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Henri Pirenne. Historia de Europa. Desde las invasiones hasta el siglo XVI. México, FCE, 1974. Traducción de Juan José Domenchina. Extractos de algunas partes del libro (especialmente desde el Tratado de Verdún en 843) por Enrique Castaños, asimismo responsable de las notas al pie, numerosas fechas, datos y comentarios entre corchetes (abril 2021 – mayo 2023).
El historiador belga Henri Pirenne nació el 23 de diciembre de 1862 y murió el 25 de octubre de 1935. Su Historia de Europa la redactó, durante su cautiverio en Alemania, entre el 23 de marzo de 1917 y principios de noviembre de 1918, cuando se firmó el armisticio. El manuscrito quedó interrumpido. Nunca fue retocado o corregido por el autor. Los paréntesis donde debían ir numerosas fechas, fueron completados por su hijo Jacques. La primera edición francesa es de 1936 y la primera española, en el Fondo de Cultura Económica, de 1942. Ésta presenta un número significativo de erratas en la escritura de los nombres propios y apellidos, así como en los topónimos. También las fechas están muchas veces equivocadas.
Libro I. EL FIN DEL MUNDO ROMANO DE OCCIDENTE (hasta la invasión musulmana) Capítulo I. LOS REINOS BÁRBAROS EN EL IMPERIO ROMANO I. La ocupación del Imperio. II. Los nuevos Estados. La germanización del Imperio fue, en su conjunto, sumamente superficial. El mundo romano no se germanizó, sino que se barbarizó, que no es lo mismo. A excepción de los anglosajones de Britannia, los pueblos germánicos no trasladaron sus instituciones políticas al Imperio. Dignatarios de los reyes francos merovingios: el mariscal (el esclavo de los caballos), el senescal (el antiguo esclavo), el copero (el esclavo de la bodega) y el mayordomo (el jefe de la servidumbre). Todos los reinos bárbaros que se reparten el Imperio de Occidente presentan una serie de caracteres comunes que hacen de ellos no Estados bárbaros, sino reinos romanos barbarizados.
Capítulo II. JUSTINIANO. LOS LOMBARDOS I. Justiniano. II. Los lombardos (longobardos).
Capítulo III. LA INVASIÓN MUSULMANA I. La invasión. La guerra santa constituye para el musulmán una obligación moral que lleva en sí la recompensa. Los musulmanes aparecían como propagandistas de una nueva fe exclusiva e intolerante, que todos debían acatar. La religión, en todos los sitios que ellos dominaron, fue la base de la sociedad política, o, por mejor decir, la organización religiosa y la organización pública son idénticas para ellos; la Iglesia y el Estado forman una sola unidad. II. Las consecuencias.
Libro II. LA ÉPOCA CAROLINGIA Capítulo I. LA IGLESIA I. La atonía desde el siglo V hasta el siglo VII. Introducido en Irlanda durante el siglo IV, el cristianismo se desarrolló allí rápidamente. Fueron irlandeses los que se entregaron con entusiasmo a la conversión de la Galia del norte y de la Germania. No es en su condición de cristiana sino de romana como la Iglesia ha recibido y conservado durante siglos el dominio de la sociedad; o, si se quiere, ha ejercido durante tanto tiempo una influencia preponderante en la civilización moderna sólo por ser la depositaria de una civilización más antigua y más avanzada. II. El monaquismo y la preponderancia del Papado.
Capítulo II. EL REINO FRANCO I. La dislocación del Estado. II. Los intendentes [mayordomos] de palacio. El origen de la familia carolingia se encuentra en Austrasia, donde poseían su base territorial. Se trataba de una vasta región semirromana y semigermana que se extendía desde el oeste de la actual Bélgica hasta Colonia y Aquisgrán, constituyendo Lieja su centro geográfico. Carlos Martel era hijo bastardo de Pipino de Herstal [Herstal era una localidad]. El triunfo de Poitiers en 732 contra los musulmanes acabó de convertir a Carlos Martel en el amo del reino merovingio. III. La nueva realeza. En el año 754 Pipino el Breve, hijo de Carlos Martel y rey de los francos carolingios, llevó a cabo una victoriosa campaña militar contra los lombardos en Italia. Había sido llamado por el Papa Esteban II, el primero en atravesar los Alpes. Terminada la campaña, el Papa recibió las tierras que había convenido con el rey de los francos, fundándose así el Estado de la Iglesia [los Estados Pontificios].
Capítulo III. LA RESTAURACIÓN DEL IMPERIO DE OCCIDENTE I. Carlomagno (768 – 814). El Emirato independiente de Córdoba, fundado por Abderramán I (756 – 788), no miraba hacia el Norte, sino hacia los establecimientos islámicos de las orillas del Mediterráneo. La rapidez de los progresos del islam en las ciencias, las artes, la industria, el comercio y todos los refinamientos de la sociedad civilizada es casi tan asombrosa como la rapidez de sus conquistas. Pero estos progresos tuvieron como consecuencia natural el desviar sus energías de las grandes empresas de proselitismo, para concentrarlas en sí propio. Al mismo tiempo que la ciencia se desarrolló y que se extendió el arte, surgieron querellas religiosas y políticas. De todas las guerras de Carlomagno, las que emprendió contra los lombardos son las más importantes por sus consecuencias políticas. Atravesó los Alpes en 773. La dinastía lombarda fue destronada y Carlos se proclamó a sí mismo rey de los lombardos. Carlos repudió a su esposa, hija del rey lombardo Didier, y recluyó a éste en un monasterio. II. El Imperio. Al terminar la misa de Navidad del año 800, en la basílica de Letrán [para otros historiadores en San Pedro del Vaticano], el Papa León III le colocó a Carlomagno en las sienes la corona del Imperio, y después de saludarle con el nombre de Emperador, se prosternó ante él y le «adoró», siguiendo el ceremonial bizantino. Estaba dado el paso decisivo; el Imperio romano había sido reconstituido y precisamente por el sucesor de San Pedro. Aunque en el año 813 fue el propio Ludovico Pío, hijo de Carlomagno, quien se colocó él mismo la corona sobre la cabeza, sin intervención del Papa, se trata de un hecho (desaparecido después) que no cambia en nada el carácter del Imperio. De grado o por fuerza, el Imperio continuaba siendo una creación de la Iglesia; algo desligado y superior al monarca y a la dinastía. Procedía de Roma y sólo el Papa disponía de él. Y disponía de él, claro está, no como príncipe de Roma, sino como sucesor y representante de San Pedro. De igual modo que debía su autoridad al apóstol, en nombre del apóstol confería el poder imperial. Carlomagno hace obligatorio el diezmo en toda la extensión del Imperio. Con el apoyo de Alcuino de York, imposición en las escuelas catedralicias y monásticas de las reglas exactas del canto, así como la reforma de la escritura que dio origen a la minúscula carolina, tan pura y clara de forma que de ella tomaron los impresores italianos del Renacimiento los caracteres de la tipografía moderna. El ideal de Carlomagno fue organizar el Imperio tomando como modelo a la Iglesia. La unidad monetaria era la libra, dividida en veinte sueldos, cada uno de los cuales comprende doce denarios. Únicamente los denarios son monedas reales; el sueldo y la libra sólo sirven como moneda de cambio o cuenta (hasta el siglo XIII).
Capítulo IV. LA ORGANIZACIÓN ECONÓMICA Y SOCIAL I. La desaparición de las ciudades y del comercio. II. Los grandes dominios. Entre el señor del dominio y sus campesinos no existe ninguna relación que sea comparable a la que subordina los trabajadores a un capitalista. El dominio no constituye una explotación: ni una explotación del suelo, ni una explotación de los hombres. Es una institución social, no una empresa económica. Las obligaciones no proceden de contratos personales, sino que descansan en el derecho y la costumbre. El señor es, al mismo tiempo, menos y más que un propietario territorial, según la concepción romana o moderna del vocablo: menos, porque su derecho de propiedad está limitado por los derechos hereditarios de los terrazgueros (campesinos a quienes el señor ha concedido para su disfrute un trozo de tierra a cambio de ciertas prestaciones, por ejemplo un tributo en especie o cultivar determinados días las tierras propiedad directa del señor, aunque éste también está obligado a ciertos compromisos, como defenderlos o proveerlos de simientes o de alimento en caso de necesidad) a su tenure (tenencia o trozo de tierra concedido por el señor); más, porque su acción sobre esos terrazgueros sobrepasa en mucho la de un simple propietario de la tierra. La extensión gradual de la servidumbre a toda la población agrícola constituye el fenómeno social más acusado que ofrece el siglo IX y los doscientos años que le siguen. La servidumbre no tiene necesariamente que agobiar a los hombres. El gran dominio de la época carolingia y de los siglos siguientes se divide en dos partes de importancia desigual: la tierra señorial [terra dominicata] y la tierra patrimonial [terra indominicata o mansionaria, constituida por los «mansos»].
Libro III. LA EUROPA FEUDAL Capítulo I. LA DISOLUCIÓN DEL IMPERIO I. Las causas internas. II. El Papa y el Emperador. III. Los enemigos de fuera. A comienzos del siglo IX los progresos de los árabes en el Mediterráneo occidental se ralentizan. El formidable empuje de la expansión inicial se debilita considerablemente. La unidad de los creyentes se rompe con la creación del Emirato independiente de Córdoba a mediados del siglo VIII. Los berberiscos de Marruecos, de Argel y de Túnez eran independientes de Bagdad. Los musulmanes de Túnez codiciaban Sicilia, que no pudo ser defendida por Bizancio. Entre 827 y 878 los bizantinos son arrinconados hacia el estrecho de Mesina, y, por último, obligados a replegarse en la costa italiana. Los musulmanes terminan apoderándose de las Baleares, de Córcega y de Cerdeña, con lo que se hacen dueños de todas las islas del Mediterráneo occidental. En el sur de Italia conquistaron Bari [en Apulia] y Tarento. También amenazaron las costas de la Italia central. Las bocas del Ródano quedaron expuestas. Pero las invasiones normandas fueron más devastadoras y mayores sus consecuencias. Procedentes de Noruega y de Dinamarca, los llamados Noord-mannen [hombres del norte] se expanden por falta de tierras y de alimentos. Los Varegos, esto es, los vikingos suecos, se diseminan a través del Volga y llegan hasta las llanuras de Ucrania. Capitaneados por Rurik [Riurik = Rodrigo], poco después de 862 fundan Novgorod [al N del lago Ilmen, unos 190 km al SE de San Petersburgo], y antes de 912, con Oleg, se apoderan de Kiev. Con ello comienza la historia de Rusia. Los noruegos, por su parte, exploran el Mar del Norte. En 874 descubren y colonizan Islandia, y un siglo más tarde llegan a Groenlandia. En 793 atacan la costa inglesa, desembarcando ese año en Northumberland, donde saquean y queman los monasterios de Lindisfarne [al SE de la costa escocesa] y Jarrow [al E del Muro de Adriano y al N de Durham]. A mediados del siglo IX los normandos son dueños de la mayor parte de la región oriental de la isla de Gran Bretaña. En 878, Alfredo el Grande les hace importantes concesiones. Asimismo, llegan a Irlanda. Desde el siglo IX hasta principios del siglo XI, Dublín es una especie de colonia normanda. Desde estas bases, se presentan en las costas de Portugal y de España (Lisboa y Sevilla son atacadas en 844). Atraviesan Gibraltar, saquean Algeciras y las Baleares, llegan hasta las bocas del Ródano y desembarcan en las costas italianas. Hasta principios del siglo X sus incursiones son incesantes. Se internan todo lo que pueden por el Sena, el Rhin, el Mosa, el Escalda y el Loira. Después, limitáronse especialmente a la franja comprendida entre la desembocadura del Sena y Frisia. Entre 834 y 837 saquearon cuatro veces el puerto de Durstede [Dorestad, en la desembocadura del Rhin] y Utrecht es destruido en 857. El año 879 señala el apogeo de esta crisis devastadora para el reino franco. Carlos III el Gordo tiene que firmar con ellos un tratado humillante. No obstante, no logran tomar París (885). Reaparecen en Lovaina en 891, pero Arnulfo de Carintia [Carintia es una región del sur de la actual Austria] los aniquila. Desde entonces, arriesgaron golpes de mano en los Países Bajos, aunque no renunciaron al Sena. En 911, Carlos III el Simple, rey de los francos, les cede una región comprendida entre el Sena y el Epte [afluente de la margen izq del Sena que desemboca cerca de Vernon], el Ducado de Normandía. Las invasiones normandas cesan. El afrancesamiento de la Normandía fue completo en un cuarto de siglo.
Capítulo II. LA DIVISIÓN DE EUROPA I. El Tratado de Verdún (843). Reparto de la herencia de Ludovico Pío entre sus tres hijos: Luis el Germánico (le correspondió el territorio comprendido entre la Lotaringia y la frontera con los eslavos en el este); Lotario (en quien recayó el título de emperador y un territorio sin nombre definido, la llamada Lotaringia, comprendido entre Alemania y la Galia, esto es, el norte de Italia hasta los Estados pontificios, las tierras situadas entre el Ródano al oeste y el Rhin al este, entre el Saona y el Mosa, así como las tierras atravesadas por una línea que iba de Mézières a Valenciennes y por la corriente del Escalda); Carlos el Calvo, hijo de Judith de Baviera, la segunda esposa de Ludovico Pío, y, por tanto, hermanastro de padre de los dos anteriores (le correspondió toda la antigua Galia, desde el límite con la Lotaringia hasta el Atlántico). A la muerte de Lotario en 855, sus tres hijos se repartieron el Imperio: Luis II el Joven obtuvo Italia con la dignidad imperial; Carlos, que murió sin hijos en 863, el país del Jura hasta el Mediterráneo; y Lotario II los territorios al norte del Jura (fue entonces cuando recibieron propiamente el nombre de Lotaringia). A la muerte de Carlos, sus dos hermanos se reparten ese territorio, tomando Luis II el sur y Lotario II el norte. Pero no ocurrió lo mismo a la muerte de Lotario II en 869, sin herederos legítimos. Según la norma, el heredero tendría que haber sido Luis II el Joven, pero la debilidad de éste provocó la ambición de sus dos tíos: Carlos el Calvo y Luis el Germánico. Ambos se encontraron en Meersen [hoy en Holanda, al NE de Maastricht], repartiéndose en dos mitades la Lotaringia. A la muerte de Luis el Germánico en 876, Carlos el Calvo pretendió anexionarse la otra mitad de la Lotaringia, pero se lo impidió su sobrino Luis III el Joven, hijo de Luis el Germánico. Es la primera vez que un ejército francés y otro alemán se disputan la Lotaringia. Tampoco el hijo de Carlos el Calvo, Luis II el Tartamudo, pudo hacer nada, pues murió tan sólo dos años después de su padre, en agosto de 879. Entonces, aquella mitad de la Lotaringia que le había correspondido a Carlos el Calvo en Meersen, pasó a manos del citado Luis III el Joven, es decir, a Alemania. La idea nacional estaba hasta tal punto ausente de la aristocracia, que, al morir en 911 Luis IV el Niño, último carolingio que reina en Germania, los titulares de los cuatro grandes ducados de Alemania, esto es, Franconia, Suabia, Baviera y Sajonia, nombraron rey de Alemania al duque Conrado de Franconia [Conrado I, 911 – 918], rompiendo así claramente con la dinastía carolingia y consumando la disolución definitiva de la unidad carolingia. Ese Conrado I sería el primer representante de esa dinastía sajona de la que, en línea directa, saldría un nuevo emperador, Otón I el Grande [hijo de Enrique I el Pajarero, duque de Sajonia y rey de Alemania], coronado por el Papa en 962. Pirenne llama la atención sobre el hecho de que Conrado I era de Franconia, es decir, de un Estado más avanzado y desarrollado. En cambio, Enrique I el Pajarero, sajón, procede de un Estado más atrasado y más fuerte. He aquí el contraste que posteriormente veremos entre Prusia y los otros Estados alemanes, a los que adelantará. II. Los nuevos Estados. La Lotaringia, desde el tiempo de Luis III el Joven, se la disputan Francia y Alemania. Si se convierte en un ducado alemán es porque Alemania era más fuerte [quizás ello explique por qué los Países Bajos del Norte, la antigua Frisia, es una región más germánica que francesa, a diferencia de lo que ocurre con el sur de la actual Bélgica, francófona, frente a la mitad norte de Bélgica, flamenca, esto es, más neerlandesa]. Surge ya, pues, el problema de Flandes, uno de los principales de Europa. Polonia se hace cristiana en 966, al bautizarse ese año el duque Mieszko I [Miecislao I, que gobernó entre 960 y 992], vinculando así el ducado de Polonia con el Papado. En el caso de Alemania, los obispos van a convertirse en gobernadores en época de Otón I el Grande [936 – 973]. Este soberano los considera más desde el punto de vista laico que desde el espiritual. Si los carolingios clericalizaron el Estado, Otón I laicizó la Iglesia. Toda Alemania y la Lotaringia se llenaron de príncipes episcopales: feudalismo de un tipo especial y del que el monarca dispone a su antojo. El Papa, por entonces completamente invalidado y fuera de juego, no puede hacer otra cosa que dejar el campo libre a esta gran política episcopal del rey de Alemania [llegará el tiempo en que un Papado fortalecido no la consienta, desencadenando así la lucha de las investiduras en el último cuarto del siglo XI]. Lejos de asegurar el Papa su primacía sobre el rey de Alemania, se hará un protector de esa política episcopal. Juan XII le llama en su ayuda (era la época en que las grandes familias de la campiña romana se disputaban la Sede Apostólica), y el 2 de febrero de 962 reconstituye para él la dignidad imperial. Esto pondría aún más a la Iglesia en manos de Otón, hasta que estalló la crisis entre Gregorio VII y Enrique IV. Enrique II el Santo de Alemania, el último emperador sajón [1002 – 1024], olvidó restablecer su autoridad en los confines orientales de su reino por ocuparse sólo de Italia. La idea imperial prevalecía en él a la idea real [a la larga, esto fue un lastre para Alemania, frente a Francia, Inglaterra, Aragón y Castilla]. Con Enrique II, de hecho, no hay propiamente rey de Alemania, pues el rey se llamará Rex Romanorum [Rey de Romanos, título que también ostentó Carlos V de Alemania; antes de la coronación imperial se ostentaba este significativo título tan simbólico], de igual modo que el emperador se llamará Imperator Romanorum. Con Enrique II no hay ningún vocablo que designe a Alemania. Se la confunde con el Imperio. Sus reyes se agotaron en mantener éste. Son completamente alemanes, pero carecen de una política alemana. Toda su fuerza radica en el norte de los Alpes [que es donde poseen su auténtica base territorial], y, sin embargo, se sienten continuamente atraídos por Italia. Se consumirán en esta política. Alemania fue la víctima del Imperio, pero su historia se confunde con la de éste. Los reyes alemanes emprendieron una tarea demasiado pesada para sus fuerzas.
Capítulo III. EL FEUDALISMO I. La disgregación del Estado. En sentido estricto, no es posible comprender bajo los nombres de feudalismo y de sistema feudal otra cosa que las relaciones jurídicas que nacieron del feudo o del lazo de vasallaje. El derecho feudal es un derecho especial, como el derecho mercantil. El elemento feudal aparece desde el momento en que los príncipes están ligados al rey por un juramento. Son los hombres del rey. Teóricamente, éste continúa siendo el poseedor supremo de los poderes que le fueron usurpados, y el juramento feudal lo reconoce. El feudalismo, pues, no quebrantó el Estado; ocurrió más bien lo contrario. Sostiene aún un lazo, al menos formal, entre el rey y los fragmentos del reino de los que se apoderaron los grandes funcionarios convertidos en príncipes, y a los cuales el juramento feudal hizo vasallos. Cada gran señor feudal es verdaderamente el jefe de la tierra, de la patria [los antiguos romanos, cuando hablaban de terra patria, se referían al lugar de procedencia de los padres de alguien; el origen de patria, pues, está en el término pater, padre, cuyo genitivo es patris]. Allí se formó por vez primera el patriotismo, que, entre los modernos, sustituye el sentimiento cívico de la Antigüedad. Cuando se habla de feudalismo «sanguinario», es preciso saber lo que se dice. Lo fue, al principio, con el enemigo, no para sí propio. II. La nobleza y la caballería. Durante el siglo X se constituye en los Estados europeos una nueva clase jurídica: la nobleza. Su influencia ha sido tan grande y general en la historia de Europa, que apenas se advierte que constituye un fenómeno original que pertenece, por derecho propio, a la sociedad cristiana de Occidente. Nada semejante ha sucedido ni en el Imperio romano, ni en el bizantino ni en el mundo musulmán. Las causas de la formación de la nobleza son dos: la disminución constante del número de hombres libres y el servicio militar bajo la forma feudal (esta segunda es mucho más importante que la primera). Los que conservaron la libertad se encuentran en una situación privilegiada, y desde el siglo X la palabra liber toma la significación de nobilis. Desde finales del siglo X, en Francia, la nobleza es una clase hereditaria que confiere un rango particular en el Estado, independiente de la condición social. Son nobiles todos los que pertenecen por sí mismos o por sus antepasados a la milicia. Fue la función social militar la que hizo a la nobleza, pero una función social que supone independencia económica, gracias a la propiedad personal (alodio) o feudal (feudo). La nobleza, en realidad, es el ejército, un ejército hereditario; de ahí sus privilegios. Sólo la nobleza suministra el personal administrativo y sólo ella constituye el ejército. Es al mismo tiempo una casta militar y una casta política. Junto a ella está el clero. Bajo ellos, la masa de los pecheros, que son quienes los alimentan. La evolución social está en proporción con la densidad de la caballería, decreciente a medida que se avanza desde Francia hacia el Elba. El mayor número de caballeros está en Francia y en los Países Bajos. A finales del siglo XI la caballería está extraordinariamente extendida [gracias a ello pudo organizarse el cuerpo expedicionario, en cuatro grandes grupos, de la Primera Cruzada].
Libro IV. LA GUERRA DE LAS INVESTIDURAS Y LA CRUZADA Capítulo I. LA IGLESIA I. El Papado. Fue un Papa feudal, Juan XII, nombrado en 955, quien se convirtió en el instrumento de la restauración del Imperio en la figura de Otón I el Grande (962). Pero, con los Otones, el restablecimiento del Imperio no sirvió para fortalecer al Papado. Salvo con Otón III [983 – 1002], los nuevos emperadores volvieron a la tradición carolingia. Gobiernan con la Iglesia, es decir, con los obispos, pero no con el Papa. Éste sólo les sirve para coronarlos. II. La reforma de Cluny. La abadía de Cluny fue fundada en 910 por el duque Guillermo de Aquitania. Perteneciente a la Orden Benedictina, estaba situada en la región histórica de Borgoña. La labor de esta Orden monástica, la más importante de la cristiandad europea, dignificó la Iglesia y fortaleció el Papado.
