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Las grandes
series de Picasso ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS En
El origen de la obra de arte dice Heidegger que «la contemplación de la
obra» es «dejar que una obra sea obra»; más aún, que la obra, en cuanto «lo
creado mismo», no puede «llegar a ser existente sin la contemplación». Me
acordé de estas penetrantes reflexiones al visitar la muestra que el Centro de
Arte Reina Sofía de Madrid dedica estos días a Las grandes series de
Picasso, y recordé igualmente la aguda observación del malagueño acerca de
que la obra artística no está verdaderamente acabada hasta que es contemplada
por el espectador, quien la recrea en su mente y la hace suya de una manera
activa, mediante un diálogo fecundo. La contemplación estética, sin embargo,
está en gran medida condicionada por el grado de sensibilidad del observador,
por su educación artística y, de manera muy especial, por el estado de ánimo
del momento. Ante una misma obra, nuestra emoción puede variar notablemente de
una circunstancia a otra, hasta el punto de parecernos otro objeto por completo
distinto, y eso con independencia de que objetivamente admitamos idéntico nivel
de calidad plástica en el objeto. En aquella ocasión, hubo cuadros de Picasso
—particularmente las figuras femeninas sentadas con atuendo turco de Las
mujeres de Argel, las versiones de El estudio de La Californie en las
que aparece el lienzo vacío sobre el caballete y la Mujer sentada junto a la
ventana de la misma serie que guarda el MoMA, algunas de las versiones de
1961 de El almuerzo campestre y la versión en tonos grises de la serie
de El rapto de las sabinas que posee la Fundación Beyeler—
que se ofrecieron ante mis ojos con una potencia plástica deslumbrante y
una presencia física arrolladora, y apenas me preocupé ni me interesé por los
aspectos científicos del comisariado de la exposición o por la selección de
piezas realizada, aunque como cualquier aficionado eché de menos algunas
versiones de casi todas las series. Quiero
insistir en esa presencia física de la materia pictórica, en el carácter táctil
del óleo aplicado sobre la superficie del lienzo, porque fue una de esas veces
en que la pura pintura, ajena a cualquier tipo de explicaciones teóricas o
comentarios críticos, se revela en toda su gozosa plenitud sensorial,
ejerciendo una irresistible atracción sobre el ojo, de tal modo que la mirada
recorre una y otra vez, despaciosamente, la superficie pintada desde muy corta
distancia, deleitándose en la mayor o menor densidad del empaste, en los
diminutos surcos dejados por los pelos del pincel, en la asombrosa seguridad del
toque y del trazo, sólo comprensibles como resultado de un trabajo titánico y
disciplinado, gracias al cual el artista logra eso que puede parecer un
prodigio, pero que en realidad es la consecuencia de un continuo esfuerzo, a
saber, que la mano sea dirigida por el cerebro, que la acción de pintar sea un
supremo acto intelectual. Pero
este deleite provocado por esa presencia física desnuda de la materia pictórica
no sería posible y quedaría frustrado sin un extraordinario conocimiento de la
técnica y una portentosa intuición capaz de las más atrevidas y libérrimas
soluciones plásticas. La frescura y lozana juventud de estas obras, realizadas
las más tempranas por un hombre que está a punto de cumplir los 75 años,
derivan precisamente de esos asombrosos hallazgos: integrar la superficie misma
de la tela, sin rastro alguno de pintura, en la composición, recurso muy usado
por Picasso, incluso varias veces en un mismo cuadro, como por ejemplo ocurre en
la Mujer desnuda en una mecedora de la serie de La Californie o en
los pichones de la serie de Las Meninas, donde se consigue el volumen de
los cuerpos de las palomas prácticamente sólo con el trozo de lienzo vacío
correspondiente; hacer surcos y líneas, encima de las zonas ya pintadas, con la
punta de madera del pincel o con cualquier otro objeto duro, obteniendo así un
efecto de sorprendente espontaneidad, vivacidad y desenvoltura; rodear el cuerpo
