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Breves anotaciones sobre una colección incipiente La colección de arte de Modigliani Consultora
ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS El propósito de la presente muestra es dar a conocer lo más significativo de los fondos de arte de Modigliani Consultora, un conjunto todavía heterogéneo, pero que sus responsables tienen la firme pretensión de ir ampliando y centrando en artistas malagueños contemporáneos. Por lo que respecta a las piezas de esta incipiente colección pertenecientes a los lenguajes relacionados con la vanguardia y la neovanguardia, habría que hablar, en primer lugar, de Joaquín Peinado, destacado representante de la aportación española a la Escuela de París. Nacido en Ronda en 1898 y muerto en la capital francesa en 1975, Joaquín Peinado, del que su ciudad natal tiene un estimable y encantador museo, es un pintor que, sostenido en la lección cézanniana y en el cubismo, se construyó, al decir de Julián Gállego, «una casa limpia y grata, simple y digna». Pintor caracterizado por la claridad de los temas que aborda, la autonomía en la estilización del trazo y la suave calidad de la materia, según observase agudamente Gerard Xurigera, tampoco hay en su pintura añadidos inútiles ni retórica alguna. Buen ejemplo de ello es el óleo titulado Gloria de la Antigua Grecia, de mediano formato, firmado y fechado. Fue realizado en Grecia, en 1970, durante un viaje en que también visitó al poeta Rafael Alberti en Roma. Lienzo de una luminosidad clara y transparente, diáfana y limpia, representa una vista de la Acrópolis de Atenas desde una calle cercana situada en un nivel más bajo. Los monumentales restos, entre los que se distinguen el Partenón y el Erecteion, están enmarcados por unos árboles, que los acogen y cobijan, al modo de las composiciones de las bañistas de Cézanne. La pincelada suelta, de toque impresionista en algunas zonas, se adensa en las copas de los árboles de la izquierda. Los tonos verdosos de la vegetación y los blancos de las ruinas tienen como fondo el azul del cielo. Es posible que también esté aquí presente la lección de Corot, un pintor muy admirado por Peinado. Pensemos en el célebre cuadro de la catedral de Chartres, cuyas piedras amontonadas de la derecha son en cierto modo evocadas por las placas y losas que aparecen pintadas en el primer plano. También de Joaquín Peinado se exhibe una interesante acuarela, firmada, y probablemente realizada entre 1918 y 1923, cuyo motivo puede ser un mercado de Madrid o de El Paular. Es una escena típicamente costumbrista, pero en la que se advierten ya dotes muy marcadas para la estructura compositiva, al situar una gran mole arquitectónica a un lado, mientras que en el otro, ocupado por unas casas de más baja altura, el amplio espacio del cielo permite compensar las masas. La pronunciada perspectiva en profundidad del mercadillo, en sombra, contrasta con la cegadora luz que se estrella contra el muro desnudo de la iglesia. Las animadas figuras que inundan la escena, desplazadas hacia el fondo, constituyen un parpadeo incesante de notas de color. La escena recuerda algunas obras de Mariano Bertuchi. La tercera pieza de este autor es una interesante litografía fechada en 1972. El motivo es un jarrón con flores en el que el grafismo de la línea, el concepto dibujístico, como tantas veces en Peinado, por ejemplo en determinadas composiciones arquitectónicas, predomina sobre los planos de color, que aquí se ven limitados a unas bandas verticales ocres y grises. En cuanto al boceto de cartel de 1969, realizado con acuarela y gouache, es interesante la reminiscencia de formas cubistas en la construcción del personaje alado que protagoniza la composición, habitante misterioso de las esferas celestiales, que parece estar haciendo un gesto de descendimiento. Dos de las obras más raras de esta colección son sendos aguafuertes de Fernando Labrada, un magnífico pintor nacido en Málaga en 1888 y