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El misterioso proceso creativo del genio
Escultura, pintura, dibujo y cerámica. Pablo Picasso. Antología, 1895-1971. Museo Picasso Málaga. C/ San Agustín, 8. Hasta febrero de 2005.
La exposición con la que el
Museo Picasso Málaga ha querido celebrar el primer aniversario de la institución,
compuesta por un total de 132 obras entre esculturas, pinturas, dibujos y cerámicas,
abarca un arco cronológico muy extenso, desde 1895 hasta 1971, prácticamente
toda la existencia productora del artista, y además de dejar constancia de su
versatilidad y soltura en el empleo de diferentes técnicas, de su proteica
actividad, de su inagotable capacidad de inventiva y de su posición preeminente
en el seno de la vanguardia histórica, quiere sobre todo ahondar en un aspecto
que, si bien ha merecido siempre la atención de los estudiosos, ha sufrido en
los últimos decenios interesantes cambios de enfoque y de apreciación crítica,
generando nuevas y fecundas interpretaciones sobre el inabarcable legado del
malagueño. Me estoy refiriendo a los complejos y, en cierto modo, misteriosos
mecanismos de su proceso creativo, a su particular concepción de la forma artística,
a su manera de elaborar ésta, a su relación con la historia del arte en
general y con su propia obra en particular. Porque
lo que parece clarificarse cada vez con mayor nitidez es que, sin negar el carácter
misterioso e insondable de toda auténtica creación artística, esto es, de
toda verdadera invención de formas, y quizá sea esta la principal causa de la
emoción inexplicable que provoca en el espectador, sin embargo, se pueden
desentrañar algunos de estos procesos, tratando de establecer correspondencias,
motivaciones lógicas de las formas, decisiones conscientes acerca de la noción
de lenguaje, de estilo y de género. Dicho de una manera sucinta: parece
razonable pensar, y que conste que este juicio no es nada nuevo, que Picasso, en
primer lugar, es un artista que, junto a un ojo que ve lo que otros son
incapaces de apreciar en la naturaleza, conoce perfectamente y se alimenta de
toda la historia del arte, acudiendo a ella, más o menos explícitamente,
siempre que lo considere necesario. En segundo lugar, que reutiliza sus propios
descubrimientos e invenciones formales en cualquier periodo de su larguísima
trayectoria, metamorfoseando su propio lenguaje, reinventándolo de una manera
sorprendente. En tercer término, que altera la convencional jerarquía de las técnicas
y de los formatos, haciendo, por ejemplo, que una obra aparentemente menor, bien
sea un dibujo sobre papel o un pequeño lienzo, sea una pieza importante e
incluso decisiva en su evolución. Alguien dijo una vez,
empleando una metáfora poética que recuerda a Nietzsche, que precisamente
porque Picasso se asomó al abismo de la abstracción, calculando sus efectos
devastadores o quién sabe si su entrada en un callejón sin salida, es por lo
que se mantuvo siempre dentro de la figuración, decisión en la que sin duda
intervino su natural inclinación por la representación de la figura humana,
como consecuencia de su vinculación espiritual con la Antigüedad clásica y
las viejas culturas mediterráneas. De ahí ese «pensamiento figurativo» que
se desprende de toda la obra picasiana, y que esta muestra recalca de modo muy
especial en algunas de las piezas exhibidas. En
este sentido, hay varias mujeres sentadas en la exposición muy reveladoras de
lo que decimos, pero hay dos excepcionales. Una es un óleo sobre lienzo de 1920
y otra un pequeño óleo sobre tablero de hacia 1923. La primera es una imagen
de apariencia monumental, de formas rotundas y vigorosas, de manos y pies
enormes, poderosos, aunque, cosa no demasiado frecuente en Picasso, esté
pensativa, con la mano apoyada en la mejilla de su rostro modelado casi esquemáticamente
en sus rasgos esenciales. El vestido recuerda la estatuaria griega, pero hay dos
rasgos que le otorgan plena modernidad: la sobriedad y contención cromática,
consecuencia de la primacía de la forma, de la «plasticidad» de la figura, y
el sillón donde se sienta, propio del decenio en que fue pintado el cuadro.
Picasso, por tanto, tiene como mínimo aquí en cuenta elementos de su propio
vocabulario y sintaxis de la época del cubismo y de la escultura antigua, y,
sin embargo, hace de la figura una obra al mismo tiempo plenamente moderna y
portadora de un clasicismo intemporal. En
la segunda pieza, donde de nuevo estamos ante un repensar la estatuaria griega
de la época de Fidias, cosa que se advierte en la extraordinaria «cita» de la
técnica de los «paños mojados» de los frontones del Partenón, y donde
asimismo advertimos esa «noble sencillez» y «serena grandeza» de la que
hablaba Winckelmann, otra vez el sillón coetáneo, otra vez conferir
importancia decisiva a una obra de formato menor, resuelta con lápiz en sus líneas
esenciales, aunque haciendo algo tan plástico y moderno como iluminar el rostro
y otras partes del cuerpo y del vestido con óleo blanco, o bien dejar que el
color natural del tablero sirva de fondo. De 1898-99 hay un espléndido dibujo, en realidad un apunte colosal por su capacidad de abreviación, todo en azul, uno de esos dibujos que sólo Picasso sabía hacer otorgando al cuerpo femenino desnudo un erotismo perverso y prohibido, un erotismo de voyeur. La falta de espacio me obliga a mencionar sólo algunas obras que no deben pasar desapercibidas al visitante: un magnífico paisaje de 1908, con esos soberbios verdes y ocres del periodo protocubista, un buen ejemplo de «pintura pura»; una maternidad de julio de 1921, con esas formas orondas y llenas de vitalidad, exponentes de un periodo de felicidad en el pintor; un Minotauro con varias mujeres de marzo de 1937, poco antes del primer boceto del Guernica y donde ya se adivinan algunas de sus soluciones formales; los bustos y figuras de 1970 y 1971, expresión incomparable de una completa falta de prejuicios y de una inmensa libertad.
© Enrique Castaños Alés Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 27 de octubre de 2004
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