales contemporáneas entre quienes asistían a las múltiples actividades que la vocalía organizaba),  la creación de la Universidad de Málaga en agosto de 1972, el comienzo de la Semana Internacional de Cine de Autor de Benalmádena, dirigida por Julio Diamante, la creación de la sala de exposiciones de la Diputación Provincial  (dirigida por Miguel Alcobendas y en la que veríamos, a lo largo del decenio, individuales de escasa aceptación de destacados creadores de la vanguardia abstracto-geométrica, como Yturralde, Elena Asins y Manuel Barbadillo ) y la apertura de la galería La Mandrágora, desgraciadamente clausurada muy pronto, en 1973. Entre los años 1969 y 1971 también desarrolla una notable actividad el taller de grabado Gibralfaro,   fundado y dirigido por Eugenio Chicano y Manuel Jurado Morales.

Al año siguiente de aprobarse la Constitución de 1978, esto es, en plena transición democrática, se ponen en marcha tres iniciativas que aportarán un renovado impulso a la vida artística local. La primera de ellas es la creación, en diciembre de 1978, aunque comienza sus actividades a principios de 1979, del Colectivo Palmo, cuyos miembros fundadores fueron Manuel Barbadillo, Enrique Brinkmann, Pepa Caballero, José Díaz Oliva, José Faría, Juan Fernández Béjar, Ramón Gil, Antonio Jiménez, Jorge Lindell, Jesús Martínez Labrador, Pedro Maruna, José Miralles, Dámaso Ruano  y Stefan  von Reiswitz. Gracias a la cesión de Francisco Puche, el Colectivo dispondrá de un pequeño pero acogedor espacio en la primera planta de la librería Prometeo, en la calle Puerta de Buenaventura, junto a la plaza del Teatro. Desde el primer momento, Palmo  nace con absoluta vocación de independencia respecto al poder constituido y a cualquier partido o asociación política, así como con un espíritu profundamente democrático en su esquema de funcionamiento y programa de actuaciones. Prueba de ello es que el Colectivo se preocupará de conseguir desde el principio la autofinanciación, para lo que inicia una campaña de captación de socios suscriptores, potenciales compradores de la obra gráfica que edita, que logró culminar el número deseado, más de ciento cincuenta. Por la sala de exposiciones de Palmo  pudieron verse obras recientes de Eusebio Sempere, Elena Asins, Roberto Capa  y grabados de Antoni Tàpies. Entre la obra gráfica editada, conviene destacar la de Antonio Saura, J. Hernández  Pijuan, José Guinovart, Luis Gordillo, Mitsuo Miura  y Eva Lootz. De otro lado, el taller de grabado del Colectivo, dirigido por Jorge Lindell, mantuvo una incesante actividad. También se creó un premio de pintura, dotado con cincuenta mil pesetas, y con periodicidad anual. En 1985, Palmo  traslada su sede a un nuevo local cedido por el Ayuntamiento en la calle Alcazabilla, aunque con limitaciones de espacio y poco adecuadas condiciones para las exposiciones periódicas. Las personas que se incorporan al Colectivo a partir de 1981 y hasta su definitiva desaparición en 1987, Alfonso Serrano, José Seguí, José Manuel Cabra de Luna [x], los hermanos Ponce, Elena Laverón, Antonio Abad  y Eugenio Carmona, asisten ya a un progresivo deterioro del espíritu fundacional. Con todo, Palmo  fue una experiencia importante en la ciudad, y ello por dos razones básicas: de un lado, aglutinó a algunos de los mejores artistas plásticos locales del momento, sinceramente preocupados por renovar el caduco aire artístico que se respiraba en la ciudad, objetivo alcanzado sólo en parte; de otro, transmitió a las generaciones posteriores   —otra cosa es que el predominio individualista y competitivo de los ochenta haya lastrado y neutralizado esa herencia—, a pesar de las equivocaciones y debilidad de cohesión, un cierto caudal de enseñanza asociativa y un útil punto de partida en el que fundamentar, por supuesto que convenientemente depuradas, futuras actuaciones conjuntas de similar naturaleza.

También en 1979, un miembro de Palmo, el maestro grabador José Faría, funda el taller de grabado y ediciones Gravura, formando colectivo más adelante con el grabador y pintor Paco Aguilar. En 1981, Gravura se traslada a su sede actual, en calle Coronel, donde Paco Aguilar  prosigue una firme labor en solitario en la ciudad, además de que, desde hace varias temporadas, el taller organiza constantes individuales y colectivas de obra sobre todo en papel, junto a numerosos cursos de iniciación al grabado calcográfico.

En tercer lugar, 1979 es, asimismo, el año en que un grupo de jóvenes pintores, José Bonilla, Rafael Carmona, Francisco Santana, Diego Santos  y Alfonso Serrano, fundan el taller 7/10 de grabado, sito en calle Beatas, al que posteriormente se incorpora Manuel Jurado Morales. Muy pronto, en 1980, Bonilla  abandona 7/10, mientras que Alfonso Serrano  lo deja en 1981, para entrar en Palmo. Al igual que éste último, puede decirse que 7/10 mantuvo desde su fundación una escrupulosa independencia, alcanzando autofinanciarse gracias a unos setenta suscriptores. Las carpetas que edita el taller son Matiz (1979-80, con un grabado de cada miembro del grupo fundacional), Horadar (1980, con dos grabados de cada uno de los miembros fundadores), 81 (1981, con un grabado de Enrique Brinkmann, José Caballero, Rafael Carmona, Gerardo Delgado, José Ignacio Díaz Pardo , Carmen Laffón , Felipe Orlando, Francisco Peinado, Francisco Santana, Diego Santos, Alfonso Serrano  y José Ramón Sierra) y Silencioso Eros (con dos piezas de Carmona, Morales  y Santana). En 1981, el taller organiza una interesante exposición de grabadores españoles contemporáneos en el Colegio de Arquitectos de Málaga. Ese mismo año 7/10, en colaboración con Palmo  (aunque habría que subrayar la estrecha dedicación de Jorge Lindell ), organiza en la Alcazaba malagueña el I Congreso de Grabadores Andaluces, donde se exponen más de setenta obras y participan las galerías madrileñas Juana Mordó  y Grupo 15, y las sevillanas Juana de Aizpuru  e Imagen Múltiple. Al cabo de casi trece años de su cierre definitivo, en 1983, podemos afirmar que 7/10 fue un taller de investigación y difusión de obra gráfica         —desde 1981, Carmona , Morales  y Santana  impartirán regularmente clases de grabado—   que jugó un claro y positivo papel dinamizador de la vida artística malagueña.

Ya en los ochenta, como acontecimientos más significativos en relación a la plástica contemporánea en la ciudad, debemos señalar la gestión de Andrés García Cubo , durante las temporadas 1984-85 y 1985-86, en la sala de exposiciones de la Diputación  Provincial; la apertura en 1983 de la galería del Colegio de Arquitectos   —dirigida durante los diez años siguientes por Tecla Lumbreras  y en la que van a sucederse sin interrupción muestras individuales y colectivas, acciones, performances y actividades de todo tipo de artistas de vanguardia españoles y extranjeros, además de prestársele una atención ininterrumpida a los jóvenes creadores malagueños—; la puesta en marcha, en 1988,  de la Fundación Picasso   —vinculada al Ayuntamiento y dirigida desde el principio por el pintor Eugenio Chicano, y en la que debemos destacar la creación de una Beca Picasso con periodicidad anual y dotada en la actualidad con tres millones de pesetas, la ingente tarea de ejecución de miles de diapositivas de la producción picassiana, así como la creación de un importante fondo bibliográfico sobre el artista y numerosos autores y movimientos de la plástica de nuestro siglo [xi]), la nueva etapa, desde 1987-1988, de las salas de la Sociedad Económica de Amigos del País, dirigidas con acierto por Mariluz Reguero, y la apertura, también a finales de la década, de la galería Carmen de Julián  y de la galería Pedro Pizarro, que apostó desde su inauguración por propuestas arriesgadas.

En lo que atañe a la primera mitad de los noventa, merece señalarse el cierre de los dos espacios privados que acabamos de citar, débilmente compensado con la apertura de la galería Alfredo Viñas , única privada que en la actualidad funciona en Málaga en apoyo de las nuevas tendencias, la rehabilitación, a cargo del presupuesto de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, del Palacio Episcopal    —dotado de unas modernas y exigentes salas de exposiciones, si bien carecen de programación propia, ya que dependen del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo—, la adquisición de la llamada Biblioteca Aizenman, según los expertos la más valiosa y completa colección de libros sobre Picasso  disponible en esas fechas en el mercado, y, en último lugar, el inicio de unas discretísimas negociaciones entre la Consejería de Cultura y Christine Picasso, a fin de mostrar de manera permanente en Málaga el núcleo principal de su colección de obras del genial artista, para la que el organismo autonómico quiere crear expresamente un Museo Picasso, casi con toda probabilidad ubicado en el palacio renacentista de los condes de Buenavista, sede hoy día  del Museo Provincial de Bellas Artes.

En el momento de redactar estas líneas, el apoyo institucional y privado a las artes plásticas en Málaga resulta todavía insuficiente. No por haber sido repetidas hasta la saciedad, pueden dejar de mencionarse las, a todas luces,  tres carencias fundamentales. En primer lugar, la falta de una adecuada infraestructura donde celebrar exposiciones temporales, con regularidad y con una programación conectada a los nuevos lenguajes  y coherente. En este sentido, la deficiencia es considerable por lo que respecta a las instituciones públicas locales, Ayuntamiento, Diputación y Universidad. En segundo lugar, la indiferencia de los medios de comunicación por la única crítica de arte que conozco, esto es, la que se hace desde el conocimiento de la disciplina tratada, el rigor y la independencia intelectual. En tercer lugar, la casi total ausencia de un mercado local de arte contemporáneo, y, por tanto, de coleccionistas [xii], aspecto íntimamente relacionado con uno de los principales males endémicos de la ciudad: la falta de una burguesía industrial o, si se quiere, de una clase empresarial dinámica y emprendedora, culta e ilustrada. En este tema, de otro lado, la cicatería (debida en gran parte a razones de pura ignorancia) de los responsables políticos de las instituciones malagueñas es evidente [xiii].

  

 

  1. La inexactamente llamada ‘generación del 50’.

En un texto escrito a finales de 1992 ya sugerí, frente a la opinión de algunos autores,  que no puede hablarse de una escuela malagueña de pintura de vanguardia [xiv]. Los pocos pintores malagueños  que en la segunda mitad de los cincuenta se abren tímidamente a las corrientes artísticas internacionales, ni presentan unas características de estilo comunes y más o menos homogéneas, ni tampoco puede decirse que establezcan una sólida conexión entre ellos respecto a la discusión de problemas teóricos. Aunque, como en todas las ciudades relativamente pequeñas, surjan lazos personales y de amistad más o menos fuertes entre algunos de ellos, cada uno mantiene su propia individualidad y distanciamiento estilístico frente a sus colegas. Otra cosa es que el indiscutido prestigio de Enrique Brinkmann , el primero en definir una poética próxima a la figuración fantástica, dejase sentir su influencia a partir de finales de los sesenta, acrecentada durante toda la década siguiente. De otro lado, la única razón de método que nos lleva a agrupar a estos artistas bajo la denominación que encabeza este apartado [xv], ya ha sido indirectamente señalada: es en la segunda mitad de los cincuenta cuando sus poéticas rompen más o menos decididamente con el fosilizado paisaje pictórico local, dejándose contaminar por los movimientos de vanguardia y de neovanguardia. Estos, en realidad, hasta la irrupción de la figuración madrileña a través de Carlos Durán  en la segunda mitad de los setenta, se reducen a cinco o seis muy característicos: el informalismo abstracto (el primer Barbadillo  y Jorge Lindell ), la neofiguración informal y expresionista (Brinkmann ), la abstracción geométrica (Barbadillo ), la abstracción (Dámaso Ruano ), la pintura cibernética y el arte tecnológico (Barbadillo ), la figuración fantástica, el neosurrealismo y el neodadaísmo (Brinkmann , Peinado  y Stefan ) y, por último, el pop y lo que Aguilera Cerni  bautizó como Crónica de la Realidad (Chicano) [xvi].

Obra de Jorge LindellLos primeros nombres en irrumpir en el panorama artístico malagueño de la segunda mitad de los cincuenta,  son los de Jorge Lindell , Stefan  y Enrique Brinkmann . Todos los que se han acercado a estudiar la situación de la pintura en nuestra ciudad en esos años, reconocen el papel pionero desempeñado por Jorge Lindell (Málaga, 1930) para que se conocieran aquí las nuevas propuestas estéticas del momento. Ferviente animador cultural y, como también ha sido ampliamente reconocido, auténtico factótum aglutinador de cuantas iniciativas se han sucedido en Málaga con el propósito de renovar el paisaje artístico local, desde la creación de la “Peña Montmartre”,  el Grupo Picasso y, junto a Stefan, el taller de grabado “El Pesebre”, hasta la fundación del colectivo Palmo, Lindell (que, precisamente por haber estudiado en Madrid, donde conoció a Vázquez Díaz, estaba algo mejor informado que muchos de sus colegas malagueños) procede estilísticamente del informalismo abstracto de posguerra, al que en líneas generales, aun dentro de los cambios producidos en su lenguaje, lógicos por otra parte en una dilatada trayectoria, se ha mantenido fiel hasta el presente. Sus intereses, que han sido particularmente fructíferos en el grabado, se han dirigido también a la investigación del uso de nuevos materiales que incorporar al lienzo, con los que ha conformado, al menos en su obra de los cincuenta y sesenta, una poderosa gramática expresiva en la que la textura y la dimensión táctil de la superficie pintada adquieren una creciente importancia. Su lenguaje inicial, de una gama tonal oscura y dramática, pareja a una sincera intensidad en la que se desliza una honda preocupación por lo humano, ha ido haciéndose progresivamente más luminoso en el empleo del color, como se observa en sus cuadros de los noventa, aunque sin renunciar al gesto y a la improvisación, a las líneas quebradas y semiangulosas, tan características de toda su producción.

Difícilmente podríamos señalar, entre los autores agrupados en este apartado, uno cuya lucidez crítica ante todo el pasado de la historia del arte, cuya actitud desacralizadora y desenfado ante el concepto mismo de creación artística, cuya fina inteligencia para el ejercicio del humor y del distanciamiento irónico, cuyo cultivo de la paradoja y del sentido del absurdo, del relativismo de toda propuesta, fuesen equiparables a las de Stefan von Reiswitz (Munich, 1931), sin duda una de las pocas personas del mundillo local verdaderamente interesadas en dar a conocer entre nosotros otros lenguajes, otras poéticas, aunque provenientes en su mayoría del ámbito cultural centroeuropeo. Hacia 1951, con apenas veinte años, deja su Baviera natal y se dirige a París, decidido ya a dedicar su vida a su auténtica vocación: la invención y creación de nuevas formas. De su niñez y adolescencia alemanas le queda sobre todo el recuerdo, que todavía permanecerá por algún tiempo oculto en su subconsciente, de la fábrica de máquinas eléctricas que su abuelo poseía en Munich, un extraño y desconcertante mundo de artilugios mecánicos que aún hoy continúa sin comprender, pero que le sigue fascinando como desde el primer día que lo vio. En París, que por aquél tiempo lleva ya una docena de años destronada de la capitalidad artística internacional en favor de Nueva York, Stefan visita numerosas exposiciones y museos y establece un tímido contacto con algunos círculos (donde, entre otros, conocerá personalmente a André Lothe y Fernand Léger), aunque, insatisfecho con el ambiente artístico de la ciudad, decide viajar a España. Como él mismo ha confesado, el deseo de conocer nuestro país quizá pudiese estar motivado, entre otras razones, por la grata e imborrable impresión que recibió en sus años muniqueses de oír hablar de la cultura y el arte españoles a José Ortega y Gasset , amigo de su madre y que la visitaba con alguna frecuencia. En 1952 está ya en Madrid, donde acude una y otra vez al Museo del Prado, pero el insulso panorama artístico de la capital,  y también  razones de salud,  fuerzan su salida a los pocos meses. Se dirige, en esa búsqueda permanente e inconsciente del sur, a Andalucía, donde, después de una corta estancia en Arcos de la Frontera, establecerá su residencia por varios años en Marbella. Todavía viviendo en esta última localidad realiza su primera exposición en Málaga, casi inmediatamente después de la primera individual de Enrique Brinkmann , a finales de 1957 o principios de 1958. Los cuadros expuestos entonces y los que sigue haciendo durante buena parte de 1959  nos lo presentan como un pintor figurativo que, al menos en el género del retrato, está influido por Kokoschka  y el expresionismo austríaco de entreguerras, como se pone de manifiesto en el Retrato de Dª  Modesta (1959), de magnífica factura, ejecutado ya en Málaga y en el que sobresale la seguridad y el aplomo compositivos, el dominio técnico en la aplicación del color, con una entonación uniforme, y el modelado de las manos y del rostro de la figura. Después de algunas composiciones, en ese mismo 1959, con motivos de flores y paisajes urbanos que exploran el territorio de la abstracción, Stefan  va encontrando, a medida que avanza la década de los sesenta, el lenguaje que le singulariza de manera tan rotunda entre los artistas de nuestra ciudad.

La pintura de Stefan, realizada casi toda ella en cristal (la estimable colección de cristales pintados malagueños y alemanes que posee, de autoría anónima y exponentes típicos de un arte popular, sin duda que ha ejercido influencia en los soportes que usa en su obra y en el repertorio iconográfico que la caracteriza) y plexiglás, material este segundo que prefiere para los cuadros de mayor formato, es la de un artista enamorado del Mediterráneo y las viejas culturas que lo circundan, principalmente de la civilización clásica grecolatina, obsesionado por la ruina y el naufragio de los símbolos que conformaron la alborada del hombre europeo, aunque sin que asome en ningún momento la nostalgia por lo que fue, ya que semejante actitud, tan característica de cierto romanticismo de raíz germánica, mantiene sin embargo un acusado distanciamiento, una extraña lejanía, evidente si constatamos cómo se entrevera y confunde con guiños y signos que hacen referencia a algunos de los movimientos más heterodoxos de la vanguardia histórica, por ejemplo el dadaísmo y el surrealismo. Un pintor como él, del que pudiera pensarse que rechaza rotundamente la forma geométrica (y es verdad que desde hace mucho no tiene cabida en su obra), en ese interés que siempre ha demostrado por todas las manifestaciones de su siglo, también va a dejarse influir por el cubismo, del que aprende sobre todo la idea de estructura. En sus obras más logradas de finales de los sesenta en adelante, vemos figuras humanas y objetos (relojes, ruedas, hélices, jaulas, artefactos imposibles, maniquíes, peces, ojos, pájaros) que no solamente establecen una relación absurda entre ellos, incapaz de articular un discurso lógico, sino que deliberadamente están pintados  de manera ingenua, casi infantil, al modo de esos cristales populares alemanes, españoles o andaluces que a él tanto le gustan. Otras veces, aquellos mismos objetos, tal y como se los encuentra en su deambular infatigable en busca de todo lo que los demás desechamos y arrojamos a la basura por inservible, se incorporan directamente a la superficie pintada, o incluso se adhieren a su reverso, para lo cual se dejan zonas sin cubrir de pigmento (témpera; nunca óleo) que faciliten su visión. El resultado se asemeja, así, a pequeñas escenografías, a diminutos telones teatrales, como si el pintor estuviese representando un guiñol para niños. Esta compleja iconografía, en la que los cuerpos no están sujetos a la ley de la gravedad ni tampoco inmersos en un espacio perspectivístico al modo renacentista, aunque nos evoque a Picabia, a Max Ernst, a  Schwitters, siempre acaba por parecerse a un Stefan.

La obra de Enrique Brinkmann (Málaga, 1938), aunque caracterizada por una rara coherencia y unidad estilística, está sujeta sin embargo a una evolución constante, que, si bien lenta y pausada, se dirige con firmeza hacia una mayor depuración formal, un lenguaje cada vez más abstracto y más exento de barroquismo. En su producción pueden distinguirse cinco etapas, pero en algunas de ellas, sobre todo en la penúltima y en la última,  son muy evidentes la reflexión acerca de los límites entre la figuración y la forma abstracta,  una nueva reinterpretación de ciertas soluciones ya experimentadas, así como signos, elementos y, más exactamente, una concepción general del cuadro que anuncia de manera muy intuitiva posteriores realizaciones. Incluso estamos tentados de suprimir la que hemos considerado etapa más larga de su trayectoria, la que iría de 1977 a 1991, subdividida a su vez,  por los problemas lingüísticos que plantea, como veremos en seguida,  en dos períodos; si no lo hacemos es porque el predominio de la figuración fantástica, que también había caracterizado la etapa anterior, esto es, la tercera, se ve ahora tan violentamente alterado (en el que hemos llamado segundo período más que en el primero) por soluciones plásticas inéditas (raspaduras en el lienzo, vehemente gestualidad) y por la obsesión en el empleo de la forma abstracta, que pensamos que es legítimo hablar de una fase relativamente bien definida y cuya preocupación principal, lejos de cualquier autosatisfacción, es una búsqueda incesante por parte del artista. La primera etapa, entre 1957 (año de su primera exposición) y 1960, describe curiosamente un arco evolutivo en el que se termina por abandonar el interés que había al principio de ella en la construcción de la figura, entonces desprovista de cualquier retórica expresiva, para cuyo fin el pintor recurre a una paleta sobria y a una cierta estructuración del espacio compositivo (Mujer y palomas, 1958). La etapa se cierra, después de un período en que observamos una tímida inclinación por lo decorativo, con la disolución de la forma. En la segunda etapa, de 1960-61 hasta 1966, asistimos al predominio tanto de la neofiguración aformal como de la neofiguración expresionista. Un buen ejemplo de la producción de estos años es el cuadro titulado Figura, de abril de 1963, síntesis lograda, a nuestro juicio, de ésas dos gramáticas que conviven durante el período. La sintaxis del pintor está, pues, subyugada ahora a una  distorsión extrema de la forma, casi siempre de apariencia monstruosa y amenazante, a la angustia y a un exacerbado  dramatismo, como corresponde a la influencia que con toda seguridad está recibiendo de ciertas poéticas expresionistas centroeuropeas y, sobre todo, del informalismo de posguerra, por no referirnos a las intermitentes, aunque profundas incursiones que, simultáneamente, y con idéntico vocabulario, realiza en la abstracción. Enrique Brinkmann. "Sueño de Brueghel", 1974. Óleo, tintas y lápices sobre papel posteriormente entelado. 60 x 80 cms. Colección del autor. Desde 1966-67 hasta 1991 la obra de Brinkmann  puede ser legítimamente encuadrada en lo que se ha convenido en llamar figuración fantástica, un término, sin embargo, que en el caso de nuestro pintor debe adoptarse en un sentido amplio y con no pocas reservas [xvii]. Ahora bien, en tan dilatado período de tiempo el lenguaje de Brinkmann  sufre, como no podía ser de otro modo, lógicas y naturales modificaciones, hasta el punto que desde 1985-87 percibimos un evidente agotamiento de aquélla gramática básica, anunciándose de manera creciente muchos de los signos y de la nueva sintaxis que se manifiesta con entera libertad a partir de 1992.  Por esta y otras razones que expondré a continuación, quizá sea preferible dividir aquél largo período productivo en dos etapas: la primera, esto es, la tercera en la evolución estilística general del pintor, desde 1966-67 hasta 1977, caracterizada por un nítido predominio de la figuración fantástica y por el que creemos más acentuado barroquismo de toda su trayectoria como artista: una innumerable multitud de seres y formas de apariencia surreal, o bien nacidos de la desbordante imaginación del pintor, un asfixiante horror al vacío, definen estas composiciones; la segunda, esto es, la cuarta etapa de esa misma evolución general, comprendería desde 1977 hasta 1991, subdividida a su vez en dos períodos: el primero, de 1977 hasta 1985-87, sin que suponga un abandono de la figuración fantástica, sí se abre a una parcelación de la forma, a una, como si dijéramos, mayor preocupación por la construcción espacial de la figura y del cuadro en general, en el que cada vez son más frecuentes, sobre todo desde principios de los ochenta, las zonas casi vacías, atravesadas todo lo más por alguna que otra línea; el siguiente, segundo y último período de la cuarta etapa, ocuparía el tramo temporal que resta hasta 1991, y en él se asiste, como hemos indicado ya, a la definitiva descomposición de la figura y al imparable avance de la abstracción, que se ve acompañada de cada vez más numerosas raspaduras en el lienzo y de una mayor presencia del gesto a medida que se aproxima el fin del período. La etapa en la que actualmente se halla el artista, que se inicia en 1992 y que supone un giro importante, casi una ruptura con todo lo anterior, si bien seguimos reconociendo algunos signos característicos (el grafismo sobre todo) del Brinkmann más personal, es una arriesgada y valiente exploración en el difícil territorio de la pintura pura, a nuestro juicio más conseguida cuanto más protagonismo se le concede al espacio desnudo, ausente de elementos formales [xviii].