muerto en 1977, que ingresó como alumno en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando de Madrid con la temprana edad de doce años. Discípulo de Muñoz Degrain, estuvo pensionado en Roma en 1907, exponiendo en Francia, Roma y Alemania. Su carrera se vio coronada por el éxito, recibiendo numerosas distinciones, medallas y premios nacionales e internacionales. El Museo de Málaga guarda una Cabeza de mujer extraordinaria, pero al mismo tiempo enigmática y como fuera de su tiempo. La exactitud en el detalle, la atmósfera irreal, el misterio de la desconocida retratada, quizá su propia mujer, la exquisita minuciosidad del dibujo, hacen de este cuadro una obra singular, en donde a la precisión del miniaturista se une la precisión en el pormenor visible en los primitivos flamencos, aunque tampoco puede desecharse una tenue influencia surreal en el cielo y el paisaje. Pintor que nos recuerda a los prerrafaelistas ingleses en esa y otras obras, en esta ocasión admiramos dos espléndidos y originales aguafuertes, uno fechado en 1910 y el otro en 1920. El más antiguo, Vendaval, es un paisaje adusto, con rocas y un puente de piedra en primer plano, viéndose al fondo lo que parece ser un camposanto, con la tapia, la entrada y los altos cipreses en su interior sobresaliendo mecidos por el viento. Las dos terceras partes del grabado están ocupadas por un estudio extraordinario de nubes y fuertes rachas de viento, soplando en diferentes direcciones. También aquí se advierte su predilección por los ingleses, en especial por quienes se ocuparon de hacer estudios de nubes, como es el caso de Alexander Cozens hacia 1771 y de Constable a lo largo de toda su vida, pero especialmente en el decenio de 1820, así como del noruego Johann Christian Dahl, de la misma época. El segundo grabado, titulado La tumba de la Dama, parece representar un mausoleo cuyas formas arquitectónicas y elegancia decorativa remiten directamente al art déco de ese mismo decenio de 1920. Bastaría comparar los elementos verticales que flanquean la supuesta sepultura con el portón de acceso al Puente de Alejandro III en la Exposición de Artes Decorativas de París de 1925. Estamos ante el triunfo de unas formas modernistas en clave racionalista, paradójicamente geométricas y simétricas, angulares y al mismo tiempo esquemáticas. El origen de todo ello podría estar en el desaparecido edificio Larkin, en Buffalo, en el Estado de Nueva York, construido por Frank Lloyd Wright en 1904. Algunos historiadores, como Juan Antonio Ramírez, han querido ver en sendas columnas geometrizantes que flanquean la fachada de este primer edificio de oficinas verdaderamente funcional de toda la historia de la arquitectura, una alusión simbólica a Yakín y Boaz, las dos columnas de significado oscuro —quizás «es sólida» y «con fuerza», según advierte en nota a pie de página la Biblia de Jerusalén— situadas ante el Ulam (vestíbulo) del Hekal (el Santo, la gran sala de culto) del Templo de Salomón en Jerusalén, según nos cuenta el Libro primero de los Reyes, 7, 21. Todas estas cultas referencias son las que se desprenden de un grabado que, sin embargo, contiene, gracias a la alta vegetación y a la desolación general, una incuestionable atmósfera romántica. De José Hernández (Tánger, 1944) se exhibe uno de sus característicos aguafuertes, en los que el detallismo, la precisión dibujística y la minuciosidad en la elaboración va acompañada de una figuración fantástica de tintes surreales y neorrománticos. Los vetustos troncos de los árboles se inclinan y retuercen como si estuviesen cobrando vida en este Aquelarre de desolación y terribles presagios. Las siguientes obras de la colección pertenecen ya a los autores que protagonizaron la renovación artística en Málaga durante los cincuenta y sesenta del siglo pasado. Una de las primeras piezas es un interesantísimo dibujo realizado con tinta china por Enrique Brinkmann (Málaga, 1938) en 1957, el mismo año en que tuvo lugar su primera exposición