Capítulo II. LA GUERRA DE LAS INVESTIDURAS I. El Imperio y el Papado desde Enrique III de Alemania (1039). El Papa había llegado a tener un papel tan subalterno a partir de Otón el Grande, que el rey de Alemania, incluso antes de su coronación en Roma, adopta el título de Rex Romanorum, indicando así su derecho a la corona que el Papa, mero maestro de ceremonias, no puede pensar en negarle. La dignidad imperial no es más que un apéndice o una consecuencia de la realeza alemana. Pero el Imperio, por el hecho de pertenecer al rey de Alemania, no es en modo alguno un Imperio alemán. Por muy perturbada que se encontrase, su universalidad le impide nacionalizarse. En vez de que Alemania nacionalizase el Imperio en su provecho, son los reyes alemanes, por el hecho de saberse emperadores designados, los que se desnacionalizan en su perjuicio. El extraño interés de los emperadores por Italia, sólo les traerá fatigas y riesgos. Se sienten obligados, por su dignidad imperial, a intervenir en Italia, pero esta pesada carga los paraliza y los agota. La derrota de Otón II a mediados de julio de 982 en Rossano [Rossano, en el extremo sur del golfo de Tarento, pertenece a Calabria; esta contienda es conocida como batalla de Stilo o batalla del cabo Colonna] contra los musulmanes, sirvió de lección a sus sucesores para no volver a intervenir en los asuntos del sur de Italia. La fundación del Estado normando en el sur de Italia fue el preludio de dos grandes empresas: la conquista de Inglaterra y la Primera Cruzada. La presencia normanda en el sur de Italia fue relativamente casual. En 1016, cuarenta caballeros normandos, procedentes de Jerusalén, al pasar cerca de Salerno, encontráronse a ésta sitiada por los sarracenos. Decidieron intervenir. Atrajeron a otros compatriotas suyos. La lucha contra el infiel se mezcló con el afán de ganancia. Les era indiferente combatir a favor o en contra de Bizancio. Hacia 1030, Pandulfo IV de Capua les entrega como feudo el condado de Arezzo. En 1042, uno de sus jefes, Guillermo Brazo de Hierro [uno de los hijos de Tancredo de Hauteville], fue proclamado conde de Apulia. El papa León IX, a instancias del príncipe de Benevento, marchó contra ellos, pero los normandos lo derrotaron y lo hicieron prisionero en 1053. Mientras tanto, Roberto Guiscardo [otro hijo de Tancredo de Hauteville] se instalaba en Calabria, y, en 1057, heredaba el condado de Apulia (la historia de estos normandos prueba admirablemente que el sur de Italia se hallaba económicamente más desarrollado que el norte de Europa). El cisma de Oriente (1054) acercó al papa Nicolás II a estos normandos. El Papa quería expulsar de Italia a todos los bizantinos. La alianza del Papado con los normandos también se explica por las malas relaciones de Nicolás II con Enrique III de Alemania, que no presagiaban nada bueno. En 1059, Nicolás II entregó en feudo Capua a Ricardo de Arezzo [Richard Drengot, conde de Aversa, localidad cerca de Caserta, en la Campania], y Apulia, Calabria y Sicilia a Roberto Guiscardo, quien se apodera de Mesina en 1061. Treinta años después, toda Sicilia está libre de musulmanes y en poder de los normandos. Lo mismo ocurrió con los últimos bastiones griegos. Bari y el ducado de Benevento fueron anexionados en 1071 y 1078 respectivamente. Después, Roberto Guiscardo se apoderó de Durazzo [la antigua Dirraquio, hoy Durrës, en Albania]. Murió en 1085. Enrique III de Alemania mostróse impotente ante los normandos. Sólo pudo resolver temporalmente el problema con el Papado. Cuando la coronación de Enrique III como emperador en 1046, la situación de Roma era deplorable. Convocó en Sutri [localidad de la provincia de Viterbo, en el Lazio] un sínodo en el que fueron depuestos los tres pontífices rivales. Fue designado Papa el obispo de Bamberg, Suidger, con el nombre de Clemente II. Le sucedieron, hasta 1057, varios papas alemanes: Dámaso II, León IX y Víctor II, todos ellos cluniacenses, quienes devolvieron el prestigio al Papado. Pero este prestigio y fortalecimiento, conseguidos por Cluny y por Enrique III, paradójicamente, iba a colocar al Papado frente al Imperio con el sucesor de Enrique III, su hijo Enrique IV. II. El conflicto. En 1059, Nicolás II confió la designación de los papas al Colegio cardenalicio, evitando así cualquier intromisión extraña. En esta reforma concreta se sitúa el origen del conflicto entre el Papado y el Imperio. Por esa época, los disturbios de la Pataria en Lombardía, contra los obispos adictos al emperador, pondrá a la burguesía de esa próspera región a favor del Papado. En 1061, el obispo de Lucca, protector de los patarini, sucedió a Nicolás II con el nombre de Alejandro II, un enemigo declarado del Imperio. Con su sucesor, Gregorio VII, elegido en 1073, estalló la guerra. En 1075, condenaba solemnemente, bajo pena de excomunión, el desempeño por la autoridad laica de cualquier función de tipo eclesiástico. Gregorio no pretendía nombrar a los obispos alemanes o de las tierras del N de Italia bajo la tutela del emperador, sino que lo que deseaba es preservar la pureza de la Iglesia y no mancillarla por los contactos laicos. Lo que en realidad ataca es la concepción política que hace del emperador un igual del Papa. Sustituye, en relación con los asuntos de la Iglesia, la alianza de los dos poderes por la subordinación de uno al otro. No ataca, pues, al Estado. Lo que hace es despojarlo de su carácter clerical (que procede de los carolingios). Quitando al emperador la investidura de los obispos, coadyuva a la laicización del Estado. Si en esta lucha hubiese triunfado el Imperio, habría triunfado la teocracia. Gregorio VII lo evitó. Enrique IV sólo disponía de un medio de resistir al Papa dentro de la Iglesia (puesto que era un católico convencido): hacer declarar a ésta que el Papa es indigno. De ahí que reuniera a los obispos adictos al Imperio en Worms, los cuales, el 24 de enero de 1076, declararon indigno del Papado a Gregorio. Éste respondió con un arma mortífera: excomulgó a Enrique. Con ello desligaba de cualquier compromiso a quienes hubiesen prestado juramento de fidelidad al emperador. Enrique tuvo que ceder. El 28 de enero de 1077, después de tres días de penitencia en la nieve a las puertas de la fortaleza de Canossa, propiedad de la condesa Matilde, el enérgico Hildebrando, que aguardaba en el castillo, perdonó a Enrique. Al poco tiempo, éste volvió a las andadas. Los alemanes entraron en Roma, pero el Papa resistió en el Castillo de Sant’Angelo. Aquéllos se apresuraron a consagrar a un anti-papa, Clemente III, quien depositó la corona imperial en la cabeza de Enrique. Pero éste hubo de batirse en retirada ante la inminente llegada desde el sur de Roberto Guiscardo. Finalmente, el Papa aceptó la hospitalidad del normando y murió en el exilio, en Salerno, el 25 de mayo de 1085. Antes de expirar pronunció unas famosas palabras: Dilexi justitiam et odivi iniquitatum, propterea quod morior in exilio [He amado la justicia y odiado la injusticia; por esto muero en el exilio]. Por su parte, Enrique IV moriría desterrado en Lieja en 1106. Su hijo Enrique V se había rebelado contra él. El acuerdo lo fijó el Concordato de Worms de 1122. El emperador renunciaba a la investidura de los obispos y aceptaba la libertad de las elecciones eclesiásticas. En Alemania, el elegido recibiría del cetro la investidura de sus feudos (regalías) antes de ser consagrado; en las otras partes del Imperio (Italia y Borgoña), después de la consagración. Se distinguía, pues, en el obispo el poder espiritual, en relación con el cual el emperador renunciaba a intervenir, y el poder temporal, que éste continuaba confiriéndole, pero que no podía negarle sin provocar un conflicto. En cuanto a las elecciones de los obispos por los capítulos, serían los príncipes vecinos y no el emperador quienes iban a influir sobre ellas. En realidad, la Iglesia imperial se derrumbaba. No quedaba más que una Iglesia feudal. El Imperio se resentía de ello. El Papado ganaba prestigio, pero no mejoraba, ni mucho menos, la disciplina eclesiástica. La guerra de las investiduras condujo al triunfo del feudalismo sobre la Iglesia. Ésta, queriendo librar al clero de la influencia laica, lo sometió a ella más que nunca.
Capítulo III. LA CRUZADA I. Sus causas y sus consecuencias. Desde mediados del siglo XI el Occidente cristiano toma, mediante esfuerzos aislados, la ofensiva contra el islam. La Cruzada [proclamada en Clermont-Ferrand por Urbano II el 27 de noviembre de 1095] es esencialmente obra del Papado. Lo es por su carácter universal y por su carácter religioso. Su motivo es absolutamente espiritual: la conquista de los Santos Lugares. La Cruzada es esencialmente la gran guerra feudal. Donde el feudalismo occidental ha actuado totalmente, y, si así puede decirse, por sí mismo. Ningún rey toma parte en la Cruzada. Y lo curioso es que incluso nadie ha pensado en ellos, y no digamos en el emperador, el enemigo del Papa. Y no es nada sorprendente que fuera en los países donde el feudalismo estaba más avanzado en donde la Cruzada reclutase sobre todo sus tropas; en Francia, en Inglaterra, en Flandes y en la Italia normanda. Fue sobre todo una empresa de caballeros, de nobles. II. Toma de Jerusalén. Había tres ejércitos: los lotaringios, al mando de Godofredo de Bouillon, que pasaron por Alemania y Hungría; los franceses del norte, con Roberto de Normandía, hermano de Guillermo II de Inglaterra, Esteban de Blois, Hugo de Vermandois, hermano del rey Felipe I de Francia, y Roberto II de Flandes, que bajaron por Italia, donde se unieron a los normandos [muchos historiadores consideran el normando un cuarto cuerpo de ejército], capitaneados por Bohemundo de Tarento, hijo de Roberto Guiscardo, y su sobrino Tancredo; y, finalmente, los franceses del mediodía, al mando de Raimundo de Toulouse, en compañía del legado pontificio, el obispo Adhemar de Puy, que se dirigieron por el norte de Italia y las costas del Adriático, reuniéndose todos en Constantinopla, donde llegaron en grupos (1096). El resultado de la conquista de Jerusalén (15 de julio de 1099) fue el establecimiento de pequeños Estados cristianos: el reino de Jerusalén, del que Godofredo fue elegido soberano; el principado de Edesa, gobernado por el flamante conde Balduino, el hermano de Godofredo; y el principado de Antioquía, del que se hizo príncipe Bohemundo de Tarento. Económicamente, la Cruzada benefició a las repúblicas mercantiles de Venecia, Pisa y Génova. Fueron las burguesías de estas ciudades y de otras también italianas, las que obtuvieron réditos sustanciosos. Pero éste no era el fin de la Cruzada; de hecho, su manifestación más auténtica se halla en la alianza entre el espíritu militar y el religioso, tal como se concretó en las Órdenes de los Templarios y de los Hospitalarios. Por desgracia, el enorme esfuerzo de los cruzados no tuvo apenas consecuencias directas. Su verdadera consecuencia fue el desarrollo del comercio marítimo italiano, y, a partir de la cuarta Cruzada, la constitución del Imperio colonial de Venecia y de Génova en el Levante.
Libro V. LA FORMACIÓN DE LA BURGUESÍA Capítulo I. EL RENACIMIENTO DEL COMERCIO I. El comercio mediterráneo. Puede decirse que desde el fin del siglo XI el Mediterráneo fue reconquistado para la navegación cristiana. II. El comercio del Norte. Kiev tenía ya, en los comienzos del siglo XI, una importancia que no tiene aún ninguna ciudad del norte de Europa. El impulso vino de Bizancio, con la mediación de los Varegos suecos. Desde Venecia, y a través del paso del Brennero, este comercio se extendió, poco a poco, por la Alemania del sur. Bajo el impulso del comercio de las costas, la industria y los negocios extendiéronse por las llanuras lombardas, que, desde la mitad del siglo XI, comenzaron a transformarse bajo su influencia. Por San Gotardo sus comerciantes se dirigen hacia el norte. Y en el norte, lo que les atrae es Flandes, donde concluye el movimiento comercial del Mar del Norte. Desde los comienzos del siglo XII, los lombardos frecuentan las ferias de Ypres, Lille y Brujas. Luego, el centro de las relaciones comerciales se desplaza y los grandes mercados de los siglos XII y XIII fueron esas famosas ferias de Champagne, especialmente la de la ciudad de Troyes. Así es como, por mediación de los flamencos y lombardos, convergen y se compenetran los dos mundos comerciales: el del Norte y el del Mediodía. Los primeros sistemas de intercambio, que aparecen a fines del siglo XII, son italianos. Puede decirse que la organización del crédito europeo es totalmente romana. Banca, letra de cambio, préstamos a interés, sociedades comerciales, todo ello viene exclusivamente de Italia. III. Los mercaderes. Los comerciantes (mercatores) son hombres nuevos. Aparecen como creadores de una riqueza nueva, al margen de los que detentan la antigua fortuna territorial, de cuya clase ellos no proceden. La Iglesia es hostil al mundo mercantil. No condena la riqueza, pero sí el amor y la búsqueda de la riqueza. Es probable que los mercaderes tengan por antepasados a los pobres, es decir, a las gentes sin tierra, masa flotante que azota el país, contratándose en la época de las cosechas y corriendo aventuras y peregrinaciones. La excepción a esto son los venecianos, cuyas lagunas les hacen desde el principio pescaderos y salineros que abastecen el mercado bizantino. Todo el comercio de la Edad Media hasta el fin del siglo XII es un comercio de caravanas armadas (hansas). En realidad, el espíritu capitalista aparece con el comercio.
Capítulo II. LA FORMACIÓN DE LAS CIUDADES I. Las ciudades y los burgos. Un burgo era una fortaleza. Los burgos habían sido construidos en las comarcas del norte y del este de Europa para servir de abrigo a la población en caso de guerra y para contener las incursiones de los bárbaros. El surgimiento de los burgos está ligado al del comercio, que aparece durante los siglos X y XI. Ciudades y burgos no eran otra cosa, al principio, que los centros administrativos de una sociedad todavía enteramente agrícola. Fue en las ciudades de la Italia septentrional y en los burgos de la región flamenca, donde se formaron las primeras colonias mercantiles. En el siglo X, los comerciantes fundan aquí y allá establecimientos acerca de los cuales se sabe bien poco; en el siglo XI, éstos se multiplican, cunden y se consolidan. No es solamente el trabajo del mercader el que es libre; su persona, por una novedad no menos asombrosa, es libre también. Desde el fin del siglo XI, en Flandes, los tejedores de lana comienzan a afluir a las ciudades desde la campiña. Naturalmente, ni la vieja ciudad, ni el viejo burgo, pudieron encerrar, en el estrecho perímetro de sus murallas, la creciente afluencia de estos recién llegados, que se ven forzados a instalarse extramuros. Los habitantes de estos burgos extramuros, burgos exteriores o arrabales, son designados, desde el comienzo del siglo XI, con el nombre de burgueses. Su función social no tardó en transformar a la burguesía en clase jurídica. La guerra de las investiduras fue el pretexto para que los burgueses se sublevasen contra sus obispos, bien en nombre del Papa o del emperador. La primera comunidad de que la historia hace mención, la de Cambrai [al norte de Francia] en 1077, fue jurada por el pueblo dirigido por los mercaderes, contra el prelado imperial de la ciudad. II. Las ciudades. La ciudad es una aglomeración fortificada, habitada por una población libre que se consagra al comercio y a la industria y que posee un derecho especial y está provista de una jurisdicción y de una autonomía comunal más o menos desarrolladas. Las corporaciones de oficios aparecen en el siglo XII.
Capítulo III. LA EXPANSIÓN DE LAS CIUDADES Y SUS CONSECUENCIAS I. La expansión. Sólo a fines del siglo XI y comienzos del XII, las primeras ciudades, en el estricto sentido de la palabra, aparecen en la historia del Occidente cristiano. Hasta el fin de la Edad Media, ninguna ciudad europea cristiana alcanza la cifra de cien mil habitantes. II. Consecuencias para la población rural. La aparición de las ciudades hacía imposible la conservación del régimen dominial. III. Otras consecuencias. Puede afirmarse que el primer personal laico que ha conocido Europa, desde la desaparición de la burocracia imperial romana, le fue suministrado por la burguesía.
Libro VI. NACIMIENTO DE LOS ESTADOS OCCIDENTALES Capítulo I. INGLATERRA I. Antes de la conquista. Todos los Estados europeos son, sin excepción, obra de la realeza. Y en todos ellos la rapidez y la amplitud de su desarrollo están en proporción con el poder real. A fines del siglo XI, es decir, durante la época en que la aparición de las burguesías termina la constitución social de Europa, la realeza comienza a cimentar las bases de los primeros Estados dignos de este nombre. Un vasallo del rey de Francia, Guillermo, duque de Normandía, es el fundador del Estado inglés, y el reino de Francia resulta, cronológicamente, el primero de los Estados continentales. Durante la época de las invasiones, sólo Britannia, entre todas las provincias romanas, se había negado a aceptar la dominación de los bárbaros. Sus habitantes fueron empujados hacia Gales y Cornualles, conservando el idioma céltico. Otros emigraron a Armórica [la península francesa de Bretaña, llamada así desde entonces]. En su nueva patria, los invasores anglosajones mantuvieron intactas sus instituciones nacionales. Los siete pequeños reinos [heptarquía anglosajona] que allí fundaron [Kent (jutos); Mercia, Northumbria y Anglia oriental (anglos); Essex, Sussex y Wessex (sajones)] no ofrecen la más mínima huella de aquella romanización que se impuso a los reinos germánicos continentales [francos, visigodos y ostrogodos]. El Estado germánico continuó desarrollándose con total libertad en Inglaterra. Al lado del rey se conservó la asamblea del pueblo (witenagemont), y los magistrados populares (ealderman) subsistieron junto a los funcionarios reales (sheriffs). La cristianización del país a finales del siglo VI no cambió en lo esencial este estado de cosas. Aunque la Iglesia importó la lengua latina, aceptó la lengua de los indígenas, empleándola para la evangelización, de tal modo que los convertidos al cristianismo fueron enseñados a escribir en su idioma nacional anglosajón. Tampoco la Iglesia ejerció una influencia determinante en la organización política, como sí había ocurrido entre los carolingios. El rey Offa († 796) de Mercia unificó los siete reinos, pero poco después los normandos se abatieron sobre Inglaterra, sucediéndose las invasiones desde 839, dando lugar al establecimiento de una numerosa población danesa en la parte oriental de la isla. El rey Alfredo el Grande († 901) consiguió detenerlos, a cambio de concederles una extensa región, el Danelagh [Danelaw], que abarcaba desde Londres hasta Chester [en la frontera NO con Gales]. Los sucesores de Alfredo reconquistaron este país, pero los daneses volvieron con renovadas fuerzas en ayuda de sus compatriotas, dirigidos por el rey Svend († 1014) de Dinamarca, el cual conquistó Mercia, Anglia oriental y Wessex. El rey Ethelbred tuvo que refugiarse en Normandía. Los lazos entre Inglaterra y Dinamarca se reforzaron en tiempos de Canuto II el Grande († 1035), hijo de Svend, quien fue rey tanto de Inglaterra como de Dinamarca. Fue entonces cuando misioneros anglosajones llevaron el cristianismo a Noruega y a Suecia. Con los sucesores de Canuto II la dinastía danesa cae en decadencia. Un príncipe anglosajón, Eduardo el Confesor, sube al trono de Inglaterra. Su muerte, sin dejar descendencia, en 1066, fue la ocasión que decidió la suerte de Inglaterra y la hizo entrar en la comunidad europea de naciones. La conquista normanda no es otra cosa que la consecuencia y la consagración definitiva de lo que podría llamarse la europeización de Inglaterra. El 14 de octubre de 1066, en Hastings [al sur, en el actual condado de Sussex oriental], se decidió el futuro de Inglaterra. El vencedor absoluto fue Guillermo el Conquistador, duque de Normandía y gran vasallo del rey francés. Su oponente, el usurpador Harold, murió en esa batalla decisiva.
II. La invasión. Con la invasión normanda, insensiblemente, el idioma anglosajón fue transformándose en inglés, es decir, en una lengua medio romana por el vocabulario, pero que continuó siendo germánica por la gramática y la sintaxis. Guillermo reinaba sobre sus súbditos ingleses sólo por la fuerza. Con él tiene lugar un reforzamiento de la institución monárquica sin precedentes. La constitución fue esencialmente monárquica. Fue justamente porque Guillermo concibió su realeza como un príncipe feudal por lo que la hizo tan poderosa. Desde el principio fue propietario de su corona real, y, en virtud de la conquista, propietario de su reino, de todas las tierras del reino del que se había apoderado. Adviértase que el feudalismo en sí no es incompatible con la soberanía del Estado. Si llegó a serlo muy rápidamente [como en Francia] fue porque los grandes vasallos, habiendo usurpado los derechos de regalía, los confundieron con sus feudos, obteniendo así su investidura al mismo tiempo que la de su tierra. Guillermo se guardó cuidadosamente de no introducir en Inglaterra esta confusión entre el elemento político y el feudal. Los feudos que distribuyó entre los caballeros normandos no les concedían ninguna autoridad financiera o judicial. Estos feudos eran, según el principio mismo del feudalismo, simples tenures [tenencias] militares conferidas por el señor feudal. Con Guillermo los derechos de la realeza no se desperdigaron en manos de la alta nobleza. Ni bajo él, ni en ninguna época, el feudalismo inglés fue otra cosa, si así puede decirse, que un feudalismo puramente feudal. Poseyó tierras, pero no principados; tuvo terrazgueros, pero no súbditos. Por una excepción única, el rey posee en Inglaterra un poder intacto; no tendrá, como el rey de Francia, que combatir continuamente contra sus vasallos para mantener sus prerrogativas. Desde el principio todo el Estado le pertenece. En Francia, el rey, muy débil al principio, y no teniendo frente a sí más que príncipes particulares, edifica poco a poco su poder sobre las ruinas de los suyos, lo acrece con todo lo que les quita, y, fortaleciéndose en la misma medida que restablece la unidad del reino, tiende cada vez más hacia la monarquía pura. En Inglaterra, por el contrario, como desde el principio la unidad política es tan completa, como sólida la autoridad real, la nación se forma a los ojos del rey y el día en que [la nación] sienta gravitar harto pesadamente sobre sí el poder monárquico, por la unión de sus fuerzas se encontrará [la nación] en situación de imponerle [al rey] su participación en el gobierno y de conseguir garantías. III. La Carta Magna. Enrique II Plantagenet (1152 – 1189) acrecentó considerablemente los dominios de la monarquía inglesa, pues, además de ser duque de Normandía, se anexionó los ducados franceses de Anjou y de Guyena. Con su reinado se inicia la expansión de Inglaterra; pero también a él se retrotrae el conflicto con Francia, que pervivió hasta 1815 con la derrota de Napoleón en Waterloo. El conflicto entre Luis VII de Francia y Enrique II de Inglaterra fue la primera de las guerras políticas europeas. Con éste último, el poder monárquico, ya de por sí muy fuerte, tiende al absolutismo. Pero con los hijos de Enrique II se debilita el poder de la Corona inglesa. La primera de las grandes batallas europeas fue la de Bouvines [cerca de Tournai], el 27 de julio de 1214, en territorio flamenco, donde el rey de Francia, Felipe Augusto, venció decisivamente a la coalición formada entre el rey inglés, Juan sin Tierra, y el emperador güelfo alemán, Otón IV. Felipe Augusto apoyaba a los Staufen, dinastía encarnada entonces en Federico II. Por esa victoria, Inglaterra perdió para siempre Normandía y el Poitou. Esta terrible pérdida desencadenó la revuelta de los barones ingleses contra el rey, apoyados por el clero y por la burguesía. Juan sin Tierra viose obligado a ceder y aceptar la Carta Magna (1214). Este documento es la primera declaración de los derechos de la nación inglesa. Aquellas tres clases (barones feudales, clero y burguesía) no eran en Inglaterra, como en el continente, corporaciones aisladas que actúan por sí e independientemente, persiguiendo sólo su provecho. Por el contrario, defienden intereses comunes, a pesar de sus diferencias, frente a la Corona. En Inglaterra, la Corona se relaciona con la nación y trata con el país. Pero lo notable es que aquellos barones no trataran de desmembrar el poder real. El Estado monárquico fundado por la conquista subsiste intacto. Esos barones no pretenden usurpar los derechos reales de la soberanía. Lo que persiguen, y obtienen, es no tanto una limitación de aquellos derechos como la garantía de participar en ellos, cuando se trate, para el bien del reino, de reducir la fortuna [aumentar los impuestos] de los súbditos del rey. El principio del voto del impuesto por parte de la nación constituye el fondo esencial de la Carta Magna, y, en este sentido es la base del primer gobierno libre que Europa ha conocido. Este principio no fue definitivamente reconocido hasta Eduardo I [el vencedor de William Wallace, quien se opuso inútilmente al sometimiento de Escocia] en 1298. La Carta Magna no desaparecería ya del Derecho público en Inglaterra.