Quizás haya habido un exceso continuado de precipitación, y también de comodidad, por parte de cierta crítica que invariablemente, una vez tras otra, gusta de catalogar la producción de Francisco Peinado (Málaga, 1941) dentro de la llamada figuración fantástica y en la órbita de Enrique Brinkmann ,  amparándose en la vecindad geográfica y en una inexistente proximidad de intereses iconográficos, cuyo substrato más profundo sería similar [xix]. Ni siquiera en ese sentido amplio del que habla Simón Marchán pienso que pueda incluirse a  Peinado en  aquella corriente,  si bien  sí estoy dispuesto a admitir que los cuadros pintados entre 1970 y 1972 evocan determinados aspectos del “realismo fantástico”, entendiendo por tal no tanto el grupo de la Escuela de Viena del realismo fantástico  (aunque, como veremos, también hay en muchas de las obras de Peinado elementos sueltos de un  “surrealismo no dogmático”, expresión con la que Marchán distingue el principal rasgo del grupo vienés [xx]) cuanto una “constante histórica”  que atraviesa la práctica artística de Occidente, según la apreciación crítica de Eduardo Westerdahl [xxi],  y que, por nombrar un autor que acude pronto a la memoria al ver algunos de los cuadros de Peinado de principios de los setenta, tiene en Arcimboldo  uno de sus más dignos representantes. Lo que quiero decir es que, antes que cualquier otra cosa y por encima de enrevesadas o artificiales taxonomías, Peinado es un pintor figurativo, extraordinariamente preocupado por el color, y en cuya obra, de manera muy significativa desde la segunda mitad de los setenta, abundan los elementos  oníricos y surreales, pero en la que sobre todo observamos una personalísima deformación  y distorsión de la realidad, producto de las obsesiones del artista; una obra atravesada por un discurso irracional que, en no poca medida, es el reflejo y la intensa expresión de la experiencia vital y de la biografía de su autor.

A partir de 1963, una vez regresa a su ciudad natal procedente de Brasil, donde había vivido junto a sus padres los catorce años anteriores, la obra de Peinado puede ser dividida en dos grandes etapas, cuyos puntos de inflexión se situarían a finales de los sesenta  (una década, todavía, de definición lingüística, en la que la presencia del dibujo como medio de expresión es casi determinante, pero donde al mismo tiempo comenzarán  a concretarse los temas y motivos recurrentes de la década siguiente, en particular los relacionados con el dolor y el sufrimiento, el desgarramiento interior y la soledad, única compañera inseparable del pintor) y a principios Francisco Peinado. "La Trini", 1989. Óleo sobre lienzo. de los ochenta, caracterizados éstos por una desbordante riqueza cromática y por un mayor esclarecimiento de los personajes representados. El carácter orgánico y, algunas veces, rabiosamente expresionista, incluso desagradable de la pintura de Peinado en los setenta, si exceptuamos el corto período de los primeros años de la década, más ligado a ese “realismo fantástico” al que ya nos hemos referido, dejará paso  hacia 1981 a una pintura menos compulsiva, más volcada hacia lo cotidiano, que no desdeña en ocasiones aventurarse en la abstracción. A medida que la década avanza, la obra, unas veces, se hace más experimental (evidente en el uso del collage), mientras que otras muestra una misteriosa predilección por extrañas e irreales construcciones arquitectónicas, por personajes desproporcionados que dan rienda suelta a las fantasías y a las obsesiones del pintor   (sexuales, oníricas, religiosas) y que habitan un espacio sustraído a las leyes de la física y de la realidad empírica. Desde 1994-95, las figuras disminuyen considerablemente su tamaño y se multiplican los ejemplos de pintura pura, aunque creemos que es demasiado pronto para hablar  de una fase transitoria hacia un nuevo período creativo.

Varias son las razones que hacen de Manuel Barbadillo (Cazalla de la Sierra, Sevilla, 1929), según entendemos nosotros, una figura especialmente destacada de la pintura en Málaga durante la segunda mitad del siglo XX: la coherencia y el inusual rigor de su trayectoria estilística, la práctica de la pintura entendida como un proceso paralelo a la producción de pensamiento, su filiación inequívoca a la neovanguardia internacional, su valiosa contribución   —incontestable y señera en el panorama español—   a la definición de uno de los lenguajes más característicos de la neovanguardia de los sesenta y setenta.

Una recta comprensión del proyecto estético de Barbadillo [xxii] a partir de 1964, en que inicia la sintaxis modular por la que es ampliamente conocido dentro y fuera de España, nos obliga, aunque con la concisión que nos hemos impuesto en estas notas introductorias, a considerar aquí su etapa informalista y de experimentación con la materia, hasta desembocar, ya en 1963, en la abstracción  geométrica, unos años que en otro lugar hemos llamado de “itinerario hacia el orden” [xxiii].  Entre 1958 (año en que definitivamente abandona la figuración, cuyo ciclo se cierra con una especie de expresionismo “estructurado”, donde se subrayan los valores texturales y se asiste a una paulatina eliminación de la perspectiva) y 1960, esto es, entre los últimos meses de estancia en España y Marruecos y los primeros del período neoyorquino [xxiv], se desarrolla lo que el propio pintor acertadamente ha calificado de “obra abstracta informalista”, dominada al principio por un expresionismo abstracto de gran variedad cromática que, en poco tiempo, verá drásticamente reducido el color hasta derivar en cuadros muy sobrios, monocromos. La pintura matérica, la experimentación con materiales nuevos (resinas, látex) y la incorporación de diversos elementos al lienzo, cuyo resultado es la realización de collages y de cuadros-objeto, son también hallazgos de esta etapa. Hacia 1960, ya en Estados Unidos, la pintura de Barbadillo manifiesta un acusado agotamiento de los excesos subjetivistas del bienio anterior, que supondrá la definitiva renuncia al caos informalista y el comienzo de otra etapa caracterizada por una obra abstracta “estructurada”, cuyos ecos alcanzan hasta 1963. Antes de este año, hacia 1962, la pintura de materia deriva en curiosas estructuras de repetición, para dar paso, en 1963, al abandono de la materia, si bien continúa apareciendo la reiteración de formas iguales. Después de algunos experimentos con cartulinas y piezas de madera troquelada, en las que emplea como elementos seriables los cuadrados y los rectángulos, halló una silueta como de media ojiva, que utiliza en 1964. Estos meses que van de principios de 1963 a mediados de 1964 conformarían, pues, otra etapa [xxv], la de la obra abstracta geométrica, en rigor una fase protomodular de intenso experimentalismo. Todavía en 1964 se produce otro hallazgo fundamental: la correcta comprensión y ulterior uso de la naturaleza binaria de la forma. El lenguaje binario será la inesperada solución del impasse en que se halla Barbadillo como consecuencia del empleo sistemático de la redundancia formal. “Como [...]  me sentía compelido a no emplear más de una forma    —nos dice el pintor—, el problema  parecía no tener solución. La salida de esta tesitura fue la introducción de la versión negativa de dicha forma (negativa en el sentido fotográfico: con los colores invertidos;  yo trabajaba en blanco y negro exclusivamente)”[xxvi].

A partir de 1964, con la sustitución del concepto de forma por el de módulo, se inicia el período de la sintaxis modular, aún hoy en pleno desarrollo y que puede dividirse en cinco etapas. En la primera, comprendida entre 1964 y 1968, el pintor experimenta con un solo módulo, en forma de cuernecillo o U, constituido a partir de dos formas básicas, un cuadrado y un cuarto de círculo. Durante esta etapa, la unidad métrica de las partes rectas y curvas del módulo coloca en primer plano el problema del ritmo en la organización del cuadro. En la segunda etapa, de 1968 a 1979, Barbadillo  opera con un sistema de cuatro módulos distintos, constituidos por combinaciones de dos formas elementales comunes a los cuatro, esto es, las mismas formas básicas que habían servido para crear el único módulo de la etapa precedente. Aunque Barbadillo  descubre los tres nuevos módulos con que se incrementa su sistema operativo después de la primavera de 1968, la etapa puede considerarse iniciada en abril de ese año, cuando participa en un curso sobre ordenadores en el Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid. Su asistencia, desde el principio (octubre de 1968), al seminario de Forma Plástica creado por Ernesto García Camarero en el citado organismo, así como la relación interdisciplinar que se estableció entre aquel seminario y otros tres que se crearon en el Centro (Lingüística Matemática, Arquitectura y Música), resultó determinante en la evolución posterior de su obra. La etapa se cierra con una crisis   —motivada en parte por las dificultades de trabajo en el Centro—, que incluso le llevará a abandonar temporalmente el auxilio del ordenador en su trabajo. Entre 1979 y 1984, los módulos usados hasta entonces se descomponen en las formas simples que los constituían. La constante experimentación de esta etapa acabará por concretarse en un nuevo reagrupamiento de las dos formas básicas iniciales en gran número de módulos nuevos, hasta quedar reducidos a un repertorio de cinco en 1984. Además, la crisis con la que se había cerrado la etapa anterior, se verá resuelta a finales de los setenta con la aparición de los ordenadores personales, que van a permitirle trabajar con plena autonomía. Durante 1984, una vez alcanzado el sistema de cinco módulos, el pintor llevará a cabo nuevas combinaciones de las mismas formas básicas que constituían los cuatro módulos ya abandonados. Los cuadros presentan ahora un carácter más orgánico. El ordenador se convierte en cuaderno de dibujo. La última etapa, desde 1984 hasta la actualidad, comienza con el descubrimiento de dos inéditas formas básicas y cinco nuevos módulos de perfiles idénticos a los anteriores, pero con un círculo del color opuesto en su interior.

Manuel Barbadillo. "Emeral". Sistema de diez módulos (a partir de 1984). Acrílico sobre lienzo. 92 x 92 cms.Lo verdaderamente esencial de esta pintura [xxvii] no estriba en que Barbadillo use el ordenador como auxiliar o instrumento de trabajo para realizarla [xxviii], sino en el carácter “cibernético” que encierra, es decir, en el soporte teórico y en la concepción cibernética del mundo en la cual halla su más exacto fundamento. De otro lado, Barbadillo , aun perteneciendo al seno de la neovanguardia, es heredero de algunos de los intereses y preocupaciones que conformaron la estética de las propuestas constructivistas y abstracto-geométricas de la vanguardia histórica del primer tercio de siglo, en particular los derivados de la conciliación entre ética y estética, devolver el arte a la praxis vital y creer que la imagen del arte puede ayudar a cambiar nuestra visión del mundo y del hombre. Ésta es, quizás, una de las posibles dificultades de su propuesta, pues las condiciones históricas en la posvanguardia, una época de capitalismo posindustrial y tecnocrático, no se corresponden con las vigentes durante el tiempo de la vanguardia heroica.

La producción de Eugenio Chicano (Málaga, 1935), un pintor que siempre se ha movido en el ámbito de la figuración, es, en cierto modo, la única entre sus compañeros de generación que aparece directamente vinculada con los lenguajes de la imagen popular y con los códigos fuertes que irrumpen en el panorama español durante los sesenta. Su evolución ofrece al menos tres etapas nítidamente diferenciadas. Entre 1959 y 1968, Chicano  atraviesa una fase de tanteo y de búsqueda en la que sobresalen algunos cuadros realizados al comienzo de la etapa, muy aislados y que no van a tener continuidad en los años inmediatamente posteriores.  Serían los casos, por ejemplo, de La Pelusa (1959), en el que apreciamos la influencia de Joaquín Peinado  y de otros pintores españoles de la Escuela de París, y de Arroyo Gálica (1961),  al que, además de las mencionadas, se añadirían las influencias de la Escuela de Vallecas, principalmente de Benjamín Palencia, y también las de Agustín Redondela  y Martínez Novillo, particularmente queridos del artista. La etapa más innovadora corresponde a los años 1968-1975, cuando Chicano  toma prestados elementos del pop y de la Crónica de la Realidad, tendencias en las que puede ser considerado un destacado representante en España. Su relación con el llamado realismo social y con el realismo crítico son, asimismo, muy evidentes en esta fase. La etapa se inicia con la ejecución de algunos murales de contenido social, en ciertos casos sin rehuir la incorporación de elementos relacionados con la tradición marinera malagueña. El mejor de todos ellos quizá sea el titulado “Cadena de montaje” (1968), una amplia superficie de unos 40 m² en la que aplica la técnica mural utilizada por Siqueiros y la escuela muralista mexicana. Entre 1969 y 1971 realiza unos cuadros de formato cuadrado en los que su temática se aproxima a la problemática emanada de la asfixiante unidimensionalidad a que se ve reducido el habitante de la metrópoli posindustrial. Estos lienzos,    —pintados con materiales acrílicos, óptimos para el empleo de superficies planas de color—, se caracterizan por el contraste entre el acentuado grafismo y la limpieza de las líneas del dibujo, de un lado, y, de otro,  el dramatismo accidentado de los personajes (reflejo de la miseria de la alienación), cuyos rostros están resueltos según procedimientos derivados todavía de cierto informalismo expresionista. Una pieza representativa de esos años podría ser Extractor de hombres viciados (1970), donde asistimos al choque visual entre dos mundos: el universo hipertecnificado y el sucedáneo de hombre. Entre 1971 y 1973, la pintura de Chicano  refuerza más aún el uso que venía haciendo de determinados iconos de la sociedad de consumo de masas, en la misma línea de contenido crítico del modelo social representado. Los cuadros que hace ahora, Eugenio Chicano. "Fermata a richiesta", 1972. Acrílico sobre lienzo. Díptico 100 x 200 cms. Colección particular (Málaga). muchos de ellos de formato rectangular, suelen dividirse en dos mitades a modo de dípticos, con el fin de permitir su emplazamiento aprovechando los ángulos de una habitación, con lo cual se juega también con ciertos efectos decorativos. A partir de 1975, año en que comienza la serie de los homenajes, el primero de los cuales es uno dedicado al poeta Miguel Hernández, Eugenio Chicano inicia una nueva etapa en cuya sintaxis se mezclan elementos provenientes de las tendencias que habían caracterizado su lenguaje desde 1969 y otros directamente extraídos del vocabulario fotográfico. El resultado, que se intensifica a partir de 1982    —año en que participa en la Bienal de Venecia y da a conocer sus series de homenajes a conocidas figuras del pensamiento, el cine, la literatura, la poesía, el teatro y la política de este siglo, por lo común dispuestas en grupos heterogéneos cuya afinidad es de índole meramente subjetiva, esto es, arbitrariamente establecida por el pintor en base a experiencias muy personales—, son unos cuadros que engarzan con ciertas obras de la figuración narrativa francesa y con la pintura de reportaje, y en donde la descontextualización de los contenidos, así como los recursos sintácticos utilizados, más que responder a razones eclécticas o de simple oportunismo, vienen dados por su propia finalidad comunicativa. “La relación del signo plástico a sí mismo, a su propia estructura  —dice Simón Marchán al hablar del pluralismo estilístico-formal y de la descontextualización lingüística y semántica practicada por los pintores de la Crónica de la Realidad—, no sólo no obstaculiza la denotación y connotaciones, sino que refuerza la referencia a las mismas. La obra realista debe tender a una compenetración entre el medio y el mensaje o, en términos tradicionales, entre la forma y el contenido, a través de la estructura del propio medio”[xxix]. Desde 1994-95, la pintura de Eugenio Chicano experimenta un nuevo giro que, principalmente, va a afectar a la temática y a la estructura formal de las composiciones, según vemos reflejada en series que, como Puerta oscura y la de los “putos, cancos y travestidos”, hallan en la técnica gráfica su expresión más característica. De esta última, el crítico Antonio Parra ha manifestado recientemente: “Los cuerpos de sus protagonistas, que se esconden en una lujuriosa vegetación inmóvil y sin fin, tiemblan ante el ansia de la transgresión, se abandonan al placer, mientras todo el entorno, los objetos y la naturaleza existe sin dolor y donde feroces perros muestran sus dientes de audaces cancerberos […] Chicano recupera el pasado actualizando el presente en un proceso de continuos hallazgos”[xxx].

Dámaso Ruano. "Sin título" (años 90). Acrílico sobre lienzo y madera. 80 x 75 cms.Al igual que otros pintores abstractos españoles aparecidos en los cincuenta y sesenta, como es el caso de Lucio Muñoz y Salvador Victoria, Dámaso Ruano (Tetuán, 1938) procede a depurar con gusto y cuidada elaboración las sobrias imágenes figurativas de la primera juventud. La precoz  racionalidad planimétrica de la urbanística árabe, los pétreos y gríseos paisajes naturales norteafricanos y marroquíes, van reduciéndose sobre la superficie de la tabla o del lienzo, en los cuadros producidos a lo largo de los sesenta, a volúmenes cada vez más geométricos, desnudos, densos, apretados, cuyo toque, unas veces pastoso y rico en materia, otras veces gradual y uniformemente extendida ésta, recuerda el método cézanniano a base de construir la forma mediante el color, sin aditamentos innecesarios. Las composiciones siguientes, a partir de los primeros setenta, no harán más que profundizar en un concepto espacial que se ofrecía como la traducción de la visión subjetiva de la propia naturaleza. El principio estético del collage le servirá ahora a Ruano  para expresar otras dimensiones espaciales distintas, interesadas por los vacíos, las oquedades, las hendiduras. La tela o el papel aparecen rotos, rasgados, dibujando una herida casi matemática, limpia y fría, pero también irregular y accidentada, cálida y hasta antropológica. En los ochenta y noventa la obra de este pintor gana en sabiduría técnica    —ahí están el amplio abanico tonal de la gama cromática y las delicadas texturas, llenas de matices—  y en resolver con maestría los variados esquemas compositivos de los cuadros, que continúan inmersos en un proceso de experimentación e investigación con distintos materiales, si bien alcanzando ahora un más purificado e intenso lirismo.

Otros pintores que también acercan sus lenguajes, en algún momento de su trayectoria, a las nuevas poéticas son Francisco Hernández  (Melilla, 1932), Gabriel Alberca  (Argel, 1934), José Bornoy  (Málaga, 1942), Pepa Caballero  (Granada, 1943), José Díaz Oliva  (Nerva, Huelva, 1938) y Juan Fernández Béjar  (Málaga, 1946). Hernández desarrolla a finales de los sesenta un estilo de paleta muy sobria, descarnado y angustioso, exasperado y violento, más en la tradición expresionista de la escuela española que en la de, pongamos por caso, Francis Bacon  y otros pintores neofigurativos europeos de la posguerra. La efímera y retraída propincuidad de Hernández  hacia los enunciados plásticos contemporáneos, bruscamente interrumpida en 1971, también se observa en Gabriel Alberca, quien durante los sesenta hace oscilar su pintura entre el informalismo de raíz figurativa y, ya al final de la década, un vago y ambiguo neosurrealismo, por doquier contaminado de referentes de la tradición académica realista. La producción de Bornoy desde 1968-69 hasta finales de los setenta fluctúa entre un informalismo organicista ausente de variedad cromática y un impreciso op-art muy geométrico, que hace su aparición yuxtaponiéndose al empleo del collage fotográfico. En cuanto a los restantes, Caballero, a veces muy influida por Dámaso Ruano ,  derivó pronto hacia la abstracción geométrica; Díaz Oliva y Béjar, este último con una técnica minuciosa, realizan unas composiciones de equívocas referencias surreales.

 

   

  1. Carlos Durán y la neofiguración de los setenta y primera mitad de los ochenta.

Hace algún tiempo que ya fue veladamente señalada la escasísima repercusión de los pintores que acabamos de estudiar en las nuevas generaciones de artistas jóvenes surgidos en Málaga en la segunda mitad de los ochenta y primera de los noventa [xxxi]. Por lo que respecta al panorama local, si hacia algún lado vuelven sus miradas algunos de estos últimos es a lo ocurrido en la segunda mitad de los setenta, único hecho digno de mención en el todavía poco efervescente ambiente malagueño hasta que ellos mismos hacen su aparición en torno a 1985. Me estoy refiriendo a la entrada en escena de Carlos Durán (Málaga, 1949), un pintor clave para entender algunos de los comportamientos artísticos posteriores en la ciudad, cuya influencia  (insuficientemente asumida y reconocida todavía hoy entre sus beneficiarios), no tanto en los temas y motivos representados como en la reivindicación del oficio de la pintura y del uso de soportes y materiales tradicionales, se dejará sentir, a través incluso de epígonos más tardíamente abiertos a la constelación neofigurativa (que, a su vez, se dejan contaminar por otros lenguajes ajenos al ámbito español, como ocurre en el caso de Joaquín de Molina), en la nueva hornada que irrumpe en el paisaje plástico malagueño desde mediados los ochenta     (Plácido Romero, Sebastián Navas, los primeros trabajos de Chema Lumbreras, Isabel Garnelo  y, ya en los noventa, Joaquín Gallego, por sólo citar algunos de los más representativos).