de la figura, como si se tratase de un halo pictórico, de tumultuosas,
gestuales y desordenadas pinceladas que hacen las veces de zona de transición
entre la propia figura y el fondo limpio de la tela, como en Mujer sentada
con bonete turco, de la serie de Las mujeres de Argel. De
otro lado está el insuperable empleo del color, a la misma altura que Matisse,
tan rico y variado en ocasiones, siempre de una equilibrada armonía, pero que
otras veces consigue inesperadas sensaciones cromáticas tan sólo con el empleo
de muy pocos colores, como ocurre con los verdes, negros, blancos y azules de
las versiones de El almuerzo campestre de julio de 1961, y que nos
permite reforzar ese juicio tantas veces emitido sobre Picasso de que con los mínimos
elementos, con una notable economía de medios es capaz de alcanzar la máxima
expresión, o esa rotunda presencia de la forma que se nos impone con toda la
fuerza de sus volúmenes y miembros descoyuntados en la mencionada versión en
tonos grises de El rapto de las sabinas. Porque, a fin de cuentas, lo que
más nos desconcierta y convulsiona de Picasso es su proteica e inagotable
capacidad de invención de formas, haciendo, como podemos comprobar parcialmente
en esta muestra, una enorme cantidad de versiones distintas de un mismo tema,
metamorfoseando hasta límites increíbles el aspecto externo de las figuras,
concediéndoles mayor o menor protagonismo en la escena, haciendo convivir
simultáneamente y con un desparpajo y seguridad insólitas las formas más
dibujadas y terminadas con las que sólo están abocetadas o se concretan en
manchas de una pasmosa simplicidad. Ante
esa infinita e inabarcable sucesión de formas que parecen creadas por un
demiurgo incansable, uno termina preguntándose si no estarán motivadas por una
profunda y escondida insatisfacción. La compulsiva creación picassiana, muy
evidente en los últimos quince años de su vida, cuando dialoga, discute y
pelea con los grandes maestros de la historia de la pintura, quizás podría en
parte explicarse por un íntimo y abismático desacuerdo con el mundo y con la
propia obra creada, por el deseo innombrable de hacer la obra perfecta, la obra
definitiva, esto es, la no-obra, el no-cuadro. Me acordé entonces, yendo de un
cuadro para otro, abarcando en su conjunto cada una de las salas de la magna
exposición, de las inmarcesibles palabras de Ramón Gaya sobre Velázquez,
cuando dice del sevillano que no es un pintor, que no pinta cuadros, sino que
Velázquez, ese espíritu aristocrático de soberano desdén, ese pájaro
solitario que vuela más alto, es el Arte, ni siquiera la Pintura, sino el Arte
con toda su carga de misterio indescifrable, y que algunos de sus cuadros, como
el Niño de Vallecas o Las Meninas, serían el máximo ejemplo del
silencio que es consustancial al Arte, o, según me comentaba Jordi Teixidor en
su casa madrileña a propósito del segundo de ellos, quizás el paradigma del
no-cuadro, del cuadro que es la máxima encarnación de la realidad y al mismo
tiempo resulta inaprehensible, se nos escapa como escurre y resbala el agua
cristalina entre los dedos de la mano. Picasso, en cambio, sería el espíritu
permanentemente insatisfecho, el más grande pintor y el más grande artista de
toda la historia del arte, porque ya hemos dicho que Velázquez es el Arte y no
tiene nada que ver con el arte o con la pintura. En Picasso sí que notamos la
presencia física de la pintura, la potencia de la expresión y el demiúrgico
lenguaje plástico de las formas, el forcejeo, la lucha titánica, sin igual
posible en toda la historia del arte, con las formas, con la realidad, para
poseerla, fecundarla, otorgarle una nueva vida, la vida en ebullición que se
nos ofrece en el espacio del cuadro, y entonces nos damos cuenta de la
inequiparable cercanía humana de la obra de Picasso, que Picasso no es un dios,
ni un héroe, sino un hombre que trabaja, y sufre, y goza, y ama, un hombre que
encara con decisión su destino y que como artista aspiraba también al
silencio. Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 19 de junio de 2001 |