Capítulo II. FRANCIA I. El Rey y los grandes vasallos. A principios del siglo XII comenzó la obra de unificación y centralización que históricamente habría de corresponderle a la Île-de-France, el territorio donde se situaban los dominios de la dinastía de los Capetos. Por entonces el predominio del dialecto de esta región sobre los otros dialectos provincianos era creciente, de tal manera que la lengua francesa se desarrollará armoniosamente de acuerdo con los progresos del poder de la realeza, de igual modo que la formación del Estado marchará en Francia al par con la formación nacional. Aunque el feudalismo hubiese paralizado de hecho el poder real, debilitándolo, conforme a derecho lo dejó intacto. La autoridad del rey procedía directamente de Dios, algo que no era discutido por nadie. El rey era el servidor, el ministro de Dios, y la ceremonia de la consagración atestiguaba y confirmaba a la vez su carácter casi sacerdotal. De esto extraía el rey un ascendiente moral que le convertía en un personaje único, sin par. Es completamente inexacto considerarlo, en relación con sus vasallos, un primus inter pares; entre él y ellos no existía una medida común. Los Capetos, desde Hugo, el fundador de la dinastía en 987, y durante todo el siglo XI, fueron bien conscientes de su debilidad. Lo primero que debían afianzar era el derecho de herencia dentro de la dinastía. Al principio se contentaron con hacer nombrar por turno y en vida a sus sucesores. Este nombramiento correspondía a los grandes vasallos. La suerte quiso que todos los Capetos desde Hugo hasta Felipe II Augusto [1180 – 1223] tuviesen un heredero varón. Esta larga posesión del Estado por parte de los reyes, terminó por concederles su propiedad. El hijo de Felipe Augusto, Luis VIII, ya fue universalmente reconocido sin ninguna intervención de los grandes vasallos. La monarquía francesa había llegado, por fin, a ser hereditaria. Esta conquista fue decisiva para el fortalecimiento del poder real. II. Los progresos de la realeza. Una vez que Guillermo el Conquistador se convierte en rey de Inglaterra en 1066, la política exterior pasa a ser una prioridad del rey francés, puesto que uno de sus más importantes vasallos, el duque de Normandía, ostenta el título de rey de un reino extranjero y muy próximo. La necesidad de los Capetos de tener una política extranjera iba a darles la ocasión, en la misma Francia, de tener, por fin, una política real. Ésta última fue inaugurada por Luis VI (1108 – 1137), asociando a su causa el condado de Flandes, viejo enemigo de Normandía. Esta primera tentativa, sin embargo, no prosperó. Luis VII (1137 – 1180) continuó la política de su padre. Durante su reinado y el de su sucesor, Felipe II Augusto, el poder del rey experimentó progresos muy importantes. En todo ello resultó decisiva la alianza de ambos reyes con la burguesía de las ciudades. Con Luis VII se dan los primeros pasos consistentes para crear una verdadera hacienda pública, instrumento capital del poder real. También aparecen, al final de su reinado, los primeros agentes directamente vinculados a la Corona, los bailíos, desvinculándose el rey progresivamente de la estrecha dependencia del alto clero y de la alta nobleza. Pero las reformas más profundas tienen lugar con Felipe Augusto, quien se rodea cada vez más de funcionarios capacitados y experimentados extraídos del seno de la burguesía. Bajo su reinado, la asamblea de los grandes señores laicos y eclesiásticos se escinde en dos colegios permanentes: de un lado, el Consejo del rey, para los asuntos políticos; de otro, el Parlamento, para los asuntos judiciales. Asimismo, surge el primer bosquejo de una futura Cámara de Cuentas. Felipe II Augusto es el verdadero creador del poder monárquico en Francia. Dispone de una administración permanente, independiente de la Iglesia y del feudalismo. No obstante, de la vieja monarquía carolingia la joven monarquía francesa conserva el principio fundamental: el carácter religioso del poder del rey. Con Felipe Augusto, los condes de Flandes se alían con Inglaterra contra la realeza francesa. Esta política flamenca, surgida en el primer decenio del siglo XIII, ofrece una amplitud desconocida hasta el momento y de importantes consecuencias para el porvenir: de hecho, la alianza entre Inglaterra y Flandes será determinante para la futura independencia de los Países Bajos. El enfrentamiento concreto entre Francia y Flandes ofrece un primer episodio vigoroso entre 1180 y 1185, pero alcanzará dimensión internacional con Fernando (Ferrand) de Portugal, conde de Flandes entre 1212 y 1223. Felipe Augusto le había concedido como esposa a Juana, la hija mayor del conde Balduino de Flandes, titular del efímero Imperio latino de Constantinopla entre 1203 y 1205. Felipe hizo que Ferrand le prestase un juramento especial de fidelidad, ratificado por las ciudades y los barones de Flandes. Además, Felipe obtuvo la connivencia de la mayor parte de la nobleza flamenca, exasperando así a Ferrand, quien decidió aliarse con Juan sin Tierra en 1213. El conflicto alcanzaría una verdadera resonancia europea. No fue precisamente Juan sin Tierra un aliado bien escogido por parte del conde de Flandes. El rey inglés tenía graves conflictos con sus barones feudales y con el Papado. Con éste logró reconciliarse humillándose ante Inocencio III, al reconocer que su reino era feudo de la Santa Sede. Aprovechando la situación, Felipe Augusto envió su flota contra Flandes, pero los ingleses la quemaron, haciendo así posible que Ferrand volviese a tomar posesión de su tierra flamenca. Pero para entonces el conflicto entre Francia e Inglaterra se había trasladado a Alemania. Otón de Brunswick (Otón IV) era güelfo, mientras que Federico II Staufen se oponía al Papado. Otón estaba completamente supeditado a Juan sin Tierra, que por entonces había sido excomulgado (1210) por Inocencio III, aunque ya vimos que terminaron reconciliándose. Aprovechando la ocasión, Felipe Augusto apoyó a Federico II, confinado entonces en su reino de Sicilia, a que volviese a Alemania a reclamar su derecho a la corona imperial. Los príncipes alemanes fueron comprados con el tesoro del rey francés, y, de este modo, Federico II Staufen se convirtió en Rex Romanorum el 9 de diciembre de 1212. La lucha entre Francia e Inglaterra dividiría Europa en dos bandos y el resultado de ella sería decisivo para el futuro. De un lado, el rey inglés, el conde de Flandes y Otón IV de Alemania; de otro, Felipe Augusto y Federico II Staufen. Mientras Juan sin Tierra atacaba sin éxito la Guyena, Otón IV marchaba sobre Flandes y se reunía con el conde Ferrand. El ejército francés y el ejército flamenco-güelfo encontráronse el 27 de julio de 1214 en Bouvines, cerca de Tournai. La victoria de Felipe Augusto fue aplastante. Inglaterra perdió para siempre Normandía y Anjou, doblándose así en extensión el dominio real francés, asegurado mediante el Tratado de Chinon (18 de septiembre de 1214). En Alemania, Otón IV se hundió ante Federico II Staufen, coronado emperador en 1220. Juan sin Tierra viose obligado a firmar y acatar la Carta Magna, cediendo ante las reivindicaciones de sus barones feudales, aliados con el clero y la burguesía.
Capítulo III. El IMPERIO I. Federico Barbarroja. Desde el Concordato de Worms (1122) la Iglesia imperial alemana se feudaliza. Los principados eclesiásticos se convierten en elementos de disgregación política. En el momento en que en Francia el rey hace retroceder el feudalismo, en Alemania el feudalismo se impone a la Corona. Federico I Barbarroja, emperador desde 1152 hasta su muerte en 1190, no concibe el Imperio como lo habían entendido los carolingios, esto es, en alianza indisoluble con el Papado; para él el Imperio se retrotrae a los Césares romanos, y, por tanto, no puede adoptar ninguna sumisión ante la Iglesia y el Papa. El Imperio ha de ser laico. No es el Imperio el que está en la Iglesia, sino ésta la que está en el Imperio; el Papa no es más que un súbdito del emperador. El misticismo religioso que se hallaba en el fondo de la concepción carolingia, se transmuta en misticismo político con Barbarroja. El jurista italiano Irnerius [Irnerio, † 1130], fundador de la Escuela de Bolonia, inicia una recuperación del estudio del Derecho romano, colocando en el lugar más elevado el Código de Justiniano. Esta nueva escuela jurídica apoya al Imperio frente a las pretensiones del Papado. Apoyado en tales ideas emanadas de Bolonia, Federico Barbarroja tiene una concepción política del Imperio que se sustenta en una base laica, siendo juristas y no teólogos los encargados de defenderla. Por una singular contradicción con el poder ilimitado que soñaba como emperador, Federico dejó, en su condición de rey de Alemania, que los príncipes laicos gozasen de una completa independencia política. Su política monárquica se redujo, en el fondo, a crear una facción gibelina frente a la cual los adversarios se agruparon en una facción güelfa. En Alemania, Barbarroja sacrificó los derechos políticos de la realeza a la necesidad de procurarse un fuerte ejército feudal. Sacrifica la articulación de una realeza fuerte en Alemania, como estaba sucediendo en Inglaterra y en Francia, a la idea imperial, esto es, la obsesión por la intervención en Italia y por doblegar al Papa. Alemania no desempeñaba en sus proyectos más que un papel absolutamente secundario, no viendo en ella más que un instrumento que le abriese el camino hacia Italia y el Imperio universal. Esta idea imperial le llenaba por entero. Cruzó los Alpes y dirigióse a Italia. Aquí, en el norte, chocó con el municipalismo de las ciudades, sobre todo en Lombardía. Emprendió una política de terror que no sólo no le sirvió de nada, sino que encendió más los ánimos de las repúblicas y de las ciudades italianas, cuya constitución libre odiaba el emperador, además de que aquéllas apoyaban al Papa. Cuando se acercó a Roma, la ciudad estaba en manos de un tribuno revolucionario, Arnoldo de Brescia, quien quería volver a la pureza evangélica en la Iglesia y que el emperador organizase la sociedad temporal reduciendo al Papa a un simple sacerdote. Federico vio en Arnoldo un hereje, como su rival el Papa, razón por la que lo entregó a éste, quien ordenó fuese quemado (1155). El 18 de junio de 1155 recibió Federico en San Pedro la corona imperial, pero a su vuelta a Alemania el legado pontificio Rolandi (Rolando Bandinelli), futuro papa Alejandro III entre 1159 y 1181, le recordó que el Imperio no era más que un feudo del Santo Padre. De nuevo en 1158 se presenta Federico en Lombardía, con su actitud prepotente, soberbia y altiva frente a las ciudades, aunque la caballería alemana sufrió grandes humillaciones frente a los ejércitos de la burguesía del norte de Italia. El ejército imperial arrasó Cremona (1160) y Milán (marzo 1162), pero no pudo doblegar el espíritu de independencia de todas esas prósperas repúblicas. La división del Papado ayudó momentáneamente a Federico, que apoyó a los dos antipapas, primero Víctor IV y después Pascual III, frente al indomable Alejandro III, secundado por toda la catolicidad. La peste obligó a Federico a abandonar precipitadamente Italia. Otra nueva campaña comenzó en 1174, interrumpida abruptamente el 29 de mayo de 1176, cuando el ejército imperial fue derrotado por completo en Legnano. Esta catástrofe obligó a Federico a reconciliarse con el Papa en 1177, en Venecia, reconociéndolo, prosternándose ante él y besándole los pies. Se obtuvo una tregua de seis años, transformada en definitiva por la Paz de Constanza (junio 1183). Vuelto a Alemania, Federico Barbarroja cometió otra grave equivocación despojando de sus posesiones al güelfo Enrique el León, duque de Sajonia y de Baviera, un príncipe que hubiese sido una verdadera promesa para el futuro de Alemania como reino unitario. La coalición entre los intereses dinásticos con los del feudalismo logró derribarlo, aunque el triunfo de sus enemigos aumentó el fraccionamiento feudal de Alemania. Federico viose obligado, de otra parte, a encontrar una base territorial para su sucesor, el futuro Enrique VI, y lo encontró casándolo (1186) con la heredera de Sicilia, Constanza, hija de Roger II. Para sobrevivir, la casa de Hohenstaufen hubo de desnacionalizarse y volver sus ojos al sur de Italia. II. Hasta Bouvines. Su matrimonio con Constanza de Sicilia puso a Enrique VI de Alemania en posesión de ingentes recursos. El reino de Sicilia, muy bien organizado, era el más próspero de Europa. Se hizo coronar por el Papa en Roma en abril de 1191, aunque inmediatamente después recuperó la idea imperial de su padre. Su repentina muerte [1197] desbarató sus ilusorios proyectos. Quedaba su hijo Federico II, en un principio protegido por el Papa. La guerra entre güelfos y gibelinos acentuóse en Alemania, algo que convenía al Papado. Como hemos visto anteriormente, Europa se dividió. La lucha entre Inglaterra y Francia enfrentó, de un lado, a Juan sin Tierra y su aliado alemán, Otón de Brunswick (Otón IV), hijo de Enrique el León, y, de otro, a Felipe II Augusto, aliado de Federico II Staufen. A Enrique VI le había sucedido, como rey alemán, su hermano Felipe de Suabia, entre marzo de 1198 y su asesinato en 1208. A Felipe de Suabia le sucede el güelfo Otón IV, rey entre 1208 y 1215, aunque entretanto había surgido el enfrentamiento entre él y el aspirante Federico II Staufen, rey de Sicilia desde 1198, Rey de Romanos desde 1212 y emperador desde 1230. No podía sospechar Inocencio III que su protegido llegase a convertirse en el más enérgico y decidido oponente del Papado. La aplastante victoria de Francia en Bouvines en julio de 1214 decidió la suerte del Occidente europeo por bastante tiempo, al menos en lo que atañe al reforzamiento francés y al debilitamiento de la monarquía inglesa frente a los barones feudales, pero la audaz política imperial de Federico II, cuya causa venció en Alemania a los güelfos de Otón IV, abrió un nuevo y apasionante capítulo, el definitivo, de la lucha entre el Papado y el Imperio.
LIBRO VII. LA HEGEMONÍA DEL PAPADO Y DE FRANCIA EN EL SIGLO XIII. Capítulo I. EL PAPADO Y LA IGLESIA I. Situación del Papado en el siglo XIII. Lo que en realidad enfrentó durante dos siglos y medio a los emperadores con los papas no fue la preocupación por defender el poder temporal contra las usurpaciones de la Iglesia. El conflicto no era un conflicto entre el Estado y la Iglesia, sino una lucha intestina en el seno de la Iglesia misma. Lo que deseaban los emperadores era obligar a los papas a reconocerlos como jefes de la Iglesia universal. Sus pretensiones ponían en peligro en todos los pueblos esta independencia temporal, de la cual se les presenta como defensores por la más extraña de las confusiones. La causa del Papa era la causa de las naciones y la libertad de la Iglesia era solidaria de la de los Estados europeos. Puede decirse que a partir de principios del siglo XIII el papel histórico del Imperio está acabado. Cesa de existir como poder universal, como autoridad europea. El único poder universal, desde la caída del Imperio, es el del Papa. La Iglesia se concibe como una monarquía universal, cada vez más centralizada. La Hacienda y el Derecho se revelan indispensables para ella. El Derecho canónico, cuyo más antiguo documento es el decreto de Graciano de 1150, cundió rápidamente bajo Inocencio III e Inocencio IV, dos grandes juristas. Los bienes pontificios deben ser cuidadosamente distinguidos del patrimonio del Papa como soberano de Roma. Para que el Papado fuera una potencia financiera resultó inevitable el desarrollo del comercio y de las formas económicas capitalistas. Fueron precisamente los papas, antes que los soberanos laicos, quienes se relacionaron primero con las gentes de negocios, comerciantes y banqueros. Al igual que el Derecho eclesiástico, también la Teología es esencialmente una creación del siglo XIII. En este siglo, toda criatura y toda profesión están sometidas a la Iglesia, y, por ende, al Papa. Toda la vida, sea laica o eclesiástica, está colocada bajo la perpetua inspección de la Iglesia. Lo mismo ocurre con la vida intelectual, sometida a la autoridad de la Iglesia. En el siglo XI, cuando se despiertan el comercio, la navegación y la vida ciudadana, surgen también los primeros síntomas de inquietud de la vida religiosa. Por vía comercial las doctrinas maniqueas llegan desde Oriente a Lombardía, y, de aquí, a Francia y la Alemania renana. En el transcurso del siglo XII, por razones mal conocidas, esas doctrinas se propagan por el condado de Toulouse y la región de la ciudad de Albi. De ahí que los nuevos herejes sean conocidos como «albigenses». También se les conocerá con el nombre de «cátaros», es decir, «puros». Los cátaros se consideran los únicos discípulos de Cristo, al que sólo se puede llegar despojándose de toda naturaleza terrenal, único modo de alcanzar un estado de pureza perfecto. Los cátaros amenazaron abiertamente el orden social y religioso establecido. Predican el comunismo de los bienes y el aniquilamiento de la Iglesia. Ante tal amenaza, Inocencio III lanzó una Cruzada contra ellos, desarrollada entre 1208 y 1235, caracterizada por su extrema violencia. Fueron exterminados en todo el Languedoc. Persistió un fondo de misticismo cátaro en muchas herejías[1], como, según Pirenne, los begardos y las beguinas [en las beguinas más eminentes, caso de Hadewijch de Brabante, Matilde de Magdeburgo o Margarita Porete, que fueron las más grandes místicas del siglo XIII -pues no hubo en ese siglo una mística específicamente masculina, salvo el caso de Francisco de Asís-, no hubo asomo alguno de herejía en sus obras, si bien las beguinas empezaron a tener dificultades con las autoridades eclesiásticas desde mediados de siglo, y, en el caso concreto de Margarita Porete, fue declarada hereje por el Inquisidor general de Francia, que gozaba del apoyo incondicional de Felipe IV el Hermoso, sin ninguna prueba consistente, condena que la llevó a la hoguera, siendo quemada viva en París el 1 de junio de 1310; discrepamos con Pirenne cuando habla de «misticismo cátaro», al igual que constatamos un conocimiento insuficiente del beguinaje, esencialmente femenino e incardinado en el movimiento pauperístico del siglo XIII, aunque hay que decir en su descargo que las investigaciones sobre las beguinas no estaban muy avanzadas ni tampoco eran muy conocidas cuando el gran historiador escribió este libro], hasta la aparición de John Wyclif en Inglaterra († 1384), profesor oxoniense y traductor de la Biblia al inglés. Desde finales del siglo XII consagróse la Iglesia a combatir la herejía. Los herejes eran culpables de lesa majestad espiritual. La nueva Orden de los dominicos, fundada en 1216, dedicóse particularmente al examen y persecución de los herejes, quienes, caso de ser condenados, eran entregados al brazo secular para su ejecución. En cuanto a la Inquisición papal, la creó Gregorio IX en 1233. II. La política de los Papas. La verdadera política pontificia es la de la Iglesia, tal como procede de la misión universal de ésta. Se resume en una doble acción: la Cruzada y la unión de la Iglesia griega. La Segunda Cruzada, motivada por las pérdidas territoriales de los caballeros cristianos en Siria, fue predicada por San Bernardo en 1143, participando en ella dos reyes: Luis VII de Francia y Conrado III de Alemania. Terminó en un fracaso, además de no ser ya una empresa estrictamente feudal. La Tercera Cruzada (1187 – 1191) pretendió reconquistar de nuevo Jerusalén, que había caído en manos de Saladino en 1187. En ella participaron Federico I Barbarroja, quien murió antes de que llegasen los cruzados a Tierra Santa, Ricardo Corazón de León y Felipe Augusto. Tampoco tuvo resultados. De ahí la prontitud con que Inocencio III incitase a llevar a cabo la Cuarta Cruzada (1198 – 1204), aunque rápidamente perdió el control de la expedición, orientada por los intereses venecianos. Aprovechando la lucha dinástica intestina en el seno del Imperio bizantino, los cruzados tomaron Constantinopla el 12 de abril de 1204, fundando el Imperio Latino de Oriente, que se mantuvo hasta 1261. Esta Cuarta Cruzada sirvió para que los venecianos crearan un imperio colonial a costa de las antiguas provincias bizantinas. En cuanto al Imperio Latino, no tuvo nunca una base sólida. A su improvisación se unió una gestión deficiente y una carencia de recursos económicos y militares, indispensables para retener Constantinopla, que también requería de la posesión de Tracia y buena parte de Anatolia, algo que sólo consiguió dos siglos y medio después un pueblo bárbaro y guerrero, el de los turcos seljúcidas. Los bizantinos, atrincherados en el Estado griego de Nicea y dirigidos por Miguel VIII Paleólogo, recuperaron su capital en 1261, ayudados por los genoveses, rivales de los venecianos. El resultado de la Cuarta Cruzada fue, pues, catastrófico, ya que sólo consiguió debilitar aún más a Bizancio frente al islam. La pretendida unión de las Iglesias, la romana y la griega, fue una mera ilusión proclamada en el Concilio de Lyon de 1274, diluida por la declaración de ruptura de Martín V [1417 – 1431], quien apoyaba a Carlos de Anjou. La Quinta Cruzada, impulsada por Honorio II [1218 – 1221], fue sólo una expedición para conquistar Damieta, en el delta del Nilo, disparatadamente conducida por el legado pontificio, además de no contar con la prometida participación de Federico II Staufen. La grandeza y debilidad del espíritu de las Cruzadas consistieron en que no respondía a un fin temporal. El deseo de los papas era estrictamente espiritual. En este sentido, las Cruzadas constituyeron un rotundo fracaso de la política pontificia.