individual, en las salas de la Sociedad Económica de Amigos del País de Málaga. Recientemente, ha formado parte de la magna exposición antológica dedicada al pintor en las salas de la Coracha del Museo del Patrimonio Municipal de Málaga, clausurada el pasado 18 de marzo. Es un dibujo de caligrafía enmarañada y filamentosa, densa y apretada, que pone claramente de manifiesto la fuerte influencia recibida por el pintor en su juventud del expresionismo centroeuropeo, aunque la atmósfera cargada y tensa remiten posiblemente a los dibujos del propio Franz Kafka, el gran escritor praguense en lengua alemana de origen judío cuyos relatos describen un ambiente existencial opresivo y alienado, alucinatorio y de pesadilla, y que junto con las grandes novelas del escritor ruso Fiodor M. Dostoyevski ha sido uno de los principales referentes espirituales de Brinkmann. Varias son las obras de este destacado artista en la colección. Las siguientes desde una perspectiva cronológica son dos dibujos fechados en 1962, ambos hechos también con plumilla. El primero, realizado en Berlín en febrero de ese año, nos muestra unos edificios en ruinas, posiblemente restos de bloques de viviendas todavía sin demoler de la guerra mundial; el otro, fechado en Mijas en mayo, representa a una familia, que parece estar protegida, o quién sabe si aprisionada, por una tupida tela de araña. En ambos se hace patente el fondo de angustia y de vacío que recorre la producción de Brinkmann en esa época. Hay otro dibujo con tinta, de 1964, que estuvo colgado en la Librería Terzo Mondo de Roma, que muestra a tres personajes masculinos junto a lo que semeja ser una bicicleta: una escena callejera diferente estilísticamente por completo de las Strassenszenen que hizo Ernst Ludwig Kirchner en Berlín entre 1912 y 1913, pero que ofrecen un contenido similar, esto es, la desazón y la ansiedad del individuo. Asimismo del decenio de los sesenta, de enero de 1967, es otro dibujo de Brinkmann, una aguada de tinta china negra, que muestra una cabeza anónima, de grandes ojos redondos muy abiertos, enormes orejas circulares y escasísimo pelo, una testa inclinada que da la impresión de referirse a un personaje espantado, asustado, quizás por sus propios miedos y fantasmas íntimos que lo acosan. Toda esta producción está impregnada de referencias existencialistas, aunque también al psicoanálisis, a la locura, a los deficientes mentales. Brinkmann, como Paul Klee, como Kandinsky y otros miembros de Der Blaue Reiter hacia 1911-1914, se interesa por la expresión primitiva, por la de los niños, y, por supuesto, por la de los que viven en el reino de las sombras. En cuanto a la figura realizada en óleo sobre papel de 1964, muy oscura, hecha en Roma y expuesta en la Galería Scorpio de Roma, habría que matizar que está más próxima al informalismo de posguerra de Jean Dubuffet, aunque en el caso del pintor francés hay una presencia física de la materia, una alusión directa a las estratificaciones geológicas, mientras que en Brinkmann lo que permanece es la reivindicación del dibujo infantil, la espontaneidad de lo primigenio, algo de lo que también participan los miembros del grupo CoBrA, especialmente Lucebert. El tenebroso personaje de Brinkmann, con la cara descascarillada, con manchas rosáceas en una de las mejillas y en la nariz, con los ojos hundidos, la boca cerrada y la cara hinchada, proviene sin duda del alma interior del artista, que aquí se expresa con los modos de un niño, pero de un «niño» muy consciente de lo que hace. De los años ochenta hay dos aguafuertes de este autor. Uno es de 1980 y el otro de 1983, y en ambos casos se trata de ese tipo de obra orgánica tan característica de Brinkmann por esa época, una obra que, como puede verse en Figura con guitarra, construye el personaje a modo de celdillas compartimentadas y fuertemente delimitadas en sus contornos, como una articulación de órganos atravesados por líneas y rayas que producen densas zonas de sombra. En