|
La mirada limpia de Joaquín Peinado ENRIQUE CASTAÑOS Joaquín
Peinado nació en Ronda, el 19 de julio de 1898, en el seno de una familia
acomodada dedicada al comercio. El padre, pensando en el futuro del negocio y
con el propósito de que obtuviese una sólida formación, lo envía en 1910 al
Colegio Británico de Gibraltar, pero, ni esta estancia ni la matriculación, en
1915, en la Escuela Superior de Comercio de Sevilla, adonde acude sólo a
realizar los exámenes, consiguen truncar una inclinación natural por el dibujo
y la pintura que, si bien no estaba todavía en esos años de estudiante
asentada con firmeza, comenzaba a manifestarse de manera persistente. La decisión
la toma con motivo del encuentro con dos jóvenes pintores brasileños que están
de paso en Ronda, quienes, viendo sus dibujos, aconsejan a la familia que inicie
estudios de arte. Muy poco después, en 1918, ingresa en la Escuela de Bellas
Artes de San Fernando de Madrid, regentada por entonces por Miguel Blay, y donde
va a tener por profesores a Cecilio Pla, Enrique Simonet y Julio Romero de
Torres. En la biblioteca de la institución trabará un primer conocimiento de
los impresionistas franceses y de Picasso, quien, según él mismo
declaró
posteriormente, le impresionó más que ningún otro. En
noviembre de 1923 se encuentra ya en París, donde residirá hasta el final de
su vida. Para entonces ya había demostrado deseos firmes de renovación formal
en su pintura, como prueban la cabeza, las manos y la capa de el retrato de Cayetano
Ordóñez, el Niño de la Palma. En París frecuentó las academias Ranson,
Colarossi y la Grande Chaumière, integrándose en el efervescente ambiente artístico
de la capital francesa, donde expondría muy pronto, en 1924, en el Salón de
los Independientes y en el Salón de Otoño, y donde haría fiel amistad, entre
otros, con Buñuel, Zervos, Picasso, Bores y Cossío. Como el propio Peinado
relató muchos años después, a su llegada a París se mantuvo alejado del
surrealismo, pues, además de parecerle un movimiento demasiado intelectual, él
siempre sintió una particular predisposición a ceñirse al motivo, al objeto
que tenía delante, del que siempre sintió la necesidad de captarlo en toda su
prístina verdad, ajustándose a su exacto valor formal y a su estructura
esencial —«Yo a la pintura
la quería en el sentido pictórico, y no introducir literatura», le dirá a
Max Aub—. Entre la colonia de pintores españoles de París predominaba por
esos años una suerte de neocubismo alejado del sistema de rígidas facetaciones
de los volúmenes y caracterizado por la superposición de planos y la
predilección hacia las formas orgánicas, siendo bajo el signo estético de esa
tendencia con el que participó en la legendaria Exposición de Artistas Ibéricos
de 1925. Al año siguiente intervino en la representación de El Retablo de
Maese Pedro de Falla en Amsterdam, y en 1929 colabora con Jacques Feyder en
los decorados de Carmen, película rodada parcialmente en la ciudad del
Tajo y en la que Buñuel y Cossío actuaron de comparsas. El trabajo que, poco
después, acepta como funcionario de la República en la Oficina de Turismo de
París, lo mantendrá alejado de los pinceles durante un período de siete años,
reanudando ese contacto finalizada la Guerra Civil española. Es
entonces, a partir de mediados del decenio de los cuarenta, cuando comienza el
período más interesante y personal de su producción, el que hizo de Joaquín
Peinado una voz inconfundible de la Escuela Española de París. De los dos
principales apoyos en los que se sostiene su obra, el cubismo y Cézanne
—«Él se construyó, con los cimientos de Cézanne y las vigas del
cubismo, una casa limpia y grata, simple y digna», escribió en 1969 Julián Gállego—,
es quizás el maestro de Aix su más constante y duradera influencia, del que
conserva, según precisó con agudeza crítica Gerard Xurigera, «la claridad
del tema, la autonomía en la estilización del
trazo y la suave calidad de la
materia». En efecto, este hidalgo de la pintura mostró siempre en los tres géneros
que preferentemente cultivó, el bodegón, el paisaje y el retrato, una
querencia hacia la justeza y sencillez del motivo, de tal modo que éste, bien
fuese una mesa, una silla, un frutero, una botella, una casa, un árbol o una
figura humana, quedaba representado sin retórica alguna ni añadidos inútiles,
aprehendido en sus líneas esenciales. Heredero, asimismo, de la lección de
Zurbarán y de la aportación más noble de la Escuela Española, Joaquín
Peinado, «geómetra lírico» en palabras de George Besson, es un pintor de
dicción mesurada y contenida, a veces grave, donde el color, sin llegar a estar
restringido avariciosamente, tampoco se prodiga con arrebato expresivo, ya que
nunca debe ahogar esa severa construcción de la forma conseguida a través de
la negra grafía y los precisos contornos que el dibujo proporciona a las cosas.
Artista de mirada limpia, personalísimo acento y exquisita sensibilidad,
algunos de sus lienzos más conseguidos, como El puerto de Honfleur, de
1959, nos evocan, con su suave impregnación de materia y delicadeza tonal, los
refinamientos de Ben Nicholson, mientras que las telas realizadas en San
Francisco a principios de los setenta ofrecen una sutil afinidad espiritual con
la obra de Richard Diebenkorn. Según recordaba su amigo y generoso coleccionista de sus cuadros Agustín Rodríguez Sahagún, en sus años postreros Joaquín Peinado, que llegó a tener, con su poblada barba blanca, un aspecto patriarcal y venerable, vivió como siempre lo había hecho, con humildad y sencillez, a pesar del reconocimiento creciente de su obra en España y en diferentes lugares de Europa y América. La muerte le sorprendió en París, en el hospital Cochin, el 13 de febrero de 1975, cuando todavía se encontraba desbrozando la nutrida senda abierta en el viaje efectuado en 1971 a los Estados Unidos, invitado por la Universidad californiana de Davis para impartir una serie de cursos. Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 29 de julio de 2001 |