Capítulo II. EL PAPADO, ITALIA Y ALEMANIA I. Italia. El rasgo más destacado es la vitalidad de la vida municipal, herencia de la Antigüedad romana. En las ciudades italianas nos encontramos con dos partidos, por lo general, los grandes, esto es, la aristocracia urbana, y los pequeños, principalmente artesanos y pequeños burgueses. Ambos grupos rivalizan entre ellos y se enfrentan de manera despiadada. Asistimos a una especie de guerra civil constante, que no sólo atañe al interior de cada ciudad sino a las distintas ciudades entre sí. La ciudad como un ente autónomo, cuyos intereses particulares chocan con los de las ciudades vecinas. De ahí el enfrentamiento constante entre las ciudades italianas, pues cada una de ellas quiere que sus intereses predominen sobre los del resto. Para eso necesitan someter a los campesinos que abastecen a la ciudad, impidiéndoles que sirvan a otros intereses que no sean los de la ciudad en cuestión. Florencia en particular, durante el siglo XIII, desarrollará formas económicas superiores a las del resto de ciudades italianas y flamencas, hasta el punto que será en ella donde surja el capitalismo como sistema de organización económica: la banca, el préstamo a interés y la letra de cambio. Terminará creándose una aristocracia para la cual la condición social tiene mayor importancia que la sangre y en la que el valor individual triunfa sobre el prejuicio del nacimiento. Los Estados pontificios, en comparación con la Lombardía y la Toscana, se ven lastrados por el hecho de que son una creación artificial puramente política destinada a asegurar a Roma la independencia de la Santa Sede. Desperdigados entre Sicilia y Toscana, están cortados por los Apeninos y carecen de buenos puertos, tanto en el Tirreno como en el Adriático. El gobierno del Papa jamás pudo hacerse respetar en ellos. También las familias romanas rivalizan encarnizadamente entre sí, disputándose la sede pontificia. En cuanto a Sicilia, está muy desarrollada en la organización administrativa y en el auge económico, pero su base territorial es exigua. Su población es la más densa de Europa. Hacia 1275 la población de Sicilia, alrededor de 1.200.000 habitantes, era superior a la de toda Inglaterra. Ahora bien, bajo Federico II Staufen, que la gobernaba despóticamente, su constitución no emanaba del pueblo. Tampoco asistimos en Sicilia a un desarrollo cultural comparable con el de la Toscana. II. Federico II Staufen. Siciliano de corazón, a pesar de sus rasgos físicos germánicos, es un ejemplo perfecto de que la raza no ejerce ningún influjo en las tendencias morales y la dirección del espíritu. Salimbene de Adam [Parma, oct 1221 – ca. 1290], célebre cronista que lo conoció personalmente, afirmó que no creía en Dios [fidem Dei non habuit], lo cual debe entenderse como que no creía en la Iglesia. Se adelanta dos siglos y medio a los postulados de Maquiavelo, puesto que para él todos los medios son buenos para llegar a un fin, haciendo de la mentira, el perjurio y la crueldad sus armas favoritas. Se le ha llamado el primer hombre moderno sobre el trono [aunque lo silencia, Pirenne está refiriéndose aquí al historiador suizo Jacobo Burckhardt, quien, en el primer capítulo de su célebre libro La cultura del Renacimiento en Italia, denota una excesiva e ilimitada admiración por Federico], pero esto sólo es verdad si se entiende por hombre moderno al «déspota puro a quien nada detiene en la búsqueda del poder». Fue coronado emperador en Roma el 22 de noviembre de 1220, y la largueza de sus promesas fue tanto más generosa y espléndida en tanto estaba decidido a no cumplir ninguna. El pacífico Honorio III no fue capaz de romper las hostilidades. La cosa cambió radicalmente al acceder al solio pontificio Gregorio IX [19 marzo 1227 – 22 agosto 1241], cuya política continuó Inocencio IV [25 junio 1243 – 7 dic 1254]. La política de Federico fracasó estrepitosamente frente al Papado. Esa política tuvo dos objetivos prioritarios: extender la organización administrativa y gubernativa de Sicilia al resto de Italia, especialmente al Norte, y revivir en el Sacro Imperio lo que antaño fue el Imperio romano. En este sentido puede decirse que su política fue exclusivamente italiana, y apenas imperial. Al no poder satisfacer el primer objetivo, era imposible ni siquiera comenzar a emprender el segundo. Personalmente, Federico era un librepensador, pero no un anticlerical. Su teoría política era la de sus contemporáneos. En relación con la Iglesia, su conducta se inspira no en un principio, sino únicamente en sus intereses personales. La desavenencia entre él y los papas es una desavenencia entre dos potencias italianas. La coronación de un emperador no tenía nada que ver con la unción de los reyes. La unción no «creaba» al rey, pero la coronación sí «creaba» al emperador. El origen religioso del Sacro Imperio lo condenaba a permanecer uncido al Papado. Al reivindicar Federico su autonomía, falseaba la historia y no se apoyaba en nada. III. Alemania. El Imperio no resultó solamente fatal para Alemania porque impusiera a sus reyes una política universal, les hiciera sacrificar la nación a la Iglesia, y, por último, concluyera por obligarles a dejar lo esencial por lo aparente; tuvo aún por consecuencia el introducir la intervención directa del Papa en los asuntos del país. Desde principios del siglo XII, cuando se termina el reinado de Enrique IV, la herencia, condición indispensable de todo poder monárquico, no resultaba ya posible en Alemania. A diferencia de Francia, los reyes alemanes no viven en su dominio, sino que permanecen fieles a la costumbre carolingia de errar por el país. Fueron transfiriendo a los obispos, nombrados por ellos y sujetos a su servicio, los derechos y los dominios de que disponían. Desde ese momento su poder se ligó forzosamente al sostenimiento de esa Iglesia imperial. La lucha de las investiduras provocó la falta de ese apoyo y el poder de los emperadores se hundió. Mientras que en Francia el rey comenzaba a imponerse al alto feudalismo durante el siglo XII, en Alemania los reyes subordináronse a él. Desde la primera mitad del siglo XIII, Alemania convirtióse en una federación de soberanos particulares, que el emperador abandona a sí misma. La situación particularista y de desmoronamiento de una autoridad central agravóse durante el interregno [1254 – 1273], cuando siete príncipes alemanes nombraron reyes a Alfonso X el Sabio de Castilla [cuya madre, Beatriz de Suabia, era hija de Felipe de Suabia] y a Ricardo de Cornualles, hermano del rey de Inglaterra. A partir de entonces fue un Colegio de príncipes electores alemanes los encargados de nombrar al Rex Romanorum. De otro lado, la frontera oeste de Alemania fue separándose cada vez más de ella. Lorena, Luxemburgo, el país de Lieja y el de Hainaut, las poblaciones germánicas de los Países Bajos y de Brabante, fueron desgajándose insensiblemente de Alemania. Este proceso se desarrolló durante todo el siglo XIII. El lazo feudal que anudaba a los príncipes de aquellos territorios fronterizos con el Imperio iba aflojándose cada día más. Aún más rápidamente se separó del bloque imperial el antiguo reino de Borgoña, adquirido por el salio Conrado II en 1033. Marsella y Lyon nunca advirtieron su pertenencia al Imperio, de igual modo que los condes de Provenza, del Delfinado y del Franco-Condado no se preocuparon nunca del señorío nominal que el Imperio ejercía sobre ellos. Pero mientras Alemania se desmoronaba por el oeste, bajo la influencia de una civilización superior a la suya, por el este, en cambio, se dilataba con amplitud en detrimento de la barbarie. Esta expansión no correspondió a los emperadores, sino a los príncipes de las orillas del bajo Elba, especialmente Enrique el León y Alberto el Oso, margrave [marqués o gobernador de una marca fronteriza] de Brandeburgo [† 1170]. Ambos, mientras Federico Barbarroja dilapidaba sus recursos en Italia, contribuyeron enérgicamente a la germanización de las riberas del Báltico. Emprendieron una verdadera tarea colonizadora, cuyos éxitos debiéronse a varios factores: aumento de la población en el siglo XII, abandono del régimen dominial, aparición de una clase de campesinos libres y la formación de una clase burguesa. El exceso de habitantes y el espíritu de empresa aunáronse, pues, para tal éxito. Resultó esencial el apoyo de la Orden del Císter. Antes de finalizar el siglo XII, la colonización había llegado al río Oder. Comenzaron a fundarse ciudades: Brandeburgo, Francfort del Oder y Berlín. Los Estados eslavos del este y del sur, Polonia y Bohemia, trataron de atraerse a esos alemanes que llevaban con ellos una civilización superior. Los alemanes se desperdigaron por Silesia, Breslau [Wroclaw], Bohemia y otros lugares, llegando incluso hasta Transilvania, entonces una región húngara. Pero estos alemanes no se fusionaron nunca con las poblaciones entre las que se instalaron, debido a dos razones principales: que formaron desde el principio grupos compactos y que fueron los representantes por excelencia de la vida urbana en esos territorios. Este es el origen de ese enorme problema que fue agigantándose con el tiempo, hasta desembocar en la tensa situación creada durante el periodo de entreguerras antes de 1939: la no asimilación de los alemanes entre las regiones al este de Alemania, constituyendo grupos poblacionales que continuaron con su lengua, costumbres e incluso prácticas jurídicas. De otra parte, la Orden Teutónica, fundada en San Juan de Acre en 1198, encargóse con extrema violencia de la germanización de los territorios que se extendían al sur del Báltico, entre los ríos Oder y Niemen. Allí vivían los prusianos, un pueblo eslavo. Prácticamente fueron exterminados, pero la región acabó llamándose Prusia oriental. Asimismo, la ciudad de Lübeck, cerca de Hamburgo y muy bien situada, convirtióse en el centro intermediario entre el comercio del Mar del Norte y el del Báltico. Las relaciones de Lübeck con la isla de Gotland y la ciudad de Visby [la más importante de esa isla], fueron muy importantes desde 1163. La navegación alemana frecuentaba cada vez más la desembocadura del Duina (Dvina), donde se fundó Riga en 1201. La Orden de los Caballeros de la Espada fue creada el mismo año por Albert von Appeldern, obispo de Livonia [región histórica de la Edad Media europea, en las costas orientales del Mar Báltico, y que ocupaba, aproximadamente, las actuales Estonia y Letonia; sus límites eran el golfo de Riga y el de Finlandia en el NE; al este, Rusia y el lago Peipus; al sur, Lituania]. Estos Hermanos de la Espada combatieron a los paganos en Livonia y en Estonia. Esta preponderancia alemana en el Báltico fue amenazada por los reyes de Dinamarca, especialmente Canuto VI [1182 – 1202] y su hermano Waldemar II [1202 – 1241]. Mientras Canuto se impuso en Pomerania, Mecklemburgo, Lübeck y Hamburgo, Waldemar hizo otro tanto en Schwerin [ciudad cerca de Hamburgo]. En 1219 fundó Reval [Tallín] y en 1221 se apoderó de la isla de Oesel [Ösel, hoy Saaremaa]. Pero, el 22 de julio de 1227, Waldemar II sufrió una grave derrota en Bornhoeved [junto a Lübeck], lo que provocó el dominio alemán del Báltico hasta mediados del siglo XV. Como consecuencia de todas estas relaciones económicas nació la Hansa, primero en 1161, en Visby, y, más tarde, en 1259 en Lübeck. Habrá que esperar hasta 1358 para ver una poderosa Liga Hanseática. La Hansa no era más que una confederación de mercaderes y ciudades, desde Riga hasta Colonia, que defendían intereses comunes. Desde mediados del siglo XIII Lübeck convirtióse en su centro. En resumen, desde finales del siglo XII Alemania ocupa un lugar cada vez más pequeño en la política europea, pero sus fronteras se ensanchan considerablemente por el este, haciéndose cada vez más grande en el mapa de Europa. La falta de fronteras naturales con Polonia y con Rusia provocaría gravísimos conflictos en el porvenir.
Capítulo III. FRANCIA I. Francia y la política europea. En 1223 muere Felipe Augusto y le sucede su hijo, Luis VIII, casado con Blanca de Castilla. Luis no sólo se encontró con un reino considerablemente ampliado territorialmente por su padre, con la incorporación de la Bretaña, Normandía y el Poitou, sino muy bien organizado desde el punto de vista fiscal y administrativo. El prestigio de la realeza cada vez era mayor. Las ciudades, a diferencia de lo que ocurría en Italia, no eran independientes ni se habían erigido en repúblicas autónomas. No obstante, había aún un importante territorio, el condado de Toulouse, que escapaba al control de la Corona. El pretexto para anexionárselo, como le ocurrió a Clodoveo con los visigodos arrianos, fue religioso, en esta ocasión la herejía albigense, para cuya erradicación era imprescindible el concurso del rey. La guerra contra los herejes fue implacable, siendo dirigida por Simón de Montfort y sus caballeros venidos del norte. El conde Raimundo VI, que se oponía a la intervención en sus tierras, solicitó la ayuda de Pedro II de Aragón, pero éste murió en la batalla de Muret en septiembre de 1213. Por su parte, Simón de Montfort también pereció en 1218, dejándole a su hijo Amaury las tierras conquistadas. Luis VIII presentóse en el Languedoc como árbitro soberano, cediendo ante él Raimundo VII, hijo y sucesor de Raimundo VI. El Mediodía se sometía a la Corona. Sin embargo, Luis VIII, en el transcurso de la campaña, murió repentinamente el 8 de noviembre de 1226. Abríase así una prolongada regencia, ante la minoría de edad de Luis IX, San Luis, que tenía once años. A pesar de las dificultades, Blanca de Castilla desempeñó con energía y sabiduría su papel de regente, quedando cortada de raíz cualquier pretensión por parte de algún gran vasallo de recuperar el poder y las prerrogativas de antaño. La institución monárquica era lo suficientemente sólida para resistir cualquier embate. El Estado cristiano medieval encontró en San Luis su representación clásica. Tuvo la inmensa suerte de encontrarse hecho lo fundamental: la herejía había sido erradicada, la administración del reino sólida y eficaz, el prestigio de la realeza muy alto. Él era un hombre de bien, y por su fuerte posición pudo desplegar liberalmente las muchas virtudes que lo adornaban, permitiéndole la consecución de su ideal. Sus Ordenanzas, como las Capitulares de Carlomagno, están animadas de un cristianismo práctico. Sus inspectores territoriales fueron mucho más eficaces que los missi dominici del tiempo de Carlomagno, impidiendo que los bailíos oprimiesen a los habitantes del reino bajo su jurisdicción. Fueron abolidas las guerras intestinas, suprimida la servidumbre personal en los dominios reales, perfeccionada la jurisdicción al introducirse el recurso de apelación, y el impuesto personal se hizo más equitativo. El Parlamento de París sometió a su inspección los tribunales judiciales de provincias y su actividad contribuyó a la unificación del Derecho y a la supresión de usos anacrónicos, como las ordalías. Una Cámara de condes, regularizando el erario, cooperó al alivio de los contribuyentes. El desorden monetario desapareció. En la administración ordinaria, el francés reemplazó al latín. Por vez primera, el pueblo advirtió que el Gobierno no era sólo una máquina opresora, esto es, que la fuerza de la realeza se aliaba a la justicia. Con San Luis nació en Francia esa forma de sentimiento nacional que se expresa por el culto a la monarquía. El reino se convierte en una patria cuyos miembros están todos unidos por su común amor hacia el rey. Juana de Arco, dos siglos más tarde, fue la expresión incomparable de ese amor. El amor que inspiró San Luis a los franceses llegó a ser tan indeleble que pasó a todos sus sucesores. Las reglas de su política fueron la paz y la justicia. Llegó, sin guerra alguna, a acuerdos con Enrique III de Inglaterra (Tratado de Abbeville, de 1259) y con Jaime II de Aragón (Tratado de Corbeil, de 1258). Mediante el primero, Inglaterra renunciaba para siempre a Normandía, Anjou, Turena, Maine y el Poitou, manteniendo la propiedad del Périgord y del Limousin. Por el segundo, el rey de Aragón renuncia a sus territorios en el Languedoc a cambio de la cesión del señorío francés sobre Cataluña. El prestigio de San Luis llegó a ser tan grande que hizo de árbitro en conflictos exteriores, como en Inglaterra y en el condado de Flandes. Pero San Luis no renunció nunca, precisamente por su acendrada fe y por considerarse un hijo sumiso de la Iglesia, a la Cruzada contra el infiel, siendo su objetivo prioritario la recuperación del Santo Sepulcro. Él fue el último cruzado, en una época en la que ya casi nadie creía en ellas. Emprendió dos expediciones, y ambas fueron un rotundo fracaso, perdiendo incluso la vida en la segunda de ellas. La primera, entre 1248 y 1258, con el propósito de tomar Damieta; la segunda, en 1270, contra Túnez, cediendo aquí inconscientemente a la política realista y ambiciosa de su hermano Carlos de Anjou. Murió, nada más empezar el asalto, como él quería, a saber, como un caballero cristiano defendiendo la verdadera fe. El problema de Sicilia fue la otra gran cuestión de la política exterior francesa, aunque San Luis no se involucró en él. Al morir prematuramente en 1254 Conrado IV, hijo de Federico II, le sucedió un hijo bastardo de éste, Manfredo, quien, en vez de preservar la corona de Sicilia para el heredero de Conrado IV, Conradino [nacido en Baviera en marzo de 1252], se la atribuyó en 1258. Alejandro IV recurrió momentáneamente a la ayuda inglesa, pero, con el fin de acabar para siempre con los Staufen, comprendió que era preciso aliarse con un príncipe poderoso, encontrándolo en Carlos de Anjou. A éste lo coronó Clemente IV como rey de Sicilia en Roma, a principios de 1266, y en febrero el ejército del angevino derrotó a Manfredo en la batalla de Benevento, perdiendo en ella la vida el bastardo de Federico. Poco después, en agosto de 1268, fue derrotado Conradino en Tagliacozzo [al W de la región del Abruzzo] por Carlos; escapó, pero fue capturado y decapitado públicamente en Nápoles por orden del angevino, alegando que había cometido un crimen de lesa majestad [29 octubre 1268]. La dinastía de los Hohenstaufen terminó aquí para siempre. Pirenne subraya que la responsabilidad de ese crimen que fue la ejecución del jovencísimo Conradino, no puede atribuirse a una inexistente rivalidad entre Francia y Alemania, sino que fue la consecuencia de dudosas razones de Estado esgrimidas por el Papa y por Carlos de Anjou, aunque no queda exento el propio Federico II, pues él mismo fue el primero que llevó hasta sus últimas consecuencias y aplicó sin piedad a sus adversarios el principio de que ninguna ley es superior al interés del príncipe. Ahora bien, la política de Carlos de Anjou en Sicilia fue similar a la de Federico II: un marcado absolutismo y el intento de someter a Italia bajo su dirección. El Papado empieza a asustarse de él, pero, por otro lado, no puede prescindir de un príncipe celoso de la Iglesia ni tampoco aliarse con los amigos de los Staufen. Carlos, además, quiere apoderarse de Constantinopla, ya que el Imperio latino cayó en 1261 y Miguel VIII Paleólogo ha recuperado el trono, volviendo de nuevo el cisma tan odioso para la Santa Sede. Miguel sostiene en secreto el descontento en Sicilia, en lo que lo secunda Pedro III de Aragón, quien, habiéndose casado con una hija de Manfredo, codicia la corona de ese reino. El vigor de la política de Pedro alentó la sublevación que estalló en Mesina en 1282, conocida como «Vísperas sicilianas», rebelión que se extendió pronto por toda la isla contra los angevinos. [Carlos de Anjou envió una flota, pero los aragoneses, al mando del almirante italiano Roger de Lauria, la derrotaron en la batalla naval de Malta (8 de junio de 1283)]. En 1285 murió Carlos, sucediéndole su hijo Carlos II de Anjou, quien terminó viéndose obligado a entregar la isla a los aragoneses, conservando sólo la parte del reino que había al sur de la península italiana, con capital en Nápoles. Por vez primera, España entra con fuerza en la política europea. Mientras que San Luis habíase mantenido alejado de los asuntos sicilianos, su hijo y sucesor, Felipe III el Atrevido (1270 – 1285), en cambio, sí ambicionaba mezclarse en ellos, no sólo por recuperar para Francia la rica isla, sino porque, una vez muerto Ricardo de Cornualles, ambicionaba el título de Rex Romanorum. Este último deseo quedó neutralizado una vez que los príncipes electores eligieron a Rodolfo de Habsburgo, iniciándose así el ascenso de esta Casa en Europa. En lo que atañe a los territorios situados al norte y al sur de Francia, esto es, el condado de Flandes y Cataluña, la política expansiva de Felipe el Atrevido fue una consecuencia en parte de la debilidad de Alemania. En lo que respecta a esa región de la Corona de Aragón, los Pirineos se revelaron, como siempre había sido, cual una frontera natural insalvable. Los intentos del rey francés de intervenir, además, en Castilla y en Navarra, bajo pretextos inconsistentes, reveláronse inútiles. Francia, que provocó una guerra puramente política, quizás la primera que registra la historia europea, tuvo que renunciar. La situación fue distinta en el sur de los Países Bajos, donde la influencia francesa crecía con rapidez. Desgraciadamente, la labor de San Luis quedaba deshecha. Su hijo involucró innecesariamente a Francia en los asuntos de Italia y de España. El tiempo daría cuenta del carácter artificial y peligroso de esta política expansiva, que terminaría perjudicando a Francia por largo tiempo, aunque ello pertenezca ya al siglo XVI. II. La civilización francesa. El ascendiente ejercido por la civilización francesa es muy anterior al de la realeza. Sería exacto decir que la civilización, como la política, se inició en Francia bajo la forma feudal.
