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Las pinturas sobre lienzo de Manuel Mingorance Acién del decenio de 1960
© Enrique Castaños / Antonia María Castro Villena
El 25 de enero de 1956 se casó Manuel Mingorance con su mujer Lucía, y tan sólo tres días después ambos partieron en tren desde Madrid hacia Roma, a fin de disfrutar de la concesión de una beca concedida por el Ministerio de Asuntos Exteriores. La beca era de las de intercambio cultural de las que disponía el Ministerio para estudios en el extranjero, y le fue concedida a Mingorance, según nos cuenta él mismo en su autobiografía Mis confesiones de pintor, por intervención directa de Antonio Villaciero, un alto cargo por entonces del Palacio de Santa Cruz. Villaciero intervino gracias a su vez a la intercesión de Elisa Escriña, persona muy bien relacionada y admiradora desde muy pronto de la obra de Mingorance, desde que lo conociera por primera vez visitando una de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, en la que le compró el cuadro seleccionado del pintor. Debe recordarse que la beca que le permitió viajar a Italia, fue en realidad una compensación menor respecto del concurso oposición que había que hacer para obtener el pensionado en Roma. Era la segunda vez que Mingorance se presentaba a este importante concurso, y la segunda que también suspendía. La primera vez que se presentó fue en 1952, tan sólo dos años después de haber finalizado sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. En esa ocasión, entre los pintores que opositaban, se encontraban el palentino Pedro Mozos y el madrileño Francisco Arias. La segunda oportunidad, como hemos dicho, vino en 1956, y en ella tenía Mingorance depositadas sus esperanzas, pues con su edad resultaba imposible presentarse otra vez. Pero las ilusiones se truncaron. El tribunal estaba presidido por Fernando Álvarez de Sotomayor, a la sazón Director del Museo del Prado, siendo los vocales Joaquín Valverde, profesor de colorido y maestro de Mingorance en San Fernando, el pintor vasco Valentín de Zubiaurre, el pintor de retratos Julio Moisés y, como representante de la pintura más actual de entonces, el conocido pintor Benjamín Palencia, quien ya tuviese una destacada participación en la renovación artística española durante los años veinte y treinta, siendo de hecho uno de los fundadores, junto con el escultor Alberto Sánchez, de la llamada Escuela de Vallecas en 1927, cuyo propósito no era otro que el de revitalizar el paisaje castellano. Pues bien, por diversas circunstancias, algunas de ellas en extremo azarosas, que Mingorance relata de manera pormenorizada en su autobiografía, como el hecho de que, por haber pinchado una rueda de su coche oficial, llegase tarde a las deliberaciones del jurado Álvarez de Sotomayor, lo que facilitó que alcanzasen un pacto otros miembros del tribunal, concretamente Palencia y Valverde, el primero apoyando a un concursante cuya manera de pintar era semejante a la suya, y el segundo mostrando sus preferencias por Francisco Echauz, a quien había trasladado, según Mingorance, buena parte de las simpatías que otrora sintiera por él mismo en la Escuela, por estas y otras circunstancias, como decimos, además del hecho incuestionable de que su cuadro no gozó del favor del jurado, Mingorance se quedó por segunda vez sin poder ir pensionado a Roma. Por eso comentábamos que la concesión de la Beca de Exteriores fue providencial. Le permitió casarse, vislumbrar algún futuro en su carrera profesional y viajar a Italia, un proyecto que acariciaba hacía tiempo. Al poco tiempo de regresar de Italia, al cabo de un año de estancia en aquel país, murió su padre en Málaga, una pérdida muy dolorosa para el pintor. Buena parte del verano de 1957 la pasó el joven matrimonio en El Escorial, en la casa de la familia Escriña. En el otoño volvió a presentarse a otra beca que también concedía la Academia de San Fernando, a la que llamaban «Conde de Cartagena», y que permitía residir en el extranjero. Joaquín Valverde estaba en el tribunal y es muy probable que interviniese con decisión a favor de Mingorance para compensar lo hecho antes cuando la oposición de pensionado en Roma. Nuestro pintor volvió a elegir Italia, donde residió otro año más. Sirva todo este preámbulo para llegar al punto decisivo, que no es otro que el de ponderar la importancia en la evolución de Mingorance de esos dos años enteros de estancia en Roma, claves para entender su pintura del decenio de 1960, que es la que se exhibe en esta reducida pero selecta muestra. En Roma y en Italia en general se encontraba Mingorance en su elemento natural, como si dijéramos en su líquido amniótico. Vivir en Italia suponía el encuentro permanente con la pintura del Quattrocento, sobre todo los grandes conjuntos de frescos en Florencia y otras ciudades de la Toscana. Asimismo, el diálogo con los geniales pintores del Alto Renacimiento romano, con el Rafael de las Stanze de los palacios vaticanos, con el Miguel Ángel del techo de la Sixtina, con