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La complicidad entre Picasso y Douglas Duncan
Fotografía, escultura, pintura, collage y dibujo. Picasso - Duncan. Picasso crea. A través de la cámara de David Douglas Duncan. Museo Picasso Málaga. C/ San Agustín, 8. Hasta el 25 de septiembre de 2011.
El fotógrafo norteamericano David Douglas Duncan, que nació en Missouri en 1916, conoció a Picasso en 1956, y, desde el primer momento, surgió entre ambos una empatía y una complicidad que se mantuvo sin fisuras durante los diecisiete años que duró su sincera e íntima amistad. Después de llevar varios años queriéndolo conocer, se presentó un día, de improviso, en La Californie, la residencia de Picasso en Cannes, sin saber si podría ver o no al pintor, y la verdad es que, muy cortésmente, Jacqueline no le puso ningún impedimento y lo llevó directamente a Picasso, que en ese preciso momento estaba enjabonándose en la bañera. Duncan llegó a vivir meses enteros en La Californie, y las dos cosas que al pronto resaltan de sus espléndidas y desinhibidas fotografías, es, por, un lado, el intenso contraste entre las elegantes molduras y la decoración barroquizante interior del palacete y ese caos ordenado que eran las habitaciones de la casa y todo el taller de Picasso, con múltiples objetos y cachivaches dispersos o amontonados por aquí y por allá, aparentemente sin orden ni concierto, pero cuya ubicación conocía el maestro hasta el más mínimo detalle. En segundo lugar, la libertad con la que se desenvuelve Picasso delante de la cámara de Duncan, como si el fotógrafo no estuviera, desarrollando su vida cotidiana y su quehacer diario con la más estricta naturalidad y carencia de cohibición. Ésa es una de las principales virtudes de un fotógrafo tan excepcional como Duncan, el saber adentrarse en la intimidad de un genio tan complejo y contradictorio como Picasso, sin adquirir protagonismo alguno, mostrando al artista tal cual es, manipulando incansablemente todo tipo de objetos, conversando con Jacqueline sentados ambos en sus mecedoras, una Jacqueline que, ciertamente no esconde la devoción casi religiosa que sentía por su marido, Picasso jugando con sus hijos, Picasso colocándose caretas y dando pasos de baile, un Picasso desenfadado, medio desnudo, pero que, eso sí, cuando se trataba de trabajar, se entregaba con una intensidad y concentración casi inhumanas, de igual modo que cuando tenía que revisar y analizar críticamente el trabajo realizado, pues todo el mundo sabe que el malagueño fue el más exigente crítico de sí mismo. La magnífica exposición se complementa con varias obras de Picasso, algunas muy conocidas, pero hay sobre todo tres que muestran la talla deslumbrante de un creador contemporáneo fuera de lo común, para el que creación plástica era sinónimo de libertad. La primera es ese carboncillo de febrero de 1957 en que una Jacqueline joven de enormes ojos y sentada en una silla de rejilla, está ataviada con un vestido que no es más que un trozo de papel de regalo, recortado perfectamente y con una simpleza inaudita el escote triangular y adornando a la figura sólo con la cinta dorada del propio embalaje. Me parece que lo vimos por primera vez en la exposición del antiguo Museo Español de Arte Contemporáneo de Madrid, poco antes de la desgraciada muerte de Jacqueline. Es imposible decir más con menos, es imposible un mayor sentido de la pura simplicidad plástica del arte, que en este caso no pretende, ni mucho menos, ser grandilocuente, pero que nos arrebata en todo su impenetrable misterio. ¿Cómo es posible integrar dos técnicas y materiales tan aparentemente opuestos? ¿Cómo es posible esa sensación de maravillosa naturalidad? La segunda pieza es la famosa escultura del simio cuya cabeza no es más que un coche de juguete que, de pronto, desaparece de la casa, lo busca su hijo Claude, y resulta que Picasso lo había «rescatado», integrándolo y convirtiéndolo en la cabeza de la grotesca y atrevida figura. Decía Francisco Hernández, el gran pintor de Vélez-Málaga, que qué pillo era Picasso. Al margen de sus asombrosas cualidades plásticas, qué pillo y qué listo era en realidad. Lo suyo es un don natural, a pesar de su infatigable capacidad de trabajo. Eso del coche de juguete, sencillamente, no se le ocurre a nadie. Y el último ejemplo es más triste, más dentro de la tradición española y solanesca, incluso de El Greco, y se trata de esa tremenda Jacqueline, vestida enteramente de negro y con la cabeza cubierta también con un pañuelo negro, sentada en su mecedora, que parece una campesina intemporal, una efigie absolutamente clásica válida para cualquier tiempo y lugar, una imagen eterna hecha por alguien que verdaderamente amó el sentido griego y clásico de la belleza.
© Enrique Castaños Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 3 de septiembre de 2011
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