Aunque de los más rezagados a la hora de mostrar sus trabajos     —su primera exposición individual es en 1979, en la galería Seiquer de Madrid—, Carlos Durán pertenece por derecho propio al nutrido y heterogéneo grupo de lo que se ha venido en llamar neofiguración madrileña de los setenta, cuyas primeras apariciones públicas tienen lugar en Amadís (sala oficial dirigida desde 1970 por el pintor y crítico Juan Antonio Aguirre, quien en 1967 había presentado en ese mismo espacio a la Nueva Generación en la escena española), para, después de un corto periodo exponiendo en Daniel, terminar aglutinados, a partir de la temporada 1973-74, en torno a la galería Buades [xxxii]. Los más conspicuos miembros de aquél grupo aparecen en el tantas veces citado cuadro de Guillermo Pérez Villalta  Grupo de personas en un atrio o alegoría del arte y la vida o del presente y el futuro, pintado en 1975 y expuesto por vez primera en 1976 en la individual de la galería Vandrés. Allí vemos, entre otros, al propio autor   —junto a Herminio Molero, centro focal de la vasta composición—,  Luis Gordillo, Carlos Alcolea, Carlos Franco, Manolo Quejido, Rafael Pérez Mínguez, Chema Cobo, Carlos Durán, la galerista Mercedes Buades  y el crítico Fernando Huici.

En repetidas ocasiones desde entonces han sido señaladas las principales características comunes de este grupo de artistas, cuyos más ardientes defensores teóricos fueron Ignacio Gómez de Liaño y el ya citado Fernando Huici , aunque ocasionalmente también Francisco Calvo Serraller. Recordemos algunas. En primer lugar, el que muchos de ellos hayan sido estudiantes de Arquitectura, lo que les dejó un interés nunca desaparecido por el dibujo (una asignatura fundamental,  que se aprendía en la Escuela Superior con mayor rigor y precisión que en las Facultades de Bellas Artes) y por los proyectos y los espacios estrictamente arquitectónicos. En segundo lugar, un acusado rechazo, general por lo demás en determinados ambientes artísticos a principios de los setenta, de la abstracción geométrica, del conceptual y de los neoconstructivismos, sobre todo los de filiación tecnológica, así como de cualquier suerte de experimentalismo. En tercer término, y en estrecha relación con la anterior, una consciente reivindicación del oficio y una vuelta a los soportes y a los problemas tradicionales de la pintura, principalmente los de dibujo, composición y perspectiva. La referencia primordial va a ser ahora la propia historia del arte, por lo que no debe sorprendernos que hagan las delicias de más de un crítico erudito y de un sesudo e informado historiador. Esa referencia, sin embargo, es múltiple, lo que les sitúa, como ha afirmado Simón Marchán  en un reciente análisis sobre la neofiguración madrileña, “en un pluriestilismo formal consciente y buscado”, en un “eclecticismo que integra diferentes procedencias”[xxxiii]. En cuarto lugar, el carácter subjetivista y privado de las nuevas simbologías, en correspondencia con la adopción teórica de aquellos postulados que reivindican la recuperación de la filosofía del sujeto (Freud, Lacan, Deleuze, Lyotard, son ahora los pensadores de moda) [xxxiv].  En último lugar, la influencia, más o menos francamente admitida, de ciertos pintores: Gordillo  (el primero sentado a la izquierda en el lienzo de Pérez Villalta , y que es reconocido, aunque no pertenezca propiamente al grupo madrileño, como el adelantado en exponer una figuración claramente distanciada de los experimentalismos de finales de los sesenta y principios de los setenta), Kitaj, Allen Jones, Hockney  (artistas, estos tres, del pop británico; acerca del por qué  de su influjo, Carlos Durán   ha rememorado en más de una ocasión que la razón de las continuas visitas a Londres era sólo económica: sencillamente resultaba más barato que viajar a otras ciudades), Bacon  y Balthus.

La pintura de Carlos Durán, a diferencia, por ejemplo, de la de Guillermo Pérez Villalta, con la que sin embargo tiene numerosas coincidencias de planteamiento y actitud ante la actividad artística, no gusta tanto de la cita culta y erudita, de la representación de temas y motivos procedentes de la mitología clásica, cuanto de una particular inclinación hacia el mundo inagotable de la naturaleza, probablemente la principal fuente de inspiración de este pintor. Ante el conjunto de su obra, el espectador se siente tentado de resumirla con esa frase que él mismo repite de vez en cuando: El arte imita a la naturaleza. Ahora bien, la naturaleza es aquí, sobre todo, el mundo cotidiano que rodea al artista, el Mediterráneo, quizá el único mar que reconoce como suyo, el paisaje de Málaga alrededor de su casa en El Limonar, recreado todo ello desde una visión puramente subjetiva, reflexionada si se quiere, pero desprovista de complicados juegos intelectuales. El interés de Carlos Durán  se dirige tanto hacia la pintura clásica, especialmente la del Quattrocento italiano, como hacia la vanguardia histórica, y el resultado, precisamente por ello, es una obra de resonancias y evocaciones antiguas aunque atravesadas por una mirada moderna, esto es, sin nostalgia, sin renunciar al tiempo que le ha correspondido vivir. En un texto de 1989 se respondía así sobre el sentido de la figuración en su obra: “¿Basta el criterio de novedad para distinguir la estética que realmente me interesa, lo que se llama «obra de arte», de los falsos artistas? Volver a la pintura de pincel y caballete fue, pues, un reto y una aventura arriesgada ya que, aunque la respuesta más inmediata asegurase lo contrario, la solución no se hallaba en la pintura figurativa. Se trataba de enfrentarse al lienzo con unos presupuestos tan alejados de ella como de la abstracción o del resto de las modalidades en boga, de encontrar unas sensaciones lo suficientemente fuertes como para que me interesara transmitirlas, de conseguir una figuración cuya imagen elaborara un concepto en torno a la historia de la pintura [...] la figura no tiene, en sí, otro valor que el de sostener la imagen del cuadro dentro del cuadro, el de mostrar un reflejo”[xxxv]. La obra, por tanto, pretende ser sólo imagen, puro universo icónico que se nutre de otras imágenes, las de la pintura, las de la naturaleza reinterpretada a través de la historia de la pintura, y, por eso mismo, termina siendo otra realidad, distinta de la realidad real, esto es, en su pleno sentido la que brota de la propia subjetividad. A Carlos Durán podrían aplicársele las palabras de Sandro Chia: “A mí, sobre el plano formal no me interesa la innovación; hago arte con los materiales del arte”[xxxvi].

Ya hemos dicho que, aunque sin una asunción clara y un reconocimiento expreso todavía en la ciudad, la obra y, sobre todo, la actitud ante la pintura de Carlos Durán constituyen un referente decisivo entre un buen número de los artistas malagueños de su propia generación y en las posteriores incluidos los años noventa, aun sea por vía indirecta y a través de intermediarios, quizás una de las razones por las que aquél no se ha producido [xxxvii]. Después de la primera individual de Durán  en 1979, y hasta 1985 (año en que se dan a conocer en Málaga los jóvenes artistas de una nueva hornada generacional), la nómina de la figuración malagueña se enriquece con las aportaciones de Gabriel Padilla, José Seguiri, José Luis Bola Barrionuevo, Daniel Muriel, Antonio Herraiz, Joaquín de Molina, Chema Tato  y José Ignacio Díaz Pardo. Pese a pertenecer a la misma generación y a que, en determinadas ocasiones, algunos de ellos exponen conjuntamente sus obras, en compañía de Carlos Durán, o bien realizan algún que otro trabajo en común      —recordemos, por ejemplo, las colectivas Vida moderna (galería Harras, sala de la Diputación  Provincial y sede del Colectivo Palmo, Málaga, 1983), con obras de Durán, Seguiri, Muriel, Joaquín de Molina, Chema Tato  y Padilla; El Templicón (Colegio de Arquitectos, 1985), construido por Juan Antonio Ramírez  y pintado por Durán, Padilla  y Seguiri, a los que también se suma una pequeña intervención de Antonio Olveira; Línea de Costa (Museo de Bellas Artes de Málaga, 1986), en donde participan Durán, Joaquín de Molina, Padilla  y Seguiri, y Bellavista (galería Alfredo Viñas, 1993), con piezas de Bola, Durán  y Muriel—, la verdad es que su vocabulario, sintaxis e iconografía son bastante independientes, no obstante una no disimulada admiración general por la cultura y la estética mediterráneas, de las que, una vez más, quien más se aleja es Joaquín de Molina.

El hedonismo y una singular exaltación de la alegría de vivir parecen definir los trabajos de Gabriel Padilla (Málaga, 1949), un pintor que siente una marcada predilección por algunas de las propuestas de más intenso cromatismo de los comienzos de la vanguardia, como por ejemplo los nabis y los fauves. Sus figuras, unas veces entre irónicas y humorísticas, otras abandonadas a la indolencia y llenas de vida, en algunos casos ensimismadas y reflexivas, aunque sin asomo ninguno de desasosiego, casi siempre traducen, inmersas como están en un paisaje de fuertes resonancias locales, una personalísima visión de su Málaga natal, bien sea desde una temática costumbrista, en la que se mezclan recuerdos felices de la infancia y de la juventud, bien sea en clave alegórica [xxxviii]. Sus últimas composiciones, a partir de 1993, mucho más construidas y ordenadas, insisten en ofrecernos un mundo reposado y tranquilo, en el que habitan orondas y exuberantes mujeres, ninfas mediterráneas trasuntadas en verduleras, en marujas que revolotean entre retales y madres de pechos generosos que dan de mamar con cariño a niños grandes: imágenes dichosas de una infancia recuperada.

La obra dibujada y pintada de José Seguiri (Málaga, 1954) parece destinada toda ella a ser esculpida, incluso mucho antes de que empezase a modelar en barro sus figuras. En efecto, sus papeles y lienzos están poblados de personajes de volúmenes netos, de formas monumentales, rotundas y arquitectónicas, donde lo mismo hay referencias balthusianas que evocaciones del periodo clásico de Picasso . Los temas, invariablemente, al igual que ocurre en las esculturas de bronce por las que es hoy mucho más conocido, representan tanto asuntos entresacados de la mitología clásica como fragmentos legendarios de la primera hora de la antigua Roma, y en ellos los cuerpos desnudos, aunque a veces aparezcan escenas de violencia y de lucha, de celos y de amores bruscamente interrumpidos, se entregan a un erotismo inocente, en el que no encontramos sitio para la idea de pecado. La poética de Seguiri , tan desinhibida, tan impregnada  de la gozosa exaltación de los sentidos a que nos invita el viejo y experimentado mar a cuyas orillas vive este artista, es como una fiesta pagana, casi un rincón del Paraíso donde todavía no han sido expulsados el instinto y el deseo.

La actitud ante el arte de José Luis Bola Barrionuevo (Málaga, 1949)  —quien también aparece, al lado de Carlos Durán, en el citado texto de Pérez Villalta, si bien es esporádica y tardía su vinculación al grupo de la neofiguración madrileña—, entre irónica y burlona, tiene su imagen arquetípica en el Autorretrato de 1986, un ejercicio de ácida lucidez crítica donde se representa desnudo, con un saco a la espalda del que caen monedas y agarrando una paleta de la que mana una lengua de fuego, en vuelo nocturno sobre la bahía malagueña, como si de un demonio barbudo y peludo se tratase, con la leyenda sobreimpresa en caracteres rojos “nadie es profeta en su tierra”. Bola , estudiante en Madrid durante los últimos setenta de Arquitectura, Jardinería y Paisajismo, ha hecho suya una original e inconfundible iconografía cuyo tema principal son las más dispares áreas geográficas,  desde el delta del Nilo y el mar Rojo hasta la provincia de Álava, a la cual representa como una isla, guiño cómplice que dirige al espectador y que delata sus hondas raíces mediterráneas. Se ha dicho [xxxix], y es verdad, que quizá sea Bola, con ese lenguaje híbrido donde se mezclan lo kitsch y el pop, quien mejor encarne la imagen de Málaga desde su vertiente costera, ciudad a la que gusta pintar una y otra vez a modo de series, en diferentes vistas, según sea la perspectiva y la hora del día,  captadas casi siempre desde la ventana de su estudio que da al Paseo Marítimo. En una de sus mejores series   —titulada  Electricidad en el espacio curvo (1995) y donde juega con varios formatos, cuadrados, ovalados, circulares, casi una reminiscencia del shaped canvas [xl]—, esta vez desde los montes que la circundan, pinta distintas versiones nocturnas de Málaga entera, un tema, según el propio artista, que hace alusión “al dualismo cromático del naranja-materia-vida con el azul de la nada-espacio” y donde la imagen de la ciudad, “siempre la misma, se hace elástica para irse adaptando a los diversos contornos de los lienzos, como si la imagen fuese un chicle y la visión obedeciera a ciertas reglas de los fluidos, como por ejemplo la tensión superficial” [xli].

Daniel Muriel (Granada, 1949), también estudiante de Arquitectura, es quizás el epígono más iconoclasta de la neofiguración de los setenta. Su individual del Colegio de Arquitectos de Málaga, Primero fue el ladrillo, después vino la patata (1992), constituyó toda una declaración de traviesos y provocadores principios [xlii], repletos de juego, desmitificación, ironía, autocrítica, de saludable y oxigenada actitud ante el trabajo artístico. Los objetos del enunciado de la muestra, tan marginales y cutres, tan imperfectos, proporcionan a Muriel  las claves que precisa para arremeter contra sus fobias, que son también las de un heterogéneo grupo de amantes del arte: la gélida línea recta desprovista de emoción, el desconocimiento del dibujo y de los materiales, el culto fetichista de los maestros antiguos, las hueras adjetivaciones melodramáticas acerca de la plástica, la falsa e hipócrita seriedad sobre lo artístico. De ahí su personal y cálido homenaje a un originalísimo y olvidado Frank Rebajes , su admiración por la técnica de imprimación y la manera de tratar los pigmentos de algunos representantes de la escuela veneciana del XVI, sobre todo Tiziano, su reencuentro, entre lo humorístico y el aviso cómplice,  con la mitología mediterránea, su feliz y ocurrente apropiación de “la línea de la gracia y de la belleza” de William Hogarth. En obras posteriores, como Don Pedro y Burro taxi, ambas de 1993 y en las que prosigue sus preferencias por el pequeño formato,  lleva aún más lejos la yuxtaposición, al tiempo paradójica y absurda, de objetos del mundo cotidiano.

A Chema Tato (La Coruña, 1953) probablemente haya que considerarlo el continuador más fiel de muchas de las ideas que en su momento definieron la actuación de los integrantes de la neofiguración madrileña. En ocasiones, como ocurrió en la exposición Málaga-Este (1985), aparecen visiones paradisíacas donde reinterpreta en clave posmoderna paisajes de los alrededores costeros de la ciudad, con predominio de una gama verde-azulada ornamentada de puntitos multicolores y de símbolos marinos. Pintor culto y refinado, sus cuadros de la segunda mitad de los ochenta, en los que abundan los temas de asunto mitológico y de contenido bíblico, dejan entrever una tenue y delicada ensoñación romántica, de pálidos tonos áureos, en la que resuenan los ecos de Friedrich y otros destacados artistas del romanticismo alemán. En la serie titulada Arquitecturas míticas (1995) continúa reflexionando acerca de la poética de las ruinas, si bien ahora va a mostrar una mayor preocupación por la estética de Claude Lorrain y el paisajismo clasicista romano del siglo XVII. Sin embargo, la idea dominante de esta última exposición es la que le proporciona el antiguo Laberinto cretense (símbolo quizás del “logos”, de la razón [xliii]), ante el que medita melancólico el minotauro, el dios-animal que fue vencido por el hombre gracias a la decisiva ayuda de la mujer-diosa [xliv].

No creo que nadie haya encarnado en esta ciudad con mayor intensidad y pureza el espíritu que se vivió durante la primera mitad de los ochenta, asumiendo muy conscientemente buen número de sus limitaciones y contradicciones, que Joaquín de Molina (Morón de la Frontera, Sevilla, 1952-Málaga, 1986), persona de vitalidad arrolladora y que, como creador, se entregó siempre hasta el límite de sus posibilidades, adoptando incluso una posición de compromiso ético y político [xlv] que, al menos en determinados círculos de jóvenes artistas, se interpretaba como una adherencia desfasada de los setenta. Hasta aproximadamente 1979 practicó una figuración influida por algunos exponentes de la vanguardia malagueña de esos años, sobre todo Brinkmann  y Peinado , algo que se advierte de manera muy clara en los dibujos a tinta sobre papel, cuyo protagonista es un grafismo enmarañado y de exquisita sensibilidad. De esas obras dijo entonces lo siguiente Rosario Camacho: “Son seres de un mundo real, pero presentados con tal crueldad e ironía, despejados de toda vividura, destruidos, esperpénticos, divertidos, amargos, que parecen más bien brotar de las regiones misteriosas del subconsciente, «donde lo incomunicable surge como una extraña poesía»”[xlvi]. Entre esa última fecha y 1980 su pintura atraviesa un periodo de búsqueda formal que comienza a resolverse ese mismo año, cuando viaja a Amsterdam. Durante 1982, 1983 y 1984 pasa largas estancias en Berlín, huida necesaria si quiere seguir viviendo en Madrid, ciudad que ejerce sobre él una rara mezcla de atracción y rechazo. Desde 1981 y hasta el verano de 1984, Joaquín de Molina, crecientemente influido por el neoexpresionismo de los nuevos salvajes alemanes [xlvii], realiza una neofiguración de formas angulosas y de un colorido cada vez más vibrante. Pero es durante lo que queda de 1984, 1985 y los primeros meses de 1986 cuando el estilo de este pintor compulsivo alcanza sus cotas más altas: papeles y lienzos rectangulares de mediano y gran formato, normalmente en posición vertical, con solitarias figuras masculinas desnudas de pie, otras veces acompañadas y sentadas, que se yerguen en medio de despoblados paisajes urbanos de altos e inestables edificios, ejecutado todo ello con colores muy agresivos, casi incendiados, casi eléctricos, dejando caer a chorros el acrílico sobre unas superficies que parecen pintadas en un estado agónico, como si el artista intuyese su fin próximo, sin desperdiciar tiempo alguno en inútiles ejercicios de virtuosismo. La fuerza y la energía que emanan de estas poderosas imágenes, en el fondo un canto a la belleza del cuerpo y a la libertad de expresión de todo artista, son imborrables.

En cuanto a José Ignacio Díaz Pardo (Badajoz, 1945) y Antonio Herraiz Pacheco (Málaga, 1953), el primero, estudiante de dibujo en la academia madrileña de Hipólito Hidalgo de Caviedes  y licenciado en Arquitectura, se inclina por los temas de procedencia griega clásica, por los torsos desnudos junto a bandejas de frutas y por los cuerpos de construidas formas que se solazan y disfrutan idílicamente bajo el sol que baña la bahía malagueña, de tonalidades leve y sutilmente apagadas. Antonio Herraiz , por su parte, pinta arquitecturas, figuras y objetos cuyo fin, más que la pura representación de aquéllos, consiste, como él mismo ha dicho en alguna ocasión, en integrarlos en la superficie del soporte [xlviii].

 

 

  1. Los años ochenta. La generación del periodo de consolidación de las libertades.

A finales de febrero de 1985 se presenta en la galería del Colegio de Arquitectos de Málaga la colectiva Nueve no vistos, con obras de Manolo Criado, Agustín Gallardo , Carlos Guevara , Virginia Lorente , Benito Lozano , Chema Lumbreras , José Melguizo , Enrique Queipo  y Plácido Romero . Aunque el contenido de la muestra es desigual y sus integrantes, con edades en torno a los treinta años,  forman un conjunto muy heterogéneo, creo que puede ser considerada como un punto de inflexión en las actividades artísticas de la ciudad, en el sentido de dar a conocer a los miembros de la, entonces,  generación más joven de plásticos malagueños y de marcar una línea divisoria, si bien no tan pronunciada como en una primera impresión pudiera parecer, con los representantes de la generación que acabamos de revisar, quienes quizá tuvieron en Vida moderna y en Línea de Costa, más en la primera que en la segunda, su exposición emblemática. Precisamente una de las dificultades de método que plantean los ochenta en Málaga es que durante esos años se yuxtaponen e incluso superponen dos generaciones de artistas en la ciudad, ya que los más directos herederos de la nueva actitud ante la pintura inaugurada por Carlos Durán  y los restantes oficiantes de la neofiguración madrileña de los setenta, empiezan a mostrar aquí sus trabajos a partir de 1980, por lo que también podrían ser considerados cualificados exponentes del espíritu de los ochenta. Sin embargo, razones de edad y de planteamiento estético, más ecléctico en el caso de los que se inician a lo largo de la segunda mitad de la década, aconseja establecer la división propuesta. Otro rasgo, ya señalado,  característico del periodo (que lo diferencia más aún respecto de la prácticamente inexistente vinculación entre los neofigurativos y los protagonistas de la vanguardia malagueña de los sesenta y setenta, salvo la ya comentada excepción de Joaquín de Molina) es que ahora sí va a haber una fluida comunicación lingüística y se van a producir influencias, sean o no admitidas por los interesados, entre ambos grupos generacionales, asimismo extendidas a los novísimos de los noventa. Los problemas para el historiador se multiplican si tenemos en cuenta que algunos de los artistas que hemos preferido incluir en este apartado habían desarrollado ya una actuación considerable durante la primera mitad de los ochenta, como son los casos de Diego Santos, Rafael Alvarado  y el colectivo Agustín Parejo  School. Los motivos principales para estudiarlos ahora son, una vez más, de edad, lingüísticos y de actitud ante el hecho artístico. El caso más conflictivo es el de Diego Santos , nacido en 1953 y que además participó en las dos exposiciones arriba mencionadas. Pero, ni Diego Santos  es propiamente un pintor ni tampoco puede ser adscrito a la figuración; de otro lado, su producción es rabiosamente ecléctica, sin parangón alguno con cualquiera de los autores tratados en el enunciado precedente. Alvarado , que sí pertenece a la misma generación de los participantes en Nueve no vistos, se halla todavía muy perdido (aunque ha realizado una producción abultada) en la primera mitad de los ochenta, no empezando a perfilarse su lenguaje más representativo hasta finales de la década. De otra parte, su actitud ante la pintura, por entonces muy dependiente de los ejemplos de Van Gogh  y Picasso  y, sobre todo, su prácticamente nula relación personal con el grupo de los neofigurativos, nos obligan a no incluirlo en esta nómina. Por lo que respecta a los Agustín Parejo , un colectivo fuertemente ideologizado que subvierte radicalmente las condiciones y la sintaxis del trabajo artístico, no creo necesaria ninguna explicación. En rigor, como enseguida veremos, constituyen un caso bastante aislado dentro del panorama malagueño, al menos en lo que atañe al concepto y a la práctica del arte.