Andrea del Sarto y con Fra Bartolommeo. Otro de los grandes descubrimientos de Mingorance en Italia, cuando viajó por el sur, además del Museo de Capodimonte en Nápoles con sus espléndidas colecciones de esculturas romanas, fue la visión directa de las ruinas de Pompeya y Herculano. Las pinturas conservadas en las casas y villas de Pompeya fueron para Mingorance probablemente el mayor impacto de carácter estético y espiritual de toda su vida como pintor. Descubrir con sus propios ojos el profundo misterio que encierran las maravillosas pinturas pompeyanas, fue para Mingorance una experiencia inolvidable y de muy larga y fecunda influencia. Además de interesarse por desentrañar los oscuros significados y la temática de muchas de estas pinturas, especialmente las de la célebre Villa de los Misterios, que para algunos historiadores están directamente relacionadas con los ritos de iniciación de una novicia en los cultos dionisíacos, mientras que para otros, como para el historiador Paul Veyne, tienen que ver con los preparativos propios de la noche anterior a una boda, Mingorance se preocupó de modo muy personal en averiguar la técnica con las que están ejecutadas, que para él no era exactamente la técnica de pintura al fresco tradicional, sino más bien temple al huevo aplicado a las paredes de las estancias convenientemente preparadas. Con todo este impresionante bagaje, Mingorance acometió desde muy finales de los cincuenta y principios de los sesenta una obra cuya preocupación fundamental es el tratamiento de la figura humana. Todas los lienzos presentes en esta exposición fueron hechos en el estudio que poseía el pintor en la calle María de Molina de Madrid, que mantuvo hasta principios de los setenta. La primera, cronológicamente, de las obras expuestas, Barcas del Nilo (1963), parece estar relacionada con ciertas pinturas encontradas en algunas tumbas del antiguo Egipto en las que se representan lo que podrían ser competiciones de remo entre distintas embarcaciones que acompañaban al Faraón por el Nilo. Las cuatro embarcaciones están colocadas en diferentes planos, acentuando la profundidad espacial, que se ve realzada por un horizonte muy alto. Se trata de un cuadro que ofrece un aspecto como de pintura mural, con una rígida ordenación geométrica. El tema es también muy poco frecuente en la pintura de Mingorance. Del año 1964 se exponen dos lienzos. El primero, Procesión por la montaña, es también una obra de tema muy infrecuente en la producción del pintor. Pareciera como si los personajes que aparecen se dirigieran en peregrinación a un lugar sagrado, probablemente una tumba. Dos de ellos, situados en el primer plano, muestran, alumbrados por la luz amarillenta que irradia un farol colocado junto a ellos en el suelo, unos documentos, quizás unos planos, a varios de los que se dirigen a la cima. Los otros parecen seguir sus indicaciones. Por los ropajes de todos, en su mayoría mujeres ataviadas con sencillos vestidos largos que les llegan casi a los tobillos, pudiéramos deducir que nos hallamos en los primeros siglos de la era cristiana, aunque algunos de los varones llevan unos pantalones muy ajustados y casi harapientos. En cualquier caso, se acentúa la intemporalidad de la escena o la lejanía de los extraños acontecimientos descritos, a través de la presencia de faroles y de antorchas. Dos varones situados en la zona inferior a la derecha, también en primer plano, junto a una enorme piedra redonda, parecen consultar un gran libro de tamaño folio. Las ascensión se hace en grupos nutridos y espaciados, por un camino que rodea la montaña. El resplandor de las luces en la noche, le otorga al conjunto un aspecto fantasmagórico, espectral. Los tonos dominantes son el verde azulado de la ondulante montaña, el azul negruzco tamizado de fogonazos blancos del cielo, el amarillo del resplandor de las lámparas y los rojos de los ropajes de las figuras del primer término. En esta obra Mingorance se aproxima, aunque lejanamente, a cierto expresionismo religioso de la época de las vanguardias históricas, pero en general el cuadro es de una marcada originalidad. El otro lienzo de 1964 que se exhibe es el titulado Angustia. En un espacio constreñido y claramente opresivo, ocho o nueve figuras, algunas de ellas meramente rostros, son presa de un terror pánico. Sólo cuatro de las figuras, más el brazo de otra que asoma por el ángulo inferior derecha, son representaciones de seres normales, pues las otras muestran deformaciones en sus miembros y en su aspecto de carácter monstruoso. En este lienzo, Mingorance parece fundir varias tradiciones estilísticas, concretamente tres. De un lado, la posición de los cuerpos extendidos en el suelo, que remite al clasicismo romano y al barroco flamenco, especialmente del Rubens conocedor de los grandes artistas del Alto Renacimiento romano y de Caravaggio. En segundo lugar, la postura de los brazos de la estilizada figura femenina del centro de la composición, que remite directamente a una de las mujeres sabinas