Capítulo IV. FELIPE EL HERMOSO Y BONIFACIO VIII I. Los motivos de la crisis. Carlos de Anjou tuvo siempre la preocupación de asegurarse un partido en el Sacro Colegio Cardenalicio. Lo consiguió con Clemente IV, de origen provenzal. La facción angevina enfrentóse a sus adversarios a la muerte de ese Papa en noviembre de 1268. Hasta el 1 de septiembre de 1271 no fue posible elegir nuevo Papa, en la persona de Gregorio X, de quien procede precisamente, a fin de evitar discusiones interminables y enfrentamientos insolubles, la institución del cónclave tal y como la conocemos desde entonces. A pesar de estas precauciones, Carlos de Anjou fue capaz de presionar al cónclave, obligándole a elegir al francés Martín IV el 22 de febrero de 1281. La muerte de Carlos de Anjou en 1285 no impidió que el cónclave tuviese una existencia meramente aparente. Así ocurrió con la elección de Nicolás IV en 1288, a cuya muerte, en 1292, siendo imposible poner de acuerdo a los cardenales, decidiéronse en 1294 por un ermitaño, Celestino V, a quien intentaron manejar a su antojo. Celestino abdicó pronto, y para entonces el Sacro Colegio ya se había puesto de acuerdo. El 17 de diciembre de 1294 eligió a Bonifacio VIII (un noble romano, Benito Gaetani). Este Papa fue el último de una estirpe a la que pertenecieron Gregorio VII, Inocencio III e Inocencio IV. Sus disposiciones y sus bulas, especialmente las dirigidas contra Felipe IV el Hermoso de Francia, no se diferencian en nada sustancial de las promulgadas por sus antecesores; ¿por qué, pues, levantaron la tempestad que levantaron? Por su inmutabilidad, por no admitir que los tiempos habían cambiado, que el poder del emperador no era el mismo que el de los reyes de las grandes monarquías nacionales, amparado por el pueblo. Bonifacio hubo de enfrentarse a dos reyes, el de Francia y el de Inglaterra, que, a su vez, estaban sostenidos por dos asambleas, los Estados Generales y el Parlamento, respectivamente. Ese respaldo no lo había tenido ningún emperador; al contrario, los príncipes alemanes hicieron siempre todo lo posible por debilitar el poder del rey de Alemania, como bien pudo comprobar Federico II. El caso de Inglaterra es el más importante, pues, desde Juan sin Tierra, afirmáronse las libertades consagradas en la Carta Magna. Bajo Enrique III (1216 – 1272) la asamblea nacional era convocada tres veces al año, tomando oficialmente, en 1258, el nombre de Parlamento, donde estaban representados la nobleza y las ciudades. Bajo Eduardo I se precisaron sus funciones, siendo su derecho esencial, punto de partida de la primera Constitución libre del mundo, aprobar el impuesto, derecho formalmente reconocido en 1297. Desde entonces, la nación y el soberano estaban unidos en el gobierno del país, es decir, que la política inglesa comenzó a ser verdaderamente, en la plena acepción del vocablo, una política nacional, siendo la misma en el interior y en el exterior. Las empresas de la Corona son las de la nación. En el caso de Francia, la garantía contra los abusos feudales estaba en la protección del rey. La realeza gozaba en Francia de gran prestigio y popularidad, y también aquí el sentimiento nacional armonizaba con la constitución política, aunque por un procedimiento distinto al de Inglaterra. La subida al trono de Felipe IV el Hermoso, hijo de Felipe III el Atrevido, en 1285, aportaba al reino, a través de su esposa, heredera de Navarra, no sólo la posibilidad de esta nueva incorporación, sino, sobre todo, la unión al dominio real del condado de Champagne. En política exterior, el nuevo rey no sólo ambicionaba anexionarse Flandes y la Guyena (ésta aún en manos de Inglaterra), sino debilitar todavía más al Imperio. Con Felipe IV surge un nuevo tipo de hombres próximos a las tareas de gobierno, incondicionales del rey, que los nombra y destituye a su antojo, que trabajan exclusivamente a su servicio, y entre los que desaparecen en la práctica las diferencias de clase, convirtiéndose en una suerte de clercs de loi, esto es, letrados, eruditos en leyes, rivales entre sí, que actúan sin escrúpulos, poniendo en práctica, mucho antes que surgiera la doctrina política de Maquiavelo, un realismo político basado en el cálculo y en el puro interés de la Corona, siendo precisamente el propio Felipe el primer exponente de esta nueva forma de hacer política, una política casi secreta, de consejeros privados que sólo se deben a su supremo señor. Ellos serán los fundadores o iniciadores del absolutismo monárquico en Francia, cuya cima alcanzóse en la segunda mitad del siglo XVII. La política de Felipe IV el Hermoso caracterizóse, pues, por una violencia fría y una absoluta falta de escrúpulos. Los ideales de justicia y caridad que presidieron la acción de gobierno de su abuelo, el incomparable San Luis, fueron aniquilados. Un buen ejemplo de esta acción política fue la que el rey llevó a cabo en el condado de Flandes, negándole el apoyo a un fiel vasallo, el conde Guido [Guy] de Dampierre [ca. 1226 – marzo 1305], cuyo principal rival era Jean II de Avesnes [ca. 1248 – agosto 1304], primer conde de Hainaut, en un principio alejado del rey francés. Ante la preponderancia incontestable de la Corona, Jean de Avesnes cambió de estrategia, sondeando una aproximación a Felipe. El cambio de actitud de éste debióse en buena medida a la oportunidad que vio de intervenir con decisión en Flandes, ante la postura de Guido de Dampierre en favor de las justas demandas del nutrido proletariado urbano de las prósperas ciudades flamencas, que pedía subir unos salarios de hambre, y, por tanto, en contra del egoísmo de un patriciado que regía los ayuntamientos y desoía las razonables peticiones populares. Los legistas de Felipe IV se decantaron claramente en favor de las élites patricias, que, a su vez, recabaron el apoyo del rey francés en detrimento de uno de sus principales vasallos y señor, a su vez, de aquéllas. La Corona intervino con rapidez, enviando representantes reales, una especie de alguaciles fuertemente custodiados, que se pusieron al servicio de esa plutocracia patricia en las principales ciudades industriales flamencas, tales como Gante, Brujas, Ypres, Lille y Douai. Las llamadas «gentes del lis» [por la bandera flordelisada del rey], leliaerts, opusiéronse, pues, al pueblo y al conde. En Inglaterra, mientras tanto, Eduardo I pretendía anexionarse Gales y Escocia, consiguiendo que el país de Gales se uniese al reino en 1284, conservando tan sólo una autonomía simbólica. Más difícil resultaba vincular por la fuerza a Escocia. El enfrentamiento inglés con Escocia lo aprovechó el rey francés para intentar echar de la Guyena y de otras pequeñas posesiones continentales a Eduardo. Alióse Felipe IV con el rey escocés, Juan Baliol, inaugurando así una política de alianza entre ambos Estados que perduró intermitentemente durante siglos. Esta primera partida la ganó Inglaterra en 1296, cuando Juan Baliol fue hecho prisionero por el rey inglés. Al mismo tiempo, en junio de 1297, estallaba la guerra entre Felipe y Guido de Dampierre, a quien no le sirvió de nada el falso apoyo del rey alemán, primero Adolfo de Nassau (1292 – 1298), y, después, Alberto de Habsburgo (1298 – 1308), que tuvo que retroceder. Francia creyó por un momento que el Rhin sería en adelante su frontera natural con Alemania. II. La crisis. El enfrentamiento latente entre Francia e Inglaterra obligó a Felipe IV y a Eduardo I a abrumar con impuestos los bienes de la Iglesia. Bonifacio VIII viose impelido a intervenir. El 25 de febrero de 1296 promulgaba la bula Clericis Laicos, que prohibía expresamente a los laicos cobrar impuestos al clero sin el consentimiento del Papa. La actitud de Bonifacio difería sustancialmente de la que caracterizó el choque entre Enrique IV de Alemania y Gregorio VII, pues mientras este último se dirimía en el terreno religioso, el enfrentamiento entre Bonifacio y los reyes de Francia y de Inglaterra se situaba en el terreno político. El Papa, ahora, estaba interfiriendo en la soberanía monárquica de un Estado cristiano, y, mientras que con Gregorio la cristiandad se puso de su parte, con Bonifacio el sentimiento general de la población de ambos Estados se puso del lado de su rey. Los tiempos habían cambiado por completo en el transcurso de un siglo, y esto fue algo que Bonifacio no supo ver ni tampoco pudo comprender. Los derechos de la Corona se sustentaban en el consentimiento del pueblo, haciéndose, por tanto, poderosa la solidaridad nacional. No obstante, ambos reyes hicieron como que no se enteraban, y continuaron cobrando el impuesto. Felipe llegó más lejos. Prohibió la salida de las monedas y de las letras de crédito fuera de las fronteras de Francia, con lo que el Papado quedóse de pronto sin las rentas que obtenía en ese reino y sin que los banqueros italianos pudiesen acceder a cobrarlas en Flandes. Esta audaz acción desorientó a Bonifacio. El grandioso jubileo del año 1300 supuso una tregua y una victoria espiritual para el Papa. Pero el conflicto no estaba en absoluto resuelto. Cuando volvió a arreciar la lucha de Eduardo con los escoceses, Bonifacio, apoyando veladamente a éstos, intentó mediar. Eduardo no se lo consintió, convocando en enero de 1301 al Parlamento para que se pronunciase sobre las pretensiones del Papa. Los miembros de la asamblea apoyaron sin fisuras a su rey. Ahora fue Bonifacio quien eludió el choque con Inglaterra, pues la situación con Francia se había agravado peligrosamente. Felipe estaba dispuesto a llegar todo lo lejos que fuese posible, y así lo hizo. En 1301 hizo prisionero a un legado pontificio y obispo, Bernardo Saisset [ca. 1232 – ca. 1314, liberado en 1308 gracias a la intercesión de Clemente V]. El Papa respondió con firmeza, dirigiendo a Felipe una bula personal, Ausculta fili, donde le recordaba que el sucesor de Pedro estaba por encima de cualquier poder temporal. Se suscitó un intenso debate. Eminentes hombres de leyes y teólogos, tales como el jurista Pierre Dubois [ca. 1255 – 1321] y el teólogo dominico Juan de París [Jean Quidort, ca. 1255 – 22 sep 1306], se pusieron del lado del rey. La soberanía real estaba en juego, y, por vez primera, el rey convocaba los Estados Generales. La asamblea, compuesta de representantes de los tres estamentos, nobleza, clero y burguesía, reunióse en Notre-Dame el 10 de abril de 1302. Los agentes del rey no renunciaron a ningún método, incluyendo la mentira, la difamación, la injuria y la intimidación. Toda la asamblea apoyó a Felipe. Desde ese momento, la causa del Papa estaba perdida. A diferencia de los emperadores, Francia no pretendía violentar al Papado, sino exigir que no se inmiscuyese en sus asuntos internos de gobierno. Bonifacio respondió de nuevo con energía: el 18 de noviembre de 1302 promulgó la bula Unam Sanctam, última afirmación solemne del Papado acerca de su primacía sobre el poder temporal. No sirvió de nada. Empeoró aún más las cosas. Felipe respondió apoyando a los Colonna, enemigos mortales de Bonifacio. El rey envió a un hombre de su máxima confianza, Guillaume de Nogaret [ca. 1260 – abril 1313], jurista frío y calculador, a Italia, sorprendiendo a Bonifacio en Anagni [residencia temporal de los papas al SE de Roma] el 15 de agosto de 1303. Ni por la violencia pudo convencer al anciano. Una sublevación popular le devolvió la libertad, pero Bonifacio sólo regresó a Roma para morir, el 12 de octubre. Esta muerte no resolvía nada. Benedicto XI (1303 – 1304) no tuvo tiempo de abordar el problema. Su sucesor, el francés Clemente V (1305 – 1314), plegóse lamentablemente a los intereses de su país natal. Rechazó vivir en Roma y trasladóse a Aviñón, donde los papas residirían hasta 1378. Fue una marioneta en manos del rey de Francia, como los papas que le sucedieron. Clemente V continuó siendo amedrentado por Felipe IV el Hermoso, quien le arrancó en 1312 la condenación de los Templarios, sólo porque ambicionaba los inmensos tesoros y propiedades de la Orden. El desprestigio del Papado alcanzó niveles desconocidos antes y después.
LIBRO VIII. LA CRISIS EUROPEA (1300 – 1450) La época del Papado de Aviñón, del Gran Cisma y de la Guerra de los Cien Años. Capítulo I. CARACTERES GENERALES DEL PERIODO I. El movimiento económico y social. De inextricable, desorientador y lleno de contrastes, califica Pirenne este periodo. Fermentación general de la sociedad europea. La agitación cunde en todas partes y en todas las personas. Los males se extienden y no se sabe cómo salir de ellos. Ausencia de grandes espíritus, a diferencia de lo que ocurrió en el siglo XIII. Las tendencias revolucionarias hacen su aparición con brusquedad, caracterizándose por su virulencia y por su escasa duración, aunque se suceden sin casi interrupción, tanto en Flandes, Inglaterra, Francia o Italia. En Italia se desarrolla un auténtico capitalismo, entorpecido, por otra parte, a causa de las reclamaciones económicas, cada vez más mezquinas, de las ciudades. La navegación adquiere una creciente importancia, entre las repúblicas italianas y Flandes, en el Mar del Norte y en el Báltico. La letra de cambio [un documento que garantiza que el deudor pagará al acreedor, o a otra persona autorizada, una cantidad de dinero, en una fecha y lugar específicos] aparece en Italia a finales del primer cuarto del siglo XIV. El banquero florentino Francesco Balducci Pegolotti [ca. 1290 – 1347] escribe entre 1335 y 1343 su libro Practica della Mercatura [la edición española menciona, sin duda por alguna equivocación, a un tal Peregrini]. La teneduría de libros por partida doble comienza, según parece, en 1494. Salvo muy raras excepciones, como es el caso de Venecia, la preponderancia de los oficios [gremios] sustituye, de un modo más o menos completo, en cada ciudad, a la de los patricios. Aunque los artesanos no llegan a apoderarse del gobierno político local, consiguen someter a su influencia la organización de la economía municipal. Los oficios son agrupaciones libres de artesanos de la misma profesión, unidos para la defensa de sus intereses comunes. Su principal objeto es reglamentar la competencia. A principios del siglo XIV, el modelo italiano se impone en toda Europa. De ahora en adelante, en cada ciudad, cada profesión constituye el monopolio de un grupo de maestros. Sólo los maestros disponen de un taller propio, en el que suelen trabajar dos o tres oficiales y uno o dos aprendices. Con el fin de asegurar la independencia de los maestros, el oficio restringe y reglamenta curiosamente su libertad. La subordinación económica de cada uno es la garantía de la salvación de todos, y de ahí las minuciosas prescripciones con que agobia al artesano. Pirenne es muy crítico con este sistema: No es el capitalismo el que se opone a las tendencias de la naturaleza humana; es su restricción. La libertad económica es espontánea. El oficio la aplasta porque amenaza a la mayoría. Por otra parte, supone que esa mayoría detenta el poder público. La primera mitad del siglo XIV es la época del apogeo de los oficios. Pero a medida que se desarrollan, los dos caracteres esenciales de su constitución, el monopolio y el privilegio, se acusan naturalmente cada vez más. Hacia 1350, el fenómeno general de la suspensión del desarrollo de las poblaciones urbanas es indudablemente debido al exclusivismo corporativo que, poco a poco, hace imposible a las gentes del campo su establecimiento en la ciudad. Los abusos son tan visibles que, desde principios del siglo XV, se hacen oír aquí y allá voces que reclaman la abolición de los oficios y la libertad de las profesiones. La situación es especialmente grave en las ciudades dedicadas a la pañería, como Florencia y las ciudades flamencas, tales como Gante, Brujas e Ypres. Los artesanos de estas urbes dependen de los grandes comerciantes de la lana. El trabajo se desarrolla en los domicilios, pero el patrono, esto es, un maestro con su propio taller, no es más que un asalariado que emplea a su vez a otros asalariados. Además, los obreros de la pañería se cuentan por centenares e incluso por miles en algunas ciudades. Los asalariados de los patronos se acercan en sus condiciones de trabajo al proletariado moderno. De otro lado, se agrupan en corporaciones a fin de defenderse de la explotación. El resultado político de la organización corporativa fue arrebatar el gobierno de las ciudades a las oligarquías patricias que lo habían acaparado en el siglo XIII. Todo el siglo XIV, en aquellas ciudades flamencas y en Florencia, se llena con las luchas que mantuvieron por la posesión del poder municipal los «grandes» y los «pequeños». Ahora bien, el régimen democrático puro sólo triunfó en muy pocas ciudades. Las democracias constituidas por pequeños burgueses privilegiados [los maestros artesanos de los diferentes oficios, aunque también otros grupos, tales como tenderos y pequeños comerciantes] se distinguen por el egoísmo y el proteccionismo. El patriciado local deja de representar un papel en el desarrollo del capitalismo y se convierte en una clase de rentistas. En todas las ciudades no ocurren las cosas de igual manera. No todas están dominadas por la pequeña burguesía, y allí donde la industria de la exportación hace nacer el proletariado, se encuentra un espectáculo muy distinto. En Italia, las agitaciones de la democracia florentina constituyen el más sorprendente ejemplo. El grupo de los laneros y de otras industrias de exportación es demasiado fuerte. A partir de 1282, se excluye de hecho a la nobleza del gobierno de Florencia mediante la constitución que llama al poder a los seis priori delle arti [Priorato delle Arti o Signoria, nuevo órgano de gobierno de la república], escogidos entre los doce grandes oficios. Es un gobierno de mercaderes y de fabricantes: el gobierno del popolo grasso. Pero el popolo minuto está oprimido socialmente. En 1341 apoya a Gualterio de Brienne[2], que derriba a la plutocracia dominante y se impone como tirano, para ser expulsado dos años más tarde. El popolo grasso reasume entonces el poder, y es derrocado en 1378 por la revuelta democrática de los Ciompi (ciompi: nombre que recibían los oficios inferiores en Florencia), dirigida por los oficios de la lana [como los cardadores de lana o los bataneros[3]], pero vuelve a ocupar el poder en 1382. Lo mismo ocurre en las ciudades flamencas. La batalla de Courtrai [celebrada el 11 de julio de 1302 en esa localidad situada hoy al sur de Bélgica, cerca de la frontera francesa] es en realidad una victoria social de los artesanos [contra las tropas del rey de Francia]. Pero su régimen, apoyado en los obreros de la lana, no podía sostenerse. Vuelve a caer forzosamente bajo los mercaderes. Se encuentran tejedores flamencos entre los participantes en la revolución inglesa de los campesinos de 1381, dirigida por Wat Tyler [† 15 de junio de 1381, decapitado]. Los tejedores de Gante llegan al paroxismo bajo el gobierno de Luis de Maele [Luis II de Flandes, 1330 – 1384]. En París y en Rouen se gritaba entonces ¡Viva Gante! La rebelión fue aplastada por los franceses en la batalla de Roosebeke [celebrada el 27 de noviembre de 1382 en esa localidad, llamada hoy Westrozebeke, al SO de Bélgica; en ella murió el patriota flamenco Philippe van Artevelde, nacido en Gante ca. 1340 y uno de los principales partidarios de las reivindicaciones de los tejedores ganteses; era hijo del rico burgués Jacobo van Artevelde]. Los tejedores ganteses fueron con seguridad los más ardientes protagonistas de la democracia en el siglo XIV. En Francia y en Flandes era muy difícil implementar nuevos impuestos. Las necesidades de la guerra de los príncipes demandaban nuevas fuentes de ingresos. Los préstamos de los banqueros italianos eran demasiado onerosos. Todo lo más que podía hacerse, en el caso de Francia, era crear nuevos tonlieux [impuestos que se cobraban a los comerciantes por su mostrador en los mercados o en las ferias, así como el derecho de peaje respecto de las mercancías]. El Estado jurídico de la Edad Media no adolece de absolutismo financiero. Desde entonces, sólo queda una cosa que hacer: dirigirse al Tercer Estado, es decir, a las ciudades, solicitando su ayuda. Éstas no se niegan, pero exigen garantías. En algunos casos, las reivindicaciones de las ciudades y de los Estados Generales en Francia, arrebatan privilegios a los príncipes y al monarca. Pensemos en la Carta de Kortenberg [ciudad del Brabante flamenco, que consigue, mediante esa Carta, firmada el 27 de septiembre de 1312 entre el duque Juan II de Brabante y los nobles de la ciudad, garantizar los derechos de la villa]; o en la Paz de Fexhe en el país de Lieja [de 18 de junio de 1316]; o en la Joyeuse Entrée [«Entrada Gozosa»: Carta concedida el 3 de enero de 1356 a los brabanzones por los duques de Brabante; incorporó muchos artículos de la Carta de Kortenberg y sirvió como base al Derecho público de Brabante hasta finales del siglo XVIII]. Estos acuerdos provocarán en Francia los disturbios de la época de Étienne Marcel[4]. Los Estados Generales de 1355 tratan de limitar los derechos de la Corona; en 1413, los oficios [gremios artesanos] de París imponen al rey la Ordenanza Cabochien [en el marco del enfrentamiento entre la Casa de Orleans, apoyada por la facción Armagnac, y la Casa de Borgoña; fue Juan el Intrépido, duque de Borgoña, el que logró levantar al pueblo de París en la primavera de 1413, arrancando al rey Carlos VI la Ordenanza Cabochien, conocida con ese nombre por el líder de los sublevados, Simón Lecoustellier, apodado «Caboche» por ser un carnicero acomodado]. También en Inglaterra cunde sin cesar la influencia de las ciudades en el Parlamento. El siglo XV es la época durante la cual la burguesía comienza a desempeñar un papel político en su condición de clase. Se hace un lugar junto al clero y la nobleza. En Aragón, bajo Pedro IV el Ceremonioso (1336 – 1387), las ciudades se imponen también a la Corona. Bajo Alfonso XI de Castilla (1312 – 1358), la guerra contra los moros obliga a crear en Burgos el impuesto conocido como alcabala [que gravaba el tráfico de mercancías], extendido inmediatamente a todo el reino. En el Flandes marítimo una tremenda sublevación hace estragos desde 1324 a 1328. En el poema titulado Karelslied, de ca. 1328, se hace patente el odio entre los caballeros y los campesinos flamencos, como demuestra la cruel burla que se hace de estos últimos. El 23 de agosto de 1328, en la ciudad de Cassel [al W del condado de Flandes], tiene lugar una matanza de campesinos, aplastados por el recién coronado rey francés, Felipe VI [1328 – 1350], de la nueva Casa de Valois. En el norte de Francia nos hallamos ante la Grand Jacquerie (1358), una virulenta revuelta campesina contra la nobleza en plena Guerra de los Cien Años. En 1381 tuvo lugar, como se ha dicho antes, una gran revuelta campesina en Inglaterra, liderada por Wat Tyler. Pero desde fines del siglo XIV la situación de los campesinos empeora visiblemente, sobre todo en el sur. La victoria de los campesinos de los tres cantones fundadores de la antigua Confederación Suiza, Uri, Schwyz (Schwis) y Unterwalden, sobre el duque Leopoldo I de Austria en 1315 [en la batalla de Morgarten, al sur de Zurich, librada el 15 de noviembre], no puede considerarse como una sublevación de tipo social. Se trata de campesinos libres que quieren conservar su independencia. De manera general se menosprecia al campesino. También las ciudades oprimen a las campiñas velando cuidadosamente por suprimir en ellas todo intento de industria. En cuanto a la nobleza, sufre igualmente una crisis grave. Conserva las viejas formas de la caballería, pero no su espíritu. Adquiere, más