La verdad plástica del sueño

 

Pintura y dibujo. Benjamín Palencia.

Palacio Episcopal. Málaga. Plaza del Obispo, s/n. Hasta el 30 de septiembre de 2001.

Figura vertebral del Arte Nuevo en España desde su participación en la legendaria Exposición de los Ibéricos en 1925 hasta la brusca interrupción del proyecto renovador por la Guerra Civil de 1936-39, Benjamín Palencia (Barrax, Albacete, 1894 – Madrid, 1980) tuvo la suerte de contar desde el comienzo de su andadura artística con un doble y privilegiado tutelaje: en primer lugar, la protección desde que era un muchacho del ingeniero Rafael López Egóñez, hombre culto y bien relacionado que le facilitó una preciosa e infrecuente información en la España de entonces sobre los lenguajes de la vanguardia europea, además de permitirle viajar con su ayuda económica a París y a Italia, experiencias decisivas que tendrían, sobre todo la segunda, profundas consecuencias en el futuro (repárese, sin ir más lejos, en la más que probable influencia que pudo tener en su giro estilístico a partir de 1937-38 la indeleble huella que en él dejó la visión de Giotto); en segundo lugar, la tutela intelectual de Juan Ramón Jiménez desde 1920, que le abre los más selectos círculos culturales del Madrid de la época.

Centrada precisamente en los años en que Palencia estuvo comprometido con el lenguaje renovador, esta exposición pone de relieve la precoz madurez plástica alcanzada por el artista    —apreciación que no debiera ser interpretada, según parece desprenderse de una cada vez más extendida mitificación de la vanguardia histórica española (derivada quizás de un exceso de entusiasmo transmitido por las propias características del periodo), como un arrinconamiento de la producción posterior a 1939, fecundísima y dilatada etapa en la que Palencia eleva a enorme altura plástica y espiritual su recreación del paisaje castellano—. Preclara lucidez perceptible ya en el puro y despejado silencio del Bodegón de 1924, o en ese otro bellísimo Bodegón oval de 1926, exponente supremo de su paso por la «figuración lírica» y su admiración por Braque. La calmada y poética serenidad mediterránea de las hermosas acuarelas pintadas en Altea hacia 1927, sufre un giro substancial durante el decenio de los treinta, de intensa experimentación y ardiente espíritu militante en los presupuestos estéticos modernos. Son los años en que incorpora tierra y arena a sus lienzos, haciéndolos graves y telúricos y convirtiendo en palpable realidad aquellas apasionadas palabras suyas de «yo he corrido, como el animal hambriento, en busca de material vivo para mis pinturas»; en que algunos de sus óleos se inspiran en el «universalismo constructivo» de Torres-García; en que dibuja como un niño o como un primitivo, mostrando su devoción por Klee y trasladando al papel aquello suyo de «yo interpreto poéticamente, rayando en el papel mis sueños, mis sensaciones, como un niño que no sabe dibujar, pero que sus imágenes rayadas están cargadas de sensibilidad y poesía»; los años, en fin, de íntima amistad con Alberto Sánchez en que trata de fundir tradición y vanguardia y hace esas visionarias obras con osamentas, esas que le llevan a decir en el mismo texto de 1932 que venimos citando, Nuevos artistas españoles, aquello tan hondo y expresivo de «los agujeros con olor a pólvora, llenos de piedras estáticas, con esqueletos de animales fósiles, han impresionado mi sensibilidad poética».

©Enrique Castaños Alés

Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 17 de septiembre de 2001