En su ya clásico, a pesar de los pocos años transcurridos, Epílogo sobre la sensibilidad “postmoderna” (enero de 1985), el profesor Simón Marchán realizaba una profunda reflexión, guiada por un preciso conocimiento y actualización de la teoría estética de los dos últimos siglos, sobre el espíritu artístico de los ochenta, en donde enumeraba y sometía a un análisis crítico riguroso los rasgos más sobresalientes de aquél tiempo tan cercano y que, sin embargo, nos parece cada día más remoto. Muchas de las características que él detecta en el comportamiento y en la nueva sensibilidad artística de Occidente son perfectamente aplicables, y de hecho así lo reconoce el autor, a España y, por ende, a la casi totalidad de sus regiones y provincias periféricas, como es el caso de Málaga, por mucho que aquellos atributos ofreciesen aquí unos perfiles menos nítidos y algo más desdibujados. Permítaseme recordar algunos de los más destacados: la permanente oscilación entre un postmodernismo de reacción o negación radical de lo moderno y un postmodernismo de deconstrucción, esto es, cuya principal pretensión es reconstruir la genealogía de la modernidad; el vitalismo, quizás como reacción inconsciente a la “muerte de las bellas artes” que se cernía sobre el territorio de la creación plástica a finales de los setenta; el desmoronamiento del progreso en las artes; la pérdida del entusiasmo por lo novedoso; el quebrantamiento del experimentalismo;  el cambio de paradigma estético, en detrimento del modelo científico-técnico; la vuelta a la Naturaleza; la impronta de un romanticismo congelado (disolución de los valores absolutos, lúcido escepticismo); la vuelta frenética a las imágenes; un abandono del reduccionismo formal; la fragmentación y el eclecticismo [xlix]. Aunque hayamos establecido, por razones de método, una división generacional entre los pintores de Málaga durante los ochenta, es palpable que estos atributos se encuentran diseminados entre ambos segmentos de artistas; más aún, si tenemos en cuenta que en gran parte son asimilables al renacimiento que en esa década experimenta la pintura, convendremos en que deberán asimismo estar muy presentes en cualquier reflexión que hagamos acerca de los pintores considerados en el apartado anterior. Por lo que respecta a la situación concreta de Málaga a partir de 1985, también observamos que los jóvenes creadores viajan ahora con mayor regularidad (principalmente a Madrid, donde suelen acudir puntualmente a la cita anual de la Feria Internacional de Arco), se relacionan e intercambian entre ellos con promiscuidad, aunque agrupados en círculos más o menos cerrados, abundante información de contenido estético y que cada vez será más frecuente la entrada en escena de licenciados superiores en Bellas Artes, cuya consecuencia más directa es una segura fuente de ingresos procedente de un puesto de trabajo como profesores de dibujo en la Administración pública.

Empezaré este breve recorrido por lo que resta de los ochenta en Málaga con la obra de Diego Santos, continuaré con las propuestas que más decididamente se reconocen en el neoconceptual “ideológico” (en algunos casos también tautológico), en la poesía visual y en la crítica a los lenguajes mediáticos (los Parejo, Rogelio López Cuenca, Juan Antonio López Cuenca, Jorge Dragón  y Benito Lozano), y acabaré con un abigarrado conjunto de autores en los que se mezclan múltiples referencias, entre las que quizá sea la figuración y el uso de técnicas y soportes tradicionales las notas más características  (Rafael Alvarado , Paco Aguilar, Enrique Queipo, Sebastián Navas, Plácido Romero, Chema Lumbreras, Isabel Garnelo, José María Córdoba, Titi Pedroche  y Margaret Harris), si bien algunos de ellos, principalmente Chema Lumbreras, Isabel Garnelo  y José María Córdoba, evolucionarán en una dirección muy distinta en los noventa, llegando incluso a abandonar, caso de Isabel Garnelo, el uso de la pintura como medio expresivo.

Ya me he referido a Diego Santos (Málaga, 1953) como un autor de difícil ubicación en el paisaje artístico malagueño de la década que estamos considerando. A ello coadyuva, en no poca medida, el que gran parte de su obra esté muy determinada por sus actividades profesionales como diseñador, decorador e interiorista. Al margen de su producción escultórica, que no tiene cabida en este trabajo, la obra pictórica de Diego Santos  ofrece desde principios de los ochenta una acusada mezcla de estilos y lenguajes que sin ningún tipo de prejuicio (¿o sería más conveniente emplear el término “pudor”?) coexisten en piezas realizadas casi al unísono. Sin embargo, creo que pueden distinguirse al menos tres propuestas diferentes, caracterizadas por la obsesiva depredación de los ismos más dispares y opuestos. La primera, hacia mediados de la década, y que tiene un buen exponente en el tríptico de gran formato que presentó en Línea de Costa, se decanta por unos geométricos volúmenes arquitectónicos que semejan hangares y depósitos de agua, resueltos a modo de proyecto o de esbozo a base de trazos gruesos y los tres colores primarios entreverados de blanco. La segunda, hacia finales de los ochenta, se caracteriza, como en el tríptico (Sin título, 1988) de la colección del Museo de Málaga, por el empleo de formas elípticas y rectangulares a base de colores planos, muy próximo todo a una pieza de puro diseño. En tercer lugar, la serie de cuadros, a partir de 1990, en los que se sirve de célebres composiciones de la vanguardia histórica, sobre todo cubista, y en las que, o bien introduce leves variaciones en referencia a la actualidad, o bien añade o altera sustancialmente los elementos compositivos, o bien yuxtapone a la pieza pintada una tersa y límpida superficie de metal con el nombre del autor supuestamente homenajeado. El apropiacionismo de estas últimas obras, sin embargo, transmite un significado ambiguo y equívoco.

El colectivo Agustín Parejo School, que inicia sus actividades hacia 1982, es quien más se distancia de aquella condición posmoderna estudiada por el profesor Marchán. Ni siquiera creo posible establecer una conexión con la vertiente deconstructiva, ya que, en rigor, sus miembros pretenden recuperar el espíritu de algunas de las manifestaciones más radicales de la vanguardia histórica y de la neovanguardia, como por ejemplo,  según ha señalado Esteban Pujals  en un artículo [l] sobre el grupo malagueño,  Duchamp, el arte de propaganda del primer tercio de siglo, el cubofuturismo ruso, Beuys [li], Art & Language [lii], Warhol  y Smithson . Yo añadiría, y muy especialmente, el discurso teórico que subyace al Productivismo soviético y determinados planteamientos del Proletcult. A mi juicio, la actuación de los Agustín Parejo     —bien se trate de piezas con un soporte más o menos tradicional, de performances o de proyectos de intervención—    gira toda ella en torno a un propósito fundamental: la crítica de la institución arte tal y como se ha formado en la sociedad burguesa, entendiendo por aquélla el aparato de producción y distribución del arte, así como las ideas que sobre el arte dominan en una época dada y que determinan esencialmente la recepción de las obras. Del mismo modo que la vanguardia dirigió su crítica [liii] contra el aparato de distribución al que está sometida la obra de arte y contra el status del arte en la sociedad burguesa descrito por el concepto de autonomía [liv], descubriendo la conexión entre ésta y la carencia de función social, y, por tanto, tratando de devolver el arte a la praxis vital, también los Parejo  School quieren intervenir muy directamente en la producción social de la existencia y cambiar la vida, de igual manera que desenmascaran los hipócritas fines culturales y los prosaicos mecanismos del mercado de arte y desmitifican el halo sacrosanto e intangible de que suele rodearse el objeto artístico, o, para decirlo con la expresión de Esteban Pujals , cuestionan de raíz la socialmente aceptada profesionalidad del artista.

Rogelio López Cuenca. "Traverserles", 1988.La propuesta de Rogelio López Cuenca (Nerja, 1959), a su vez uno de los miembros más activos del colectivo recién reseñado, participa tanto del lenguaje de las poéticas visuales como de una herencia conceptual fuertemente ideológica y de un denso contenido político. Los códigos y textos de que se sirve se nos muestran deliberadamente alterados y manipulados con el propósito de subvertir el carácter pasivo de la lectura unívoca que normalmente se hace del universo icónico en la actual cultura mediática de masas. Aprovechamiento mestizo del legado de la vanguardia, referencias historicistas, paradójicas e hilarantes asociaciones de imágenes, son algunos de los recursos utilizados por López Cuenca, quien en sus últimas intervenciones se decanta por la denuncia de las condiciones de vida a que el capitalismo tardío condena a la mayor parte de la especie. Así, por ejemplo, cuando sobre fotografías de episodios de la marginación, del hambre, de la huida de los refugiados y de las guerras regionales se sobreimpone una leyenda contradictoria con la imagen misma y que origina un acentuado contraste de significados. Otras veces el icono procede del autosatisfecho imaginario colectivo del mundo desarrollado, con lo que el texto pone en evidencia el carácter artificial y alienatorio de los paraísos publicitarios.

Un ejemplo radical de abandono de la pintura como lenguaje representativo es el de Juan Antonio López Cuenca (Nerja, 1966), asimismo activo miembro del colectivo APS  y que utiliza aquél instrumento de comunicación artística sólo durante la segunda mitad de los ochenta, siempre en un ámbito neoconceptual de marcado carácter ideológico-crítico ante la institución arte y de reflexión sobre los límites y las dimensiones sintáctica y  semántica de la obra artística.

Jorge Dragón. De la serie "Interzone" (años noventa).Otro artista que se mueve en la órbita del neoconceptual y que también se sirve de diversos medios y soportes para explicitar su propuesta, asimismo atravesada por un discurso ideológico de abierto rechazo de las circunstancias dominantes y del modelo mediático burgués, es Jorge Dragón (Málaga, 1956). No obstante, la connotación semántica de la yuxtaposición de texto e imagen que aparece en muchas de sus obras, unas veces es de lectura fácil, precisamente por la utilización de códigos fuertes  (como en una pieza de 1993 que representa la bandera de la Unión Europea, cuyas estrellas sirven de aureola a la leyenda La producción es un robo, alteración perversa de la casi homónima frase de Proudhon   la propiedad es un robo), y otras veces, como ocurre en aquellas en que se emplean códigos débiles o se practica un juego más cargado de ironía y de contenido humorístico, favorece la multiplicidad de lecturas (caso de varias piezas de 1993 en que se utilizan fotografías o imágenes de televisión de iconos mediáticos muy conocidos del público, pero cuya leyenda adjunta transmite un mensaje ambivalente).

De todos los neoconceptuales malagueños, probablemente sea Benito Lozano (Málaga, 1958) quien realice una obra con unas connotaciones más irónicas y humorísticas, cuyo origen hay que situar en la sorprendente e inesperada correspondencia entre el significante y el significado, tal y como aparece anunciado en los ocurrentes títulos de las piezas. El trasfondo, por mucho que nos esforcemos en deducir una semántica compleja, es tan sólo un juego inocuo cuyo principal rasgo es el ingenio. Valiéndose de un repertorio material muy diverso y de una técnica realista y minuciosa, apoyada en el dibujo, Lozano procede según un discurso puramente tautológico y encerrado en sí mismo: lo representado es la representación misma. Otras veces emplea la poesía, asociando términos y vocablos sinónimos o contrapuestos a fin de resaltar la dimensión pluridireccional y polisémica del lenguaje

Hasta 1987, año en que expone la serie Noches blancas, la trayectoria de Rafael Alvarado (Málaga, 1957) es errática y carece, a pesar de tratarse de un autor que produce con regularidad desde finales de los setenta, de un lenguaje definido y estable, debatiéndose su propuesta en la permanente oscilación entre una figuración de raíces fundamentalmente picassianas y expresionistas y un vocabulario abstracto [lv] cuya sintaxis está marcada por multitud de influencias, entre las que cabe señalar las de algunos representantes de la Escuela de Nueva York, Tàpies  y la pintura matérica, Millares  y también ciertos autores que han practicado un uso agresivo del collage, que Alvarado , multiplicando sus efectos,  aplica en determinados momentos yuxtaponiéndolo o integrándolo en la superficie del lienzo a base de un cromatismo violento y exaltado. Los ochenta, pues, son para este pintor un periodo de intenso experimentalismo y de búsqueda incesante, cuya culminación quizá sea el Homenaje a Van Gogh que presentó en la sala de la Diputación  de Málaga en 1986. A partir de aquélla individual de 1987, sin embargo,  observamos una progresiva atenuación de los fogosos impulsos que habían caracterizado su juventud, una relativa serenidad que da paso a una incipiente madurez, cuyos rasgos más notables son un sostenido lirismo, el empleo continuado de una extensa gama de grises, si bien acompañada de una particular admiración por el negro y los tonos oscuros (en cualquier caso, la utilización del color desprovisto de luminosidad, lo que no deja de sorprender en un pintor que se ha confesado en alguna ocasión heredero de la tradición pictórica mediterránea), y el recurso de los atardeceres y de la noche, de las ruinas y de los vestigios del pasado en el paisaje de la ciudad, casi como principales temas de inspiración. Así transcurre su evolución en esta nueva y dilatada etapa (aunque deberíamos, asimismo, consignar esporádicas escaramuzas una vez más con el collage y los papiers collés, según pudo verse en la muestra titulada De lo efímero, en el otoño de 1991) que culmina en Sombras blancas, de octubre de 1994, donde incluso los contundentes y enhiestos volúmenes de las arquitecturas y de los monumentos que constituyen una parte de la memoria histórica de esta ciudad, interiorizada por el pintor cual episodios de su propia biografía, ceden el puesto a la presencia religiosa de los abiertos e inaprensibles espacios de la noche, de una noche misteriosa y sagrada en la que  resuenan los ecos de un lejano romanticismo crepuscular. En cuanto a la obra reciente expuesta en la galería Alfredo Viñas, en marzo de 1996, vuelve a vislumbrarse una pérdida de rumbo, esperamos que transitoria, subrayada más aún por el abandono a la pura anécdota.

Paco Aguilar. "Torre alada" (años 90). Óleo sobre lino. 84 x 57 cms.La obra pictórica de Paco Aguilar (Málaga, 1959), un creador para el que el grabado constituye una ocupación fundamental y que, de hecho, condiciona e influye considerablemente en aquélla, derivó a principios de los noventa hacia unas piezas, en rigor esculto-pinturas,  cuyo soporte era la madera y que adoptaban algunos principios del assemblage. Las rugosas y erosionadas superficies de estos objetos conformaban toda una geografía de incisiones, signos, grafismos e ínfimos materiales de deshecho incorporados, que por sí mismas evocan la actividad del grabador. Esta poética de elementos foráneos, pigmentos de color y formas zoomórficas y antropomórficas observable en el anverso, descubre su secreto complemento en el reverso de las piezas, donde los remaches, los clavos y toda la labor de carpintería imprescindible para la fijación y moldeado de las tablas, expresan una reconquistada conjunción entre las manos del artesano y las del artista. A mediados de la década vuelve a utilizar el soporte de lienzo, pero las composiciones, en las que hay referencias a la arquitectura africana primitiva, al urbanismo árabe, a la pintura egipcia y a los dibujos infantiles, continúan una línea de investigación dominada por los resultados obtenidos en la obra gráfica.

Enrique Queipo. "Sin título", 1995. Acrílico sobre lienzo. 120 x 120 cms.Después de unas primeras obras, según pudo constatarse en Nueve no vistos, en las que latía la influencia del pop y que pueden ser adscritas sin ningún temor a lo que se ha llamado pintura psicodélica, la producción de Enrique Queipo (Málaga, 1962) evoluciona a finales de los ochenta hacia una propuesta caracterizada por la presencia de un universo maquínico y de elementos tubulares de apariencia legeriana que, más que presuponer una pretendida exaltación del progreso y de la civilización científico-técnica vinculada a las sociedades posindustriales, estaban ahí como simples objetos, como “motivos”, “naturalezas muertas” o incluso “vidas detenidas”, por repetir los acertados epítetos empleados por Eugenio Carmona al referirse a estos trabajos [lvi]. Todavía con cuadros en donde se representan bielas, bujías, hélices y ventiladores entra Queipo en la década siguiente, para dar un giro hacia 1991-1992 con su serie Retrato sentimental, en la que coexisten la ordenación geométrica con la idea de fragmento, y en la que también vemos surgir unas siluetas antropomórficas cuyos fondos, a modo de damasquinado, son una herencia depurada de su anterior etapa presidida por signos y artefactos mecánicos. Después vendrán otras series, como por ejemplo Cuatro sobre uno, de 1993, en la que indaga en la idea de combinación y de complemento; las Espirales rayadas, de ése mismo año, según el propio artista un “juego de contrastes donde la degradación en el fondo con aerógrafo hace que el dibujo se difumine por una parte y se remarque por la otra”; los cuadros costumbristas de tema portuario y, como la más directa consecuencia de estos últimos, la serie La Puerta, de 1994, estructurada a base de unos ejes muy simétricos y de una extraordinaria pulcritud y limpieza de ejecución. En las últimas series, Encuentro en el cruce, del verano de 1995, cuya elaboración sigue un procedimiento algo complejo, y Encuentro ausente, de 1996, el artista continúa investigando sobre determinadas combinaciones cromáticas, en la primera de ellas a partir de una matriz inicial en blanco y negro, y en la segunda con unos resultados que intensifican la estructuración geométrica del cuadro. Todas estas series desde 1991-92, si bien tienen su origen en una rigurosa investigación apoyada en cálculos numéricos y matemáticos, no necesariamente derivan en un cientifismo o purismo geométrico, ya que las innumerables combinaciones y superposiciones de colores y formas “barroquizan”, como si dijéramos, las composiciones, proporcionándoles un dinamismo y movimiento consustanciales al juego intelectual y estético que representan.

Sebastián Navas. "La canción de la carne", 1993. Acrílico sobre lienzo. 130 x 97 cms. Colección particular.La principal característica de la pintura de Sebastián Navas [lvii] (Málaga, 1959) es la reflexión que hay en ella sobre el tiempo y la ausencia. Sus lienzos semejan ser instantáneas de la realidad, de una realidad, a su vez, acotada y delimitada. Congelación de un instante en el tiempo (nítido comienzo de la intemporalidad) y apresamiento de un trozo del mundo físico, si bien este último se nos muestra cual directamente intervenido por el hombre, ordenado y organizado por él; de ahí las calzadas, las señales de tráfico, los edificios, las fábricas. El resultado, como podría deducirse de esta doble acción limitadora espacio-temporal, no reviste ninguna sensación de fractura e inestabilidad, sino de quietud y armonía compositiva. Las masas están en perfecto equilibrio, al igual que el trazado de las horizontales y verticales. El campo de visión plástica del artista se ha traducido en una suerte de encuadre fotográfico en el que aparentemente nada ocurre, todo permanece igual a sí mismo. Sin embargo, los cuadros de Sebastián Navas  desprenden, como si dijéramos, una honda melancolía, un incómodo desasosiego que afecta al sentimiento, una extraña mezcla de vacío, misterio y ansiedad. Hay algo innominado, en estado latente, que pugna por desvelarse, pasar de potencia a acto, pero se halla prisionero de una fuerza ignota que le incapacita salir a la luz. Este arduo y constante forcejeo, aunque silencioso y escondido, provoca una atmósfera pesada, plomiza, a la que tampoco es ajena la inexistencia de los cielos encapotados. Cuatro signos evidentes, al menos, nos proporciona el pintor que nos orientan a descifrar en parte la peculiar interioridad de su visión. Son estos: los caminos sin punto de llegada, perdidos en el infinito; las tapias que rodean algunas construcciones y dificultan el acceso; las fábricas semiabandonadas, restos de arqueología industrial de un pasado sumido en el olvido; la soledad, la ausencia de seres humanos, de transeúntes que recorran esos espacios. No se trata aquí de reducir esta pintura a sus incuestionables aspectos simbólicos, pero no creo exagerar si señalo tales signos como las piezas clave que ayudan a interpretar la poética de Sebastián Navas , abriéndonos un estado anímico donde tienen amplia cabida la melancolía y la insatisfacción. Hay otro dato adicional que tampoco conviene olvidar. La escena principal de los lienzos, el encuadre fotográfico al que antes aludíamos, suele ser de formato rectangular o cuadrado y se halla aislado en todo su perímetro de una o dos bandas dispuestas en sentido horizontal o vertical que completan la composición. Las bandas, cuyas dimensiones guardan  clara relación proporcional con las del resto del cuadro, aparecen pintadas de un color uniforme y escasamente pobladas por elementos y objetos muy simples: circunferencias tangentes y secantes, hojas con su tallo, ruedas dentadas, brújulas, animales, fósiles, grecas, cabezas humanas, puentes, etc. ¿Estamos, quizás, ante lo que cabría explicar como significativa nota irónica, reforzada además por los títulos de la mayor parte de las obras? A partir de 1995 comienza a observarse un leve cambio de orientación, que afecta tanto a la composición general de los cuadros, a modo de dípticos con dos zonas netamente diferenciadas, como al contenido, en el que atisbamos, de un lado, una progresiva desaparición de las arquitecturas en beneficio del puro paisaje natural y, de otro, una reforzada presencia de las figuras antropomórficas.

De todos los artistas considerados en esta sección, Plácido Romero (Málaga, 1961) es quien más emparentado está, si bien se trata de un descendiente tardío, con aquella neofiguración madrileña de los setenta y primeros ochenta que tiene en Carlos Durán  a su, en rigor, único representante malagueño. Por supuesto que esta filiación se refiere tan sólo a la reivindicación de técnicas y soportes tradicionales, ya que ni su formación como pintor, en la que no distinguimos una especial preocupación por el lenguaje y los problemas de la arquitectura y los volúmenes, ni tampoco su universo simbólico, bastante más desprovisto de referencias mediterráneas, lo conectan con el grupo de los Durán, Pérez Villalta  o Cobo; es más, el mundo poético de Romero  está incluso muy alejado del que recrearon los epígonos malagueños de la neofiguración en la primera mitad de los ochenta. Aunque pueda parecer un tópico, la pintura de Plácido Romero  con quien de verdad establece sólidos puntos de contacto es con esa tradición surreal y simbólica que recorre el arte de Occidente desde la segunda mitad del siglo XV hasta el nuestro, y que quizás tenga en Hieronymus Bosch  uno de sus más cualificados representantes, aunque también podríamos mencionar a Patinir, Brueghel  y algunos pintores simbolistas y surrealistas europeos, principalmente ciertos elementos aislados de las poéticas de Max Ernst  y Tanguy.  En los cuadros del pintor malagueño, asimismo abundantes de resonancias fantásticas y oníricas, como en algunos cómics de contenido dramático y decorados fantasmagóricos, las figuras humanas suelen ser diminutas y se hallan generalmente subordinadas a la grandiosidad cósmica de unos paisajes cuya atmósfera y tonalidades de color acentúan el dramatismo de las escenas, aunque esta inquietud se ve en parte neutralizada por las extrañas y absurdas situaciones en que se desenvuelven los personajes, como insinuando una sutil intención irónica [lviii]. No debe tampoco sorprendernos, según ha manifestado el autor en más de una conversación informal, que el significado oculto de tan complejo y variado programa iconográfico vaya desvelándose pausadamente, incluso para el propio pintor, después de transcurrido cierto tiempo desde la ejecución de las piezas. Con todo, los cuadros de Plácido Romero  denotan también una referencia crítica a la actual constelación económica y socio-política, sin olvidar las directas incursiones en el espíritu creativo y en el mundo del arte, donde habría que situar el afán mercantil-inversor-especulador y coleccionista.