el apartado del grabado, Brinkmann, que ha editado personalmente algunos, como este que nos ocupa, ha estudiado a fondo la inigualable contribución rembrandtiana, visible en el protagonismo que concede a los contrastes de luz y de sombra. La litografía de 1990 pertenece al periodo en que la obra de Brinkmann comienza a desembocar abiertamente en la abstracción, apareciendo primero, como es el caso, manchas y sombras filamentosas a modo de insectos inundando el espacio, aunque cada vez dejando zonas vacías, aclarándolo y aireándolo. Este giro, verdadero punto de inflexión en su obra, es el principio de un lenguaje que acabará finalizando en las telas metálicas de 2000-2001, es decir, un concepto mucho más ingrávido, aéreo y transparente de la pintura. De otro de los más eximios representantes de la pintura de vanguardia en Málaga, Francisco Peinado, nacido en 1941, la colección que comentamos atesora cuatro dibujos, seis grabados y un óleo. Tres de los dibujos son de 1966 y otro de 1969. De aquellos, dos están hechos con plumilla y color sobre papel y sobre tabla, y representan unas formas orgánicas indeterminadas e imprecisas, una de ellas asemejándose a una visión del tronco de un ser humano a través de los rayos X, aunque cualquier correspondencia con la realidad es una coincidencia puramente casual. De lo que sí puede hablarse en ambos dibujos es de la elementalidad y primitivismo de la forma orgánica, cual seres inferiores que todavía no han llegado al estado de la conciencia. Lo mismo puede decirse del otro dibujo a plumilla de 1966, una forma peluda y curvilínea que ha sido hecha por adición de innumerables rayitas, segmentos y fragmentos unidos y apelmazados unos con otros, una protuberancia repulsiva que parece estar animada por una vida protozoica o absolutamente ínfima. Es en este tipo de dibujos en los que va configurándose la particular visión del mundo de Francisco Peinado, o, mejor dicho, en los que se plasma su microcosmos interior, que oscila entre lo fantástico, lo surreal, lo onírico y lo realista, pues también hay aquí una patológica concesión al detalle, a lo diminuto y a lo ínfimo. El dibujo a plumilla de 1969 está en la misma línea que los anteriores: un bosque de formas que recuerdan pechos femeninos y pezones, moviéndose como agitados por el viento, y que no sería extraño hubiesen salido de algún sueño del autor. En cualquier caso, se trata de una imagen por completo onírica, absurda y ajena al universo real. Los cuatro aguafuertes de 1971, hechos sobre una matriz de zinc, de nuevo responden a la característica temática onírica de Francisco Peinado, especialmente los titulados Dragón y Botas, donde también se manifiestan las excelentes aptitudes como dibujante del artista. El personaje que ocupa el fondo del segundo de estos grabados, llora abundantemente diminutas lagrimillas, aunque su rostro permanece impasible y sereno. Quizá se trate de una metáfora del trabajo, de la dureza de vida del obrero. En el primero, en cambio, surge con toda su fuerza imaginativa el original bestiario de Peinado, un catálogo animalístico que, lejos de hundir sus raíces en esa Edad Media fantástica de la que habla Jurgis Baltrušaitis, procede por completo de los terrores y de los demonios interiores que lo persiguen. En una dirección más expresionista, pero sin dejar la gramática surreal, habría que situar El grito, contrapunto absoluto de la obra de Edvard Munch, es decir, que no estaríamos ante un grito de desasosiego y de angustia existencial, sino ante un grito que es más bien el producto de una pesadilla nocturna. El aguafuerte de 1975 titulado El gallo y la bikini es Peinado en estado puro. Un gallo de escala gigantesca, ambiguamente amenazador, está junto a una muchacha tocada sólo con un bikini y con un afilado cuchillo en la mano izquierda. De su propia posición inestable, tambaleante, parece deducirse una acción o un deseo de violencia, presumiblemente contra el animal. Toda la escena desborda imaginación, absurdo