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La prístina mirada de las cosas Una exquisita y colmada selección de obras de Joaquín Peinado, eximio representante de la Escuela Española de París Pintura. Joaquín Peinado. Sociedad Económica de Amigos del País. Málaga. Plaza de la Constitución, 7. Hasta el 14 de febrero de 1997. Aunque
hace ya varios años que un compacto grupo de entusiastas y jóvenes
historiadores están empeñados en el estudio y metódica revisión del cada vez
más valorado movimiento renovador que afectó a una parte de la producción plástica
y arquitectónica española desde finales de la primera década de este siglo
hasta el inicio de la guerra civil, persisten, sin embargo, considerables vacíos
que, en el caso de determinados autores, menospreciados o injustamente sumidos
en el olvido, no deberían dilatarse por más tiempo, pues, además de oscurecer
la comprensión del período, restan solidez y credibilidad a la estructura y
narración de los hechos. En
tal sentido, quizá sea el de Joaquín Ruiz-Peinado Vallejo (Ronda, 1898 – París,
1975) uno de los ejemplos más arquetípicos: siempre citado, incluso ponderadas
las excepcionales cualidades de su selecta obra, cuando se hace referencia a la
notable pléyade de artistas que —o
bien por la urgencia íntima de conocer sin mediación alguna las nuevas
experiencias de la vanguardia europea, o bien obligados por las trágicas
circunstancias políticas— acabaron integrando lo que después fue llamada Escuela
Española de París, pero del que, todavía hoy, seguimos sin disponer de una
monografía crítica solvente. Ni siquiera con motivo de esta espléndida
exhibición, comisariada con modélico desvelo por Mariluz Reguero, según se
desprende del nutrido conjunto de piezas dispersas procedentes del coleccionismo
privado, ha sido posible encontrar un especialista que escribiese un autorizado
texto de presentación para el catálogo. A pesar de haber nacido en el seno de una hidalga y acomodada familia de comerciantes, cuyo propósito era proporcionarle una esmerada educación orientada hacia esos menesteres, Joaquín Peinado, gracias a la liberalidad paterna, no hallará obstáculos a su temprana y resuelta vocación. Después de estudiar Bellas Artes en Madrid, decide emprender el entonces iniciático viaje a París, donde se instala en 1923, recibiendo puntualmente el oportuno cheque mensual que le envía su padre. Allí traba rápida amistad con Picasso y otros artistas españoles, entre ellos Buñuel, Bores y Pancho Cossío, a quienes se añadirán, ya en los treinta, Esteban Vicente, Viñes y José Luis Sert. De ese tiempo es el magnífico y mayestático retrato del Niño de la Palma, no obstante su inmediata inclinación hacia una suerte de neocubismo de mórbidas formas y austero cromatismo. En 1925 participa en la mítica exposición madrileña de la Sociedad de Artistas Ibéricos, aunque interrumpe por algunos años su dedicación a la pintura con el advenimiento de la República, de la que fue un defensor ferviente. A partir de 1940, ahora sí en un exilio forzoso, se abre una segunda época creativa, espaciada, originalísima y fecunda. El firme dibujo, de gruesos y nítidos perfiles, tiene como función primordial servir de disciplinado soporte a una vigorosa ordenación volumétrica en la que cuerpos y objetos alcanzan una dimensión arquitectónica, atemperada sin embargo por el delicado lirismo de los tonos y la casi transparente capa de materia pictórica. La poderosa lección aprendida del cubismo, pero sobre todo la continua atención prestada a la soberbia construcción cézanniana, hacen de Joaquín Peinado un infatigable observador de la naturaleza y del modelo, despojados de cualquier artificio, ofrecidos a sus ojos en su limpia y prístina esencia.
©Enrique Castaños Alés Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 1 de febrero de 1997
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