bien, la apariencia de un servicio mercenario. Caballeros de las orillas del Rhin, de Austria y de Hesbaye [Hesbania o Hespengau, región natural de los Países Bajos del sur] «se alquilan» al rey de Francia desde principios del siglo XIV. En Alemania surge la figura del Raubritter, especie de bravo [pensemos en los bravi de la Lombardía que aparecen en Los novios, la gran novela histórica de Alessandro Manzoni ambientada a finales del primer tercio del siglo XVII] que toma como pretexto las fehden (guerras privadas) para asolar los alrededores. Pero ya no es la nobleza militar la que gana las batallas. La artillería que se oye en Crécy [célebre victoria inglesa sobre Felipe VI de Francia, que tuvo lugar en esa localidad de la Picardía el 26 de agosto de 1346] no juega todavía más que un papel secundario. Asistimos, durante la Guerra de los Cien Años, a un renacimiento de la infantería y a un declinar de la caballería. La infantería fue decisiva en Courtrai [ver supra], en la victoria suiza de 1315 y en los ejércitos ingleses, donde destacan las temibles compañías de arqueros. Sobre la infantería se apoya la técnica militar de Juan Ziska [ca. 1360 – 1424], principal jefe militar de los husitas en Bohemia. La importancia de la nobleza y de la caballería disminuye sin cesar en los campos de batalla. Resulta muy característico el que la más limpia figura militar del tiempo, Juana de Arco, sea una aldeana. También desaparece el carácter democrático de la Iglesia. Asistimos a una enorme decadencia de las costumbres del alto clero, que se convierte en un clero mundano. De otro lado, basta leer al cronista francés Jean Froissart [ca. 1337 – ca. 1405] para ver que muchos nobles aman el dinero sobre todas las cosas. Son unos brutales epicúreos. Ninguno se distingue por su piedad ni por sus buenas obras. Y me refiero aquí a los que se mezclan en la vida mundana. Los otros cazan, administran sus bienes y oprimen a los campesinos. Esta nobleza tan numerosa del siglo XIV y de los principios del XV es absolutamente estéril. El siglo XIV ve cómo se forman los primeros esbozos de lo que podríamos llamar nobleza cortesana. Ésta apenas existe en el siglo XIII. La realeza, ya pujante desde el siglo XII, debía crear una nueva corte después de aplastar a la antigua. El núcleo de ésta no parece ser noble, sino plebeyo. El rey se dedica a ennoblecer a sus oficiales y funcionarios. Nobleza nueva, absolutamente distinta de la antigua caballería militar. Esta nueva nobleza (el canciller Rolin, Jacques Coeur y muchos otros más) depende exclusivamente de los soberanos. El rey es el único manantial de la nobleza y lo continuará siendo exclusivamente hasta el fin del Antiguo Régimen. Por su formación y por sus ocupaciones, la nobleza de cámara es una especie de clero laico. No tiene nada de común con la antigua nobleza. Viniendo a la Corte, no podía continuar en el seno de la burguesía. El alto personal del gobierno se une y sirve de apoyo a una clase social de origen puramente castrense. En lo sucesivo, esta nueva nobleza comprende a los mejores, a los más capacitados. Pero, por profunda que resulte la acción de la burguesía en el Estado, durante todo el Antiguo Régimen es la nobleza la que conserva el primer rango. II. El movimiento religioso. La Iglesia católica alcanza el máximo de su poderío a mediados del siglo XIII. A partir de ese momento, deja de aumentar y bien pronto comienza a declinar. La causa principal de esta declinación está en la actitud tomada por la sociedad laica respecto de la Iglesia. De una parte, los Estados nacionales, por necesidad de independencia, se sacuden la tutela del Papado; de otra, los pueblos más activos, más laboriosos y más ocupados en la vigilancia de sus intereses económicos, empiezan a sustraerse a la dirección exclusiva de la religión. A pesar de su escasa trascendencia inmediata, un síntoma notable de lo que sucede es el tratado de filosofía política de Marsilio de Padua [ca. 1275 – ca. 1343] titulado Defensor Pacis [1324]. Para este pensador político, las pretensiones del Papado constituyen una usurpación intolerable, tan incompatibles con la interpretación de los textos sagrados y de las costumbres de la Iglesia primitiva como funestas para la paz del mundo. El Papa no es más que un obispo como otro cualquiera. Su única misión consiste en la predicación de la fe y la administración de los sacramentos. No se le debe permitir ninguna injerencia en el dominio temporal ni ninguna jurisdicción sobre los laicos. Para Marsilio la Iglesia es la comunidad de todos los que creen en Jesucristo. Reivindica categóricamente la sumisión de los clérigos al poder secular en todas las relaciones temporales[5]. En lo que tiene de espontáneo y de más profundo, la piedad del siglo XIV fue esencialmente mística. Ya no le basta la Iglesia para llegar a Dios. Casi todos los místicos[6], tales como el Maestro Eckhart (1260 – 1327), Johannes Tauler[7] (ca. 1300 – 1361) y el neerlandés Jan van Ruysbroeck (1293 – 1381), escriben en lengua vernácula. El misticismo se amedrenta[8] de todo lo que una regla conventual supone necesariamente de sujeción para la libertad espiritual. Prefiere, bien la contemplación solitaria y voluntariamente practicada, bien las congregaciones exentas de votos perpetuos, como la comunidad de Hermanos de la Vida Común, fundada por el flamenco Geert [Gerardo] Groote (1340 – 1384). Las manifestaciones más originales y más atractivas de la piedad en el siglo XIV se encuentran fuera del monacato. Esa expansión del misticismo entre los laicos era doblemente peligrosa para la Iglesia[9]. Lo era, ante todo, para la ortodoxia. El Papa llega a condenar como sospechosa la religión de las beguinas[10]. Muchos de los místicos, y este era el segundo peligro, aspiran a conducir al mundo hacia la pobreza evangélica. Pero lo que se extendió notablemente y era más difícil de combatir era la crítica a las autoridades religiosas, especialmente al Papado. Por si fuera poco, la fiscalía pontificia, a partir de Juan XXII [1316 - 1334], somete la jerarquía eclesiástica a un sistema de cuotas cuya índole podía hacer pensar a las almas piadosas que se estaba practicando la simonía. Con la creación de las Reservationes y de las Provisiones, el Papa dispone ahora, en toda la cristiandad, de un sinnúmero de beneficios eclesiásticos que distribuye a su antojo, a cambio de una remuneración. La consecuencia de todo esto es que las dignidades eclesiásticas se obtengan cada día más por medio del favor o del dinero. De otro lado, también estaban las anatas. La anata era un impuesto eclesiástico creado en el siglo XIV, durante la estancia del Papado en Aviñón, que consistía en la renta o frutos correspondientes al primer año de posesión de cualquier beneficio o empleo de un alto clérigo. De ahí el poco tiempo que duraban los cargos eclesiásticos y los continuos traslados de una sede a otra. Ante esta situación, no tiene nada de extraño que Santa Brígida de Suecia[11] [1303 – 1373] ruegue encarecidamente a Gregorio XI (1370 – 1378) que destruya el «lupanar» en que se ha convertido la Santa Iglesia. El alto clero y los príncipes alemanes se indignan al ver cómo la curia favorece sistemáticamente a los italianos y a los franceses y que las insoportables cuotas impuestas a sus diócesis benefician sobre todo a unos extranjeros. Pero Alemania, dividida y repartida, carece de fuerza y sus lamentos atestiguan sólo su impotencia. En Inglaterra es distinto. A finales del reinado de Eduardo III [rey desde el 1 de febrero de 1327 hasta su muerte el 21 de junio de 1377] el Parlamento entabla una enérgica campaña contra el derecho que se arroga la curia para fijar impuestos a la Iglesia nacional, despreciando a los súbditos del rey. En 1376, el Parlamento exige la supresión de las Reservationes y de las Provisiones, la expulsión de los recaudadores pontificios y la prohibición de exportar el dinero fuera del reino. En medio de esta agitación política se inicia la actuación del inglés John Wyclif [ca. 1330 – dic 1384]. Con él se da una alianza inconsciente de la especulación y de la práctica. Con Wyclif se abre, en la historia religiosa, el camino que conducirá a la Reforma protestante. A diferencia de los albigenses, quienes habían hablado de un dualismo entre el espíritu y la carne, Wyclif no trae al cristianismo nada que éste ya no tenga. No es contra el dogma, ni contra la moral cristiana contra la que se alza, sino sencillamente contra la Iglesia, y, más aún que contra la Iglesia, contra el Papado. El único jefe de la Iglesia es Jesucristo. Su palabra basta para asegurar la salvación de los que tienen fe. Su ideal es la pobreza; no establece ninguna diferencia entre el sacerdote y el laico, y es preciso concluir de ello que los sacerdotes están sometidos, como el resto de los fieles, a las leyes seculares y que no tienen por qué reivindicar ningún privilegio. Inglaterra es absolutamente independiente del Papa, porque el poder temporal de su rey, lo mismo que el poder espiritual de la Iglesia, procede directamente de Dios. Por lo que se refiere al Papa, lejos de ser el representante de Cristo en la tierra, es propiamente el Anticristo. Emprendió la tarea de traducir la Biblia a lengua vulgar. A medida que cunde su actividad, el reformador se hace más atrevido y más radical. Llega hasta negar, en nombre de la Biblia, la Transubstanciación de las especies en la Eucaristía [mientras que la Transubstanciación es la creencia en que el pan y el vino se convierten en el cuerpo y en la sangre de Cristo durante la Consagración, la Consubstanciación, que es la creencia de Wyclif, y, después, de Martín Lutero, es la doctrina según la cual el pan y el vino se convierten en el cuerpo y en la sangre de Cristo, pero sin dejar de ser pan ázimo y vino plenamente reales]. Sólo con el advenimiento de Enrique IV de Lancaster [1399 – 1413], un rey que estaba deseoso de conseguir el apoyo del Papa para su dinastía, se hizo frente a la doctrina de Wyclif, cuyos seguidores eran conocidos como lolardos (el término latino «lolium» significa «mala hierba»). Nada más iniciarse su reinado, Enrique IV dictó la primera ley que condenaba a los herejes al suplicio del fuego, prohibió la traducción de la Biblia al inglés y persiguió a lord John Cobham [Sir John Oldcastle, ca. 1370 – 14 dic 1417], protector de los lolardos en la Cámara de los Lores, quien finalmente fue ajusticiado [estrangulado y quemado] por orden de Enrique V. Estas violencias estorbaron el movimiento, pero no lo sofocaron. Hasta la aparición del protestantismo, los discípulos de Wyclif no cesaron de agitar el pensamiento religioso de Inglaterra, preparándolo para la gran transformación del siglo XVI. La doctrina de Wyclif fue trasplantada a Bohemia por Juan Hus [Bohemia, ca. 1370 – Constanza, 6 de julio de 1415, quemado en la hoguera], y asociándose allí al desencadenamiento de las pasiones nacionales y de los instintos democráticos, conmueve con una formidable sacudida a la Iglesia y a Alemania. El llamado «Gran Cisma» (1373 – 1417) desgarró durante cuarenta años a la cristiandad occidental. No tuvo esta catástrofe ningún motivo religioso. Las relaciones entre el rey francés y el Papa las facilita el hecho de que en Francia no se plantea el problema del poder temporal; Aviñón y el Condado de Venaissin [situado en el área que rodea a Aviñón] son tan poco importantes que el rey no piensa en disputar al Papa su posesión. El modus vivendi del Papa y del rey de Francia durante la residencia de aquél en Aviñón (1314 – 1377), es, en muchos aspectos, una anticipación de los tiempos modernos y una acomodación recíproca de la Iglesia y el Estado. Pero esta situación sólo beneficia a Francia. Eso se echa demasiado de ver en el exterior, donde este periodo es conocido como el de la «cautividad de Babilonia». Los Estados extranjeros se indignan contra todos los papas franceses que se suceden: Clemente V, Juan XXII (1316 – 1334), Benedicto XII (1334 – 1342), Cemente VI (1342 – 1352), Inocencio VI (1352 – 1362), Urbano V (1362 – 1370) y Gregorio XI (1370 – 1378). Todos ellos son provenzales, a causa de los angevinos de Nápoles. Las circunstancias eran por entonces muy desagradables en Italia, de la que no deja de preocuparse el Papado. El rey Roberto I de Nápoles (1309 – 1343), que sucedió a Carlos II de Anjou, recibió en Aviñón la corona de manos del Papa, y hace fracasar la expedición del emperador Enrique VII. Pero en Roma estalla la anarquía. En 1347, Cola di Rienzo [Roma, 1313 – 8 oct 1354, asesinado] es nombrado «tribuno», y durante los escasos meses de su dictadura sueña de nuevo con la restauración del Imperio romano. El Estado de la Iglesia se descompone. Inocencio VI envía al cardenal español Gil Álvarez de Albornoz, como vicario general, para reconstituirlo (1353). Cola di Rienzo se une a él, pero es asesinado por el pueblo, que arroja las cenizas de su cadáver quemado al Tíber. En Nápoles, tras el reinado de Roberto, había estallado la lucha entre su hija Juana I de Nápoles y el rey Luis I de Hungría, que, por pertenecer a la Casa de Anjou, pretendía la corona; esta lucha durará hasta 1350. Urbano V (1362 – 1370), el mejor de los papas de Aviñón, que reacciona contra el lujo y los abusos, aspira a volver a Roma. Y vuelve efectivamente en 1367. La situación es tan lamentable (despoblamiento, monumentos en ruinas, mesnadas de mercenarios que lo asuelan todo) que el Papa regresa en 1370 a Aviñón, donde muere el 19 de diciembre. Gregorio XI (1370 – 1378), su sucesor, tomaría de nuevo el camino de la Ciudad Eterna. Las voces de Santa Brígida de Suecia y de Santa Catalina de Siena [1347 – 25 abril 1380] se alzaban demasiado y llegaban muy lejos para que él pudiese haber fingido no oír sus censuras. El Papa dejó Aviñón en 1376, muriendo en marzo de 1378 sin haber conseguido poner fin a la anarquía [especialmente la insurrección de los Estados pontificios, provocada por la guerra con Florencia]. Su sucesor, Urbano VI (1378 – 1389), era arzobispo de Bari. Cuando la elección, grupos armados rodeaban el Vaticano. Era una «jornada» revolucionaria. Pero los cardenales franceses presentes en el cónclave, actuaron únicamente bajo el imperio del terror. Algunos habían protestado. Los otros se enemistaron enseguida con el Papa, que anunciaba ciertas veleidades de reformar el Sacro Colegio y de acabar con los abusos financieros que hacían su fortuna. A esto se añadían las instancias del rey Carlos V de Francia y de la reina Juana I de Nápoles. No hacía falta más para hacerles declarar nula la elección de Urbano VI. El 20 de septiembre de 1378 se reunían en Fondi [población del Lazio] y otorgaban sus sufragios a Roberto de Ginebra, que se hizo llamar Clemente VII (1378 – 1394), un antipapa con el que se iniciaba el Cisma de Occidente. Resultaba difícil discernir cuál de los dos era el Papa legítimo. Como en todos los problemas de derecho que atañen a la política, serían los intereses los que facilitasen la solución. Francia, Nápoles, Escocia, Castilla y Aragón se decantaron por Clemente VII. El emperador Carlos IV, el reino de Inglaterra, Bohemia, Polonia y Hungría, en cambio, reconocieron a Urbano VI. La cristiandad, en esta grave tesitura, se dejaba guiar únicamente por consideraciones de oportunidad temporal. Los dos pontífices rivalizaban en mostrarse más acomodaticios con sus partidarios. El sistema de las Provisiones, de las anatas y de las Reservationes comenzó a funcionar a ultranza; la simonía, el nepotismo y el favoritismo alcanzaron una deplorable expresión. La jerarquía quedaba cada vez más a merced del dinero. Pierre d’Ailly [1351 – 1420, cardenal francés, maestro de Jean de Gerson], Jean de Gerson [Gerson, en las Ardenas, 1363 – Lyon, 1429, teólogo, cardenal francés y canciller de la Sorbona] y Nicolás de Clémanges [Nicolás de Clémengis, ca. 1363 – 1347, teólogo francés, Rector de la Universidad de París y secretario del papa Benedicto XIII en Avignon], de una parte; John Wyclif y Juan Hus, de la otra: he ahí el gran conflicto religioso de principios del siglo XV. Los cardenales de las dos partes, convocan en Pisa un concilio general que se inaugura el 25 de marzo de 1409. El día 5 de junio declaraba solemnemente a Gregorio XII (Angelo Correr, de la facción que había apoyado a Urbano VI) y a Benedicto XIII (Pedro Martínez de Luna[12], sucesor de Clemente VII) cismáticos y heréticos, los destituía y dejaba vacante la Santa Sede. Diez días más tarde, los cardenales concedían la tiara a Alejandro V (1409 – 1410). Al no renunciar los destituidos, ahora había tres papas que se disputaban el gobierno de la cristiandad. Y como si eso no fuera suficiente, la propia Iglesia se hallaba desgarrada por la herejía. Los éxitos de Juan Hus se debieron a la hostilidad creciente que, desde mediados del siglo XIV, enfrentaba a los checos de Bohemia con Alemania. El sentimiento nacional checo fue decisivo, como lo fue el nacionalismo inglés respecto del éxito de John Wyclif. En Bohemia, los checos vivían junto a los inmigrantes que Alemania había derramado en el país desde el siglo XII. Juan Hus consiguió atraerse a la parte eslava de la nación, que saludó en él al autor de su liberación con respecto a una Iglesia que era considerada como la Iglesia de los alemanes. A fin de llevar a cabo la ansiada reforma eclesiástica, Juan XXIII (1410 – 1415), que acababa de suceder a Alejandro V, convocó en Roma un nuevo concilio (abril de 1412), que la invasión de la ciudad por Ladislao I, rey de Nápoles, hizo que se dispersase bien pronto. A propuesta del emperador, el rey Segismundo de Hungría, fue designada Constanza como sede de un nuevo concilio, que se inauguró el 5 de noviembre de 1414, y que consiguió, después de tres años de deliberaciones y de negociaciones, poner fin al cisma. Juan XXIII fue depuesto; Gregorio XII, obligado a dejar la tiara, y Benedicto XIII, que opuso resistencia, fue declarado hereje y cismático. El día 11 de noviembre de 1417 fue elegido Martín V, y no por el cónclave, sino por una comisión de cardenales y de delegados de las naciones representadas en la asamblea. La unidad del gobierno católico estaba, al fin, restablecida. El Concilio de Constanza creyó aplastar la herejía de Bohemia condenando a la hoguera a Juan Hus, que, provisto de un salvoconducto del emperador Segismundo, se había trasladado a Constanza esperando convertir a los padres a su doctrina. Fue quemado en esta ciudad alemana [a orillas del lago homónimo y junto a la frontera suiza] el 6 de julio de 1415. Su discípulo Jerónimo de Praga fue igualmente condenado y ejecutado en la hoguera, en la misma ciudad, el 30 de mayo de 1416, cuando todavía no se había terminado el concilio. Con ambas muertes, llegó hasta el paroxismo el entusiasmo religioso y el fervor nacional de los checos. Su odio contra la Iglesia y su aborrecimiento contra Alemania se desarrollaron juntos. Hasta entonces, los adeptos de Hus se habían limitado, como su maestro, a profesar las ideas de John Wyclif. Un cierto número de ellos continuaron fieles a su memoria: éstos fueron los utraquistas, llamados así porque comulgaban con las dos especies. Pero la masa popular, llevó de golpe la doctrina hasta sus últimas consecuencias. Desde entonces, la organización eclesiástica y la organización civil debían desaparecer. Era preciso establecer en este mundo el reino de Dios. Se elevó en la ciudad santa de Tabor [fundada en 1420, al sur de Bohemia, cercana al castillo Kotnov o Bechyně, a orillas del río Lužnice, junto al antiguo burgo de Hradište], de la cual proviene la designación de taboritas [algunos de los cuales, aún más radicales, fueron llamados también pikarti, probablemente picardos], opuestos a los utraquistas. La súbita muerte de Wenceslao IV, rey de Bohemia, el 16 de agosto de 1419, les dejó expedito el camino, tanto más cuanto que su sucesor fue el odiado Segismundo, hermano del rey fallecido. La revolución [milenarista] se adueñó del país. Al amparo de tales extremismos, surgieron sectas fanáticas, como la de los llamados adamitas [que sostenían la herejía del Libre Espíritu en su forma más militante, parece ser que influidos, entre otros, por un sacerdote llamado Pedro Kanis], quienes se establecieron en una isla del río Nezarka o Naser [afluente del río Lužnice], pretendiendo llevar, dentro del comunismo más completo, una vida edénica. [En abril de 1421, Juan Ziska, comandante militar de los taboritas más moderados, capturó a unos setenta y cinco pikarti y adamitas, entre quienes se hallaba el citado Pedro Kanis, ordenando que fueran quemados como herejes, momento en el que los restantes adamitas ocuparon la mencionada isla del Nezarka]. Juan Ziska acabó definitivamente con los adamitas el 21 de octubre de 1421. Con el movimiento husita, Bohemia se había convertido desde 1419 en un fervoroso centro de propaganda, extendiéndose la nueva fe a otras regiones, tales como Polonia, Moravia y Silesia, que proporcionaron miles de adeptos. El peligro husita fue orillado por Martín V, pero no por Eugenio IV [1431 – 1437], quien convocó un concilio que se inauguró en Basilea el 23 de julio de 1431. Aunque los problemas a tratar eran dos, la herejía husita y la reforma de la Iglesia, sólo sirvió para resolver el primero. El radicalismo religioso y social de los taboritas acabó por provocar entre ellos y los utraquistas una ruptura definitiva. Casi toda la nobleza se puso a favor de éstos y les procuró en Lipany [Lipan, a unos 40 km al este de Praga], el 30 de mayo de 1434, una sangrienta victoria [en esta batalla murió el destacado general husita Procopio, nacido ca. 1380]. Las negociaciones entabladas entre los participantes en el Concilio de Basilea y los utraquistas, condujeron a una solución bastante oscura que aceptaron ambas partes (1436). Pero las dificultades no se resolvieron. En último término, sólo se benefició la nobleza checa, que se repartió los bienes de los monasterios. A cambio de la expoliación de la Iglesia, reconcilióse con ella. La mayoría de los padres parecía decidida a reemplazar la constitución monárquica del catolicismo por una constitución conciliar. Eso y otras pretensiones en contra de la corrupción del alto clero, condujo a la división de la asamblea. Eugenio IV se aprovechó de esa fractura con eficacia. El basileus Juan VIII Paleólogo y José II, Patriarca de Constantinopla, acababan de llegar a Italia con el fin de conseguir ayuda contra los turcos a cambio de la unión de las dos Iglesias. El Papa convocó el Concilio de Ferrara [en realidad, un traslado del de Basilea], que inició sus sesiones el 8 de enero de 1438. Después, el 16 de enero de 1439, trasladóse otra vez el concilio a Florencia, proclamándose en esta ciudad la ansiada unión el 6 de julio [el 10 de junio había muerto el patriarca José II y la unión no fue de hecho reconocida por la Iglesia oriental]. La oposición que quedaba en Basilea estaba desacreditada. [Una vez trasladado el Papa a Roma en 1443, continuó aquí, en el Laterano, el concilio, aunque rápidamente perdió importancia, y, oficialmente, no fue cerrado nunca]. Los padres conciliares opositores que habíanse quedado en Basilea, continuaron oscuramente las sesiones hasta su disolución el 25 de abril de 1449. La gran crisis atravesada por el Papado terminó con su victoria. La Iglesia conservó su constitución monárquica. No se consiguió nada. Lo que sí fue una realidad es la creciente independencia de los Estados en materia eclesiástica. El Papado quedaba como dueño de la Iglesia, pero ésta no era ya lo que había sido en la Edad Media. Ya no ejercía su autoridad en el terreno temporal como lo ejercía en el espiritual.