y sueño. Su significado queda enterrado en las profundidades del subconsciente del artista. Un último grabado, de 1980, forma parte de un libro homenaje a Picasso editado por la Librería Anticuaria El Guadalhorce. Animales dando alaridos, fantasmales, propios del reino de la noche, flotan junto a un caballo-perro que ladra incontenible con la cabeza levantada. La mejor pieza de Francisco Peinado de la colección, sin embargo, es un óleo sobre tabla de 1975, La huida, que estuvo expuesto en la Feria de Basilea de 1976 y que se publicó en el nº 5 de la revista Guadalimar con un texto del poeta José Hierro. Es un óleo extraordinario, muy elaborado, con un notable virtuosismo técnico. El fondo es ese recurrente microcosmos orgánico de celdillas y elementos unicelulares. Entreverada con lo que puede ser una escalera, o un marco de ventana, surge una inquietante cabeza transparente, de curvos contornos y sostenida sobre unos hombros y un cuerpo negro y oscuro. Delante de la cabeza hueca y vacía hay un animal repugnante, una langosta o un crustáceo diferente cuyas patas, a modo de tentáculos, se apoderan y lo palpan todo. Obra de un cromatismo atemperado y en general oscurecido, habla del incierto destino del ser humano. De José Díaz Oliva (Nerva, Huelva, 1938 – Málaga, 2001) hay un interesante lienzo, Horizonte, casi con seguridad del decenio de los setenta, en el que se funden su inclinación natural por la poética surrealista y su pasión por la estatuaria clásica. El elemento central, con forma de corazón, parece una coraza con una gran abertura en uno de sus lados, de donde surge un segmento rectilíneo de metal que, a su vez, horada y penetra una cabeza femenina, muy bien modelada, en tonos azulados, con los ojos abiertos, que mira fijamente hacia el frente. El fondo del cuadro, de tonos malvas, está pintado con colores planos. Este óleo procede de la colección personal de la galerista madrileña Fefa Seiquer. También de este pintor es una litografía sin fecha, probablemente de finales de los setenta o principios de los ochenta, con el motivo de una joven sumergida hasta la cintura en un líquido desconocido, pero cuya masa corporal parece haber sido vaciada, como si sólo quedase el envoltorio exterior. Es una figura orgánico-surreal muy característica de la producción que por entonces realizaban algunos pintores de Málaga vinculados al neosurrealismo y a la figuración fantástica. Algo parecido podríamos decir de una serigrafía del mismo autor de 1979, una cabeza femenina de perfil, con un solo ojo, enorme y amenazador, de frente, cuyo cerebro, hueco y vacío, está atravesado por estratos nubosos, permitiendo la visión a través del pelo del paisaje que hay detrás. Las formas curvas, la visión onírica, lo entroncan con la misma poética antes señalada. De Dámaso Ruano (Tetuán, 1938) se exhiben dos piezas. La primera es un monotipo de 1964, una cabeza de una joven muchacha, de cuando este pintor, al principio de su carrera, practicaba una pintura figurativa y representativa, sobre todo deliciosos paisajes y cuadros con casas y calles de las ciudades marroquíes, de unas texturas maravillosas, de un exquisito amor a la materia pictórica. Esos cuadros están, sin duda, entre lo mejor de su producción. Muchos de ellos pudieron verse en una estupenda muestra retrospectiva que le dedicó en 1991 la Caja de Ahorros de Antequera en su sala de la calle Dr. Pérez Bryan. La obra que ahora comentamos, deja traslucir una de las claves de Dámaso Ruano por aquellos años: su economía de medios, su extraordinaria habilidad para, con muy poca materia pictórica, destacar con contundencia los volúmenes y las formas. Así lo confirma este rostro ovalado, de facciones simétricas y bellas, de mirada penetrante y directa. Es una pieza magnífica, digna de un gran artista. Sin embargo, Ruano, en una evolución coherente y arriesgada, acabó desembocando en la abstracción, una abstracción geométrica pura en la que, con todo, nunca olvidó por completo