Chema Lumbreras (Málaga, 1957) es, de los artistas que estamos tratando en esta sección, uno de los que mayor inclinación muestran hacia el eclecticismo y la diversidad de estilos. Entre 1982-83 le vemos haciendo una pintura figurativa de colores muy fuertes y chillones, casi estridentes, en una línea muy neofauve, y cuya agresividad y violencia en la pincelada nos recuerda a los nuevos salvajes alemanes, a los que probablemente conocería a través de su amistad por estos años con Joaquín de Molina. Hacia 1985 el cromatismo se atenúa, las figuras se concretan y definen con mayor precisión, aparecen escenas de interiores en las que los personajes se entregan a quehaceres intrascendentes, todo ello con un encuadre compositivo  que presenta ciertos rasgos de técnica narrativa y de estética cinematográfica, lenguaje éste último que sin duda ha ejercido una considerable influencia en la trayectoria de nuestro pintor. Algunas de las obras realizadas en este momento se adensan con un exceso intencionado de pasta pictórica, que incluso rememora algunos lienzos de Miquel Barceló. Entre 1986-87 ejecuta una serie de cuadros en los que la característica principal quizás sean los nítidos contornos negros de las figuras, representadas bajo situaciones absurdas, con notables diferencias de escala y con unos fondos muy sugerentes, nutridos de grafismos, rayones y tachaduras. En estos lienzos, que en algunos casos ofrecen un obsesivo horror vacui, hallamos también referencias a otros lenguajes contemporáneos, principalmente el cine y la fotografía, representados aquí por algunos personajes grotescos de las películas de Tod Browning  y otros ambiguos e inquietantes como las hermanas siamesas fotografiadas por Diana Arbus. Los años 1989 y 1990 reflejan con intensidad la vocación ecléctica de la pintura de Chema Lumbreras: cuadros abiertamente experimentales unas veces, otras, sin solución de continuidad, se produce un giro radical hacia propuestas casi minimalistas, con grandes y negros espacios vacíos, donde los únicos objetos, bien es verdad que dotados de una sutil e íntima vida interior, son hojas y pétalos, y en cuyo planteamiento estético adivinamos signos e influencias de la estética oriental, principalmente zen, para terminar con composiciones muy neoconceptuales, en las que el lienzo se parcela en zonas geométricas iguales y cuyo contenido son ininteligibles frases alusivas al estado del arte, letras sueltas y caracteres numéricos. A principios de los noventa cada vez son más frecuentes las incursiones en el minimalismo, la ausencia de elementos en las composiciones y la indiferencia hacia el color, pero en 1994 pinta de nuevo algunos cuadros con abundante presencia de figuras, cuyo mejor ejemplo quizás sea Mi cuchilla de afeitar, un lienzo de casi dos metros en el que lo más interesante es la preocupación por los temas de contenido social y la crítica a la autocomplacencia y a la hipocresía moral propia de la mentalidad burguesa. En este cuadro, que fue realizado bajo los efectos retardados de una exposición de fotografías de Sebastião Salgado  sobre la sequía en África, un frigorífico, producto típico de la sociedad de consumo del mundo desarrollado, se planta como un tótem en medio de un poblado africano: un absurdo, ya que semejante artefacto, al carecer, como es de suponer, la aldea de corriente eléctrica no puede ni siquiera ser utilizado  —por no hablar de la contraposición formal entre el paralelepípedo de rectas líneas geométricas de la máquina y la forma de vida y el universo de sentimientos elementales de la tribu—. Los grupos de figuras que circundan la composición constituyen quizás una alusión al ciclo natural de la vida y a las edades del hombre: a la izquierda, la representación, con una parturienta de pie, como es costumbre en algunas tribus, de un nacimiento; a la derecha, otro personaje femenino se lamenta ante el cuerpo esquelético de un niño muerto sobre un trozo de tela blanca; a ambos lados del artefacto símbolo de las opulentas sociedades occidentales, flanqueándolo, un adolescente a la derecha y un adulto a la izquierda. La nota irónica es ese rostro de hombre blanco joven que se afeita, una velada crítica a esa actitud que tan frecuentemente se adopta todas las mañanas en buen número de acomodadas viviendas burguesas, en las que, bien resguardados por la enorme distancia, quizás pensemos durante algunos minutos al oír las noticias de la radio, sobre las inhumanas condiciones de vida de los pueblos subdesarrollados, incluso es posible que por unos segundos sintamos cierta compasión, pero estos síntomas son tan efímeros como moralmente indecentes. En 1995 se abre un periodo de crisis en la producción de Lumbreras , que supone una importante ruptura con toda la obra anterior y que creemos se halla perfectamente ejemplificado en un cuadro desolado y vacío, desprovisto de cualquier referencia icónica y cromática, si exceptuamos un bocadillo de cómic encerrado dentro de un cuadrado, aunque sin contenido alguno, como un signo de interrogación.

Aunque la actividad propiamente pictórica y el uso de soportes tradicionales por parte de Isabel Garnelo (Ponferrada, León, 1957) abarca pocos años, sólo hasta finales de los ochenta, esta autora alcanza sin embargo una notable intensidad y un dominio muy peculiar de aquél medio expresivo. Desde 1984 realiza unas composiciones en las que el tema exclusivo es el paisaje urbano de la ciudad contemporánea, si bien centrándose mucho más en las formas arquitectónicas en sí mismas que en el desarrollo urbanístico. En los primeros cuadros predomina una amplia gama de colores planos, según una disposición muy geométrica, casi abstracta. Más adelante aparecen vistas nocturnas de la ciudad, los colores se aplican ahora con una mayor gestualidad y los edificios se inclinan y tambalean simulando unas perspectivas de clara influencia de la pintura y de los decorados cinematográficos del expresionismo histórico alemán. En 1985 surgen las primeras figuras humanas en interiores, en los que continúan teniendo una importante presencia las formas geométricas, aunque la vehemencia gestual y la estética neoexpresionista se acentúan, como consecuencia de un marcado influjo de los nuevos salvajes alemanes. En las nuevas visiones de la ciudad, los edificios (de los que únicamente se distinguen las líneas exteriores de su estructura y las alargadas cristaleras iluminadas cual fosforescencias, vertical u horizontalmente) y el cielo que hay entre ellos se embadurnan  de gruesas pinceladas con una gran mezcolanza de tonos. Hacia 1986 pinta algunos cuadros cuyo principal objeto es el árbol, pero sin abandonar la característica preocupación por los volúmenes y la geometría, así como la arbitrariedad en el empleo de la perspectiva, todo ello con una renovada viveza cromática, especialmente de azules, verdes y amarillos. A partir de 1987, los agrestes y accidentados paisajes, donde de vez en cuando aparece alguna pequeña figura, se irán haciendo cada vez más abstractos y de pincelada más agresiva.

José María Córdoba. "Naufragio de pateras", 1997. Óleo sobre lienzo. 162 x 130 cms.Otro caso significativo de eclecticismo es el de José María Córdoba (Córdoba, 1950), un pintor profundamente marcado por la figuración desde que estudió Bellas Artes a principios de los setenta en Sevilla y en el que estilos muy distintos e incluso contrapuestos se suceden a veces a un ritmo vertiginoso. Entre 1974 y 1977 realiza una obra que puede ser vinculada a cierto realismo social y que está influida por determinadas ideas estéticas dominantes entonces en algunos círculos artísticos cordobeses y sevillanos, principalmente Estampa Popular y el grupo de discípulos en torno a Francisco Cortijo , partidarios de una propuesta artística entendible por las masas y de contenido crítico respecto de la situación política impuesta por la dictadura. El realismo social de José María Córdoba, que al comienzo no necesariamente se opone a los valores formales de la tradición académica, aunque sí es evidente el rechazo de la moral y de la concepción burguesa del mundo, se hace cada vez más radical y expresionista, para concluir hacia 1977 con Paso de cebra, epítome de toda la etapa. En el verano de ese año viaja a Italia gracias a la dotación económica que le proporciona una beca concedida para estudiar los museos de aquél país, estancia que le supondrá un fuerte impacto, sobre todo de la pintura de las últimas décadas del Quattrocento florentino y del Alto Renacimiento romano, no así de la escuela veneciana. Discurre de este modo, una vez regresa a España, y hasta 1981, un periodo que se caracteriza por la ejecución de una obra italianizante, si bien dominada mucho más por la influencia del dibujo y de la anatomía de los cuerpos que por el color. También se advierte en las composiciones de esta época la presencia de la peculiar fauna de personajes de la commedia dell’arte, que había despertado el interés del joven pintor durante los meses de estancia en Italia. A partir de 1981 se instala en la Costa del Sol, cambio de residencia que coincide con un brusco giro estilístico, surgiendo primero una pintura que, sin dejar de ser figurativa, es mucho más esquemática, geométrica y plana, y que acabará entregándose hacia 1982 en los brazos de una abstracción de formas elementales. Entre 1983 y 1987, la producción de José María Córdoba  refleja en cierto modo el equilibrio emocional y la recién adquirida estabilidad amorosa de su vida privada, como lo pone de manifiesto una pintura cuyo tema predominante es el paisaje, poblado por doquier de figuras humanas ociosas e indolentes, abandonadas a un dulce y suave erotismo, de animales y de plantas exóticas, un paisaje idílico que en realidad es una idealización del mundo campesino y una recreación del Paraíso perdido. Sin embargo, en 1984 se produce una atenuación cromática, los colores se vuelven terrosos y ocres, se percibe una progresiva influencia del lenguaje del cómic, con formas y figuras picudas y aristadas, si bien el contenido de los cuadros prácticamente permanece invariable. Los años siguientes, a partir de 1987, son de un rabioso eclecticismo y de constantes rupturas estilísticas. Durante ese año los cuadros denotan la presencia de relojes, de zigurats y de estructuras arquitectónicas circulares, casi laberínticas, en las que no se sabe muy bien dónde está el principio y dónde está el final, elementos todos ellos indicadores de los interrogantes y de las cuestiones relativas al tiempo que obsesionan por un corto periodo al pintor. Después de una efímera etapa, en 1988, en la que aparecen letras y frases en los lienzos, reveladoras de un cierto coqueteo neoconceptual, los años 1989-90 son quizás los de mayor experimentación en la evolución de José Mª Córdoba, con unos cuadros literalmente rellenos de materia que se esparce sin uniformidad en gruesas capas, a las que se añade el collage, que irrumpe con la incorporación de cartones rasgados, muy rugosos e irregulares. En 1992 vuelve otra vez el expresionismo, ahora de colores vibrantes y con una temática  —pensemos, por ejemplo, en el cuadro titulado El Minotauro entre la vida y la muerte   que indica cierta inquietud de raíz existencialista, en la que también están presentes las escenas de un erotismo salvaje y violento. La etapa clasicista, entre 1992-94 y en la que reinterpreta motivos, entre otros, de Rubens, Ingres  y la pintura galante francesa, supone la liberación del expresionismo inmediatamente anterior y la entrada en un periodo de calma y placidez, en el que asimismo apreciamos una como sublimación del desgarrado erotismo precedente. En último lugar, 1995 está marcado por una reflexión teórica y, sobre todo, práctica en torno a la deconstrucción, con unas composiciones en las que se plantea el problema del espacio ilusorio del barroco, con figuras que se desdoblan y con la inquietante presencia del tema del voyeurismo.

Titi Pedroche. "Flores urbanas", 1999. Técnica mixta sobre lienzo. 195 x 130 cms.Quisiera terminar esta rápida síntesis acerca de los artistas dados a conocer en los ochenta, refiriéndome a la obra de dos pintoras que muestran un notable y delicado gusto en la manera de componer y en la utilización del color. La primera de ellas, Titi Pedroche (Valencia, 1942), afincada en Málaga desde hace bastantes años, observa el mundo de una manera sencilla y casi doméstica, brindándonos una iconografía de objetos reconocibles con los que cotidianamente convive. Los cuadros de esta autora, que por lo general prescinden de la idea de profundidad espacial, revelan un modo de hacer en el que aunque la disposición de los elementos haya sido pensada con calma, la ejecución es de vocación rápida, imperiosa, vehemente. La solución compositiva y la técnica del collage adoptadas en sus grandes lienzos neofigurativos, donde el intenso y equilibrado cromatismo unifica el conjunto, dan como resultado unas obras alegres y festivas no exentas de ironía. La otra pintora es Margaret Harris (Portsmouth, Reino Unido, 1955), que vive en España desde 1978, en la actualidad en la comarca de la Axarquía. Harris , que suele trabajar con arpillera como soporte, nos ofrece unas obras también de intenso y vivo cromatismo en donde se entremezclan con extraordinaria pureza y una sutil armonía la tradición abstracta y la figurativa, aquélla a base de motivos geométricos y ésta representada por una iconografía de procedencia marina. El azul ultramar, el turquesa, el amarillo, el marrón terroso de las arpilleras y el ocre, dispuestos en bandas horizontales y verticales, en círculos, en triángulos dentados o como simple fondo de las composiciones, iluminan estos cuadros de un gusto casi primitivo.

 

 

  1. Los años noventa: los artistas de una generación reflexiva.

El entusiasmo generalizado que había caracterizado a la pintura española durante los felices ochenta puede considerarse concluido en 1992. Al terminar este año, que muchos quisieron vender como emblemático en nuestra recientísima historia, pero sin embargo tan cargado de estériles y magnificados acontecimientos, pareció como si el país entero de golpe se diese cuenta que llevábamos ya casi dos años sumidos en una profunda crisis económica, que el desarrollo experimentado durante el decenio anterior no había sido tan sólido y consistente y que ciertos personajes de las altas finanzas  y la propia clase política, sobre todo los miembros del Gobierno y del partido en el poder, habían realizado actividades no sólo de una dudosa ética sino incluso abiertamente fraudulentas y corruptas. Casi el único activo que permanece en los noventa de los años inmediatamente precedentes es la definitiva incorporación e integración de España en Europa y una mayor presencia de nuestro país en los ámbitos de decisión internacional, aunque también este pretendido prestigio de nuestra posición en el mundo ha sido después ampliamente cuestionado. En lo que atañe al terreno de la cultura en general y de las artes plásticas en particular, los noventa son unos años de repliegue y de drástica reducción de actividades y de gasto por parte de los organismos y empresas privadas y públicas. El incontrolado dispendio cultural de los ochenta,  en que se organizan costosas exposiciones, los precios de venta en el mercado de los productos artísticos se disparan y abundan los especuladores y los adeptos de la inversión rápida y fácil, aderezado todo ello de teóricos, críticos y comisarios de exposiciones que desplazan sin pudor el protagonismo de los creadores y de las obras, por no hablar del carácter embaucador de muchos de sus dicterios y rotundas afirmaciones acerca del incuestionable valor de jovencísimos artistas desconocidos y casi completamente anónimos unos días antes de su triunfo, cuya irresistible ascensión tiene mucho más que ver con la línea de promoción de ventas de una multinacional de productos de última moda que con la serena reflexión sobre el hecho artístico, todo este clima superfluo y dulcemente engañoso parece experimentar un brusco frenazo a partir de 1993, cuando el país pareció despertar de un cómodo, huero y prolongado sueño. Por supuesto que hubo contribuciones y propuestas interesantes en los ochenta, tanto por parte de los artistas como de algunos estudiosos, pero todo sucedía a una velocidad tan vertiginosa, eran tantas las manifestaciones y estaba tan desprestigiada la reflexión sobre lo que se hacía, que parecía como si lo único importante fuese la mera acumulación, lo novedoso y apuntarse de prisa y corriendo al tren de una modernidad descafeinada, despreocupada y autosatisfecha.

La disolución de todo este espejismo y el relativo parón de los noventa pueden, sin embargo, resultar más beneficiosos de lo que en un principio se pensaba. Si nos centramos en el panorama malagueño, por otro lado un reflejo de lo que ocurre en el resto de España, la nueva generación de creadores plásticos irrumpe con renovada energía y con propuestas en muchos casos más consistentes que las de sus colegas de la generación precedente, pero ahora las dificultades de la promoción personal, al haberse cerrado algunas prometedoras galerías privadas (otra falsa apariencia de dinamismo en el mercado característica de la década anterior) y reducirse con dureza el grifo de las subvenciones públicas, son casi insalvables. Sin embargo, uno de los aspectos más positivos de este necesario repliegue, en absoluto táctico, en los cuarteles de invierno, es la reflexión y autocrítica sobre el propio trabajo y una mayor coherencia en los resultados. Tales circunstancias han contaminado a algunos artistas de los ochenta, en especial los más jóvenes. También es un dato incontestable, y me sigo refiriendo a Málaga aunque podríamos extenderlo al resto de España, que nunca en nuestra historia reciente nos hemos hallado ante un grupo de artistas mejor preparados desde el punto de vista teórico y práctico. Baste señalar que todos los autores tratados en este apartado, a excepción de uno que, sin embargo, posee una amplia cultura artística y cuyos intereses abarcan la literatura y el pensamiento, son licenciados superiores en Bellas Artes, menos otro que lo es en Medicina. Estos jóvenes creadores malagueños leen sesudos libros de historia del arte, de filosofía y de ciencia. Mantener una conversación con ellos es siempre una experiencia enriquecedora desde la perspectiva del conocimiento, algo que lamentablemente no ha sido frecuente en nuestro país entre los profesionales de las artes plásticas. Son, además, serios y rigurosos en su trabajo y reflexionan y discuten con asiduidad sobre pintura y el significado y sentido profundo del arte. Insisto en que estas saludables prácticas, aunque los productos no se vendan como ellos quisieran y en numerosas ocasiones sufran el desánimo de una situación en la que es muy difícil encontrar la salida, no ya al éxito, sino al simple reconocimiento, se han extendido, o en algunos casos existían ya en los artistas de la generación anterior. La ventaja que tienen ahora, no obstante, es que una proporción considerable de ellos ejercen la enseñanza como profesores de dibujo, bien en institutos públicos de secundaria como funcionarios o en colegios privados, con lo cual pueden desentenderse de apremios financieros que son siempre perjudiciales para la práctica del arte. Quisiera señalar, para concluir, que, en al menos tres de ellos, sus intereses no se dirigen exclusivamente hacia la pintura como actividad artística, sino a la escultura y a las instalaciones, estas últimas como medio más apropiado para alcanzar sus objetivos.

No creo exagerado afirmar que Joaquín Ivars (Málaga, 1960) es uno de los exponentes más cualificados de su generación en Málaga. Titulado en Medicina y Cirugía por la Universidad de su ciudad natal, aunque no ejerce la profesión, es también especialista universitario en ciencias cognitivas aplicadas y en la actualidad prepara una tesis doctoral en el área de Estética del Departamento de Filosofía de aquella institución docente. Joaquín Ivars  ha sido, desde sus años de estudiante universitario, una persona preocupada por la teoría estética y el pensamiento filosófico en general, con una particular atención a la filosofía de la ciencia y al papel que ésta última puede cumplir en el futuro desarrollo de la creación artística. Junto con otros artistas malagueños (entre los que yo destacaría a los Agustín Parejo, Rogelio López Cuenca, Jorge Dragón, Jesús Marín  y la escultora Encarni Lozano), su obra se caracteriza por apoyarse en un discurso teórico de alto contenido crítico respecto al actual modelo de organización social de los países tecnológicamente muy desarrollados, pero mientras algunos de sus colegas han incidido en cuestiones relativas a las contradicciones de clase, la lucha de sexos, la discriminación de la mujer, la alienación generada por los mensajes publicitarios de la moderna sociedad de consumo y, en general, por el modo de producción del capitalismo posindustrial, Ivars  se detiene tanto en la opresión psicológica y espiritual que produce en las conciencias de los individuos los mecanismos de poder del Estado democrático-burgués, como en el problema del tiempo, de la identidad, del sufrimiento y la muerte. En todos ellos, sin embargo, hay también un interés profundo por el significado y el estatuto estético y ontológico de la obra artística en sí misma. Ivars , y esta es otra importante característica de los autores mencionados, abandona muy pronto el exclusivo empleo de las técnicas y soportes tradicionalmente relacionados con la pintura y la escultura, expresándose en cambio con cualquier medio disponible, con tal que sea  adecuado al propósito y al objetivo impuesto. Entre esos medios, la instalación, que se convirtió desde principios de los noventa en un vehículo expresivo muy extendido en todo el mundo, ha sido ampliamente utilizada, de los artistas que trataremos ahora, por Ivars  y por Jesús Marín , si bien el primero también ha recurrido en numerosas ocasiones a los medios audiovisuales y a las nuevas tecnologías.

