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Poética de las ruinas Escultura. Javier Mascaró. Esculturas monumentales. Paseo del Parque y Plaza de la Marina. Málaga. Hasta el 30 de noviembre de 2009. Las primeras esculturas de Javier Mascaró (París, 1965) son de mediados de los noventa, y en ellas advertimos ya una preocupación por lo tectónico, por la gravedad y por la estructura de los pesados objetos, que, a pesar de su sentido terrestre, no dejan de orientarse hacia la subversión, hacia la vuelta del revés del propio objeto, que parece abandonarse a una poética melancolía. A finales de los noventa, hace series plenamente incardinadas en la tradición hispánica, concretamente en el arte del toreo, incursión además en el mundo del movimiento que se acentuará en los primerísimos años de la centuria. Los guerreros o guardianes que presenta ahora al aire libre en Málaga, realizados con su material favorito, el hierro, se distinguen tanto por su monumentalidad, como por esa pátina que les da un aspecto envejecido. Hay en estas esculturas de Mascaró un gusto por la ruina artificial, por la decadencia de la obra del hombre, que lo emparenta con una de las tendencias del Prerromanticismo de los últimos decenios del siglo XVIII. Al igual que esas ruinas artificiales del jardín-paisaje no-arquitectónico inglés o alemán de la época de Goethe, pero de las que tenemos precedentes en Inglaterra ya en 1747, como las creadas por Sanderson Miller, uno de los fundadores del gothic revival, los guardianes de gran tamaño de Mascaró desprenden una nostálgica melancolía, un triste canto por el envejecimiento y la caducidad de las cosas, que no es más que una evocación de la fugacidad de la vida del hombre. Pero estas enormes piezas de guerreros, de las que no se puede evitar el relacionarlas con los Almogávares de Miguel Berrocal, si bien en el caso del malagueño poseían un «alma» interior que eran los yunques comprados en las forjas artesanales de las Ardenas y que son los que están en su origen, mientras que los guerreros de Mascaró están huecos por dentro, son un envoltorio superficial de un cuerpo interior que ha desaparecido, estas piezas, decimos, todavía pueden ser relacionadas, por contraposición, con Cézanne y los comienzos de la pintura de vanguardia. Mientras que en Cézanne la pintura es la representación de la pura visualidad, excluyendo deliberadamente, como supo ver Fritz Novotny en una célebre monografía, todo elemento del sentimiento, desterrando al espíritu de la experiencia del ojo, científica, objetiva y positivista, en Mascaró, en cambio, se vuelve a esa combinación entre racionalismo y sentimiento que advertimos en los espíritus del siglo XIX que, aunque sienten fascinación por lo fantástico y lo irracional, por la muerte y el sueño, sin embargo, renuncian a desprenderse por completo de la herencia de las Luces, esto es, de la fuerza ordenadora de la razón, que vence al caos. A pesar de ser aparentemente vestigios, a pesar de su laceración y su mutilación, los guerreros de Mascaró todavía guardan un destello racional, un frágil hilo de Ariadna que en cualquier momento, eso sí, puede romperse.
© Enrique Castaños Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 6 de noviembre de 2009
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