sus orígenes figurativos, el palpitar de la tierra y de las cosas a la luz del sol y junto a este Mediterráneo que tanto ama. Por eso, sus grandes composiciones abstractas, a las que pertenece el tríptico que conserva la colección objeto de este comentario, están heridas por el hálito de la vida y de la naturaleza, simbolizadas en forma de rasgones, de papeles y cartones rotos, de agujeros y oquedades, de trazos decididos, alusión al misterio de todo lo viviente. Como dije en una ocasión, estamos ante paisajes interiores, paisajes del alma, de una intensa y desnuda belleza espiritual. Los linóleos de Eugenio Chicano (Málaga, 1935) presentes en la colección, realizados en 1972, pertenecen a la etapa más innovadora de su extensa producción, la situada entre 1968 y 1975, en que se adscribe al lenguaje del pop y de la Crónica de la Realidad, con signos icónicos claramente derivados de la sociedad de masas y de los mass media, pero también relacionados con la realidad social, especialmente con la alienación y la unidimensionalidad. Lector de Marcuse y de otros miembros de la Escuela de Frankfurt, Eugenio Chicano ofrecía por aquellos años un marcado perfil de pintor interesado en las cuestiones políticas y sociales. La obra hecha entre 1971 y 1973 se distingue por dividir el cuadro en dos mitades a modo de un díptico, con el fin de permitir su emplazamiento aprovechando los ángulos de una habitación, con lo cual se juega también con ciertos efectos decorativos. El vivo cromatismo, los colores planos, los iconos y símbolos de las sociedades industriales del capitalismo tardío, como automóviles de carreras, pasos de cebra, grandes almacenes y aparatos de televisión, contrastan, en su frialdad y aséptica neutralidad, con los rostros y cabezas de intención más expresiva y angustiada. La serigrafía titulada Beso mariposa, de 1984, perteneciente a la serie Poética de un fotograma, de la primera mitad de los ochenta, relaciona claramente a Chicano con el fotorrealismo y con algunos preceptos icónicos de la figuración narrativa francesa, así como con la pintura de reportaje, una producción de nítida intencionalidad comunicativa y en la que se hacen perceptibles y fácilmente reconocibles los signos icónicos empleados. Basándose en conocidas fotografías de actores y actrices de Hollywood, o bien planos de películas, Chicano rotula esta serie dedicada a los besos en función del icono que arbitrariamente le sirve de emblema: una mariposa, un automóvil Bugatti, un papagayo o unos fósforos, siendo Greta Garbo una de las actrices que más veces aparece en estas composiciones. El fotograma que nos ocupa está extraído de Flesh and the Devil (El demonio y la carne), la película dirigida en 1926 por Clarence Brown y protagonizada por la Garbo y John Gilbert. Un poco anterior, de 1976, es un linóleo que representa una célebre fotografía de Antonio Machado en sus últimos años. La única obra de Stefan von Reiswitz (Munich, 1931) en posesión de Modigliani Consultora es una serigrafía de 1976, La fertilización de Venus, una de sus características composiciones en las que muestra su pasión por las formas curvas, por las grutas y oquedades, como Leonardo da Vinci, por los mundos ignotos y lejanos, por lo surreal tamizado por la ironía, el desenfado y el humor. En toda su obra hay una indudable huella alemana, en la línea de autores como Max Ernst. El pasado clásico, la antigüedad grecolatina y la arqueología mediterránea se mezcla con los hallazgos y las soluciones de la vanguardia histórica, por ejemplo el collage, un recurso que, junto al objet trouvé, al objeto de desecho incorporado, atraviesa casi toda su producción. En esta ocasión, una solitaria habitante de un extraño y desolado planeta ingrávido en el espacio interestelar, está rodeada de trozos de esfera realizados claramente mediante la transferencia de superficies que pueden ser de latón con protuberancias y relieves, a modo de diminutos cráteres o accidentes del terreno en lo que se supone