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En la muerte de André Masson ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS Con
la reciente desaparición de André Masson, se reduce prácticamente hasta el límite
la lista de los supervivientes de la vanguardia histórica de nuestro siglo. A
comienzos de los años veinte, este pintor de nacionalidad francesa, nacido en
Balagny en 1896, constituye, junto con Jean Arp, Joan Miró y Max Ernst, uno de
los artistas pioneros en el surgimiento del revulsivo movimiento surrealista. Su
naturaleza rebelde y contraria al orden establecido, fuese social o estético,
lo llevó desde muy joven, antes incluso de la Primera Guerra Mundial, a
investigar en una línea apartada de las formas académicas y convencionales. Él
fue el único, junto con Max Ernst, que supo traducir inmediatamente a nivel práctico
la programática declaración contenida en el famoso Primer Manifiesto del
surrealismo (1924): «Surrealismo es automatismo psíquico puro...». Resultaba
mucho menos complicado, como reconocieron los integrantes del movimiento,
traducir fielmente este principio básico del credo surrealista al campo de la
escritura que al de la pintura, por la resistencia misma de los materiales que
se emplean. Masson, no obstante —al
igual que Ernst, con sus frottages—, elabora unas imágenes según el método
automático que sorprenden por su espontaneidad y frescura.
Pero
más que nada, quisiera desde estas pocas líneas rendir un homenaje, además de
al artista que contribuyó a la definición de la poética surrealista, a quien
inspiró de una forma decisiva, a través de su enseñanza, el nacimiento del
expresionismo abstracto de la Escuela de Nueva York. A este respecto, resulta
reveladora la íntima interrelación que entre Hsieh Ho, André Masson y Jackson
Pollock ha sugerido el crítico británico Herbert Read. Masson, en efecto,
transmitió a Pollock y a los demás integrantes de la mítica escuela, una
concepción de la práctica pictórica que se remonta, por vía indirecta, hasta
el siglo V antes de Cristo, cuando el crítico y teórico de arte chino Hsieh Ho
formuló el primer canon o criterio para juzgar la pintura, lo que llama el ch’i,
y que puede definirse así: en todas las cosas alienta una energía o resonancia
espiritual que las une en armonía, alma de todos los principios y métodos de
la pintura. Por tanto, argumenta Read, «si las formas vivas de la naturaleza
son la manifestación visible del obrar del ch’i, el artista debe
representarlas fielmente para poder expresar su conciencia de la acción de este
principio cósmico». Para
Masson, en correspondencia con el calígrafo chino, son «los secretos más
profundos de la naturaleza» —en
expresión de Goethe, citada por él mismo—
los que el alma pone al descubierto en el acto de dibujar, haciendo con
ello explícita referencia al mundo sumergido de los instintos insatisfechos de
los que habló Nietzsche, autor, de otra parte, que Masson descubrió con dieciséis
años y que le influiría también de una manera decisiva. Cuando
Georges Limbour relata la experiencia sentida por Masson en sus largos paseos
descalzo por el campo durante su infancia en Suiza
—en la que «buscaba, más allá del conocimiento y la contemplación
estética, la compleja comunión con el universo»—, nos está describiendo un
estado espiritual idéntico al de la iluminación o satori de los monjes
budistas zen, un estado en el cual se tiene conciencia del ser de las cosas sin
la traba de los sentidos y el intelecto. En una conocida conversación de Masson
con G. Charbonier, aquél considera el aludido estado como una excitación
preliminar que presenta en el artista el carácter de preparación para el
estado final de arrobamiento, en el cual la mente adquiere terrible lucidez,
manteniendo un cierto grado de autodominio. Ahí están sus cuadros, con su cromatismo exaltado, poderoso simbolismo, violenta gestualidad y automática espontaneidad para confirmarlo.
Publicado originalmente en el Suplemento Cultural del diario Sur de Málaga el 7 de noviembre de 1987 |