El placer de la pintura

Una lúcida selección de cuadros de doce jóvenes creadores españoles a fin de reivindicar el arte de la pintura

Pintura. Colectiva. Paisajes de la pintura.

Palacio Episcopal. Málaga. Plaza del Obispo, s/n. Hasta el 15 de octubre de 2000.

Hace ya casi tres lustros, en 1986, en un artículo ampliamente difundido acerca del final del arte, reflexionaba Arthur C. Danto sobre el conocido pensamiento de Hegel en torno a la muerte del arte, un aserto que para el filósofo idealista alemán no significaba en realidad otra cosa que la divergencia de direcciones entre el arte y la historia, frente a la coincidencia que durante un determinado periodo de tiempo había existido entre las energías del arte y las energías de la historia. El arte, según esta opinión, seguiría existiendo en un sentido que el propio Danto ha calificado de post-histórico, pero su existencia no tendría el menor significado histórico. Sin embargo, a pesar de la profunda melancolía de la frase de Hegel en el sentido de que ha envejecido una forma de vida, el dramatismo que en la hora presente planea sobre el futuro del arte, y especialmente sobre el destino de la pintura, tiene que ver con el hecho, al decir del conspicuo crítico estadounidense, de que una tesis como la hegeliana sólo puede hoy día ponderarse en el marco de una filosofía de la historia, esto es, que sería difícil tomársela en serio en un panorama artístico en cuyo seno no se plantea en absoluto la necesidad de un futuro artístico. Aunque semejante pérdida de dirección histórica puede no ser más que un fenómeno temporal y transitorio, también podría ocurrir que el futuro del arte termine identificándose con esta su actual condición desestructurada, una especie de entropía cultural en la que, afirma Danto, daría igual lo que viniese, porque el concepto de «arte» se habrá agotado internamente.

Joaquín Gallego. "El cielo entre los árboles III", 1998. Óleo sobre lienzo. 114 x 146 cms. Colección particular (Málaga).Viene este quizás políticamente incorrecto preámbulo a propósito de la muestra que estos días se presenta en las salas del Palacio Episcopal de Málaga, Paisajes de la pintura, un tipo de exposición relativamente frecuente durante estos últimos años en la que, con la única variación de la nómina de autores seleccionados por el comisario, en esta ocasión Ángel Luis Pérez Villén, se quiere dejar constancia de que, a pesar de la crisis e interminable agonía en la que se nos dice por doquier se encuentra la pintura, a pesar del frenético desarrollo de las nuevas tecnologías como nuevos medios no sólo de producción artística, sino también de contemplación del objeto (y me estoy aquí refiriendo a esa «hipervisibilidad» denunciada por Baudrillard, esto es, la fase de visualización total que ha alcanzado occidente y que es una manera de exterminar la mirada; por poner el mismo ejemplo aducido por el sociólogo francés, no se puede propagar la singularidad de la obra de Francis Bacon a través de los canales de comunicación), la pintura, no obstante, tiene todavía mucho que decir, no por ella misma, sino por medio de los artífices a través de los cuales se manifiesta. De todos los argumentos que el responsable de la muestra pone inteligentemente en juego para defender su tesis, yo prefiero quedarme con la emoción que de modo incomparable es capaz de transmitir la pintura, entendida aquélla como un estado de ánimo que, como muy bien supo apreciar Max Scheler, goza de su propia autonomía y no debe considerarse una especie inferior en la vida intelectual. Y junto a la emoción, sin poder desligarse de ella, el placer físico de la pintura, que inunda nuestros sentidos y los comunica directamente con las regiones del espíritu.

©Enrique Castaños Alés

Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 16 de septiembre de 2000