El estilo del no estilo

  (Sobre la exposición El Picasso de los Picasso)

 

ENRIQUE  CASTAÑOS  ALÉS 

 

La exposición El Picasso de los Picasso, con la que se inauguraron, simultáneamente a las salas de la colección permanente, los dos amplios espacios dedicados a muestras temporales del Museo Picasso Málaga, es sin duda una de las más completas e interesantes que sobre el genial y prolífico artista se han realizado hasta ahora en España. Comisariada con entusiasta devoción, exquisito tacto y equilibrado rigor científico por Carmen Giménez, directora de la flamante pinacoteca, su título responde al hecho de que los prestadores de las obras han sido tanto instituciones museísticas dedicadas monográficamente a Picasso, como miembros de la propia familia del pintor. Integrada por 87 piezas, de las que 72 son pinturas, 13 esculturas y las dos restantes collage-assemblage, hace un recorrido cronológico bastante completo, ya que comprende desde 1903 hasta septiembre de 1971, estando representadas prácticamente todas las épocas y algunos de los más significativos lenguajes empleados por Picasso, especialmente en el ámbito de la pintura, a saber, desde los periodos azul y rosa, el periodo negro, el cubismo analítico, el periodo clásico, la época de aproximación al surrealismo y el lenguaje dramático de la segunda mitad de los años treinta, hasta el carácter austero y sombrío de las pinturas de principios de los cuarenta, el diálogo con los grandes maestros de la historia del arte del decenio de los cincuenta y la extraordinaria libertad creadora, la creciente gestualidad, explosión cromática y nutrida presencia de temas de contenido erótico de los años postreros, inusualmente fecundos y de una indiscutible influencia, aunque todavía haya muchos que se niegan a reconocerlo, en la recuperación de la pintura desde mediados los setenta y, sobre todo, en los años ochenta.

Asimismo, advertimos también algunos de los rasgos definitorios de su personalidad artística y de su contribución a la configuración del lenguaje estético de la modernidad. En primer término, el carácter proteico de su obra, la inmensa variedad de sus formas, como si éstas manasen de un hontanar inagotable, pero del que también sabemos que se mantuvo siempre pródigo gracias a un trabajo constante y disciplinado, empezando por aprender concienzudamente, con independencia de las excepcionales dotes que poseía su naturaleza, la práctica del dibujo y todas las técnicas artísticas a las que consagró su vida, aunque, como él mismo decía, una vez que se colocaba delante del lienzo en blanco, se «olvidaba» de todo lo aprendido; en segundo lugar, su prodigiosa memoria visual, el portentoso conocimiento de los autores y obras de la historia del arte que le interesaban, no desde la erudición académica, sino desde la comprensión profunda del secreto insondable de la imagen artística, de sus leyes estrictamente plásticas, circunstancia que permite afirmar sin miedo a equivocarse que Picasso, más que del mundo de la realidad natural, se alimenta de las obras de los grandes artistas, desde el anónimo escultor primitivo africano o el desconocido pintor románico catalán, hasta Ingres o Manet; en tercer lugar, una nunca perdida inocencia, su permanente asombro ante el mundo, los seres y las cosas que lo pueblan; en cuarto término, en fin, su no sometimiento a normas académicas, a dictados de escuelas o imposiciones de modas, esto es, su insobornable libertad, hasta el punto de erigirse en sinónimo de la libertad creadora del artista moderno, que trabaja sin admitir ningún tipo de coerción externa.