del Rapto de las Sabinas de Nicolás Poussin, tanto a la versión del Metropolitan de Nueva York, de hacia 1634-35, como a la versión del Louvre, de hacia 1637-38. Si en los lienzos del gran representante del clasicismo francés, la mujer agita desesperadamente sus brazos queriendo zafarse de su raptor, en el cuadro de Mingorance, bien es verdad que de un modo menos patético, lanza un grito de espanto ante el hecho de verse agarrada por ese ser monstruoso con cabeza descomunal que parece salido de una pesadilla. Aunque los efectos melodramáticos estén en gran parte contenidos, no puede negarse una cierta teatralización en la posición que adoptan las figuras. La tercera referencia es a Picasso, y se trata de esa figura amenazadora, como encorvada y con los brazos caídos, con largo y robustísimo cuello y enorme cabeza que entra en escena por la derecha. El modelo más evidente es el célebre óleo, pastel y carboncillo sobre lienzo de casi dos metros de longitud, pintado por Picasso en 1937, titulado Muchachas jugando con un barco, que se conserva en la Colección Peggy Guggenheim de Venecia. Ya hay una premonición de aquellas figuras amenazadoras de Picasso en obras como la famosa Mujer sentada en la playa, de 1929, del Museo de Arte Moderno de Nueva York, que con su cuerpo articulado mecánicamente, su extraordinaria plasticidad escultórica, su rostro casi vacío reducido a un triángulo con dos puntitos que representan los ojos y sus mandíbulas en forma de tenazas, es la quintaesencia de una horripilante pesadilla. Picasso la recorta sobre el fondo plano del mar y del cielo. Pero es el lienzo de Venecia, que también guarda notables concomitancias formales con La nadadora del Museo Reina Sofía, tres años anterior, el que sirve de modelo visual a Mingorance. La más inquietante de las figuras de ese lienzo de Picasso es la que asoma su cabeza por la línea del horizonte del fondo. Picasso traducía así en términos plásticos la amenaza que se cernía sobre Europa, al borde ya de la guerra. En Mingorance, en cambio, curiosamente, aquella figura de su cuadro que comentamos, parece inofensiva, a modo de pasiva espectadora del paisaje de desolación que tiene a sus pies. Si tenemos en cuenta, además, que el propio Picasso reinterpretó a principios del decenio de 1960 la mencionada obra de Poussin, que le fascinaba, nos encontramos con una pintura de Mingorance en la que, como decíamos, confluyen diferentes lenguajes plásticos, del Renacimiento romano, pasando por el clasicismo barroco, al clasicismo surreal del Picasso de los años treinta. Los siguientes cuadros expuestos corresponden, por orden cronológico, a dos realizados en 1966, Maternidad y Coral. En ambos lienzos hay puntos de contacto con pintores españoles de los años cincuenta y sesenta, por ejemplo con la sevillana Pepi Sánchez, nacida en 1930, una pintora que, al decir de José María Moreno Galván, encuentra «su veta expresiva en un lirismo de la representación», o con el valenciano Ricardo Zamorano (1923), un pintor cuyas figuras ofrecen una masa escultórica plena de gravedad y de plasticidad, o incluso con el zaragozano Miguel Ibarz, nacido el mismo año que Mingorance, en el que es evidente la solidez estructural de la forma. De los dos óleos de Mingorance, el más interesante es Coral, un nutrido grupo de muchachas que, con la partitura en las manos, entonan al unísono un canto. Están situadas sobre una tribuna, posiblemente el coro de una iglesia, y, además de sus sencillos vestidos todos rojos, una reminiscencia, sin duda, de los fondos de las estancias de la Villa de los Misterios de Pompeya, llama la atención la isocefalia de sus cabezas, situadas a la misma altura en cada una de las filas, una evocación, igualmente que la posición frontal de sus cuerpos, de los mosaicos bizantinos del ábside de la iglesia de San Vital de Rávena. Aunque en el caso de Mingorance hay cierta repetición estereotipada en los rasgos fisonómicos del rostro de las cantantes. De 1967 es Venus magmática, un lienzo que toma como modelo más inmediato La maja desnuda de Goya, aunque también tiene en cuenta La marquesa de Santa Cruz, pintado por Goya cinco años después, en 1805, y, en última instancia se inspira asimismo en las Venus recostadas desde que creara el tipo Giorgione con la soberbia obra del Museo de Dresde. Lo de «magmática» vincula a esta hermosa joven con el magma del interior de la tierra, que al solidificarse en su contacto con el mundo exterior da origen a las rocas eruptivas. Es decir, que en este cuerpo femenino Mingorance ha querido acentuar en él su corporeidad, su procedencia de las entrañas de la tierra, su composición química. Sin embargo, la muchacha, que está recostada sobre una especie de diván, nos ofrece una faz ensoñadora, ausente, sumida en sus propios pensamientos.
Publicado originalmente en el catálogo de la exposición Manuel Mingorance Acién. Pinturas sobre lienzo del decenio de 1960, celebrada en noviembre de 2010 en la sala de exposiciones Mingorance Acién del Distrito Centro de Málaga. |