El demiurgo del siglo

ENRIQUE  CASTAÑOS  ALÉS

A  los veinticinco años de su muerte, la proteica e inconmensurable obra de Picasso constituye sin duda el más acabado epítome de la forma estética y el más clamoroso ejemplo de radical compromiso con el arte y de insobornable libertad creadora de todo el siglo que ahora agoniza, proyectándose asimismo con vigor extraordinario sobre las generaciones de la próxima centuria. Y ello a pesar de las profundas contradicciones y paradojas que encierra su legado, pues si bien es cierto que descubrió y exploró sendas no transitadas antes por nadie, erigiéndose en el punto de referencia indiscutible y en el paradigma de la vanguardia histórica, también fue el último gran representante y genuino heredero del ciclo que llamamos clásico, a partir de él concluido para siempre. En este sentido, su titánica empresa, sólo comparable, aunque de signo distinto, a la de Miguel Ángel y la única en la época contemporánea capaz de mantener un diálogo en condiciones de igualdad con los dioses, consistió en llevar la forma a su más alto grado de belleza, para, simultánea o inmediatamente después, contribuir con idéntico ímpetu y genio a su disolución, y ello tantas veces a lo largo de su dilatada existencia que podríamos recurrir a uno de sus símiles acerca de la gestación de un cuadro para caracterizar su producción entera: una trabada suma de alumbramientos y destrucciones.

Si aquel diálogo le fue permitido es precisamente porque no era un dios sino un hombre, plenamente consciente de las debilidades y limitaciones de su naturaleza, razón por la cual trabajó durante toda su vida con abnegada entrega y disciplina, privativo modo de no dilapidar las excepcionales facultades de que había sido dotado, pero también porque sabía de las íntimas pasiones y sentimientos, nada divinos y sí, en cambio, demasiado humanos de esa estirpe de dioses que sólo podía concebir su imaginación   —y la nuestra: la que alimentó la imaginación de los griegos y eligió para vivir el mar de Homero, el único en el que se reconocen los hombres. Pues, a pesar de las interesadas manipulaciones y distorsiones a que se ve hoy sometido por algunos, Pablo Picasso, cuyos ojos se abrieron por primera vez a la luz de Málaga, fue el arquetipo en nuestro tiempo de ese insondable espíritu pagano mediterráneo, al unísono apolíneo y dionisiaco, que por haber contemplado el abismo amó tanto la belleza y anheló tan desesperadamente recuperar la inocencia perdida.

 

Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 8 de abril de 1998