es un planeta sin vida. Las piezas escultóricas de Miguel Ortiz Berrocal (Villanueva de Algaidas, Málaga, 1933 – 2006), Mini Zoraida (Homenaje a Paloma), Micro David Off, Retrato de Michèle, Mini María, Mini David y Mini Cariátide, están realizadas entre 1968 y 1971, uno de los periodos más fecundos y originales de la producción de quien puede ser considerado uno de los primeros artistas en proponer la idea de «múltiple». Este concepto, que aplicado a la escultura hay que entenderlo como un objeto tridimensional multiplicado e idéntico al prototipo, de un lado pone en crisis definitivamente la noción de «aura» teorizada por Walter Benjamin en su célebre texto sobre la reproductibilidad técnica, y de otro introduce la noción de producción en serie, que, como ha señalado Daniel Giralt-Miracle basándose en Abraham Moles, se refiere más al método productivo que a la cantidad de objetos producidos, al estar estos ideados basándose en su repetición. Por eso dirá Moles que la obra creadora no es ya un resultado, sino un modelo que se aleja cada vez más de la realización directa. Todo esto está presente en la obra de Berrocal, un auténtico pionero de la noción de «múltiple». Pero, como he dicho en otro lugar, Berrocal es, antes de nada, un formidable artesano y un excelente técnico, que conoce perfectamente su oficio, los materiales, las técnicas de fundición, que se preocupa extraordinariamente y consigue que sus obras tengan un acabado perfecto. Éste sería uno de sus entronques con la tradición. Después, hay su vínculo con el pasado escultórico de Occidente, y eso que empezó haciendo unas soberbias esculturas abstractas en deuda con Julio González, es decir, su preocupación e interés por la figura humana, por la anatomía del cuerpo, lo que pone de manifiesto su profunda admiración por la línea que, desde Grecia y pasando por Miguel Ángel, conduce a Picasso. Pero Berrocal es también un hijo de su tiempo, con todas sus paradojas. Esto significa que abandona en parte el concepto de escultura como representación a través de la masa y se interesa por el vacío, por el espacio interior, lo que le lleva a descomponer el espacio, fragmentar la obra en muchas piezas que, a su vez, cuestionan los conceptos de integridad y unicidad. Esculturas que el espectador puede mover, manipulables, que se desmontan en numerosos fragmentos y que pueden también transformarse alterando la combinación de sus elementos en determinados casos. De todas las aquí expuestas, es extraordinaria el Mini David, en zamac niquelado y desmontable en 23 piezas, que viene acompañado, como todos estos múltiples de Berrocal, de un libro de instrucciones. La importancia concedida por Berrocal a los materiales se pone de manifiesto en la elección del zamac, un material no ferroso, compuesto básicamente de zinc, y en menor medida de aluminio, hierro, estaño y cadmio, resistente y maleable, lo que permite variadas aplicaciones. Sobre esta constante investigación en los materiales, recuérdese, sin ir más lejos, el uso que ha hecho Berrocal de otro material industrial, el kevlar, una fibra orgánica de la familia de las poliamidas cinco veces más fuerte que el acero y de gran ligereza. Del pintor Francisco Hernández Díaz (Melilla, 1932) se exhiben tres litografías pertenecientes a una carpeta realizada en homenaje a Manolo Caracol, que confirman las excelentes dotes dibujísticas de un autor de porte clásico que, por fin, ha sido reconocido en una magna exposición antológica celebrada en las salas temporales del Museo Municipal de Málaga esta primavera. De línea fluida y segura, las figuras de Hernández de esos años suelen tratar temas alegóricos impregnados de la alegría de vivir mediterránea, siendo frecuentes las muchachas entrelazadas ofreciendo sus cuerpos indolentes y perezosos a la luz del sol, que los baña derramando sobre ellos unas tonalidades cálidas y armoniosas. El retrato de Manolo Caracol está hecho con honda penetración en los rasgos del rostro y en la expresión