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Una obra polisémica y de síntesis 25 años de la llegada del Guernica a España
ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS Con la llegada del Guernica a España el 10 de septiembre de 1981, bajo el Gobierno de Leopoldo Calvo-Sotelo, de la Unión de Centro Democrático, y sólo unos meses después del intento de golpe de Estado urdido por sectores militares y civiles contrarios a la Constitución de 1978, puede decirse que la consumación de la transición a la democracia es ya prácticamente un hecho, a falta tan sólo del cambio en el color político del Gobierno, acontecimiento que se produjo con toda normalidad en octubre del año siguiente con la victoria del Partido Socialista, pero sobre todo debe subrayarse el doble carácter simbólico de esa llegada: por un lado, era la muestra concluyente de que la guerra civil había terminado definitivamente, y, por otro, era también un instrumento de reconciliación entre todos los españoles. Ése fue al menos el espíritu de la ejemplar Transición democrática española, que algunos ahora quieren destruir, despertando el rencor y el enfrentamiento. Las palabras del ministro de Cultura de entonces, Íñigo Cavero, durante la inauguración de la muestra del legado Guernica en el Casón del Buen Retiro un mes y medio después, tienen plena vigencia por su generosidad y amplitud de miras: el «Guernica es un grito contra la violencia, contra los horrores de una guerra, contra la barbarie y contra la negación de una sociedad civilizada que supuso una confrontación entre seres humanos… Nadie debería interpretar la obra como bandera de un sector. Contemplemos el Guernica como un rechazo puro y simple de la fuerza bruta». Todavía, sin embargo, hay quien pretende secuestrar ideológicamente y de un modo sectario el controvertido cuadro de Picasso, hurtándole los valores universales y el sentido de resumen de la propia evolución del artista y de la historia de la vanguardia que le son consustanciales. Pero por mucho que algunos se esfuercen en una interpretación maniquea y cerrada de Picasso en general y de su magno mural en particular, lo cierto es que la ideología política, en este caso la comunista, o, si se prefiere, la propia de eso que se llama la izquierda, es completamente inservible e incluso contraria a una correcta, objetiva y, al menos, fiable interpretación del cuadro, que, como toda obra maestra absoluta e irrepetible, trasciende la época en la que fue hecho y es patrimonio de las generaciones futuras, que lo leerán también teniendo en cuenta su particular manera de entender el mundo. Las grandes obras artísticas son cada cierto tiempo interpretadas, precisamente por su inagotable valor estético y ético. En el caso de Guernica, además, la propia gestación y creación del cuadro está atravesada de polémica. Picasso no mostró especiales preocupaciones políticas, ni en un sentido ni en otro, durante la Monarquía de Alfonso XIII y durante la II República española. Sólo en los meses precedentes al estallido de la guerra civil, bien por influencia de sus amigos surrealistas o por la de quienes le visitaban en París, comienza a inclinarse de un lado, estando su posición definida a mediados de 1936. Pero su silencio fue clamoroso durante los primeros meses de la guerra, del mismo modo que su nombramiento en septiembre como Director efectivo del Museo del Prado fue una baza propagandística del Gobierno republicano. Además de estar cerrado el Museo desde el comienzo del conflicto, el carácter de Picasso se avenía mal con el fuerte dirigismo que impregnó toda la política cultural republicana de ese periodo. El pintor, pues, nunca llegó a tomar posesión de su cargo. Su segundo acto público a favor de la República fue su adhesión a un manifiesto redactado en noviembre por más de cien intelectuales contra los bombardeos sobre Madrid. Es muy posible que después de la caída de Málaga en febrero de 1937, Picasso sea ya un antifascista convencido. Poco antes, entre el 8 y el 9 de enero, las viñetas sarcásticas de Sueño y mentira de Franco, nos presentan a un Picasso con una inequívoca toma de postura política. Cuando el Gobierno de la República, lo más probable que a través de Max Aub o de José Bergamín acompañado de Aub y de José Gaos, le encarga una obra para el Pabellón español en la Exposición Internacional de París de julio de ese año, Picasso, que goza de entera libertad de tema y de técnica, no sabe qué hacer. Finalmente, el bombardeo de Guernica en abril le inspira la vasta composición, cuyo primer dibujo preparatorio es del 1 de mayo. La obra, que fue fotografiada hasta siete veces en el curso de su realización por Dora Maar, la mujer que junto con Marie-Thérèse Walter compartía por entonces el interés amoroso del genio, se colgó a principios de julio, y por ella percibió Picasso aproximadamente el 15 % del gasto total del Pabellón. En plena ejecución del cuadro, Picasso volvió a subrayar su compromiso inalterable con la causa de la República en una declaración enviada a Estados Unidos con motivo de una muestra de carteles republicanos en Nueva York: «En el mural en el que estoy trabajando, dijo el pintor, expreso con claridad mi aborrecimiento hacia la casta militar que ha sumido a España en un océano de dolor y de muerte». Pero como todo gran creador, Picasso no convierte su obra en un cartel de propaganda, en un telón de feria o en un monumento político. Guernica, como sobre todo empezaron a percibir los críticos anglosajones a partir de 1938-1939, empezando por Herbert Read, es una suerte de monumento negativo, una obra incluso con un trasfondo religioso, algo que ya intuyeron perfectamente Bergamín y Juan Larrea. El cuadro, como era de esperar, no gustó a los dirigentes comunistas y socialistas españoles, pues se apartaba por entero del mucho más comprensible realismo socialista. Comprensible, quizá sí, pero estéticamente mediocre y vulgar, también. Aquellos dirigentes podían entender un cuadro como Madrid, 1937 (Aviones negros), de Horacio Ferrer, también para el Pabellón, pero no comprendieron nunca ni la monocromía del mural, ni su extraordinaria estructura compositiva, combinando magistralmente los paneles en que se divide un tríptico (la influencia del altar de Isenheim, de Grünewald, es innegable) y la disposición triangular de un frontón clásico, ni su síntesis icónica, epítome no sólo de toda la trayectoria de Picasso hasta ese momento sino de todos los logros de la vanguardia histórica, desde el cubismo y el expresionismo hasta el surrealismo, por no hablar de que Guernica es, asimismo, no un cuadro histórico, sino un cuadro de historia, la última manifestación de un género que gozó de gran prestigio en el siglo XIX, mejor aún, la conclusión definitiva de ese género pictórico. Las preguntas sobre si el tratamiento del tema se adecua a su función, sobre si tema y contenido se complementan, carecen en realidad de sentido. Guernica es un cuadro plásticamente revolucionario y, junto a las enormes composiciones de Jackson Pollock, quizás el último «cuadro» posible. A partir de ahí la pintura entra en una senda en la que no puede más que reinterpretarse, pero sin rupturas formales y espaciales plausibles. Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 8 de septiembre de 2006 |