Alegoría y hedonismo en la pintura de Gabriel Padilla

ENRIQUE  CASTAÑOS  ALÉS

El significado etimológico de biombo, peculiar objeto decorativo de procedencia chino-japonesa introducido en Europa a partir del siglo XVI, es el de protección contra el viento. Resguardarse de ciertos aires artísticos tristes y sombríos, rehusar las muchas veces fingidas cuitas y forzadas tribulaciones, impúdica y obscenamente vomitadas en productos de dudosa calidad plástica, de que gusta jactarse una, sobre todo en estos tiempos confusos de fin de milenio, cada vez más numerosa cohorte de pseudomísticos e impostores del arte, quienes de manera estúpida creen que éste, para alcanzar la perdurabilidad, ha de poseer el marchamo de la locura, de la soledad angustiosa y del más morboso sufrimiento, protegerse de toda esta falaz e interesada mentira, pregonada a los cuatro vientos por voceros apocalípticos, que hacen de la creación artística sinónimo exclusivo y vehículo del dolor humano, sin óbice de que en rarísimos y determinados casos así sea en parte (en este siglo, sin apartarnos del ámbito de la figuración, podríamos aducir los ejemplos de Munch, Soutine, Rouault, Francis Bacon y Lucien Freud), parece ser el propósito, quizás inconsciente, que ha animado al pintor Gabriel Padilla (Málaga, 1949) durante la realización del biombo que acaba de donar al Ateneo de su ciudad natal, en un exquisito gesto de generosidad personal.

La obra, un tríptico de madera compuesto de estrechos y alargados paneles simbólicamente situada a la entrada de la sede de la institución, ofrece una notable factura y, desde el punto de vista estilístico, se corresponde de manera inequívoca con los últimos trabajos de Padilla, tal y como pudimos verlos expuestos hace un año en la galería Alfredo Viñas: una superficie pictórica de rico cromatismo dominada por los tonos cálidos, cuya sutil y casi imperceptible rugosidad en la textura se explica por el conglomerado usado como soporte, en la que el color modela, o bien figuras melancólicas, abstraídas y ensimismadas en su tarea, o bien cuerpos voluminosos, exuberantes, hasta cierto punto indolentes, que se relacionan a través de gestos sintéticos y concisos, sin ocultar la íntima inclinación del pintor hacia postulados estéticos próximos al grupo de los nabis y al movimiento fauve, incluso a ciertos autores de la escuela veneciana del XVI y de la flamenca del XVII. La sinceridad de Gabriel Padilla es manifiesta al mostrarnos con absoluta transparencia su prístino gusto por una estética que bebe en fuentes mediterráneas, hedonista, barroca, católica, si se quiere escenográfica, cuyos signos más visibles se hacen evidentes en el placer en la representación del cuerpo femenino desnudo, en equilibrio y armonía con la naturaleza, convertida ésta ya en paisaje.

En cuanto al programa iconográfico desarrollado, se aúnan la sencillez y la facilidad de comprensión, muy en consonancia con una estética ajena a esa estéril y plúmbea pedantería intelectual que hace de la erudición vacía de sustancia y de la sobrecarga de citas, el imposible disimulo de la incapacidad para resolver satisfactoriamente los verdaderos problemas y elementos plásticos de la obra. Ya a finales de 1984, cuando Juan Antonio Ramírez le encargó pintar el frontón delantero del Templicón, templo-armario-puerta triunfal en homenaje a la pintura diseñado y construido por el citado historiador de arte, Gabriel Padilla acometió el trabajo, entre imaginativo, humorístico e irónico (una vista ideal de la bahía de Málaga al atardecer sirviendo de fondo a una originalísima cabeza de Gorgona, «una especie de punky entre tierna y agresiva»), traduciendo muy libremente el programa iconográfico establecido por Ramírez, aunque sin renunciar a proporcionar suficientes claves interpretativas al potencial espectador. En esta ocasión, cada uno de los tres paneles pintados de lo que consideramos el anverso del biombo, contiene la representación de una figura masculina de pie, informalmente vestida, dentro de un espacio cerrado que tan sólo se comunica con el exterior mediante una elevada y angosta abertura con arco de medio punto, por donde se vislumbra, a manera de fondo y de la prolongación de la perspectiva, siempre idéntico paisaje. La actividad a que se entrega cada personaje y los escasos objetos que aparecen esparcidos por el suelo permiten identificarlos como representaciones alegóricas de la música, la poesía y la pintura, esta última en forma de autorretrato del propio artista. En el reverso del biombo, tres desnudos femeninos de sonrosadas carnes en diferentes posiciones, de perfil, de frente y de espaldas, se solazan y bañan despreocupadamente en medio de un paisaje que, por sus rasgos y por el templete pintado en el panel central, no es otro que una idealizada visión de la malagueña Hacienda de la Concepción. Alegoría, por tanto, de las tres Gracias (las Cárites griegas), «divinidades de la belleza y potencias de la vegetación, quienes, además de esparcir la alegría en la naturaleza, en el corazón de los humanos y en el de los dioses, ejercen toda clase de influencias sobre los trabajos del espíritu y las obras de arte» (Pierre Grimal).

¿Estamos, pues, ante una Alegoría de las Artes de Málaga? Trataré de responder a esta pregunta, a modo de conclusión, haciendo uso del método comparativo.

Las ciudades no sólo constituyen auténticos organismos vivos en constante evolución y transformación, sino que cada época posee una imagen distinta de ellas, según se refleja en la obra de algunos artistas. En este sentido, la imagen plástica más arquetípica que conozco de la Málaga de la segunda mitad del siglo XIX, quizá sea el Boceto para el Techo del Teatro Cervantes, concebido y realizado por el pintor Bernardo Ferrándiz (los fondos son de Muñoz Degrain), y que se conserva en el Museo Provincial de Bellas Artes. El Boceto, una Alegoría de la historia, industria y comercio de Málaga, interpreta fielmente la idea que la burguesía local tenía y quería que se tuviese de la ciudad. Gabriel Padilla, por el contrario, más de cien años después de esa compacta y unitaria visión de la ciudad reunida en torno a los logros de su clase económica dirigente, parece traducir, con independencia del estricto carácter estético-individual de la obra que comentamos, el sentimiento colectivo, probablemente minoritario, de quienes de manera lúcida perciben aquélla, en estas postrimerías del siglo, como un ser fragmentado, invertebrado (de ahí la división del biombo en un tríptico), incluso sin ningún sólido proyecto común, aunque al mismo tiempo convencidos, a pesar de la rigurosa y permanente autocrítica que se echa todavía en falta, del significativo papel que desempeña hoy un sector de las artes, cuyo olvido y marginación supondría una grave amputación en el diseño de lo que deberíamos construir como ciudad en el futuro.

Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 24 de abril de 1994