Capítulo II. LA GUERRA DE LOS CIEN AÑOS I. Hasta la muerte de Eduardo III (1377). Desde fines del siglo XIII, Francia ya no ejerce la hegemonía de que gozó desde Felipe Augusto hasta Felipe IV. Su civilización se detiene y su poder político declina. La Guerra de los Cien Años pone a prueba su capacidad, lo mismo que la de Inglaterra, la otra nación implicada. Pero esta larga guerra no se limita a ambas naciones, sino que, por su trascendencia, por las alianzas establecidas y por sus efectos inmediatos, tendrá un verdadero alcance europeo. El Papado tampoco tiene la influencia política preponderante de antaño. En cierto modo, los reinos cristianos europeos están un poco huérfanos, o al menos carecen de una dirección que los oriente. Al mismo tiempo, una guerra de tanta duración sólo era posible entre Francia e Inglaterra, pues eran las únicas que disponían de los recursos suficientes para mantenerla. Pero nunca hasta entonces ni después una contienda fue tan estéril, sobre todo si se comparan los esfuerzos con los resultados obtenidos. Al final de la guerra, ambas naciones llegaron a encontrarse, más o menos, como se hallaban al principio del conflicto. Los reyes de Inglaterra la desencadenaron, irresponsablemente, pues a todas luces era evidente la imposibilidad de que tales reyes se ciñesen también la corona de Francia. Además, no hubo ninguna causa que justificase la guerra. Ésta sólo se debió a la ambición de Eduardo III de Inglaterra. Ninguna necesidad vital la desencadenó, tampoco geopolítica o económica. Sólo puede entenderse como una guerra «de honor»: de ahí la pasión con que el pueblo inglés secundó a sus reyes. La constitución parlamentaria de Inglaterra, iniciada bajo Juan sin Tierra, había seguido consolidándose bajo Eduardo I (1272 – 1307). El intento de su hijo, Eduardo II (1307 – 1327), de volver a un gobierno personal, fracasó por completo. El pueblo, dirigido por los barones, protagonizó una revuelta, parecida a la que hubo bajo Enrique III [1216 – 1272]. El fracaso ante Escocia, terminó por hacerlo odioso. El rey de Escocia, Robert Bruce [Roberto I, rey entre marzo de 1306 y junio de 1329, fundador de la dinastía de los Estuardo], derrotó a Eduardo II en Bannockburn el 24 de junio de 1314. La situación llegó a ser tal, que, en 1326, los descontentos agrupáronse con la reina y el príncipe real, destituyendo a Eduardo el 7 de enero de 1327. El nuevo soberano, Eduardo III (1327 – 1377), iniciaba su reinado con una nueva victoria de la nación sobre la corona. Pero Eduardo se asoció francamente al Parlamento, consiguiendo que la corona se beneficiase de esta victoria de la nación. Cuanto más deja al Parlamento intervenir en su política, más popular se hace esta política. Ambas Cámaras, los Lores y los Comunes, que se conforman justamente durante este reinado, aprueban las empresas del rey, lo que las solidariza con ellas. El honor de la nación está empeñado y se confunde con el del monarca. El Parlamento no hizo nada para inducir al rey a iniciar la guerra con Francia. Tanto es así, que Eduardo recurrió a prestamistas florentinos para obtener dinero, pero, al declararse en bancarrota, aquéllos se arruinaron. Es entonces, en 1339, cuando Eduardo se ve obligado a dirigirse en lo sucesivo a su fiel Parlamento, a fin de conseguir los subsidios necesarios para continuar la guerra. El rey consiguió que su pleito fuese asumido por el pueblo inglés, que se dejó llevar por el orgullo nacional. Lo que no esperaba Inglaterra era encontrar en Francia un sentimiento de orgullo nacional semejante al suyo. Esta guerra no admitía transacciones, pues lo que estaba en disputa era la corona de Francia. Ésta rechazó inmediatamente la injustificada agresión inglesa. Aparentemente, Francia estaba mejor preparada: mayor población, mayor riqueza, defensa de la nación frente a un agresor extranjero y que su propio suelo, mucho mejor conocido, fue el escenario del conflicto. Francia era por entonces un Estado esencialmente monárquico. Fuera del rey no existe ningún poder político independiente; sólo existen funcionarios o Consejos, ninguno de los cuales tiene un origen, como el Parlamento de Inglaterra, que no nazca de la Corona. El Estado francés está esencialmente basado en la idea del Derecho. Sus funcionarios principales son los bailíos, oficiales de justicia; su órgano central más importante, el Parlamento de París, un tribunal de justicia. Para poder mantenerse, el Estado francés necesitaba cada vez más recursos económicos. Los viejos impuestos de la fiscalía romana se habían transformado en tributos desde el siglo X, en poder de los grandes vasallos. La Corte sólo contaba con los dominios del rey y sus rentas. Desde Felipe Augusto reconquista el control de las monedas. El impuesto es necesario, pero el rey no se atreve a implantarlo porque no es una idea de Derecho; de ahí las depreciaciones monetarias en tiempos de Felipe IV el Hermoso, la tributación del clero con la oposición del Papa, la escandalosa supresión de los Templarios y los embrollos con los italianos, que arruinan el Tesoro. Desde el punto de vista financiero, la evolución está más atrasada que desde el punto de vista jurídico. A finales del siglo XIII todavía eran indistinguibles el erario público con las rentas del rey. La Guerra de los Cien Años provocará el endeudamiento de la Corona, que tendrá que acudir a sus súbditos, a través de los Estados Generales, para pedirles dinero, a pesar del peligro de revolución social que ello entraña. Además, la cohesión nacional no es tan fuerte como en Inglaterra. La situación es caótica, entre otras cosas porque los estamentos que conforman los Estados Generales no se ponen de acuerdo, especialmente la burguesía con el rey. Los príncipes tratan de sacar provecho. Étienne Marcel prepara un encuentro entre los borgoñones y los armagnacs. Salvo la etapa de Carlos V [1364 – 1380], puede decirse que desde los Estados Generales de 1355 hasta el reinado de Luis XI [1461 – 1483], Francia estuvo abocada a una doble guerra intestina: la de la burguesía con el rey y la del rey con los príncipes. La causa de fondo no era otra que la crisis fiscal hecha necesaria para la constitución del reino. A Felipe IV le suceden consecutivamente sus tres hijos, pues no tuvieron descendencia masculina: Luis X (1314-1316), Felipe V (1316-1322) y Carlos IV (1322-1328), que se aprovechan de la situación transmitida por su padre. Se está en paz con Inglaterra, cuyo rey, Eduardo II, se casa en enero de 1308 con Isabel de Francia, la hermana de esos tres reyes (según las estipulaciones del Tratado de Montreuil, firmado el 19 de junio de 1299). Sólo la guerra de Flandes se prolonga algunos años, para terminar bajo Felipe V en el Tratado de París de 1320, según el cual le son cedidas a Francia las castellanías de Lille, Douai y Orchies [estas dos últimas hoy al NO de Francia], y que el heredero del condado, Luis de Nevers [1304 – 1346], se case con Margarita de Francia [1309-1382], hija de Felipe V, con lo que entraba en la familia real. Con la muerte de Carlos IV se extingue la dinastía de los Capetos, sucediéndole Felipe de Valois, esto es, Felipe VI (1328-1350). Eduardo III de Inglaterra, nieto por su madre [Isabel de Francia] de Felipe IV el Hermoso, no presentó entonces ninguna reclamación sobre el trono de Francia. El reinado de Felipe VI se inició bajo felices auspicios. Acudió en ayuda, como hemos dicho, del conde de Flandes en la lucha de éste con los tejedores ganteses y con los campesinos, quienes fueron aplastados en Cassel el 23 de agosto de 1328. Eduardo III le prestaba juramento de vasallaje por la Guyena. Éste último, en cambio, no tuvo un comienzo tan dichoso. Los éxitos militares de los escoceses le obligaron a reconocer en 1328 la independencia de ese país, rompiendo Robert Bruce el lazo de vasallaje impuesto por Eduardo I. Pero la revuelta de Eduardo Balliol contra David Bruce [guerra civil escocesa], sucesor de Roberto I (1331), fue la ocasión para que Eduardo III apoyase a Balliol, siendo derrotados los escoceses en Hallidon Hill [al SE de Escocia, en el límite con Inglaterra] el 19 de julio de 1333, lo que obligó a David Bruce a refugiarse en Francia. Felipe VI lo acogió con simpatía, lo cual irritó a la corte inglesa. [Por su parte, el accidentado e intermitente reinado de Balliol en Escocia no duró mucho, pues tenía en contra a la nobleza escocesa. Había sido coronado el 24 de septiembre de 1332, antes de la jornada de Hallidon Hill, pero su reinado se vio interrumpido en varias ocasiones, ya que los escoceses continuaban la lucha. En el otoño de 1339 su trono no tenía apenas consistencia. Finalmente abdicó en enero de 1356, muriendo en 1364 en Inglaterra]. Eduardo III se tomó como un ultraje el asilo dado a David Bruce en Francia. Como contrapartida, apoyó a Roberto de Artois, enemigo de Felipe VI. Ante todo, Eduardo era un joven activo y ambicioso. Intentó asegurarse la alianza de los príncipes de los Países Bajos, a fin de que su plan contra Francia tuviera garantizado el éxito. Pero con el más importante de ellos, Luis de Nevers, conde de Flandes, no fue posible el acuerdo, ya que éste se mantuvo fiel a Francia, pues no olvidaba la ayuda de Felipe contra los ganteses. Eduardo III continuó estableciendo alianzas con esos príncipes. En 1328 se había casado con Felipa de Hainaut, hija del conde Guillermo I de Hainaut. Pactó, asimismo, con el duque de Brabante y compró el apoyo del emperador Luis de Baviera [Luis IV del Sacro Imperio], que no le sirvió apenas de nada, pues, más bien, fue un estorbo. Por su parte, Felipe VI se alió con el obispo de Lieja y con Juan el Ciego, rey de Bohemia [entre 1310 y 1346, año de su muerte en la batalla de Crécy] y miembro de la Casa de Luxemburgo. También envió refuerzos a los partidarios de David Bruce en Escocia. Las hostilidades empezaron en 1337. Los franceses incendiaron por sorpresa la isla de Guernesey, en el Canal de la Mancha, y el importante puerto de Portsmouth, al sur de Inglaterra. Por su lado, los ingleses atacaron a tropas flamencas en la isla de Cadzand o Cadzant [en la actualidad una localidad holandesa, ya que la isla terminó uniéndose físicamente a Zelanda]. El 22 de julio de 1338 desembarcaba Eduardo III en Amberes. Sus aliados neerlandeses y flamencos trataron de eludir sus compromisos, así como el emperador. Con el fin de presionar al conde de Flandes, prohibió la exportación de lana inglesa a las florecientes ciudades textiles del condado: Brujas, Gante e Ypres. La burguesía flamenca prefirió la buena marcha de sus negocios a la actitud del conde, Luis de Nevers, que se vio indefenso. La dirección del condado la tomó Gante a través de Jacobo van Artevelde, un rico burgués [ver supra]. Con el fin de que los burgueses flamencos superasen los escrúpulos de tal decisión, el propio Eduardo III se hizo proclamar rey de Francia en Gante. La política real y dinástica de Eduardo se alió así sólidamente con los intereses de la rica burguesía flamenca, para la que la política se subordinaba a la economía. Ahora disponía Eduardo de una firme base en el norte. Acudió rápidamente a Londres para solicitar subsidios al Parlamento, que le fueron concedidos. El 23 de junio de 1340, la flota inglesa derrotaba a la francesa ante La Esclusa [Sluis, al SO de Zelanda]. Sin embargo, el fracaso del sitio a Tournai condujo a la Tregua de Esplechin [25 de septiembre de 1340]. Jacobo van Artevelde fue asesinado en julio de 1345, durante un motín de los tejedores ganteses. Se deshacía así la coalición de los príncipes. El emperador Luis IV se pasó al bando francés, donde siguió siendo tan inútil como antes. En 1343 Francia compraba con dinero contante y sonante el Delfinado, dando origen así a que los herederos del trono francés ostentasen el título de delfín. A pesar de la Tregua de 1340, Eduardo III desembarcaba en 1346 de improviso en Normandía. La táctica militar inglesa experimenta un drástico giro, apoyándose en los arqueros. El 26 de agosto de ese año los franceses sufrieron una grave derrota en Crécy [al NO de Francia]. El rey de Bohemia [Juan el Ciego], el conde de Flandes [Luis de Nevers] y muchos otros grandes señores perecieron en la batalla. Después de un sitio de once meses [iniciado el 4 de septiembre de 1346], los ingleses tomaban Calais, que no volvió a manos francesas hasta 1558. Algunas semanas después de Crécy, el 17 de octubre, los ingleses derrotaron e hicieron prisionero a David Bruce, que había vuelto a Escocia, en la batalla de Neville’s Cross [al W de Durham, en Inglaterra]. Por la intercesión del Papa, una nueva tregua se acordó en septiembre de 1347, que se prolongó hasta 1355. La tregua fue aprovechada por ambos contrincantes para preparar una nueva acción decisiva. Los ingleses reunieron tres ejércitos: uno en Guyena [al SO de Francia], otro en Bretaña y un tercero en Normandía. El nuevo rey de Francia, Juan II el Bueno (1350 – 1364), consiguió amplios subsidios de los Estados Generales. Salió al encuentro del Príncipe Negro [Eduardo de Woodstock], hijo de Eduardo III, que asolaba Guyena. El rey francés sufrió otra gran derrota en Maupertuis, cerca de Poitiers, el 19 de septiembre de 1356. El Príncipe Negro hizo prisionero a Juan II y lo envió a Inglaterra. El desastre provocó una grave crisis en Francia. La burguesía parisina, dirigida por Étienne Marcel [ver nota nº 4], sólo transigió con los impuestos del rey a cambio de una amplia participación en el Gobierno. Otro elemento desestabilizador fue Carlos II el Malo de Navarra, un ambicioso sin escrúpulos que aspiraba a la corona de Francia en su condición de hijo de Juana de Evreux [se conoce así a la reina Juana II de Navarra por su casamiento con Felipe de Evreux; fue reina de Navarra entre 1328 y 1349, año de su muerte; era hija de Luis X de Francia y de Margarita de Borgoña]. La realeza en Francia veíase abocada a contar con la burguesía. La situación del país era de desorden económico y la revolución gravitaba en el ambiente. No es extraño que esta revolución resultara más tardía en Francia. En Inglaterra, desde la jornada histórica de Hastings en 1066, se había conseguido la unidad política y nacional que no llegó a Francia hasta el reinado de Felipe IV el Hermoso. En Inglaterra, la oposición a Juan sin Tierra fue organizada y dirigida por los barones, es decir, por la clase militar, tras de la cual se agrupaba el resto de la nación. En cambio, en Francia, bajo Juan II el Bueno, es la burguesía la que asume la dirección del movimiento. Pero entre esa clase mercantil e industrial y la nobleza no es posible ninguna inteligencia. La hostilidad entre ambas clases crece tras los desastres de Crécy y Poitiers. En definitiva, el contraste es enorme entre el Parlamento de Inglaterra y los Estados Generales de Francia. El primero une frente al rey las distintas clases de la nación, deliberando conjuntamente y manifestando de común acuerdo la expresión de su voluntad; los segundos, compuestos por tres estamentos que discuten y votan por separado, constituyen en realidad tres asambleas distintas de privilegiados. Mientras que el Parlamento inglés es un órgano indispensable de gobierno, los Estados Generales son una especie de ultima ratio a la que se acude por necesidad económica. De ahí la preponderancia de la burguesía, que es la que posee el dinero. Las propuestas de Étienne Marcel al delfín no consisten más que en infiltrar en la administración del reino el mismo espíritu de inspección y de legalidad que preside las administraciones urbanas. Cuando Marcel habla de Estados Generales piensa principalmente en la burguesía, y, ante todo, en la burguesía de París. La capital del reino no sólo llevará la dirección del movimiento, sino que comienza a convertirse en una ciudad sin par en toda Francia. Desde mediados del siglo XIV sus agitaciones conmoverán a toda la nación. Ésta es una de las razones por las que se aleja de la capital a los Estados Generales, que en 1358 fueron reunidos en Compiègne. Parecía que la guerra civil estaba a punto de estallar. Étienne Marcel trataba con Inglaterra, con el rey de Navarra y con las ciudades flamencas. Al final estalló con desaforado ímpetu la revuelta campesina, la llamada Jacquerie (1358). Los campesinos viéronse exacerbados por los excesos de los soldados mercenarios, especialmente en la Champagne, en Picardía y en la comarca alrededor de Beauvais. Para ellos, la nobleza estaba desacreditada por las últimas derrotas militares. No soportaban los privilegios de la clase militar. Se ensañaron con ella. Irrumpieron en los castillos, matando a hombres, mujeres y niños. Lo destruían todo. La Jacquerie fue un sobresalto de desesperación, una explosión de rabia. La nobleza, pasada la inicial confusión, no tardó en reaccionar, y lo hizo con sanguinaria crueldad. Los campesinos fueron masacrados. Vieron impotentes su propia limitación. Ya no hubo más sublevaciones rurales en Francia hasta la Revolución. Se rompieron los débiles lazos entre la burguesía y la nobleza, que se agrupó alrededor del delfín, el futuro Carlos V. Los enemigos de Étienne Marcel se envalentonaron. Fue asesinado en París el 31 de julio de 1358. Eduardo III, en 1359-60, sitiaba Reims y avanzaba hasta Borgoña. La paz se hacía necesaria. Fue firmada en Brétigny [cerca de Chartres] el 9 de mayo de 1360. Eduardo recibía la Gascuña, Guyena, el Poitou y Calais, más tres millones de oro, a cambio de renunciar al resto de Francia. La extensión del reino retrocedía, sobre poco más o menos, a la que tenía al iniciarse el reinado de Felipe Augusto. Ello era suficiente para demostrar que los resultados de la Paz de Brétigny eran insostenibles. El Estado francés, a diferencia de las Casas de Luxemburgo, Baviera o Austria, descansaba sólidamente en la unidad geográfica, en la nacionalidad y en los intereses. Revertir este estado de cosas era cuestión de tiempo. Carlos V (1364 – 1380) heredó un reino devastado, agotado por los impuestos y expuesto a las bandas de mercenarios. Carlos, con suma habilidad, encontró la ocasión de desembarazarse de los mercenarios y lanzarlos contra Inglaterra. Fue interviniendo en la guerra desatada en Castilla entre Enrique de Trastámara [el futuro Enrique II] y el rey Pedro I el Cruel, aliado de Eduardo III. Carlos hizo un llamamiento en auxilio de Enrique. Envió a Castilla a Bertrand Du Guesclin [Duguesclin] al mando de las compañías de mercenarios. Pedro I fue vencido y muerto [en la batalla de Montiel, 23 de marzo de 1369]. La alianza firmada entre Carlos V de Francia y Enrique II de Castilla suponía una amenaza para las posesiones de Eduardo al NO de los Pirineos, en Aquitania. También en el norte obtuvo éxitos la política de Carlos. El nuevo conde de Flandes, Luis de Maele, hijo de Luis de Nevers, mantuvo una ambigua neutralidad entre ambas grandes potencias. Ofrecía a su hija Margarita al mejor postor. La partida la ganó Francia. Lille, Douai y Orchies fueron restituidas a Flandes, después de haberlas cedido en 1320 [ver supra], a cambio de casarse Margarita con Felipe el Atrevido, hermano de Carlos V, que había recibido en 1361 el Ducado de Borgoña como patrimonio. [El 19 de junio de 1369 se casaron Margarita III de Flandes y Felipe de Borgoña en la iglesia de San Bavón en Gante]. Entretanto, una revuelta de la Guyena contra el Príncipe Negro sirvió de pretexto a Carlos V para denunciar la Paz de Brétigny. En 1372 la flota de Castilla derrotaba a la inglesa frente a La Rochelle. En tierra, los ingleses apenas conservaron más que Calais, Burdeos y Bayona, cuando Eduardo III murió en junio de 1377. El Príncipe Negro había muerto un año antes [junio de 1376]. El hijo de éste, Ricardo II, ocupó el trono inglés cuando aún era un niño de nueve años. Al morir Carlos V tres años después de Eduardo [septiembre de 1380], le sucedió también un niño de once años, su hijo Carlos VI (1380 – 1422).
II. El periodo borgoñón (1432). Las dos regencias fueron igualmente tempestuosas. El reinado de Ricardo II se hizo célebre por la gran sublevación rural de 1381. Su causa esencial, como en la Jacquerie francesa, fue la miseria del campesinado, para quien tampoco tenía ojos el Parlamento. La guerra y el alza de los precios se cebó con los campesinos ingleses. La nobleza, en 1350, después de haber conseguido reducir el salario de los obreros agrícolas, envalentonada, pretendió restituir viejos derechos señoriales, tratando de que los campesinos volviesen a la servidumbre de la gleba. El peso creciente de los impuestos intensificó el odio de los campesinos. La agitación religiosa de John Wyclif, que socavó el respeto a la autoridad religiosa, provocó la catástrofe final. Esta es la razón de que la revuelta inglesa fuese más peligrosa que la francesa, pues mientras ésta debíase casi exclusivamente a la miseria de los campesinos, la inglesa añadió a ello el sentimiento campesino de ser víctima de una Iglesia y de una sociedad corrompidas por igual. Sus principales jefes fueron un jornalero, Wat Tyler [ver supra], y un sacerdote pobre, John Ball [ca. 1338 – 15 julio 1381, ahorcado y descuartizado], que inflamó a la masa campesina con las ideas de los lolardos de un comunismo ingenuo. Al igual que la Jacquerie, la sublevación campesina inglesa terminó en una matanza, no volviendo a repetirse. La guerra contra Francia sólo producía por entonces descalabros a Inglaterra. Se permitió que los ganteses fueran aplastados en la batalla de Roosebeke [ver supra], y, al año siguiente, la expedición contra Ypres al mando del obispo de Norwich fracasó (1383). En 1388, los ingleses aceptaron una tregua, renovada en 1396 por otros veinte años más. El descontento contra Ricardo II aumentó. La resistencia contra el rey la dirigió su tío Thomas de Woodstock [hijo de Eduardo III], duque de Gloucester, quien fue acusado por el Parlamento de alta traición, gracias a que Ricardo convenció a la asamblea [Thomas fue hecho prisionero en Calais, siendo asesinado el 8 de septiembre de 1397, seguramente por orden del rey]. Ricardo continuó en su empeño de querer eludir la autoridad del Parlamento, pero éste, en 1399, le privó de la corona, que le fue concedida a Enrique de Lancaster, quien reinó como Enrique IV (1399 – 1413). Enrique IV, con el fin de atraerse a los Lores «espirituales», rompió con los lolardos, introdujo la Inquisición y prohibió la traducción de la Biblia a la lengua vulgar. Mientras que Ricardo II, Enrique IV y Enrique V [1413 – 1422] se sucedían en el trono inglés, la larga regencia -impuesta primero por la minoría de edad y poco después por la locura de Carlos VI (1380 – 1422)- a que estuvo condenada Francia durante su reinado, abría de nuevo la era de las agitaciones y de las competencias que Carlos V había interrumpido sin suprimir la causa. Los tíos del rey, encargados del gobierno durante su minoridad, se consagraron especialmente a explotar el poder en provecho de su interés personal. Felipe de Borgoña [Felipe el Atrevido] volvía sus ojos hacia Flandes, su patrimonio futuro. La población industrial de las ciudades manteníase en un estado de agitación sostenida debido al encarecimiento de la vida y el estancamiento de los salarios. Los tejedores se presentaban como los defensores de los pobres contra los ricos. En 1379, los tejedores de Gante hiciéronse con el poder, siguiéndoles los de Brujas y los de Ypres. En contra tuvieron no sólo al conde de Flandes, sino también a todos los que tenían algo que perder: mercaderes, empresarios, comisionistas y artesanos enriquecidos. Los tejedores de Ypres y de Brujas sucumbieron ante tamaña coalición, pero los de Gante resistieron. Los artesanos de Lieja les enviaron víveres, mientras que Malinas también se subleva y el pueblo de París y de Rouen se levanta al grito de «¡Viva Gante!» La heroica ciudad, famélica, une los ímpetus de sus habitantes y los de otras ciudades, y, en un supremo esfuerzo, dirigido el movimiento por Philippe van Artevelde, lucha ante los muros de Brujas en una batalla decisiva, destrozando contra todo pronóstico al ejército del conde Luis de Maele [3 de mayo de 1382]. Ante semejante situación, Felipe el Atrevido, el heredero del condado de Flandes, no tuvo que esforzarse mucho para que la corte de Francia reaccionara, lo que se plasmó en la definitiva derrota de la revuelta en la batalla de Roosebeke [27 de noviembre de ese mismo año] (ver supra). Luis de Maele volvió a tomar posesión de su condado. Acababa de heredar de su madre el Artois y el Franco-Condado, territorios que, a la muerte de Luis de Maele en 1384, heredó también Felipe el Atrevido, quien, unido todo ello a su ducado de Borgoña, se convertía en el vasallo más poderoso, con diferencia, de la Corona de Francia. Los Países Bajos gozaban de una independencia envidiable. Nominalmente vasallos del Imperio, desde el largo interregno [1254 – 1273] eran ajenos a sus luchas. Siguiendo el juego de sus propios intereses, miraban tanto a París como a Londres. A partir de 1250 se unieron los condados de Hainaut, Holanda y Zelanda, y, desde 1286, uniéronse los ducados de Brabante y de Limburgo. En 1345, la Casa de Baviera heredó los condados de Hainaut, Holanda y Zelanda, y en 1355 la Casa de Luxemburgo se apropió -gracias al matrimonio de Juana, heredera de Brabante y de Limburgo, con Wenceslao, hermano del emperador Carlos IV- de estas dos hermosas provincias. Pero ninguna de ambas Casas era capaz de mantener tan apetitosa herencia. Rápidamente, Felipe el Atrevido triunfó sobre una y otra. Cuando murió, en 1404, la influencia de su dinastía había logrado inmensos progresos en los Países Bajos. La ironía de la historia quiso que aquel matrimonio de 1369 [entre Felipe de Borgoña y Margarita de Flandes] fuese el puno de partida de ese poder borgoñón que llegó a convertirse en el más cruel enemigo de Francia. El sucesor de Felipe de Borgoña fue su hijo Juan sin Miedo (1404 – 1419), ya un verdadero príncipe borgoñón, y para quien sus intereses en el norte, especialmente Flandes, determinaron su política. La industria flamenca le obligó a contemporizar con Inglaterra [proveedora de lana] y a tratar de poner fin al Cisma. Sus avances en el norte amenazaban directamente a Francia. Al caer en la locura el rey, Carlos VI, se hizo cargo del gobierno su hermano Luis de Valois, duque de Orleans, quien impuso una política completamente hostil a Juan sin Miedo. Éste lo hizo asesinar el 23 de noviembre de 1407. En su objeto de socavar la corona francesa, Juan sin Miedo unió su causa a la de la democracia urbana que había tenido su máximo jefe en Étienne Marcel. Enfrente tenía al conde de Armagnac y a los armagnacs, defensores de la monarquía francesa. El grito de ¡Viva Gante! fue sustituido ahora por el de ¡Viva Borgoña! El hombre de confianza de Juan en París era el sanguinario Simón Caboche, un carnicero, quien, junto con sus secuaces, destrozaron a los armagnacs, imponiendo sus exigencias en los Estados Generales de 1413. Esta revuelta de los Cabochiens, en realidad una guerra civil entre borgoñones y armagnacs, fue un golpe muy duro para Francia en medio de la Guerra de los Cien Años. Reinó el caos. El rey inglés, Enrique V [1413 – 1422], reanudó las hostilidades en 1414, destrozando ese mismo año a los franceses en la batalla de Azincourt (25 de octubre), cuya peor consecuencia fue que Normandía quedó abandonada a los ingleses. Las exigencias de éstos fueron tan desmesuradas que Juan sin Miedo púsose de lado del delfín, a pesar de que alrededor de éste se agrupaban los armagnacs. Lo que pretendía el de Borgoña era neutralizar tanto a franceses como ingleses. Pero las pasiones estaban desatadas. El propio Juan fue asesinado de un hachazo el 20 de septiembre de 1419, haciéndole expiar así el asesinato del duque de Orleans. El sucesor de Juan fue su hijo Felipe el Bueno (1419 – 1467), quien, durante trece años, se entregó con fervor a vengar la muerte de su padre y a degradar en la medida de sus posibilidades el reino de Francia. El delfín, el futuro Carlos VII, era un hombre sin energía y sin talento militar: hubo de replegarse más allá del Loira. Ingleses y borgoñones proclamaron en 1422 rey de Francia a un niño, Enrique VI [1422 – 1461], de la Casa de Lancaster. Pero el pueblo francés ignoró esta absurda proclamación, limitándose a considerarla inexistente. El sentimiento dinástico de ese pueblo continuaba siendo tan universal y tan profundo como el sentimiento religioso. Esta devoción monárquica no explica el caso de Juana de Arco -lo sobrehumano no se explica-, pero constituye su punto de partida, su condición indispensable. Juana de Arco es sin duda la sublime expresión del sentimiento nacional de los campesinos de Francia, sentimiento nacional que se confunde con la fe religiosa y al cual el recuerdo del buen rey San Luis asoció indisolublemente la monarquía. Por lo que se refiere a la nación, la liberación de Orleans (mayo 1429) le procura súbitamente el estímulo que la endereza y le devuelve sus energías. La Doncella disipa la enrarecida atmósfera de las querellas entre los partidos. Ha bastado esta aparición tan pura para que Francia se recupere frente a los ingleses y los borgoñones. Capturada en el sitio de Compiègne [el 23 de mayo de 1430], fue quemada viva en Rouen [el 30 de mayo de 1431]. Pero la obra iniciada por ella no se detuvo. En 1435 Felipe el Bueno firma con Carlos VII una paz que deja en lo sucesivo a los ingleses solos contra Francia. Ese mismo año, París abre sus puertas a las tropas del rey, quien acude a tomar posesión de su capital [el 17 de julio de 1429 había sido consagrado en Reims por la propia Pucelle, esa analfabeta, jovencísima y visionaria Juana de Arco que oía las voces de «sus santas»]. En 1449, Rouen vuelve a ser tomada por los franceses, quienes recuperan toda la Normandía con la victoria de Formigny en 1450; Burdeos y Bayona caen en 1451, y este mismo año, tras la batalla de Châtillon, el enemigo evacua los últimos puestos que aún ocupaba al sur del reino. De todas sus conquistas, sólo le queda Calais [recuperada por Francia en 1558]. El único resultado duradero de la Guerra de los Cien Años fue la creación de un poderoso Estado borgoñón en la frontera norte del reino. Felipe el Bueno consiguió reunir bajo su mando los distintos territorios de los Países Bajos. Solamente firma la Paz de Arras [septiembre de 1435] cuando Carlos VII le cede el Artois y las ciudades del Somme. Los años siguientes conseguirá la posesión de Luxemburgo y el protectorado de los principados eclesiásticos de Lieja y de Utrecht[13]. El emperador Segismundo [31 mayo 1433 – 9 diciembre 1437] protestó rabiosa e inútilmente contra la potencia borgoñona que se anexionaba estos feudos imperiales.