Pero junto a estos grandes rasgos generales, que por supuesto podrían ampliarse a otros también ponderados por los artistas que le conocieron, historiadores y críticos, hay uno, sin embargo, que aflora en esta muestra del mismo modo que lo hace en casi todas las exposiciones medianamente serias dedicadas a Picasso, que aun teniendo la virtud de resumir en cierto modo los anteriores, ofrece una cierta dificultad de explicación. Me refiero a ese carácter intempestivo de su obra, a la incomodidad que incluso todavía hoy genera no sólo en el público sino entre los propios especialistas. En parte se deriva, indudablemente, del presupuesto de libertad que hay en casi todo lo que hace, una libertad incontaminada, que no se doblega, esa que siempre ha resultado embarazosa a los hombres. Pero es posible que aquella condición intempestiva tenga sobre todo que ver con la propia posición de Picasso en la historia del arte y en la historia de la evolución de los estilos. Picasso es el verdadero responsable, en gran medida junto con Braque, y esto constituirá siempre quizá su máximo timbre de gloria, de la mayor ruptura plástica que conocemos, esto es, el definitivo destronamiento de la perspectiva renacentista, conseguido gracias a la invención del cubismo, un lenguaje radicalmente nuevo que elimina la profundidad espacial y traslada a la superficie del lienzo el despliegue en facetas sobrias de color de la previa visión del objeto contemplado intelectual e idealmente por el artista desde múltiples puntos de vista simultáneos. A partir de ahí empieza en rigor la vanguardia histórica y se desencadena un cúmulo de rupturas y de innovaciones que culminan en el surrealismo. Pero, al mismo tiempo, Picasso es un artista clásico en el más puro sentido del término, esto es, es clásico porque su obra constituye un modelo y una referencia inagotable, que cada generación lee de un modo distinto; es clásico porque buena parte de su inspiración más profunda está incardinada en la cultura mediterránea greco-latina y en el Renacimiento italiano; porque su obra mantiene un permanente diálogo con los más grandes, de El Greco a Velázquez, de Rembrandt  y Poussin a Delacroix y Cézanne; porque, como este último, quiere hacer una obra con voluntad de permanencia, digna de los museos; porque, por mucho que se haya hablado de su instinto, de su intuición, que los tiene y en alto grado, Picasso es un rigurosísimo pintor reflexivo y analítico, un artista que siempre mantiene un equilibrio entre la línea y el gesto, el color y la forma, la expresión vehemente y la contención; porque parece participar de aquella fascinante interpretación de Nietzsche acerca de los griegos, esto es, que del mismo modo que los helenos fueron el pueblo de la medida precisamente porque se asomaron al abismo del ser y percibieron la nada, contrarrestando el mundo de las fuerzas irracionales con la serenidad de los olímpicos, también Picasso se asomó a la sima sin fondo de la abstracción y percibiendo la disolución y el silencio absoluto al que podría conducirle, opta por la figuración, por las referencias naturales, casi por imperceptibles que éstas sean, como quizás pueda ocurrir en su célebre Homenaje a Apollinaire. Y, sin embargo, ¡qué modernidad, que cercanía a nuestro tiempo, qué contemporáneo es Picasso incluso en sus obras más decididamente clásicas, perennes, eternas!

El último de los artistas clásicos, probablemente el más grande, junto con Velázquez, de todos ellos, es el responsable de liquidar definitivamente la época clásica de la pintura, de igual modo que el más eminente pensador de nuestro tiempo, el último metafísico en el sentido griego del término, Heidegger, fue el encargado de la liquidación de esa contribución sin par del genio de Occidente que es precisamente la metafísica. ¿Liquida también Picasso la pintura, la gran pintura, de manera definitiva? ¿Ha cumplido con él la pintura su ciclo histórico, en el sentido de que, aun cuando se siga haciendo pintura, incluso buena y excelsa pintura, su aportación lingüística original y profunda ha concluido? ¿Se cierra con él la contribución genuina, desde el punto de vista estético y espiritual, de la pintura a la cultura de Occidente, de igual modo que se terminó hace tiempo la que hicieron la épica, la ópera o la novela?

En una penetrante y singular observación, Franz Kafka, el gran escritor checo, llegó a escribir que «Picasso únicamente registra las deformaciones que todavía no han entrado en nuestra conciencia», es decir, que se adelanta a todos nosotros, que capta quizás como nadie en su época la convulsión del tiempo histórico, las contradicciones de la existencia, el permanente fluir y las transformaciones de la vida, del mundo y del individuo, sobre todo de éste, porque a Picasso lo que más le interesa siempre es el ser humano, las posibilidades plásticas, la «imagen» del hombre. No sé hasta qué punto estaba persuadido Nietzsche de la poética verdad de ese seductor pensamiento suyo que afirma que sólo estéticamente tiene alguna justificación el mundo, pero lo que sí parece incontestable es que aportaciones como la del minotauro-niño que vio por primera vez la luz en Málaga contribuyen a hacerlo más soportable.

 

Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 8 de enero de 2004