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Un nuevo concepto de la forma y del espacio pictórico Se cumplen cien años de la creación de Les demoiselles d'Avignon
ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS La posición preeminente de Les demoiselles d’Avignon en el museo imaginario de la modernidad, deriva tanto de su revolucionaria alteración de la forma y del espacio plástico, en relación a todas las obras pintadas con anterioridad a él, como a su insondable contenido moral, que nos enfrenta con el imperativo categórico del artista. Cuando Picasso comienza a barruntar este icono del arte del siglo veinte, a comienzos del otoño de 1906, acaba de regresar de Gósol, la pequeña localidad en el Pirineo leridano donde ha pasado deliciosamente los meses del verano en compañía de Fernande Olivier, trabajando intensamente en una obra cada vez más preocupada por cuestiones puramente formales, progresivamente volcada en la tectónica y en la estructura, y que supondrá el definitivo agotamiento de la etapa rosa. De manera significativa, una de las primeras cosas que hizo al volver fue pintar de memoria la cabeza y el rostro de Gertrude Stein, el retrato iniciado antes de las vacaciones y que se le había resistido en ese punto concreto. El rostro, como una máscara, de ojos almendrados y asimétricos, revela una severidad desacostumbrada, una información psicológica sobre la modelo en términos de volumen. De manera prácticamente simultánea, también ocurren tres cosas en ese otoño de 1906 en relación con el gran lienzo que nos ocupa. En primer lugar, su conocimiento de lo que estaban haciendo los fauves. A la vuelta de Gósol, vio en casa de Leo Stein, que lo había adquirido, Le bonheur de vivre, de Matisse, que había sido expuesto en el Salón de los Independientes durante el verano, un cuadro que consuma la ruptura con el neoimpresionismo y que establece una profunda armonía entre los ritmos y las tonalidades cromáticas. Picasso advierte al momento que este no es su camino, pero, como indica Patrick O’Brian en su excelente biografía, también asume que hay que restablecer el equilibrio y pasar al contraataque. La segunda cosa que aconteció fue la muerte de Cézanne en octubre, un pintor del que Picasso se daba cuenta de que había estado obsesionado por los mismos problemas que ahora a él le preocupaban. En casa de Matisse vio las Trois baigneuses del pintor de Aix, de 1879-82, cuya modelo de la derecha pudo influir en la postura de la mujer sentada en el suelo en Les demoiselles. En tercer lugar está el conocimiento por parte de Picasso de la escultura negra africana, seguro a finales de 1906 o principios de 1907. Es verdad que las tallas africanas y oceánicas fueron descubiertas por Vlaminck, Derain y Matisse, pero sólo Picasso tuvo una revelación ante ellas, sólo él fue consciente del poder que había detrás de estos fetiches. Por eso le dirá a Malraux en 1937 que Les demoiselles fueron su primer exorcismo, lo que le permitió ser independiente. La ejecución de Les demoiselles se prolonga hasta junio o julio de 1907. Los cuadernos preparatorios nos proporcionan una valiosísima información. En los primeros dibujos aparecen un marinero y lo que quizás pueda interpretarse como un estudiante de medicina, con un libro y, según algunos, también con una calavera, esto es, la dualidad entre el mundo del instinto y del conocimiento teórico, circunstancias que condujeron a estudiosos como Alfred Hamilton Barr Jr. a considerarlo como una especie de memento mori. Leo Steinberg, por su lado, en su célebre artículo El burdel filosófico, concluye diciendo que Les demoiselles responden a un programa estilístico establecido desde el principio, y, en segundo lugar, que todo el cuadro constituye una metáfora sexual, indicado por el pico de la mesa con la fruta, con su efecto de penetración. Con ello, dice Steinberg, alude Picasso a la presencia nuestra, la de los espectadores, que irrumpimos en el espacio del burdel. Bautizado por André Salmon, el título, como recuerda Roland Penrose, responde a la semejanza entre las cinco mujeres desnudas y las escenas cotidianas en un burdel de la calle Avinyó de Barcelona, así como a la «impúdica sugerencia de que la abuela de Max Jacob, natural de Avignon, era la modelo de una de las figuras». Pero volvamos por un momento a Steinberg. Para él, la unidad de este cuadro, aun con notables interrupciones formales