del carácter, como corresponde al magnífico retratista que es Hernández. Vinculado a la neofiguración de los setenta, Carlos Durán (Málaga, 1949) siempre se ha distinguido por recrear en sus cuadros los paisajes de su memoria personal, íntimamente ligada a la ciudad de su infancia y de todo su desarrollo como artista, un escenario de casas, de avenidas y de paseos que son los que le han rodeado durante toda su vida. Aquellas casas, que no son otras que las del barrio del Limonar donde vive en su ciudad natal, configuran al mismo tiempo un paraíso imaginario, un paisaje urbano ideal que entronca con la imagen utópica de algunos pintores y grabadores del pasado, sobre todo del Renacimiento. Otra de sus constantes, como en este cuadro realizado en Madrid en 1978, es la referencia a la arquitectura clásica, situada en esta ocasión en un promontorio aislado, un paraje rodeado de vegetación y con el mar como fondo que recuerda en su concepto algunas composiciones de Magritte, aunque la intención sea distinta. Los dos dibujos de Joaquín de Molina (Morón de la Frontera, Sevilla, 1952 – Málaga, 1986), realizados con plumilla, rotuladores de colores y acuarela y pertenecientes a la serie Escenas de la vida cotidiana, de 1980, son muy representativos de este dotado pintor, asimismo relacionado con la figuración madrileña de los setenta y ochenta, y en el que hay evidentes influencias del surrealismo y de la figuración fantástica del Enrique Brinkmann y del Francisco Peinado de aquellos años. Los personajes de ambos dibujos evocan a los de Otto Dix y Georg Grosz de la Nueva Objetividad, porque otra de las influencias más marcadas de Joaquín de Molina es la del expresionismo alemán de la República de Weimar, descarnado, mordaz, corrosivo, atemperado en él por una decidida intención irónica. Otra de sus más firmes referencias es la de la Escuela de Londres de la posguerra, esos pintores figurativos relacionados con el pop y con la sociedad de consumo de masas que tanto marcaron a la neofiguración española de aquellas décadas. La síntesis del pensamiento artístico de Joaquín de Molina puede encontrarse en el texto de una conferencia que leyó en Málaga en agosto de 1984, El espíritu de nuestro tiempo, en donde hace un certero y crítico análisis de las circunstancias históricas y estéticas vividas por Occidente desde el fin de la guerra en 1945. El más joven de los artistas seleccionados, el escultor José Seguiri (Málaga, 1954), también pertenece a la misma tendencia que los dos anteriores, aunque en su caso las referencias están sobre todo conectadas con la mitología clásica y el hedonismo de la antigüedad greco-latina. Los cuerpos retozantes de sus figuras, de raigambre rubeniana, quedan abandonados a los placeres de la vida, o bien recrean fábulas y episodios de la mitología, que incluso cuando son trágicos están acompañados de una atmósfera despreocupada y abandonada. En este encantador barro del decenio de los ochenta, Seguiri se inspira en la leyenda de Salmacis y Hermafrodito, que cuenta cómo éste, hijo de Hermes y de Afrodita, encontrándose en un hermoso lago de Caria, fue inmediatamente objeto del amor de la ninfa del lago, Salmacis, que, sin embargo, fue rechazada por el joven. Pero cuando Hermafrodito se desvistió y se sumergió desnudo en las aguas, Salmacis aprovechó para acercarse a él y abrazarlo fuertemente, rogándole a los dioses que nunca pudiesen separarse ya ambos cuerpos. Los dioses la escucharon, y los unieron en un nuevo ser, dotado de doble naturaleza, masculina y femenina. Seguiri altera la secuencia de la leyenda, y presenta a Hermafrodito contemplando el cuerpo de la ninfa. Esta pieza también procede de la colección de la galerista Fefa Seiquer.
Publicado originalmente en el catálogo de la exposición La colección de arte Modigliani Consultora. Siglo XX en Málaga, celebrada en la Casa Fuerte Bezmiliana de Rincón de la Victoria (Málaga) en julio de 2007.
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