Entre 1989 y 1991, Joaquín Ivars realiza cuatro series de cuadros que mantienen, cada una en sí misma y cada una respecto de las otras, un discurso coherente y unitario. En 1989 ejecuta una serie de cuadros negros cuyo propósito inicial, una vez estuviesen colgados en la sala de exposiciones, era que el visitante, gracias a una tenue iluminación dispuesta al efecto, de una primera ojeada percibiese tan sólo un conjunto impreciso e indeterminado de superficies de color negro, esto es, la primacía de la oscuridad sobre la luz, para, una vez el nervio óptico se fuera adaptando a las unidades de lux de la estancia, ir dejando entrever poco a poco las formas y el contenido de las piezas. La superficie negra de las tablas expuestas simbolizaba, de esta manera, la fagocitación del pensamiento, el que éste sea tragado y devorado por una realidad oscura, en tinieblas, donde no se deja mostrarse la lucidez del entendimiento. Se observa, de otro lado, en estas composiciones una cierta estética neobarroca, un auténtico horror vacui, así como una tensión dialéctica entre orden y desorden, por no hablar del interés por la materia, por los objetos, que se adhieren a las tablas por doquier. En el que podemos considerar el cuadro que cierra la serie completa, El discurso de la materia, y que es un reflejo del discurso de la realidad, percibimos un discurso vacío, negro, opaco, desprovisto de contenido. En 1991 pinta un políptico en el que sobre la leyenda que dice El orden es una de las formas del azar, la lucidez es una de las formas de la locura, observamos cinco composiciones cuyo discurso unitario simboliza la ceguera de la razón del entendimiento. Ahora bien, esta ceguera es producida tanto por la oscuridad, que aparece representada en ese grueso trazo negro circular que tapa los ojos de multitud de personajes anónimos fotografiados y pegados a modo de collage, como por el exceso de luz, esto es, el exceso de la razón, sólo reflejada en una de las composiciones. De igual modo, el caos, el desorden, esto es, la irracionalidad, simbolizada en los cuatro cuadros similares mediante los trazos gestuales negros, provoca tanta ceguera como el orden, aludido en la geometría pura de uno solo de los cuadros. De aquél mismo año es la serie Todas direcciones, formada por un conjunto de tablas en forma de flecha, con fotografías de rostros humanos que van haciéndose gradualmente irreconocibles, hasta no poder ser identificados en absoluto, y que están atravesados en su punto medio, a la altura de los ojos, por segmentos negros, blancos, amarillos y rojos. Los cuadros, que han de estar efectivamente dispuestos en la sala apuntando a múltiples direcciones, representan la dispersión del momento presente, la infinita multiplicidad de caminos y proyectos que se le ofrecen al hombre contemporáneo, el cual, como consecuencia de ello, cae víctima de la desorientación, cegándosele por tanto, también, la luz de la razón, con la consiguiente pérdida de identidad. La última serie de 1991 son unos cuadros que están cubiertos por una malla sintética y con gruesos brochazos que simulan las huellas digitales. De nuevo aparecen fotografías de rostros dispuestos linealmente y atravesados por segmentos negros a la altura de los ojos. Los segmentos conforman figuras geométricas rectangulares. El orden, el discurso autoritario del poder, produce ceguera y ofuscación mental en los individuos. La malla simbolizaría nuestro aprisionamiento.

Joaquín Ivars. "Espacio privado" (instalación), 1993.Después de estas cuatro series, Ivars realiza algunas composiciones e instalaciones en las que aborda de nuevo el tema del poder y, de otra parte, el problema del tiempo. Al menos dos de ellas concitan nuestro interés. La primera es una composición en forma de cruz en cuya banda vertical, en su parte inferior, aparece la fotografía de un niño pequeño desnudo que también tiene los ojos tapados por uno de los segmentos de una línea continua de segmentos de color negro, y en cuya banda horizontal están representados unos patitos de juguete, estando iluminada toda la pieza por un foco de luz cenital. El discurso horizontal, débil, democrático, se cruza con el discurso vertical y autoritario del poder. La pieza, por tanto, simularía la encrucijada en que se halla el sujeto como resultado de la intersección de ambos discursos. El razonamiento débil nos infunde poco respeto; de ahí los patitos de la tabla roja horizontal. El razonamiento del poder creemos nos ilumina   —de ahí la luz cenital—, cuando en realidad nos confunde, como a este niño. Pero la ceguera es, asimismo, resultado de la imposibilidad de desenmarañar el entrecruzamiento de ambos discursos por parte del individuo.

La segunda es una instalación. Cerca de uno de los rincones de una estancia se sitúa una silla sobre un pavimento. Del extremo de una de las patas de la silla arranca una línea discontinua que se interrumpe antes de llegar a la pared. Colgado de ésta un cuadro donde se representa una mesa con un agujero del que sale una humareda. Junto a la mesa una silla (al igual que aquélla pintada en un débil tono grisáceo), unidas mediante segmentos. Esta línea de segmentos del cuadro y la real sobre el pavimento de la habitación, si se continuasen, se unirían idealmente en un punto. El cuadro representa un suceso que acaba de producirse en la habitación: en ésta ya no hay mesa, porque ha desaparecido destruida por el fuego que, inesperadamente, ha comenzado a arder en ella. El fuego, pues, ha surgido de las entrañas de la mesa, esto es, el objeto se ha autodestruido. La instalación es una reflexión sobre la memoria y sobre el tiempo: la pintura, en este sentido, representaría un momento anterior; la habitación, un segundo instante. También podría deducirse la presencia de un concepto barroco: el cuadro dentro del cuadro, si entendemos la estancia real como un plano (el cuadro, entonces, funcionaría también como un espejo).

De 1992 es una serie compuesta de cuatro piezas, en cada una de las cuales se observa una nebulosa de círculos concéntricos que aprisionan, como si fuese un torbellino, una fotografía: de un perro muerto, de un niño desamparado y de un personaje desnudo vuelto de espaldas con los brazos extendidos. Sobre cada una de las composiciones se superponen, respectivamente, un paralelepípedo, una línea recta, un círculo y un ángulo diedro, realizados con segmentos negros y que en todos los casos atraviesan alguna parte o miembro de los cuerpos fotografiados, como si tales líneas amputasen las extremidades o dejasen ciego. Los sujetos de la vida, una vez más, son aquí víctimas del orden diseñado por el discurso del poder.

Terminamos esta breve incursión en la obra de Joaquín Ivars  refiriéndonos a unos inquietantes dibujos realizados en 1995. Se trata de cuerpos deformes, amputados, que a su vez son objeto de una nueva mutilación, simulada por la línea de segmentos. Además de la evidente alusión sexual, estaríamos ante una reflexión sobre el dolor y el sufrimiento, más exactamente, sobre el sufrimiento del sufrimiento (la amputación sobre la amputación).

Jesús Marín. "La sombra del bosque sobre el pasillo naranja", 1994. Acrílico y esmalte sobre madera. 183 x 183 cms.Jesús Marín Clavijo (Jerez de la Frontera, 1964) es, junto a Joaquín Ivars, otro de los artistas más interesantes surgidos en Málaga en la década de los noventa. Toda la producción de Jesús Marín, desde las Puertas del limbo (1991) hasta la instalación Mil y una cabezas (1995), parte y halla su fundamento en un único concepto metodológico: la misma idea puede desarrollarse con distintos medios, diversos lenguajes y variados soportes. Existe, además, una constante interrelación de las piezas, intercambiándose los mensajes aunque hayan sido producidos en épocas y años diferentes. Sirvan estos dos ejemplos: la propuesta contenida en la instalación conocida bajo el título de Pasillo naranja (1992) terminará convirtiéndose en cuadros con un soporte convencional; otras instalaciones acabarán deviniendo en series de dibujos. En la obra de Jesús Marín encontramos también una investigación del lenguaje escultórico, pero desde una posición antropológica, esto es, de preocupación por el hombre   [lix]. En este sentido, para Marín continúa vigente el discurso humanista del Renacimiento, aunque se hace necesario actualizarlo a la realidad contemporánea [lx]. De otro lado, su escultura, que no puede disociarse del resto de su obra, supone una reflexión en torno a la relación vacío-lleno y espacio interior-espacio exterior.

Empezamos este rápido y selectivo recorrido por la obra de Jesús Marín con Demonio mercantil I y II, dos cuadros-collage de 1990 a los que se superpone una leyenda en letras rojas y que son una crítica, en una línea pop radical y con evidentes influencias de Rauschenberg , de la fiebre consumista alienante de la sociedad posindustrial. Las Puertas del limbo [lxi] son una serie de cuatro puertas auténticas de hospital, intervenidas con acciones sobre ellas, principalmente enormes huellas digitales sobre una seriación continua de fotocopias en color de láminas extraídas de un libro de anatomía: metáforas de Habitaciones, pero también una reflexión acerca de la enfermedad como otro aspecto de la vida. En 1992 presenta en la sala de exposiciones de la Diputación  de Málaga la instalación Una habitación dentro de otra, en la que utiliza como concepto el recurso típicamente barroco del cuadro dentro del cuadro y cuyo pretexto es el recurrente tema de lo cotidiano: en medio de la sala se dispone una habitación vuelta del revés, apareciendo la misma pared en cada una de las caras del paralelepípedo que es la construcción. En cada una de estas caras se coloca una mirilla en forma de ojo de pez, a través de las cuales se leían unas claves situadas en el interior de la habitación    —AQUÍ VIVE EL SR. NO-TIEMPO / SU TEMPERATURA ES NOºC / SU ENFERMEDAD: EL ORDEN / TODO Y NADA DICE—, que nos descifraban las piezas (esculturas    —puertas blandas, buzones blandos—, buzones escritos con la leyenda “...BLA, BLA, BLA...”[lxii] y puertas nicho 202 y 203) dispuestas alrededor de la galería [lxiii]. En el Pasillo naranja, que se presenta por primera vez en la Casa de la Cultura de Fuengirola, se nos ofrece de nuevo una representación del espacio cotidiano: un pasillo descontextualizado y recolocado dentro de un espacio urbanístico mayor. “Visto desde el exterior  —afirma el autor—   se podría decir que se trataba de una gigantesca escultura paralepipédica (la pintura negra metálica así nos lo ofrecía), pero al movernos en su derredor nos percatábamos de que era un espacio nuevo por el que era posible transitar [...] Aquí, de nuevo, entran en función las mirillas, símbolos del voyeurismo [lxiv] de todo espectador. Éste, mirando por ellas, veía a otros espectadores «viajando» a través del pasillo”.  El color naranja simbolizaría la intensidad de ese espacio cotidiano, el hecho de que está vivo. El espacio interior del pasillo no es más que el resultado de la vida del hombre, esto es, de su actividad en la Historia . En cuanto a las letras que se proyectan desde fuera sobre el pasillo, son artículos relativos a la guerra de Bosnia, aspecto esencial de la conclusión que extrae Marín de aquélla intervención humana.

En junio de 1994, en la sala de arte de la Universidad de Málaga,  expone los Bosques interiores, una serie de proyectos cuya idea principal es el bosque, ya sea propiamente dicho, o bien su sombra, o bien el bosque de pensamientos del artista, esto es, la función de aquéllos como metáfora urbana [lxv]. Los árboles, una vez más, se sitúan dentro del espacio cotidiano, simbolizado por el espacio de la sala de exposiciones. El propósito principal es significar que el hombre hace suya la naturaleza, dominándola a través del pensamiento. Después de la instalación Mil y una cabezas, celebrada en Sanlúcar de Barrameda y Antequera en 1995, se encarga del comisariado de la inusual y magnífica experiencia, cuyo proyecto inicial es también idea suya, que se celebra en junio de 1995 en el Instituto de Enseñanza Secundaria de Coín, bajo el título AULA: Jauja en las jaulas, una colectiva [lxvi] en la que participan algunos de los artistas malagueños más interesantes surgidos en los ochenta y noventa [lxvii]. La instalación de Jesús Marín, Zona de inflexión espacio-temporal 

36° 39’ 37’’ N - 47° 50’ 23’’ N

                                4° 45’ 39’’ O - 17° 57’ 18’’ E,

constituye la representación y el rechazo de la guerra en cuanto elemento de la actividad del hombre. El interrogante central que se plantea aquí el autor es: ¿Por qué hay fronteras, esto es, una delimitación y separación artificial del territorio en el que viven los hombres? No cabe duda, responde Marín , que se trata de un fenómeno antropológico. El soldado que atraviesa paredes pone en evidencia los espacios dobles. Al situar a este soldado que atraviesa los paramentos de muro dentro de una de las aulas, se produce una intersección entre el espacio cotidiano y el espacio de otro lugar.

Óscar Luis Pérez Ocaña (Córdoba, 1968) es el único pintor abstracto que hemos decidido incluir en este apretado panorama sobre los noventa en Málaga. Su primera individual tuvo lugar en abril de 1992 en la sala de la Diputación  de esta última ciudad, y en ella nos ofrecía un conjunto de piezas muy delicadas realizadas bajo dos tipos de soportes y técnicas distintas. Tanto en los objetos de mayor tamaño, donde básicamente utilizaba acrílico sobre lona, como en los más pequeños, en los que el soporte de papel de celulosa y vegetal hallábase garabateado con grafito y manchado con aceite y resinas, el fundamento teórico es el mismo: reivindicar una plasticidad impoluta, desnuda e incontaminada, en la que la economía de medios se presenta, sin dificultad alguna, unida a un sólido método intuitivo de expresión. El resultado, sobre todo en los papeles, que se aproximan a cierta estética oriental y que incluso nos recuerdan algunos trabajos marginales de Tàpies, nada tiene que ver con un gastado posminimalismo à la mode, sino con una poética del vacío y del silencio, cuyo intento sincero no es otro que el de captar lo ausente, lo inasible. Intuición y concepto    —ya que en absoluto se desprende el artista de la reflexión racional implícita en toda realidad plástica verdadera—, de este modo, se entrelazaban desde el principio en su obra, afianzando su unión, como veremos, también en el inmediato futuro. En las siguientes exposiciones de 1993, 1994 y 1995 desarrolla esta inicial poética abstracta, tomando ahora el paisaje como fuente de inspiración. Óscar Pérez, decía yo en el texto de presentación de su última individual en la galería Alfredo Viñas de Málaga, no es en absoluto responsable de que ante sus obras mucha gente se pregunte contrariada: «¿qué querrá decir?»   —no estará de más recordar que quienes se formulan esta interrogación absurda son los mismos que ante el infame paisaje o naturaleza muerta pseudorrealista o pseudohiperrealista, sin asomo de vitalidad artística y que pretende copiar lo más fielmente posible la realidad, ¡como si la realidad pudiese ser copiada y trasladada en sus más mínimos detalles a un lienzo!, exclaman estúpidos: «¡qué mérito tiene!», cual si el valor de la cosa pintada consistiera en la pretendida fidelidad y laboriosidad con que ha sido ejecutada [lxviii]—. La burda pregunta del público tiene una explicación muy sencilla: no se interroga por el cómo (el lenguaje y la sintaxis de la obra), sino por el qué (el contenido en su más estrecha inmediatez, sin concurso intelectual y conceptual alguno). La mayoría quiere ver en la obra la copia fidedigna de un fragmento del mundo exterior, esto es, un objeto reconocible, con el mayor grado posible de iconicidad. La ya clásica definición de Maurice Denis     —“la pintura es en primer lugar una superficie plana cubierta por colores dispuestos en un cierto orden”—, a estas alturas, y después de todo lo que ha producido el arte de nuestro siglo, sigue sin ser aceptada y comprendida. Pero Óscar Pérez, que ni siquiera puede ser adscrito a ninguna tendencia abstracta radical, a pesar de su juventud hace mucho tiempo que entendió perfectamente la idea expresada por el amigo de Gauguin, como se pone de manifiesto en las suavemente gríseas composiciones de 1993, en las ocres y verdeazuladas de 1994 y en los lienzos de gran formato de 1995, estos últimos directamente inspirados en el mar, en el intenso, profundo e infinito azul del mar, en un ejercicio de acabada depuración estilística y como si exclusivamente estuviese interesado en expresar su íntimo sentimiento hacia aquella inmensa masa de agua, sin traicionar las leyes de la más acendrada plasticidad.

   Los dibujos y, en general, la obra sobre papel de Pablo Alonso Herraiz (Sevilla, 1965) constituyen uno de los ejemplos más poderosos que conozco, dentro y fuera de Málaga, de una propuesta artística que, haciendo uso de escasísimos medios, sea capaz de ofrecer un elevado contenido plástico y expresivo. Este pintor, dotado de una rara y exquisita sensibilidad, ha estado mostrando durante toda la primera mitad de los noventa una obra sobre papel, principalmente realizada con cera, betún, tinta y lápices pastel, en la que advertimos no sólo un trazo delicado, sutil  y refinado, sino una rara habilidad en la composición y en el tratamiento del espacio, casi más dominado por los vacíos y los silencios que por la forma plena. Sin embargo, también se observa en estas piezas, austerísimas de elementos compositivos y exponentes de una propuesta figurativa casi minimalista, la capacidad del artista para recrear el volumen y la corporeidad de las figuras con muy pocas líneas, dispuestas siempre en el lugar adecuado dentro del conjunto general de la obra. La obra sobre papel de Pablo Alonso Herraiz, muy poética y llena de sugerencias, se inspira en temas mitológicos, en la Pablo Alonso Herráiz. "El bien y el mal", 1996. Óleo sobre lienzo. 120 x 120 cms. historia del arte, en la naturaleza y, sobre todo, en la figura humana. Pensemos, por ejemplo, en sus centauros (1993), tan soñadores y en los que también late un desinhibido aunque virginal erotismo; en sus variaciones sobre los fusilamientos de Goya  (1994) [lxix], donde selecciona unos cuantos elementos del emblemático cuadro de historia del pintor aragonés, a su juicio los decisivos desde un punto de vista plástico y los de una mayor carga expresiva, despojándolos progresivamente, a medida que avanza la serie, de las referencias formales que los vinculan a Goya, para acabar transmutados en signos elementales, casi irreconocibles, dotados de una extrema simplicidad y belleza estética; en Dánae (1994), donde recrea el mito de la fecundación de esta muchacha griega por Zeus, metamorfoseado en lluvia de oro. En 1995 asistimos a un giro estilístico significativo, no tanto relacionado con los temas, en los que siguen apareciendo figuras aladas, centauros y personajes infantiles, como con el nuevo sentido del espacio y del color. La atmósfera del cuadro, por efecto del empleo de los colores planos, delimitados algunas veces por formas geométricas, se hace más cerrada y compacta, menos aérea que en los lienzos del año anterior. Estos cuadros, en su mayoría de mediano y gran formato, son más densos, más barrocos, pero sigue perviviendo en ellos una similar poética simbólica, de procedencia onírica y surreal, a la de las obras de 1994.

  La obra de Luis Navarro (Las Palmas de Gran Canaria, 1961)   —un pintor que comienza a exponer sus trabajos a finales de los ochenta—, firmemente asentada en el dibujo y ejecutada con una técnica realista, toma muchos de sus elementos de la tradición surrealista, si bien predomina en ella una reflexión distanciada e irónica, incluso humorística, a pesar del carácter inquietante que destila en ocasiones, sobre nuestras convicciones acerca de la realidad, sobre la compleja relación entre pintura y realidad, y también sobre la ambigüedad y debilidad de algunas de nuestras ideas más arraigadas en torno al conocimiento de las cosas. “Luis Navarro     —afirma Clara Muñoz   pone en entredicho la función de los sentidos. Los ojos, la lengua, la nariz, las manos o el oído han dejado de cumplir el papel que tenían asignado por la Naturaleza. Con una técnica realista reproduce las incongruencias de un mundo descompuesto según los esquemas de una amarga alucinación. No le interesa un tipo de arte que se autorrepresente, sino aquel que está en contacto con el mundo exterior. Sus dibujos y pinturas son turbadoras y desconcertantes, a la vez que están cuestionando los supuestos que tenemos sobre el mundo y sobre la relación existente entre un objeto pintado y un objeto real. El arte que a Luis Navarro le interesa es el que crea equívocos y se basa en el artificio. En todos estos trabajos utiliza la simulación, el engaño o la sustitución para hacernos comentarios sobre la dificultad que posee nuestra visión de observar otra cosa que no sean las meras apariencias”[lxx]. Sirvan, para corroborar lo expuesto, el siguiente par de ejemplos, asimismo comentados por la mencionada estudiosa. En Enciclopedia del infinito, tomos 1º y 2º (1994), vemos una muralla construida con libros que está aplastando al primer volumen, y en ella se “nos habla del pensamiento y las reflexiones que se encuentran impresas en esas hojas que forman los volúmenes de los libros. En ellos se almacena nuestra memoria histórica, científica, filosófica... y, en general, toda la información de los aconteceres de la humanidad a lo largo de su existencia. Debajo, y rompiendo toda la coherencia narrativa, se encuentra un cielo azul poblado con nubes. Si no fuera por este pequeño detalle, la obra sólo nos cuestionaría la identidad de este primero y segundo tomo, pero al situar esta muralla de libros con aspecto blando flotando sobre las nubes se está interrogando sobre la veracidad de la información que ellos encierran [lxxi]”. De nuevo “el tema del cielo vuelve a surgir en El cielo ideal (1994), lienzo que integra en un único espacio un suelo de madera y un cielo azul con nubes, estando este último atrapado en un laberinto de libros rojos desde el que nos observa un ojo. Esta misteriosa obra de Navarro nos recuerda los hallazgos de la pintura surrealista por el clímax de extrañeza y tensión que genera. Aunque los elementos que integran esta fría obra: libros, cielo, ojo y parqué de madera sean de lo más común, su combinación hace de este cuadro [una] pieza [especialmente] inquietante e incomprensible. Ahora lo que está arriba y lo que está abajo se encuentran situados sobre un mismo plano, pero sólo el más audaz podrá sortear el laberinto de volúmenes encuadernados en rojo. El laberinto simboliza «el inconsciente, el error y el alejamiento de la fuente de la vida» [Paul Diel, Le Symbolisme dans la Mythologie grecque, citado por Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, Barcelona, Labor, 1988, página 266] y curiosamente está formado por libros, que es el lugar donde se nos explican los fenómenos existentes y sus porqués”[lxxii]. El cuadro Explicación (1994), por último, es una metáfora de la propia pintura: aquello que el pintor explica con la boca mediante la palabra, atrae los ojos del espectador. Pero el pintor se ríe irónica o sarcásticamente, más que de sus explicaciones, de que el público sea atraído por sus obras.

   La propuesta de Joaquín Gallego (Málaga, 1962) es de reivindicación de la pintura, de la plasticidad de la obra artística y del carácter representativo e ilusorio que aquélla actividad encierra. En este sentido, la obra de Gallego     —un pintor cuya producción también se remonta a los ochenta, pero que no empieza a definir su lenguaje más personal hasta principios de los noventa—    entroncaría y tiene puntos de conexión, en cuanto actitud, con los pintores que hemos tratado al hablar de la figuración de los setenta y primera mitad de los ochenta, si bien sus preocupaciones formales son otras muy distintas. Entre 1990-92 realiza una serie de cuadros cuyo tema principal son interiores, vacíos y ausentes, desprovistos de cualquier presencia de figuras, aunque palpitantes de vida, cálidos, quizás sea por esa luz misteriosa y fantasmagórica que desde múltiples focos ilumina las estancias representadas en los lienzos, unos espacios en los que el pintor incide una y otra vez sobre cuestiones y aspectos tradicionales de la historia de la pintura: el encuadre y los problemas de perspectiva, la profundidad espacial, la luz como hacedora de formas, usada también con un propósito teatral, ficticio, puramente icónico. Su última exposición malagueña, Trece estelas funerarias para los últimos pintores, presentada en la sala de la Diputación en febrero de 1995, aunque las piezas son de 1993-94, se aleja de la senda que parecía llevarle a la abstracción en las composiciones de principios de los noventa, y vuelve de nuevo al paisaje y a la representación de la naturaleza, aunque bastante más interesado en el color y subrayando determinados aspectos visuales [lxxiii], simbólicos y, como si dijéramos, emblemáticos de la pintura. El título [lxxiv] de la muestra nos advierte de la intención profunda del pintor: en una época en la que oímos diariamente tantas peroratas apocalípticas sobre la muerte del arte y, en concreto, sobre la desaparición de la pintura como vehículo expresivo de los sentimientos y emociones del artista, Joaquín Gallego lleva a cabo un ejercicio de pura pintura, lo que no significa que su obra carezca de análisis y reflexión. Precisamente el llamar “estelas funerarias” a estos cuadros, lo que no deja de revestir un matiz irónico, enfatiza el hecho de que la pintura y el arte en general gozan de mucha mejor salud de la que pretenden persuadirnos ciertos agoreros del fin de siglo [lxxv].

