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Fragmentos eróticos del arte de Picasso ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS De
las muchas paradojas suscitadas por el genio proteico de Picasso, quizás una de
las más chocantes sea comprobar que un autor al mismo tiempo tan parco en
impartir convencionales lecciones de moralidad de cualquier signo y tan proclive
a ejecutar composiciones de abierto contenido erótico y sexual, incluso
obscenas o sencillamente pornográficas, en absoluto pueda ser considerado un
creador cuya obra se caracterice precisamente por la amoralidad. Las imágenes
eróticas de Picasso no destilan ese intenso aroma de malsana ambigüedad
sexual, de perturbadora e inquietante perversión, entre enfermiza y demoníaca,
de transgresión amoral e incómodo desasosiego que, pongamos por caso, nos
ofrecen y producen la Judith y la Dánae de Gustav Klimt, ciertos
dibujos de Balthus o algunas jovencitas semidesnudas de Egon Schiele. La mirada
del artista malagueño sobre el mundo del sexo, salvo contadísimas excepciones,
es directa y en ocasiones brutal, procaz, rabiosamente sexual, pero también
limpia y cristalina, sin ese morbo asfixiante con que el puritanismo religioso o
la obsesión por el concepto de pecado suelen tratar los apetitosos asuntos de
la carne. Es la mirada del voyeur. 1.
El instinto. Violación, VI (París, 29 de octubre de 1933. Aguafuerte.
Colección Christine Ruiz Picasso). En este espléndido aguafuerte, la pesada y
descomunal masa animalesca de la figura masculina, abraza y copula con
desenfrenado frenesí con la oronda mujer que, abandonada a sus fuerzas, los
brazos desmesuradamente abiertos y exhalando un pronunciado grito, no sabemos
muy bien si de dolor o de placer, yace desnuda bajo el ímpetu del violento
asaltante. La composición, que semeja un montículo cuya cima estuviera señalada
por la columna vertebral de la bestia-macho, casi una especie de poderoso
espinazo de algún extraño y desconocido monstruo prehistórico, dibuja
asimismo un imperfecto óvalo cerrado en su parte inferior por el enorme falo
que ya ha penetrado a la hembra, mientras que en el extremo derecho, a la
ambivalente expresión de la víctima, se contraponen las amenazadoras facciones
del violador, una grotesca mezcla de canibalismo sexual (de otro lado frecuente
en las figuras antropomórficas surrealizantes de curvadas líneas y blandas
formas, muchas veces entrelazadas y a la orilla del mar, como en este grabado,
que Picasso crea durante toda la primera mitad de los años treinta) y ciego
instinto, cuya consumación simboliza la inmensa y colgante lengua. 2.
El deseo atrapado por la cola. Desnudo acostado con gato (Mougins, 29 de
enero de 1964. Óleo sobre lienzo. Colección Christine Ruiz Picasso). No se
tome al pie de la letra la introducción que acompaña el anterior comentario de
la escena de violación de 1933. Resultaría, sin duda, una evidente muestra de
simplismo el hacer una lectura unilateral y unívoca de muchas de las obras y de
las distintas etapas que jalonan la trayectoria estilística de Picasso. Un
elevado número de aquéllas están sometidas, consciente o inconscientemente, a
un cúmulo tal de intenciones múltiples, contradicciones, duplicidades y
paradojas, que se hace tarea imposible, además de estéril, extraer de ellas un
único significado, cuando no descifrar siquiera el oculto mensaje que
celosamente esconden (constatación que no debe impedirnos, sin embargo, el
establecer una prudente distancia, trátese o no de piezas de contenido erótico,
con otros artistas que le han precedido, en lo que a la utilización polisémica
del lenguaje se refiere). El
cuadro que nos ocupa pertenece a los años finales de la producción de Picasso,
un período particularmente fértil y vitalista si pensamos que quien lo
protagoniza es ya octogenario. Aún está por estudiar con detalle la más que
presumible influencia que las variadísimas figuras creadas entonces por el
pintor, durante el tiempo de sosegado equilibrio emocional junto a Jacqueline,
principalmente los desnudos femeninos, tan llenos de frescura, de espíritu
juvenil y de hedonismo, ejercerán en el desarrollo de la neofiguración española
y europea de la primera mitad de los ochenta. Un perezoso cuerpo desnudo de
mujer, sobre cuyo muslo derecho se halla la enhiesta efigie de un gato, aparece
tendido sobre una blanda superficie estampada de gruesos trazos rectilíneos de
color azul. El conjunto, apenas compuesto por dos o tres elementos y con una
gama cromática muy reducida, en la que predominan los tonos fríos, denota una
ejecución rápida, casi de esbozo, si exceptuamos la zona de la cabeza, mucho más
elaborada. El pintor ha querido dejarnos indicada, mediante líneas que
deliberadamente no han sido suprimidas, la inicial disposición del brazo
levantado y del abdomen de la figura. El interés del espectador se centra, sin
embargo, en el abultado y estirado vientre (¿signo de embarazo?), en la expresión
de goce y satisfacción del rostro de la mujer y, sobre todo, en el gato que se
yergue rígido contra el fondo verdoso. La cola tiesa, arbitrariamente situada
en el lomo, y el cuerpo arqueado del animal parecen sugerirnos que está preso
de una viva excitación. De otro lado, un escrutinio más atento a la negra y
peluda cabeza revela unos rasgos que, más que corresponderse con los de un
felino, estarían próximos a esos demonios de piedra en que han sido esculpidas
de forma fantástica numerosas gárgolas de las catedrales góticas. Dos
protuberancias parecidas a pequeños cuernos, la nariz picuda, el mentón
estrecho y saliente y una risilla entre lujuriosa y sarcástica, completan el
perfil de esta extraña figura semiantropomórfica. ¿Cuál será, se preguntará
el observador inquieto, su significado? Aun cuando la referencia a la Olimpia
(1865) de Manet es inevitable, pienso que Picasso acentúa aquí los elementos
de carácter sexual, cuya licencia está llena de humor inteligente, juego y una
sutil y finísima autoironía. Como ha señalado Pierre Francastel, «la Olimpia
pertenecía a una línea de tradición clásica, audaz, pero no como creía Zola
porque estuviera desnuda, ni como creyó entender el público por su profesión,
ni tampoco porque el gato es un animal indecente, sino porque Manet ofrece en
esta obra la versión moderna de un tema esencialmente clásico e incluso
trivial, verdaderamente vulgar». En el cuadro de Picasso, tan soberanamente
libre respecto del clasicismo que tanto amó, la cola del animal (y todos
conocemos las escabrosas connotaciones de aquel vocablo en nuestra mejor
literatura de los siglos XVI y XVII) apunta en dirección al sexo femenino
esquemáticamente representado un poco más abajo, mientras su semblante mira
con fijeza y avidez el de la mujer. ¿No estaremos una vez más, como en el caso
del diminuto centauro de bronce de 1950 realizado en Vallauris, asimismo en la
colección de Christine Ruiz Picasso con que nos regala la visión este otoño
la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía desde las salas del Palacio
Episcopal de Málaga, ante un autorretrato del propio artista, metamorfoseado en
esta ocasión en un inocente gato, aunque bastante mirón? Más cargada
de razón que nunca, la mirada del viejo maestro, demiurgo inagotable, es la del
voyeur, el más lúcido e inteligente de todo el arte contemporáneo. Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 7 de enero de 1995, con motivo de la exposición Picasso. Primera mirada: colección Christine Ruiz Picasso, celebrada en las salas del Palacio Episcopal de Málaga entre el 3 de diciembre de 1994 y el 29 de enero de 1995. |