internas, consiste básicamente en la «sobrecogedora conciencia de un espectador que se ve mirado». En este punto es fundamental recordar lo que había sugerido Aloïs Riegl respecto de los retratos colectivos holandeses, por ejemplo Los síndicos de los pañeros de Rembrandt, esto es, que la unidad de tales pinturas de grupo no consistía en lo objetivo-interno, sino que se hallaba exteriorizada en la experiencia subjetiva del espectador. Algo parecido ocurre también en Las Meninas, o, y de ahí el escándalo que provocaron, en Le déjeuner y en la Olimpia de Manet. Paradigma de la destrucción del espacio perspectivístico heredado del Renacimiento italiano, Les demoiselles es un cuadro en el que, como admiten John Golding y George Heard Hamilton, no hay espacio libre, vacío, en donde hayan sido descubiertas las cinco mujeres que aparecen en él. Se trata, por el contrario, de un espacio «generado por sus cuerpos y por los intervalos entre ellos», roto en planos y aristas recortadas, denso como los mismos cuerpos que lo habitan. El espacio, pues, como «una función de las formas», más que un ambiente para éstas. Las mujeres se articulan en planos que les otorgan unas formas rotundas, monumentales, de volúmenes planos y cortantes, que anuncian ya esas construcciones de las modelos como talladas a hachazos del inminente periodo negro. La situada de pie, a la izquierda, tiene el rostro, que parece igualmente una máscara, de perfil, mientras que el único ojo que se le ve está de frente. Se acuerda uno aquí de cómo actuaba el pintor egipcio antiguo, que, más que representar lo que veía en un momento determinado, representaba aquello que sabía que pertenecía a una persona. Como advierte Gombrich, se limitaba «a seguir una regla que le permitía insertar en la forma humana todo aquello que consideraba importante». Lo mismo Picasso, sólo que seguía sus propias reglas. La modelo que hay a continuación está claramente tumbada sobre un lecho, desafiando con su inestable posición todas las leyes tradicionales de la perspectiva. La otra tiene los brazos levantados y doblados hacia atrás, y, como la anterior, tiene unos ojos enormes que nos miran con fijeza. Pero es en las dos figuras de la derecha donde se consuma la transformación. Sus cabezas y sus rostros son monstruosas, con una enorme nariz en forma de cuña que proyecta una intensa sombra sobre uno de sus lados. La de abajo, despatarrada y como sentada en cuclillas, en una posición claramente obscena, nos mira a través de unos ojos y una faz que son el epítome de la fealdad. Todos los historiadores y biógrafos coinciden en las exclamaciones de rechazo de los amigos de Picasso, desde la risa nerviosa e histérica de algunos, hasta el horror y la indignación de otros. Los únicos que lo aceptaron fueron Wilhelm Uhde y Daniel Henry Kahnweiler. En su magnífica biografía sobre este último, Pierre Assouline relata lo que dijo ante el cuadro: «C’est indéfinissable…». «Es como si quisiéramos cambiar nuestra comida usual por otra de estopa y petróleo», dijo Braque; el crítico Félix Fénéon le recomendó que se dedicase a la caricatura; el coleccionista ruso Schukine, exclamó, apenado, «¡qué pérdida para el arte francés!», y Derain aseguró a Kahnweiler que «un día veremos que Pablo se ha ahorcado detrás de su gran lienzo». Picasso estaba empezando a ser reconocido, a que se fijaran en él, y, sin embargo, se arriesgó y lo tiró todo por la borda. Se quedó solo. La soledad del genio. En el parágrafo 46 de la primera parte de la Crítica del juicio, dice Kant que «el genio es un talento de producir aquello para lo cual no puede darse regla determinada alguna», es decir, que él mismo se da sus propias reglas. La consecuencia de esto es la originalidad. A continuación dice que estos productos se convierten en modelos, «es decir, ejemplares», en «medida o regla del juicio». El insondable abismo de Les demoiselles, el cuadro más perturbador de la historia del arte, el último cuadro, mientras que Las Meninas son el no-cuadro, deriva quizás de su intrínseco ateísmo. Su génesis está en la piedad laica del Marat de David. Pero aquí se niega definitivamente toda trascendencia. La autonomía del arte parece que lleva aparejada la muerte de Dios. Espiritualmente hablando, la obra de Picasso produce desazón. Lo contrario de Velázquez, que nos inunda de paz interior. Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 20 de abril de 2007 |