   Fernando de la Rosa. "Huéscar grisocre", 1992. Técnica mixta sobre lienzo. 114 x 146 cms.Fernando Robles (Madrid, 1963) y Fernando de la Rosa (Archidona, 1964), los últimos autores de los que trataré en este provisional estudio introductorio sobre la pintura en Málaga en la segunda mitad del siglo XX, son dos jóvenes pintores cuya propuesta no pretende más que reivindicar el acto puro de pintar, sobre soportes y con materiales tradicionales, ajenos en gran medida a los controvertidos debates teóricos que asaltan en este final de siglo a la actividad artística en general. Su planteamiento es de abierto rechazo del discurso conceptual y filosófico sobre el arte, ya que para ellos la pintura es una práctica que se soporta menos en complicados juegos o retos del pensamiento que en desafíos estrictamente formales: la composición, la resolución de los problemas espaciales generados en la superficie del lienzo y el color. Fernando Robles se decanta por unas composiciones figurativas en las que encontramos un especial gusto por la arquitectura popular mediterránea, sobre todo árabe y norteafricana, y también por la de las civilizaciones clásicas. El desnudo femenino, los personajes de circo, las bailarinas y las figuras en la playa, pintados con un cromatismo cálido y encendido y ocupando todos ellos siempre una posición dominante en el cuadro, son sus temas, hasta ahora, recurrentes y preferidos. En cuanto a Fernando de la Rosa, a partir de 1990 (año en que puede darse por concluida su investigación precedente con la ejecución de un lienzo en el que los objetos se disponen como en un plano extendido que se identifica con la tela pintada misma, sin perspectiva ni profundidad espacial) su pintura evoluciona hacia el tema paisajístico, sin presencia de figuras, cada vez, sobre todo desde 1995, con una mayor luminosidad y viveza de color, pero cuya nota más característica es el desarrollo de aquella idea de planitud, según la cual los elementos de la composición se hallan todos en el mismo plano y, como si dijéramos, extendidos y uniformemente distribuidos por los extremos del cuadro.

                                                 Málaga, 23 de abril de 1996

    


[i] Aunque sólo desde hace relativamente poco tiempo se ha empezado a clarificar y evaluar con rigor y precisión  —y ello con independencia de lo que exactamente deba entenderse por “vanguardia”, un concepto polémico y sobre el que aún subsiste una amplia diversidad de pareceres entre los historiadores y teóricos del arte—, gracias a un reducido grupo de jóvenes historiadores de arte españoles, entre los que yo destacaría al profesor de la Universidad de Málaga Eugenio Carmona,  la aportación y el alcance reales de la vanguardia histórica de nuestro país en los años veinte y treinta, o, para decirlo más correctamente, la verdadera significación de lo que esos mismos estudiosos denominan el “arte nuevo”, esto es, el impulso de renovación que   —en muchos casos bajo la influencia de los movimientos de vanguardia europeos, pero también en no pocas ocasiones con un grado de originalidad crecientemente reconocido—    atravesó la actividad plástica en España durante esas décadas hasta la guerra civil, sobre todo desde 1925, año de la celebración en Madrid de la ya legendaria exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos, sí estamos, sin embargo, en condiciones de poder afirmar que la que a todas luces constituyó una fructífera y enriquecedora experiencia, que dinamizó muy positivamente la vida cultural española, tratando de sacarla, en cuanto a la producción artística se refiere, del marasmo en que se hallaba, donde una y otra vez se reproducían los viejos clichés académicos y los modelos de una agotada tradición decimonónica, no obstante, fue también una experiencia sumamente minoritaria y de escaso calado entre la inmensa mayoría de quienes se dedicaban a la práctica artística, por no hablar del reducido número de ciudades en las que hubo manifestaciones y actividades de importancia. A excepción de Barcelona, Madrid, Bilbao, Valencia, Zaragoza, La Coruña y algún que otro núcleo aislado, las capitales de provincia españolas    —quizás por carecer de una burguesía emprendedora y, a la vez, culta e interesada en el patrocinio y consumo de las nuevas propuestas, aunque podrían también señalarse otros factores todavía no suficientemente estudiados—    se mantuvieron muy al margen de los aires liberadores traídos por el “arte nuevo”. Esta conclusión, a mi juicio, en absoluto se ve contradicha o invalidada por algo que también ha sido subrayado por Eugenio Carmona : la inexistencia de la dualidad centro-periferia en la España de esos años, esto es, la interconexión, fluida comunicación e intercambio de ideas y experiencias que hubo entonces, protagonizadas por los reducidísimos nombres y grupos de artistas de vanguardia, entre las ciudades españolas, en las que, por supuesto, eventualmente encontraríamos algunas de las capitales de provincia que hoy consideramos periféricas. La situación descrita   —si bien aún nos hallamos ante unas carencias de estudios historiográficos muy superiores a las del periodo aludido—, en líneas generales, también sería posible aplicarla al periodo y al arte de la neovanguardia española a partir de los años cincuenta, sobre todo en lo que se refiere, y que es además principalmente lo que aquí nos interesa destacar, a la pobre participación de las capitales de provincia, ahora sí con un sentimiento más acusado de pertenencia a la periferia. En este sentido, si hubiésemos empleado con excesivo rigor el término “neovanguardia”    —asimismo en discusión teórica en la actualidad—      en nuestro análisis de la producción artística en Málaga desde finales de los cincuenta, habría resultado muy difícil resolverse a acometer un trabajo, por muy introductorio que pretenda ser, como el que el lector tiene en sus manos. En Málaga, al igual que en muchas otras ciudades españolas a partir de esa década, ha habido y hay una producción plástica digna que, como acabamos de manifestar, si bien no puede decirse que haya supuesto una contribución decisiva en la renovación de los lenguajes contemporáneos dentro y fuera de España, sí ofrece datos evidentes de un compromiso más o menos decidido y entusiasta con los postulados de la vanguardia y la neovanguardia. Sobre el carácter minoritario y restringido de la vanguardia histórica española, puede consultarse la conferencia inédita de Eugenio Carmona Mato Élites y cultura. Los años del “arte nuevo” (1900-1936), pronunciada el 29 de abril de 1996 en la Fundación Picasso de Málaga y grabada en cinta de vídeo que se conserva en el archivo del citado organismo municipal malagueño. Sobre los términos “vanguardia” y “neovanguardia”, véase, Theodor W. Adorno , Teoría estética, Taurus, Madrid, 1980, en especial las págs. 29-66. Véase también, y principalmente, Peter Bürger , Teoría de la vanguardia, Península, Barcelona, 1987, en la que el autor desarrolla su tesis en discusión con las de Benjamin y Adorno . [Debo aclarar que la redacción definitiva de esta nota se hizo con posterioridad a la citada conferencia de Eugenio Carmona   en la Fundación Picasso, como puede fácilmente deducirse si se compara la fecha de esta última con la de la terminación de mi trabajo].

[ii] Sobre los pintores malagueños de la vanguardia histórica, véanse, de Eugenio Carmona, “Pintores malagueños de la vanguardia histórica, 1920-1936”, en Málaga y su provincia, Editorial Andalucía de Ediciones Anel, S.A., Granada, 1984, y José Moreno Villa y los orígenes de las vanguardias artísticas en España, 1909-1936, Universidad de Málaga y Colegio de Arquitectos, Colección 2A, Málaga, 1985. Véanse también, de Lucía García de Carpi, La pintura surrealista española 1924-1936, Istmo, Madrid, 1986, y  “Alfonso Ponce de León”, Jábega, nº 47, Málaga, 1984, págs. 65-70.

[iii] Junto a Litoral, las otras dos  revistas  culturales de importancia que aparecen en Málaga antes de la guerra civil son  Ambos, dirigida por Manuel Altolaguirre, José María Hinojosa y José María Souvirón, y de la que aparecen cuatro números en 1923, y Sur, fundada y dirigida por Adolfo Sánchez Vázquez y E. Sanin, y de la que sólo se publicarán dos números, uno de diciembre de 1935 y otro de enero-febrero de 1936.

[iv] El ya mencionado Darío Carmona, aunque formó parte del grupo malagueño que editaba Litoral, no tiene ningún dibujo publicado en la revista. Véase, Lucía García de Carpi, La pintura surrealista española 1924-1936, obra citada, pág. 255.

[v] La relación de Málaga con la vanguardia liderada por Breton es muy anterior, casi de los inicios del movimiento. Un buen ejemplo lo tenemos en el número 5 de La Révolution Surréaliste, correspondiente al 15 de octubre de 1925, en el que se publica una fotografía titulada  “Vista de Málaga”, extraña y desconcertante. Acerca de esta obra, véase, Juan Antonio Ramírez, Edificios y sueños, Universidad de Málaga/Universidad de Salamanca, Málaga, 1983, pág. 348. Otros ejemplos importantes, aunque muy aislados, de la contribución malagueña al espíritu renovador que con enorme dificultad intenta abrirse camino en la cultura artística española durante los años veinte y treinta, son, en el campo concreto de la arquitectura, la construcción del Colegio de Huérfanos de Ferroviarios en Torremolinos, obra de Francisco Alonso Martos ejecutada en 1934, según la estética mediterraneísta de Le Corbusier y los principios del racionalismo arquitectónico que impregnaba el GATEPAC (Grupo de Artistas y Técnicos Españoles para el Progreso de la Arquitectura Contemporánea), el edificio del Málaga Cinema, proyectado en 1935 por Antonio Sánchez Estevez bajo similares presupuestos teóricos (desgraciadamente demolido, como consecuencia de la feroz especulación urbanística de los años finales de la dictadura, en 1976), y el cine Torcal de Antequera. Véase, Rosario Camacho (ed.), Guía histórico-artística de Málaga, Arguval, Málaga, 1992, pág. 47.

[vi] Véase, Juan Antonio Lacomba , “Málaga en el siglo XX”, en Historia de Málaga, Prensa Malagueña, S.A., Málaga, s.f. (1993-94 ?), págs. 709-742.

[vii] Todos los datos demográficos y económicos que cite en mi texto han sido extraídos de la mencionada síntesis del profesor Lacomba.

[viii] Los párrafos siguientes se inspiran y en buena medida  reproducen casi literalmente el texto que escribí para el catálogo de la exposición de los fondos de autores malagueños de la colección del Colegio de Arquitectos de Málaga. Véase, Enrique Castaños Alés, “Breve recorrido por cuatro décadas de actividad plástica en Málaga”, en  El arte de construir el arte, Colegio de Arquitectos, Málaga, 1992, págs. 9-23.

[ix] La pequeña historia de ambos grupos ha sido contada por Agustín Clavijo García y por Francisco J. Palomo Díaz, si bien pueden observarse evidentes y gruesas contradicciones entre uno y otro estudioso, por ejemplo, la nómina exacta de quienes viajan a Francia para visitar a Picasso (Clavijo no incluye a Jorge Lindell, mientras que sí lo hace Palomo), la fecha del viaje (noviembre de 1957 para el primero y 1956 para el segundo), la ciudad en la que se encontraron con el maestro (Cannes para uno y Antibes para el otro) y el momento preciso en que se funda el Grupo Picasso (casi al término de la visita para Clavijo y una vez vueltos a Málaga para Palomo). Véase, Agustín Clavijo García , “La visita a Picasso de un grupo de pintores malagueños en el año 1957”, en  Picasso y lo picassiano en las colecciones privadas malagueñas, Universidad de Málaga, Málaga, 1981, páginas 103-108. Véase también, Francisco J. Palomo Díaz, “En torno al magicismo. La pintura de vanguardia en Málaga”, en Estudios picassianos, Ministerio de  Cultura, Madrid, 1981, páginas 51-54.

[x] Este abogado malagueño guarda en su casa los únicos documentos de interés que pueden hoy encontrarse en Málaga sobre el Colectivo Palmo.

[xi] Para hacerse una idea de la labor desarrollada por la Fundación Picasso desde su  creación, baste reseñar que en el momento de redactar esta nota, el centro de documentación  estaba constituido por más de 6.000 volúmenes sobre Picasso y la práctica totalidad de movimientos artísticos del siglo XX, más de 50.000 artículos de prensa, unos 6.000 folletos de exposiciones y 240 títulos de revistas de arte nacionales y extranjeras. En cuanto al archivo de la Fundación, lo integraban  28.000 diapositivas de obra picassiana y de artistas contemporáneos, 500 videos de idéntica temática y alrededor de 15.500 fotografías de los protagonistas de la estética de nuestro siglo. Este valioso material, como es lógico, está a disposición de todas aquellas personas, de nuestra ciudad o de cualquier otro lugar del mundo, interesadas en la investigación o en realizar algún tipo de consulta relacionada con la plástica contemporánea. De otro lado, la Fundación viene desempeñando una meritoria tarea de difusión pedagógica de la obra y personalidad de Picasso mediante una o dos charlas semanales en los colegios de enseñanza primaria y en los institutos de secundaria del municipio de Málaga.

[xii] En una ciudad de casi 600.000 habitantes, con alguna reserva encontramos un único coleccionista privado de cierta envergadura de obra plástica contemporánea. Y eso a pesar del relativamente importante movimiento monetario que ha tenido lugar en Málaga, al igual que en muchas otras capitales españolas, durante los ochenta, al menos hasta la crisis económica de los años 1991-92. Este desértico paisaje, sin embargo, no debe hacernos olvidar un creciente fenómeno surgido en algunos puntos de la geografía española desde aproximadamente 1985, también manifestado en Málaga: la aparición de modestos coleccionistas privados, principalmente profesionales liberales y altos funcionarios de la Administración,  que compran piezas de pequeño formato y que lo hacen sobre todo en Madrid y Barcelona, aprovechando la concentración de galerías de arte contemporáneo y, de manera especial, la feria anual de Arco. También hay que resaltar que, por primera vez a principios de 1996, una institución financiera andaluza, Unicaja, ha decidido comprar para su sede en Málaga las obras premiadas en el I Certamen de Artes Plásticas convocado por la entidad, por fortuna en una línea favorable a las nuevas propuestas. 

[xiii]  El ejemplo, no sabemos todavía sin con carácter excepcional en cuanto a su continuidad en el futuro, de la Consejería de Cultura de la Junta durante el período 1985-1991, ha sido desgraciadamente ignorado por las instituciones locales. Durante ese tiempo se hicieron una serie de adquisiciones por una comisión de compra, que han venido a enriquecer la deficiente presencia de artistas de vanguardia en el Museo Provincial, si bien continúa habiendo lagunas muy significativas, sobre todo de las últimas generaciones de jóvenes creadores, natural por otra parte si pensamos en la necesaria perspectiva temporal para decidirse el organismo autonómico a adquirir algunas de sus obras con destino a un museo. Véase el catálogo de la exposición celebrada en el Museo Provincial,  Arte contemporáneo. Adquisiciones y donaciones 1985-1991, Delegación Provincial de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, Málaga, 1991.

[xiv] Véase, El arte de construir el arte, obra citada, página 12. Un caso sorprendente es el de Simón Marchán, uno de los más notables estudiosos españoles de los lenguajes artísticos contemporáneos y que está espléndidamente informado de los variadísimos temas que con inusual rigor y precisión ha analizado en sus libros y artículos. Al hablar, en el más célebre de sus ensayos,  de la figuración fantástica europea de posguerra, se refiere en nota a pie de página a la “Escuela de Málaga”   —fundamentalmente Gabriel Alberca, Enrique Brinkmann, Francisco Hernández y Francisco Peinado —, aunque también es verdad que tal adscripción viene precedida por un vago y distante “lo que pudiéramos llamar”, como restándole consistencia a su improvisada clasificación. Véase, Simón Marchán Fiz, Del arte objetual al arte de concepto, Akal, Madrid, 1986, página 52. Francisco J. Palomo Díaz, aunque no se pronuncia de manera abierta sobre la cuestión, parece aceptarla implícitamente. De este autor, véase, En torno al magicismo..., obra citada, páginas 51-57.

[xv] Únicamente estaríamos autorizados a emplear el término “generación” en un sentido muy amplio, esto es, en ese primario al que se refiere Ortega y Gasset antes de proceder a profundizar en tan escurridizo concepto. “El concepto de generación    —dice este autor—     no implica, pues, primariamente más que estas dos notas: tener la misma edad y tener algún contacto vital”. Si tenemos en cuenta, de un lado,  que para Ortega lo importante es acotar el período en el cual acontece  —bien se trate del pensamiento filosófico, de la ciencia o del arte—    la “maduración ejemplar del tiempo nuevo”    —el que sea; en nuestro caso, el de la irrupción de la neovanguardia en España—, y que, a su vez, “se trata de aislar en ese período la generación decisiva”, en la que antes de nada hay que señalar el epónimo correspondiente, esto es, “la figura que con mayor evidencia represente los caracteres sustantivos del período”, y, de otro lado, que una generación aparece en el escenario histórico cada quince años y que elegimos “como fecha de una generación la fecha de los treinta años de un hombre determinado”, es decir, “pertenecerán a ella los que hallan cumplido treinta años, siete años antes o siete años después de esa fecha”, está claro que para aplicar, con todo rigor,  la idea orteguiana de generación a los artistas considerados en este apartado deberíamos, en principio, delimitar cronológicamente el período en cuestión y su epónimo, para, a partir de ahí, encontrar la generación decisiva, tareas todas ellas, como puede comprenderse, nada fáciles y que, en todo caso, exceden los límites de esta introducción. Como simple hipótesis aventuro el año 1964, para decirlo a la manera de Ortega,  como el centro de la zona de fechas que corresponde a la generación decisiva, cuyo epónimo sería el pintor sevillano Luis Gordillo, quien cumplió entonces treinta años. En tal caso, quedarían fuera Bornoy, Caballero y Díaz Oliva , precisamente tres autores cuya contribución es de mucha menor entidad y significación que la de los siete estudiados en primer lugar, auténtico núcleo de la generación malagueña. Si aceptáramos esta hipótesis, que habría que perfilar con matices menos precipitados, se revelaría la inexactitud de seguir llamando “generación del 50”  a los pintores aquí presentados. Véase, para las citas anteriores y, en general, sobre esta ardua problemática, José Ortega y Gasset, “En torno a Galileo”, en Obras Completas, Revista de Occidente, Madrid, 1947, tomo V, especialmente las páginas 38-52.

[xvi] No comparto la utilización por parte de Francisco J. Palomo Díaz (obra citada, páginas, 57-63) del confuso y, por llamarlo de alguna manera, extraño término magicismo para referirse a la obra de Stefan, Brinkmann, Barbadillo    —incluso, en este último caso, a partir de 1968, una vez el ordenador se convierte en herramienta de trabajo del artista—    y Francisco Hernández, por no mencionar la nutrida nómina de pintores, sobre todo de la zona veleña, a los que también aplica el mismo adjetivo. Este magicismo, del que no se aclara su significado y procedencia, antes bien es identificado, al parecer siguiendo a cierta crítica madrileña desde 1970, con el simbolismo y el surrealismo, sería para Palomo el aglutinante  y el común denominador de una difusa “escuela [malagueña] de figuración fantástica”, así llamada por aquellos círculos y que Palomo no desmiente. También aceptan el controvertido vocablo Isidoro Coloma    —me imagino que siguiendo a nuestro autor, aunque no lo cita—, quien lo usa con prácticamente los mismos pintores reseñados por Palomo, y Miguel Ángel Gamonal Torres , autor de la última síntesis que conozco de la plástica malagueña desde los cincuenta hasta entrados los noventa, texto de contenido desigual y en el que, además de encontrar muchos de los tópicos que han jalonado la actividad crítica del período aludido, o bien continúan mencionándose pintores bastante mediocres, o bien se hace una exigua y arbitraria selección de los artistas surgidos en Málaga desde 1985, eludiéndose un necesario trabajo de campo in situ y pareciendo como si los únicos que deben contar  son  los conocidos en algunas galerías sevillanas. Respecto al empleo del término magicismo, Gamonal sí nos aclara su posible origen: “Sin lugar a dudas, la estrella de la vanguardia malagueña [de los 60 y 70] será ese particular surrealismo, trufado de expresionismo, informalismo y figuración fantástica, que recibirá el nombre de magicismo por asimilación a la poética del mismo nombre practicada por dos miembros del Dau al Set: Joan Ponç y Modest Cuixart ”.  Véanse, Isidoro Coloma Martín, “La renovación de la plástica malagueña actual”, en Málaga y su provincia, obra citada, tomo III, páginas 1017-1018, y Miguel Ángel Gamonal Torres , “Pintura contemporánea”, en Historia del arte en Andalucía, Gever, Sevilla, 1994, Tomo IX, páginas 398-405. Cada día se hace más necesario disponer de un estudio histórico-crítico, riguroso y fiable, sobre el conjunto de la plástica, en su más amplia acepción, hecha en Málaga durante el período comprendido en estas notas, o, al menos, hasta principios de los noventa. No creo descabellado afirmar que incluso constituiría un magnífico tema para una hipotética tesis doctoral.

[xvii] Una posición parecida es la de Simón Marchán , que nosotros compartimos. Véase, de este autor, Del arte objetual..., obra citada, página 52.

[xviii] Un estudio más sosegado de la evolución global del pintor me ha llevado en estos últimos meses a modificar sustancialmente la valoración crítica negativa con que enjuicié  hace casi tres años estas postreras composiciones. Véase, Enrique Castaños Alés, Brinkmann hoy, diario SUR, 20-11-1993.

[xix] Aún más disparatada es la adscripción que se hace de Francisco Peinado al “realismo mágico”, en rigor otra denominación de la corriente pictórica de la Nueva Objetividad (Neue Sachlichkeit), aparecida en Alemania entre 1918-1924, y cuyos principales representantes    —George Grosz y Otto Dix ,  entre otros—      mantuvieron una actitud beligerante y de corrosiva crítica social contra las clases dominantes y el degenerado clima de corrupción moral que asoló aquél país después de la primera guerra europea.

[xx] Simón Marchán Fiz, Del arte objetual..., obra citada, página 52.

[xxi] Vicente Aguilera Cerni (ed.), Diccionario del arte moderno, Fernando Torres, Valencia, 1979, página 459.

[xxii] Quien desee profundizar en la obra de este artista, puede consultar el libro-catálogo Manuel Barbadillo. Obra modular (1964-1994), Fundación Pablo Ruiz Picasso/Ayuntamiento de Málaga, Málaga, 1995, cuya publicación coincidió con la amplia retrospectiva que se le dedicó al pintor, entre septiembre-octubre de ese año, en las salas del Palacio Episcopal de la misma ciudad. En el mencionado volumen    —además de un interesante artículo del investigador británico Michael Thompson, escrito originalmente en 1972 y traducido por primera vez al castellano para la ocasión, y de un bello texto, también expresamente redactado con motivo de la publicación del libro, de Elena Asins, excelente artista plástica vinculada al lenguaje de la abstracción geométrica—     aparece un artículo del autor de estas líneas, titulado “Razón, intuición y símbolo. Desarrollo evolutivo y problemas de interpretación en la pintura modular de Manuel Barbadillo ”, del que hemos extraído la síntesis que sigue. El volumen se completa con los textos teóricos del pintor, reunidos por primera vez, y con una extensa selección de sus cuadros y dibujos desde 1960 hasta 1994.

[xxiii] Manuel Barbadillo. Obra modular (1964-1994),  obra citada, página 18.

[xxiv] Acerca de la decisiva influencia de Marruecos y Nueva York en la evolución posterior de su obra, véase, Manuel Barbadillo, “Tambores y computadoras”, en Manuel Barbadillo. Obra modular (1964-1994), obra citada, especialmente las páginas 83-85.

[xxv] Sobre este corto período de febril búsqueda formal, véase, Juan Antonio Aguirre , Arte último. La “Nueva Generación” en la escena española, Madrid, Julio Cerezo Editor, 1969, página 29.

[xxvi] Manuel Barbadillo, “Tambores y computadoras”, en Manuel Barbadillo. Obra modular (1964-1994), obra citada, página 85.

[xxvii] Véase, para las reflexiones  que siguen, Enrique Castaños Alés, La estética de los dioses. Arte y cibernética en la pintura de Manuel Barbadillo, diario SUR, 27-10-1995.

[xxviii] Según Simón Marchán, la obra de Barbadillo debe ser incluida en la que podríamos llamar corriente menos ortodoxa del arte “cibernético”, esto es, precisamente aquella en la que la máquina, como ha indicado Abraham Moles, es una herramienta de trabajo que le permite al artista desarrollar el programa estético y el repertorio de signos previamente elaborados por él. Entiéndase bien: la máquina es un “amplificador de complejidad, desarrolla una idea de composición”, pero ello no autoriza restarle importancia al elemento procesual y conceptual de la obra, que son determinantes.  Véase, Simón Marchán Fiz, Del arte objetual..., obra citada, página 136.

[xxix] Ibidem, página 73.

[xxx] Antonio Parra, “La obra gráfica de Eugenio Chicano. Poética y testimonio”, en el catálogo de la exposición Eugenio Chicano. Obra gráfica. Antología, celebrada en el Museo del Grabado Español Contemporáneo de Marbella entre septiembre-octubre de 1996.

[xxxi] Véase, Eugenio Carmona Mato, “Últimas posiciones de la figuración malagueña”, en Málaga y su provincia, obra citada, páginas 1023-1029.

[xxxii] Sobre la historia de esos años y el importante papel que les correspondió desempeñar a algunos críticos y galerías, puede consultarse la síntesis de Juan Manuel Bonet, “Un cierto Madrid de los setenta”, en 23 artistas. Madrid. Años 70,  Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid, Madrid, 1991, en especial las páginas 15-20. El apéndice cronológico de este catálogo es, asimismo, muy completo.

[xxxiii] En ese mismo texto nos dice este historiador: “A diferencia de lo que ocurría en Cataluña por estas fechas, el grupo madrileño recupera y consolida los géneros de caballete, en especial la pintura. En este sentido, no muestran preocupación excesiva por los problemas del arte como producción específica social y han aceptado la concepción dominante sobre el objeto artístico. Desde el propio objeto artístico se abandonan los códigos estrictos y los canales lineales de los sesenta, que solían fomentar una lectura preferente y casi única de cada obra. En esta óptica, frente a lo que podrían definirse como obras-tesis, se propicia lingüísticamente la complejidad, la ambigüedad en una lectura lenta de la obra”. En cuanto al mencionado pluriestilismo, continúa diciendo: “La recreación de la propia historia autónoma empieza a ser una práctica cada vez menos disimulada, teñida de una interpretación final muy personal. Las referencias a la historia del arte o a los arquetipos no son extrapolados literal sino lateralmente, desde un nuevo contexto. De igual manera, las apoyaturas en los medios de masas sufren las mismas inflexiones  [...]  Estos elementos o fragmentos extraídos  [de las vanguardias históricas]  suelen perder la relación con sus fuentes y en la nueva síntesis aparecen transformados en clichés sentimentales y nostálgicos, ideológicamente opacos”. Simón Marchán Fiz, “Los años setenta entre los «nuevos medios» y la recuperación pictórica”, en 23 artistas. Madrid. Años 70, obra citada, página 52.

[xxxiv] También esta característica se la debemos a Marchán, quien afirma: “[...] se busca la elaboración subjetivista de las diferentes simbologías, mitologías o temáticas desprovistas de las referencias colectivas en los sesenta [...] Este modo interpretativo coincide con la recuperación del sujeto [...] La representación artística se transforma en una autorrepresentación de los propios fantasmas, en imágenes privadas”. Ibidem, página 53.

[xxxv] Catálogo de la exposición individual celebrada en la sala de la Diputación Provincial de Málaga en febrero de 1989.

[xxxvi] Citado por Simón Marchán en “Epílogo sobre la sensibilidad «postmoderna»”, en Del arte objetual al arte de concepto, obra citada, páginas 312-313.

[xxxvii] Algún día tendrán que explicarse los motivos de la fractura casi completa que ha tenido lugar en Málaga entre los artistas que se dan a conocer a finales de los cincuenta y durante los sesenta y los surgidos a partir de la segunda mitad de los setenta. Ni siquiera los más volcados a la experimentación muestran el más mínimo interés por sus predecesores generacionales malagueños. La única excepción, si bien antes de alcanzar su lenguaje más maduro y característico, en el que decididamente se aparta de esa influencia, es Joaquín de Molina , quien durante los setenta hace uso de un grafismo y crea una iconografía claramente relacionada con una cierta neofiguración fantástica.

[xxxviii] Véase mi artículo Alegoría y hedonismo en la pintura de Gabriel Padilla, diario SUR, 24 - 4 -1994.

[xxxix] Así lo afirma Héctor Márquez en un sagaz y divertido texto escrito en 1993 para el catálogo de la colectiva Bellavista.

[xl] Según el ya citado Diccionario del arte moderno, “denominación anglosajona del principio de adecuación entre la presencia formal exterior de la obra y el motivo visual que ésta entraña, es decir, entre el formato y el tema”.

[xli] En un texto escrito expresamente para el catálogo de la exposición, Colegio de Arquitectos, Málaga, junio-julio de 1995.

[xlii] Sigo aquí el texto que escribí para la ocasión en el número de junio de 1992 de la Guía del Ocio de Málaga.

[xliii] Así lo cree Giorgio Colli, quien nos dice: “La forma geométrica del Laberinto, con su insondable complejidad, inventada por un juego extraño y perverso del intelecto, alude a una perdición, a un peligro mortal que acecha al hombre, cuando se arriesga a enfrentarse al dios-animal  [...].  Como arquetipo [...] el Laberinto no puede prefigurar otra cosa que el «logos», la razón. ¿Qué otra cosa, sino el «logos», es un producto del hombre, en que el hombre se pierde, se arruina?”. Véase, Giorgio Colli, El nacimiento de la filosofía, Tusquets, Barcelona, 1977, página 24.

[xliv] Según el mismo autor, el símbolo que salva a Teseo es el hilo del «logos», de la necesidad racional, proporcionado por Ariadna. Ibidem, página 26.

[xlv] El escrito donde mejor se recogen sus ideas acerca de los avatares políticos contemporáneos, la cultura en general y la posición y el grado de compromiso que debe adoptar el artista ante el tiempo histórico que le ha tocado vivir, es el de la conferencia que, bajo el título de El espíritu de nuestro tiempo   —parafraseando quizás la emblemática exposición El espíritu de la época, que tuvo lugar en Berlín en 1982—, pronunció el 14 de agosto de 1984  en el pub Terral de Málaga, de cuyo contenido se desprende que fue originalmente redactado hacia el verano de 1983. En los quince densos y apretados folios manuscritos de que consta, hace un certero y muy crítico análisis de las circunstancias históricas vividas por Occidente desde 1945, que, a pesar de destilar un profundo halo de desencanto, en ningún caso suponen una entrega al pesimismo y la inactividad. En otro texto suyo, publicado en el catálogo de su individual en la sala de la Diputación de Málaga en febrero-marzo de 1985, lleva a cabo una descarnada y cínica crítica del eclecticismo dominante por entonces en el panorama artístico español.

[xlvi] Texto de presentación para el catálogo de la individual de Joaquín de Molina, en julio de 1973,  en la sala de la Diputación de Málaga.

[xlvii] Acerca de uno de los ejemplos más radicales del neoexpresionismo alemán de los ochenta, la “pintura violenta” (Heftige Malerei) de Berlín, dice Simón Marchán que se trata de “una pintura que se nutre del desvelamiento y las intensas vivencias del propio yo en la gran ciudad, asumida ésta como aquel lugar que tanto conforma la vida subjetiva como el espíritu de la época”. Epílogo sobre la sensibilidad “postmoderna”, obra citada, página 325.

[xlviii] Véase su texto de presentación para el catálogo de su individual, en enero de 1982, en la sala de la Diputación de Málaga.

[xlix] Véase, Simón Marchán Fiz, Epílogo..., obra citada, páginas 291-342.

[l] Véase, Esteban Pujals Gesalí, “Po-ética de la renuncia. Agustín Parejo School”, Arena, nº 3, Madrid, junio 1989, páginas 60-67.

[li] La sola mención de este nombre debe ponernos en guardia sobre uno de los aspectos más conflictivos de la neovanguardia, de la que en cierto modo también formarían parte, como epígonos, los Agustín Parejo. Es éste: Beuys pertenece, por la radicalidad general de su planteamiento, más a la constelación de la vanguardia histórica (he aquí una clave para explicar su desgarramiento y su tragedia: su dificultad para comunicarse con sus coetáneos, ya que cuando él produce la vanguardia histórica ha terminado) que a la de la neovanguardia, esto es, su meta es devolver el arte a la praxis vital. En el caso del colectivo malagueño, más que desgarro, la  filiación con la vanguardia heroica del primer tercio de siglo quizás explique su carácter insólito y el desconcierto que provocan sus componentes.

[lii]   Más que a este grupo, que debe ser incluido en lo que se ha dado en llamar el arte “conceptual” lingüístico y tautológico, yo me inclinaría por relacionar al colectivo malagueño con lo que Simón Marchán y otros denominan “conceptualismo” ideológico, caracterizado por la superación del inmanentismo de aquél y por explorar la fuerza productiva social. “La autorreflexión   —dice Marchán a propósito de esta modalidad conceptual con ramificaciones en Argentina y España—    no se satisface en la tautología, sino que se ocupa de las propias condiciones productivas específicas, de sus consecuencias en el proceso de apropiación y configuración transformadora activa del mundo desde el terreno específico de su actividad [...] En este sentido pienso que no se han agotado las posibilidades de la tesis de M. Duchamp sobre la apropiación del fragmento de la realidad ni las de la visualización”. Del arte objetual al arte de concepto, obra citada, página 269.

[liii]  Esta crítica es, en realidad, autocrítica. La vanguardia, pues, como autocrítica del arte en la sociedad burguesa (el concepto de autocrítica es una categoría historiográfica que deriva de los Grundrisse de Marx). Véase, sobre esta importante cuestión, el esclarecedor estudio de Peter Bürger , Teoría de la vanguardia, obra citada, en especial las páginas 60-70.

[liv] La definición del concepto de autonomía a que hacemos aquí referencia es doble: de un lado, el ofrecido por la doctrina del l’art pour l’art, según la cual la esencia del concepto consiste en la separación del arte respecto a la sociedad, impidiendo, de esta manera, la explicación de esta separación como producto de un desarrollo histórico y social; de otro lado, el propio de la sociología positivista    —la autonomía del arte sólo existe en la imaginación del artista—, que nada nos dice sobre el status de la obra. Véase Peter Bürger , Teoría de la vanguardia, obra citada, páginas 83-84.

[lv] No me refiero aquí a esa tensión entre el lenguaje figurativo y el abstracto que puede interpretarse como el resultado de una paradoja intelectual conscientemente asumida por el creador, quien está en su derecho, e incluso es algunas veces saludable que muestre públicamente las contradicciones que le asaltan, sino al fruto de una desorientación  y de cierta  falta de madurez del lenguaje plástico del artista. Sobre esta cuestión, véase la conversación mantenida entre Estrella de Diego y Guillermo Pérez Villalta, “¿También estás aburrido en este fin de siglo?”, El Paseante, Madrid, 1995, números 23-25, páginas 124-132.

[lvi] Véase el texto de presentación de Eugenio Carmona a la individual de Enrique Queipo en la sala José Mª Fernández, de Málaga,  en mayo-junio de 1992.

[lvii] Para la producción anterior a 1995 sigo el texto que escribí con motivo de la individual de este pintor en la sala José Mª Fernández, de Málaga, entre octubre-noviembre de 1992.

[lviii] En un texto publicado en 1991, bajo el título de Breve declaración de principios, dice este pintor: “Contemporizando os diré que, en estos momentos, me siento especialmente atraído por el sugestivo y directo icono ético-estético, la misteriosofía y la perfección mágica de las matemáticas; es mi meta, por tanto, hacer ejercer la moral desde el lienzo, sin privar al discurso de las ironías que le son propias a la raza inteligente. Confieso que el punto de partida de mi quehacer es el autoanálisis, y Rochas (sic) el patrón de un proceso basado en la mancha gestual como inicio, para acabar ejerciendo el orden, atendiendo a buen gusto y razón; no pudiendo sustraerme así al síndrome post-freudiano que padece toda la pintura contemporánea. Líganse, de esta guisa, el lúdico azar que me confiere una descendencia directa del «gran masturbador» y el predeterminismo que implican las leyes sino-naturales”. Véase el catálogo de la colectiva Contemporáneo malagueño’91, celebrada en la Casa de la Cultura de Fuengirola.

[lix] Sobre este carácter antropológico de su arte, en una reciente conversación me dijo el artista: “Hablo del hombre investigando el lenguaje artístico”. Y añadió: “El arte es una enfermedad, un estado del espíritu”.

[lx] En la memoria presentada en 1995 con objeto de participar en la convocatoria de la Beca Picasso, dice Jesús Marín : “Me considero foco emisor de una visión particular del Hombre, la cual no deja de tener su tono irónico y escéptico: me río de sus dioses y de sus temores más odiados. Además, cuestiono el papel del Arte como producto del Hombre, en la Historia y en su historia, cosa que no es nueva, pero que para mí es necesaria”.

[lxi] Antes de 1991, Marín Clavijo realiza dos individuales. De la primera, Sour Mash... (1989), dice nuestro autor en la mencionada memoria: “[el] tema principal es el Viaje como tránsito en el tiempo, estableciéndose ya algunos conceptos que me preocuparán constantemente: el Yo y el Universo, la propia identidad, el paisajismo, los conceptos de sistemas. El material-objeto que es el ticket pegado se transforma en la siguiente serie en etiquetas de productos consumidos, con cierta vida propia, pero siendo el Hombre el centro de todo el proceso, el que consume, el que tira el envoltorio, el que acumula basura, el que crea demonios. Continúan los paisajes, pero ahora urbanos y consumistas, o moralistas”. La segunda, Los paraísos artificiales (1990), constituye, dice el artista en el mismo texto anterior, “una nueva instalación de adoquines y arena que habla de fronteras entre personas y mundos. De nuevo el Hombre, sus mundos artificiales y verdaderos, y sus límites con adjetivos paisajísticos son el tema principal. Y, también como las anteriores, termina con renovados interrogantes: el de la lógica como método de trabajo; y la acción, el gesto como instante de la Voluntad”.

[lxii]“Junto con una serie de otras tantas vanas premisas, los BLAS abundan en la obra de Jesús Marín, quien los utiliza como signos genéricos que hacen alusión a sí mismos tanto como a cualquier otra banalidad o superfluidad de los BLAS que hallamos en el mundo que nos rodea. Multitud de BLAS, entonces, así como multitud de objetos y de espacios multiplicados”. Jeffrey Swartz , La densidad de lo cotidiano, 1992 (texto de presentación del catálogo de Una habitación dentro de otra).

[lxiii] Acerca de esta instalación de Jesús Marín, puede consultarse mi artículo La caverna platónica en clave conceptual, Guía del Ocio, Málaga, enero de 1992, páginas 12-13.

[lxiv] El tema del voyeurismo vuelve a repetirse en la instalación El ojo sólido, celebrada en 1993 en la galería Carmen de la Calle de Jerez de la Frontera.

[lxv] Véase el sugerente texto de Héctor Márquez, Jesús le invita a penetrar en el Bosque de los Cedros, escrito para el catálogo como presentación de la muestra.

[lxvi] Véase el catálogo editado para la ocasión por el Área de Cultura de la Diputación Provincial de Málaga.

[lxvii] El sentido de la innovadora propuesta nos lo aclara el propio Jesús Marín en uno de los textos del catálogo: “Más que un objetivo final, que se cumple cuando se abre, la exposición es una pregunta. Es un interrogante que cuestiona a la sociedad el papel del arte en la docencia. Esta pregunta es en sí misma también la idea general de la muestra: cuando invadimos con el arte el espacio físico propio de la pedagogía, esto es, el aula, desarrollamos un doble discurso en una primera instancia. Por un lado, vemos cuán poderosa es la realidad artística para comunicar cosas, espíritus o ideas sin tener que salir del propio lenguaje o método artístico. [...] Por el otro, las piezas no dejan de ser influidas y predeterminadas por el espacio que las contiene en una clara relación fondo/forma”.

[lxviii] “[...] La imitación y la abstracción son medios técnicos con cuya ayuda puede producirse el arte. Imitación y abstracción tienen significación instrumental, no estética. Por la imitación y la abstracción no se clasifica el arte, sino tan sólo por los medios técnicos de éste. [...] La demostración contenida en el Laocoonte de Lessing de que en la antigüedad el principio del arte no estribaba en una reproducción de la realidad natural, sino en la producción de la belleza, expresa el hecho de que el arte clásico, aun limitándose a la realidad, la trasciende  —atado como estaba al carácter recognoscible de los objetos, a su física—  mediante la belleza, que se sirve de la imitación únicamente como de un medio”. Max Bense, Estética. Consideraciones metafísicas sobre lo bello, Nueva Visión, Buenos Aires, 1973, página 63.

[lxix] Véase mi texto de presentación al catálogo de la individual de Pablo Alonso Herraiz   en la sala de la Diputación de Málaga, en septiembre de 1994, donde llevo a cabo un análisis comparativo entre el cuadro de Goya y las variaciones e interpretaciones a que es sometido por nuestro joven artista.

[lxx] Texto de presentación del catálogo de la individual de Luis Navarro, OJO x OJO = OJO²,  que tuvo lugar en la galería Manuel Ojeda de Las Palmas de Gran Canaria en 1995.

[lxxi] Ibidem.

[lxxii] Ibidem.

[lxxiii] Tanto las estelas primera, segunda y novena   —en las que se representa un círculo compuesto a base de hojas, a modo, más que de orla o corona triunfal, de enigmático óculo, en un caso al menos abierto hacia el infinito de un cielo de purísimo azul—, así como la Estela funeraria para Paul Valèry   —expuesta en el Colegio de Arquitectos de Málaga en julio de 1994, un cuadro situado en el techo de la galería y que, como decía Héctor Márquez en el fanzine de presentación, “utilizando la técnica del trompe l’oeil, representa una especie de cúpula en cuyo centro se abre un óculo a través del cual divisamos en perspectiva el cielo, árboles y una nube”—, no sé por qué razón, desde que las vi por primera vez, acudió de inmediato a mi memoria el óculo en el techo que simula Mantegna en la célebre Cámara de los esposos del Palacio Ducal de Mantua, uno de los mayores ejemplos de toda la historia del arte en que la pintura adquiere la condición de pura representación visual.  La insistencia en la pintura como arte visual que nos ofrece Joaquín Gallego en estas estelas, no necesariamente significa la negación de un discurso ideológico. La mejor prueba de lo que decimos quizá sea la estela en homenaje a Paul Valèry , donde observamos una zona pintada del color del oro   —una alusión a la observación de Leonardo acerca de que la utilización de la técnica artística conducente a la obtención del amarillo, cuando se quería conseguir el efecto de reproducir la tonalidad de ese metal precioso, era preferible al empleo del pan de oro, tan frecuente, para disgusto del maestro, en la pintura del gótico internacional [Tratado de pintura, Akal, Madrid, 1986, páginas 359-360]—    y un círculo de banderitas que bordean la abertura central. La inclusión y proximidad de ambos elementos en el cuadro tiene por parte de nuestro autor un claro propósito: hacer un comentario sobre el esfuerzo y la explotación a que eran sometidos quienes extraían y a quienes les era robado tan codiciado metal, ya que si nos fijamos bien las banderitas pertenecen al conjunto de países africanos que sufrieron la colonización francesa. Si pensamos que a los europeos ese oro, en algunos casos, les sirvió para levantar monumentos de cultura, fuesen los que fuesen, estaríamos también ante una interpretación visual del desgarrador pensamiento contenido en la séptima de las Tesis de filosofía de la historia de Walter Benjamin : “Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie”. Véase, para esta última cita, Walter Benjamin , Discursos interrumpidos I, Taurus, Madrid, 1982, página 182.

[lxxiv] No me resisto a sugerir la lectura del bello y apasionado texto de presentación del catálogo, cuyo autor es el escritor Guillermo Busutil .

[lxxv] Sobre esta cuestión, decía recientemente el escultor Andreu Alfaro : “El arte es una de las formas de expresión más antigua y más perdurable del hombre. La mímesis ha sido sin duda el modelo, pero nunca el contenido; el fondo ha sido siempre el hombre y su ansia de expresar a los demás su visión del mundo, de la vida. [...] ¿Porqué no volvemos al principio y nos centramos en el destinatario de la obra de arte y el productor de esta obra? ¿Por qué los estudiosos del arte no se ocupan de la historia del arte que se ha hecho y dejan de conducir el devenir del arte? [...] Me niego a admitir que el arte esté muerto. Mientras haya hombres habrá arte. El medio no es el mensaje, el medio es el poder para dar el mensaje, el que aparentemente gana la batalla, pero el mensaje es el hombre; y los que reciben el mensaje, los demás hombres”. «Otra vez los profetas», diario El País (edición de Andalucía), 9 de abril de 1996, página 38.