Capítulo III. EL IMPERIO. LOS ESTADOS ESLAVOS Y HUNGRÍA I. El Imperio. Alemania adoptó durante el largo interregno (1254 – 1273) la forma política que habría de conservar hasta los tiempos modernos. Los elementos de su constitución política no están trabados entre sí: príncipes laicos y eclesiásticos, ciudades libres, nobleza y Dieta (Reichstag). El panorama es el de una anarquía monárquica, pues este extraño ser político está desprovisto de una legislación común, de recursos económicos y de funcionarios. Se trata de un conjunto de partes que no constituyen un todo. Desde el fin de la lucha de las investiduras, la realeza no pudo en Alemania constituir un Estado unitario. Las aventuras y empresas imperiales menoscabaron a la realeza. Ésta no goza de prestigio alguno desde Rodolfo de Habsburgo, elegido [Rey de Romanos] en 1273. Aunque resulte paradójico, fue tal vez la idea imperial, causa de la caída de la realeza, la que a su vez mantuvo su existencia. Rodolfo I de Habsburgo, que reinó entre 1273 y 1291, no encontró tiempo de ir a Roma y recibir la corona imperial. Alemania le absorbió por completo. Una de las principales debilidades del poder monárquico en Alemania, es que no era hereditario, sino que se obtenía por elección. Ni el Papa, ni los electores, ni los príncipes estaban dispuestos a permitir la herencia de la corona. Tampoco las ciudades necesitaban de la monarquía, pues se defendían por sí mismas a través de ligas regionales. Tampoco los príncipes eran lo suficientemente poderosos como para someterlas. Las agresiones francesas al territorio occidental de Alemania no eran respondidas con la contundencia necesaria, entre otras razones porque Alemania carecía de sentimiento nacional. Cada uno cuidaba de sus propios intereses. Rodolfo se dedicó a sus negocios y a los de su Casa. Al principio de su reinado, en 1278 [el 26 de agosto], con la ayuda del rey [Ladislao IV] de Hungría, obtuvo una brillante victoria [en Marchfeld, junto al río Morava, en la Baja Austria] sobre Ottokar II, rey de Bohemia [quien murió en la batalla], lo que le permitió entregar en feudo a su hijo Alberto los valiosos ducados de Austria y de Estiria. Este fue el inicio del engrandecimiento de esa pequeña todavía Casa de Habsburgo. Después de Rodolfo, los electores lo reemplazaron por un rey aún más pobre y más débil, Adolfo de Nassau (1292 – 1298). En 1294 se alió con Eduardo I de Inglaterra contra Francia, pero, en el fondo, no le importaba esa amistad. Sólo estaba interesado en apoderarse de Turingia, pero no tenía dinero para ello. Los electores le depusieron, eligiendo a Alberto, el hijo de Rodolfo. Los planes de Alberto de adscribirse Bohemia se truncaron con su asesinato en 1308. Sus herederos no lo olvidarían nunca. Fue entonces cuando los electores nombraron rey de Alemania a Enrique de Luxemburgo [Enrique VII, 1308 - 1313], gracias en buena medida a la influencia de su hermano Balduino, arzobispo-elector de Tréveris. Enrique, que era valón y estaba impregnado de la cultura francesa, fue considerado como un extranjero en Alemania. Pero fue él quien reanudó la tradición imperial, pues no tenía interés en los asuntos alemanes. Cuando se presentó en Italia, despertó grandes esperanzas que pronto se verían defraudadas. Las luchas fratricidas entre las repúblicas italianas (Pisa, Génova y Florencia, pues Milán se entregó en manos del condottiero o del tirano de turno, especialmente los Della Torre), las anacrónicas facciones de güelfos y de gibelinos, le obligaron a tomar decisiones que le perjudicaron, hasta el punto de decepcionar a todos [incluido Dante, que había creído mucho en él]. Roma padecía la rivalidad entre los Colonna y los Orsini. Sólo Venecia conservaba una calma y poderío que usó contra su rival, Génova. Enrique deseaba sinceramente reconciliar a los partidos y hacer posible la paz. Pero no tenía la fuerza suficiente para ello. Todos se volvieron en su contra.
[Enrique VII del Sacro Imperio (Valenciennes, 1275 – Buonconvento, Siena, 24 agosto 1313). Conde de Luxemburgo. Elegido rey de Alemania y Rey de Romanos en 1308, fue coronado en Aquisgrán el 6 de enero de 1309. En octubre de 1310 se presenta en Italia, a fin de poner paz entre güelfos y gibelinos, siéndole colocada la corona de hierro en Milán el 6 de enero de 1311. Es ungido emperador por tres cardenales (no por el Papa), en el Palazzo Laterano de Roma, el 27 de junio de 1313. Fracasó por completo en su empresa. Sus principales enemigos fueron el papa Clemente V (1305-1314) y el rey Roberto I de Nápoles, sostenedor del partido güelfo. Dante, exiliado de Florencia desde 1302 por oponerse a la facción de los Güelfos Negros partidarios de Bonifacio VIII, recibió con gran entusiasmo la llegada de Enrique a Italia, depositando en él enormes esperanzas. Entrevistóse con Enrique en una ocasión, no se sabe con certeza si en Milán o en Pisa, en 1311 o 1312. Dante trató de convencerlo, personalmente y mediante sus escritos, de que invadiese Florencia, cosa que finalmente se decidió a hacer, poniendo sitio a la ciudad el 10 de septiembre de 1312, aunque ya era demasiado tarde. El asedio terminóse el 30 de octubre. Entre los escritos de Dante a favor de los derechos del Emperador, destaca su tratado De Monarchia, «razonada defensa del principado universal y casi contestación a la bula Unam Sanctam de Bonifacio», en palabras de Giovanni Papini]
A Enrique VII le sucedió Luis IV de Baviera (1314 – 1347). Cruzó los Alpes, pero se encontró con la encarnizada oposición del Papa. Juan XXII lo excomulgó en 1324. Los Hermanos Menores Espirituales le fueron afines, de igual modo que Marsilio de Padua aprovechó para publicar su Defensor Pacis. Sin darse cuenta de que era manipulado, Luis dejóse llevar a una aventura que lo perdió. Su coronación en el Capitolio de Roma (1327) fue una lamentable parodia. Se entregó al pueblo romano. Una comisión de eclesiásticos y de laicos excomulgó a Juan XXII, nombrando en su lugar a un monje mendicante con el nombre de Nicolás V. El pobre hombre se arrepintió muy pronto, implorando el perdón del Papa en Aviñón. De igual modo se condujo el pueblo romano, que pidió al Papa la absolución. Aunque Juan XXII murió en 1334, sus sucesores, Benedicto XII y Clemente VI continuaron implacables. La alianza de Luis con Eduardo III de Inglaterra fue una ilusión. El rey alemán estaba desorientado. Su principal debilidad era que Alemania no era un Estado; de ahí las humillaciones que hubo de sufrir. Luis quedó abandonado. Su desavenencia con la Casa de Luxemburgo le perdió. Los electores nombraron entonces a Carlos IV (1346), hijo de Juan el Ciego de Bohemia y nieto de Enrique VII. Un azar afortunado quiso que Enrique VII acordase el matrimonio [celebrado en 1310] de su hijo Juan el Ciego con la heredera de Bohemia, Isabel, hija menor de Wenceslao II [1271 – 1305] y nieta de Ottokar II. Carlos IV era, pues, rey de Alemania y de Bohemia. En 1355 se convirtió en emperador. Evitó la enemistad con el Papa. Unió para su Casa a Bohemia, Moravia, Silesia y Lusacia[14], apoderándose también de la frontera de Brandeburgo en 1372. Éste fue el origen de un poder compacto en el este de Alemania, cuyo centro era Bohemia. En 1356, mediante la Bula de Oro, confirmó las atribuciones y composición del Colegio de Electores[15], que se mantuvo así hasta la época napoleónica. Consiguió que su hijo Wenceslao fuera nombrado Rey de Romanos en 1376. El reinado de Wenceslao de Luxemburgo [nacido en febrero de 1361 y fallecido en agosto de 1419] fue para Alemania un interregno, pues su único interés era Bohemia [de la que era rey desde 1363, con el nombre de Wenceslao IV; Rey de Romanos desde 1376 hasta 1400, aunque nunca fue nombrado emperador]. Los cuatro electores de la región del Rhin lo depusieron en 1400. La entrega de la corona de Alemania al conde palatino Ruperto [Roberto III, 1352 - 1410] fue un rotundo fracaso. Su incursión en Italia sólo suscitó el desprecio de las más relevantes repúblicas. Regresó a sus dominios del Palatinado, donde murió avergonzado. Los electores volvieron de nuevo sus miradas a la Casa de Luxemburgo. Wenceslao, que aún vivía, tenía dos hermanos, el margrave Juan de Moravia y Segismundo, rey de Hungría. Al votar a los dos encontróse Alemania con tres reyes, pues Wenceslao no había renunciado nunca a la corona. Al morir Juan en 1416 y Wenceslao en 1419, Segismundo se quedó solo. [Segismundo de Luxemburgo (1368 – 9 diciembre 1437), era rey de Hungría y Croacia desde 1387, rey de Bohemia desde 1419 y emperador desde 1433]. Segismundo [que era hermano de Wenceslao IV de Bohemia], impotente ante los turcos, concentró sus esfuerzos en organizar eficazmente el Concilio de Constanza, que, como vimos, se inauguró el 5 de noviembre de 1414. La revuelta husita le impidió tomar posesión efectiva de su reino de Bohemia. Finalmente, una vez derrotados los taboritas por los utraquistas y neutralizados éstos últimos por la nobleza checa (ver supra), Segismundo pudo entrar en Praga en 1434. Con su muerte, los reinos de Bohemia y de Hungría pasaron a manos de su yerno Alberto de Austria [Alberto II del Sacro Imperio (1397 – 1439), casado con Isabel de Luxemburgo (1409 – 1442)]. De este modo, los vastos territorios de la Casa de Luxemburgo se unieron a los ducados de Austria y de Estiria. El objetivo de la Casa de Habsburgo estaba logrado. Una gran potencia dinástica, mezcla híbrida de países alemanes, eslavos y magiares, se consolidaba en el este de Alemania. [Alberto de Austria se convirtió en rey de Hungría en 1437, en rey de Bohemia en 1438, y este mismo año en Rey de Romanos y de Alemania]. Sería un error conceder al azar los beneficios de los Habsburgo. Si esta Casa tuvo suerte, es porque sus miembros la ayudaron. Desde finales del siglo XIII, toda la política de los Habsburgo consistió en procurarse, gracias a hábiles matrimonios, derechos que poder reivindicar sobre Bohemia, Hungría e incluso Polonia. Ni en Hungría ni en Bohemia la realeza estaba todavía unida suficientemente a la nación como para rechazar a un monarca extranjero. Bastaba entenderse con la alta nobleza. La falta, pues, de espíritu político de los checos y de los magiares, favoreció a los Habsburgo. La situación de Alemania durante el siglo XIV no tiene nada que ver con la de Inglaterra o la de Francia. No posee impuestos ni una organización parlamentaria. La Dieta es tan sólo una asamblea de prelados, príncipes, nobles y burgueses de las ciudades, que paralizan la acción del rey alemán, aunque sin sustituirlo. La Corona no dispone de funcionarios eficaces ni de recursos económicos. Si Alemania hubiese sido un Estado durante la Guerra de los Cien Años, podría haberse impuesto sin mucha dificultad en Europa. Pero no podía hacer nada. Más aún, pierde sus últimas posesiones italianas. Las soberanías locales de Alemania favorecen las fuerzas centrífugas. [Así, al menos, hasta que emergió Prusia con fuerza después de la Guerra de los Siete Años, a mediados del siglo XVIII]. Incluso la política de las principales ciudades, tales como Colonia, Nuremberg o Augsburgo, es puramente local. La burguesía no podía contrapesar a la nobleza. La única excepción fue la Hansa. Esta liga de ciudades comerciales del norte de Alemania [cuyo epicentro era Lübeck] logró neutralizar a Dinamarca y hacer del Báltico, hasta principios del siglo XV, un lago alemán. Desde mediados del siglo XIV los campesinos alemanes vuelven a una situación de servidumbre desterrada ya en el Occidente de Europa. Hubo algunas resistencias locales, caso sobre todo de lo que terminaría siendo la Confederación Suiza, cuyos cantones primitivos (Uri, Schwyz y Unterwalden) viéronse incrementados con los de Lucerna (1332), Zurich (1351) y Berna (1353), y que terminarían consolidándose tras la victoria obtenida en 1386 [9 de julio] en Sempach [ciudad del cantón de Lucerna] contra Leopoldo III de Austria.
II. Los Estados eslavos y Hungría. En el momento en que los pueblos eslavos aparecen en la Historia, ocupan la región que se extiende desde el alto Vístula y los Montes Cárpatos hasta el Dniéper. Durante el siglo V, al desplazarse los germanos hacia el oeste, los polacos se instalan en la cuenca del Vístula, los vendos se extienden del Elba al Mar Báltico y los checos toman posesión de Bohemia y de Moravia. Otros pueblos eslavos, tales como los búlgaros, serbios, croatas y eslovenos, colonizan el valle del Danubio y se internan en Tracia, en detrimento del Imperio bizantino. Los eslavos que quedaron en el este, caerán en la segunda mitad del siglo IX [a partir de 862] bajo el dominio de los varegos, esto es, los vikingos suecos. Estos varegos darían a esos eslavos el nombre de rusos. [El jefe de estos varegos es Rurik, cuyo hijo, Igor, se casará con Olga. Rurik, cuyo centro de poder es Novgorod, al NO de Rusia, muere en 879. Durante la minoría de edad de Igor gobierna Oleg, pariente de Olga, hasta el 912. Kiev cayó en sus manos, unificando el norte (Novgorod) y el sur (Kiev). Además de controlar la vía comercial del Dniéper, Oleg se aproximó a Bizancio. A finales del siglo X, los príncipes de la dinastía ruríkida llegan hasta el Mar Negro. Igor, reinó desde 912 hasta 945. Su viuda, Olga († 967), continuó gobernando con energía hasta 964, en que le sucedió Sviatoslav, hijo de Igor y de Olga, que gobernó hasta 972. Después de los enfrentamientos entre sus tres hijos, finalmente fue Vladimir quien se convirtió en único Príncipe de la Rus de Kiev en 978]. El nuevo país tenía una organización económica esencialmente comercial, como intermediario entre Constantinopla y el Báltico. Los varegos, inicialmente, instalados en la cuenca del Dniéper alrededor de sus príncipes en recintos fortificados (gorod), impusieron tributos a los eslavos, principalmente miel, cera y pieles. A principios del siglo XI [bajo el reinado de Vladimir I el Santo, 978 – 1015], los varegos se eslavizaron. Continuaron las prácticas comerciales y la explotación política de la población rural, conformándose una aristocracia de boyardos a la vez militar, mercantil y urbana. La aproximación a Bizancio favoreció el cristianismo. [La primera persona bautizada en la Rus de Kiev fue Olga, en 957]. Vladimir [nieto de Olga] convirtióse a la religión ortodoxa griega en 983. Su bautismo trajo consigo el de toda Rusia, desde los boyardos hasta el más humilde campesino. Causas históricas impidieron una mayor aproximación a Constantinopla. Entre ellas las sucesivas invasiones de pueblos venidos de Asia. En primer lugar, los pechenegos, derrotados por Yaroslav [Yaroslav el Sabio, 1019 – 1054, hijo de Vladimir I el Santo, que llevó a cabo la compilación legislativa conocida como Ruskaya Pravda, esto es, «La verdad rusa»] en 1036. Aún peor fue la invasión de los cumanos [de filiación turca], que llegaron hasta las mismas murallas de Kiev en 1096. Desde entonces las invasiones no cesaron. La región de Kiev comenzó a despoblarse y empobrecerse [desde mediados del siglo XII], languideciendo el comercio con Bizancio. La dispersión de la población se dirigió a las regiones de Galitzia [en el extremo oeste de la actual Ucrania], Volinia [al NE de Galitzia] y la que hay en torno a la ciudad de Suzdal [al NE de Moscú, cerca del Volga]. Esta emigración desde el sur al norte determinaría el porvenir de Rusia. La mezcla de los colonos eslavos de Suzdal con los fineses dio como resultado la Rusia moderna. Además, ahora la actividad puramente agrícola sustituye a la mercantil. Las ciudades del centro de Rusia, rodeadas de inmensos bosques, son ahora la residencia de los príncipes y de los boyardos. Moscú se funda en 1147. Su encumbramiento se debe a razones políticas. Sólo Novgorod conserva su importancia comercial, gracias al contacto estrecho con los mercaderes de la Hansa, hasta el punto que puede considerarse como una oficina hanseática, y, por tanto, alemana, en Rusia, desde principios del siglo XIII. Novgorod podría haber sido la puerta de entrada a Rusia del estilo de vida occidental, pero la rudeza del comportamiento de los mercaderes hanseáticos favoreció el desprecio y el odio entre alemanes y rusos. La diferencia religiosa obstaculizaba aún más la convivencia entre ambas comunidades. Pero lo peor para Rusia aún no había llegado. Apareció en la primera mitad del siglo XIII con la invasión de los mongoles de Asia. Jochi, hijo de Gengis Kan, conquistaba en 1223 toda la región ocupada por los cumanos entre el Don y el Volga. Su hijo Batu, kan de la Horda de Oro, se apoderó de Moscú en 1234 y de Kiev en 1240, subyugando a toda Rusia. Pero los mongoles no se establecieron al oeste del río Don, sino que se contentaron con cobrar regularmente su tributo. La invasión mongol frenó radicalmente la occidentalización de Rusia. La Horda de Oro comenzó su decadencia tras la muerte de Uzbek [Uzbeg] en 1341, situación que aprovecharon los Grandes Príncipes de Moscú para anexionarse los principados vecinos. La tarea de unificación la llevó a cabo el zar Iván III (1462 – 1505), aliado del kan de Crimea, aniquilando los residuos que quedaban de los mongoles. De otro lado, la invasión de los magiares (húngaros) determinó también el destino de los eslavos del sur y del occidente. Al penetrar en el valle del Danubio, los húngaros dividieron a los eslavos en dos grupos, que no tendrían nada que ver de aquí en adelante. Los checos y los polacos, separados por la invasión magiar de Bizancio y de los serbios y de los búlgaros, pasaron a formar parte de la Iglesia católica, al igual que los propios húngaros. Los alemanes estaban muy interesados en esta conversión, en la que pusieron gran empeño. Praga [973], en Bohemia, y Gniezno [999] (Gnesen en alemán), en Polonia, se convirtieron en obispados independientes. La revolución económica del siglo XII propició el retroceso de la nacionalidad eslava en beneficio de la germánica. Población rural alemana extendióse por los territorios de la orilla derecha del Elba, donde los caballeros sajones asesinaron a numerosos paganos indígenas. En el siglo XIII la Orden Teutónica consumó estas matanzas y esta repoblación. Los caballeros teutónicos germanizaron Prusia, como había ocurrido antes con Mecklemburgo y la Marca de Brandeburgo. Las orillas del Báltico dejaron de ser eslavas y se hicieron alemanas. La constitución política de Bohemia y de Polonia tiene mucho que ver con el hecho de que estas regiones no habían sido romanizadas. Este hecho rezagó y alejó de Occidente a ambos países durante mucho tiempo. En ambos casos nos encontramos con unos príncipes rodeados de incondicionales, hasta que uno de ellos se encumbra sobre el resto, pero no por ello puede prescindir de la nobleza para gobernar. La introducción del cristianismo en sendos países, a través de la evangelización, no cambió la situación política. El feudalismo, tal como se dio en Francia o en Inglaterra, no llegó a surgir, debido en buena medida a la ausencia de una administración romana anterior, como ocurrió en el Occidente europeo, cuyos funcionarios acabarían siendo los grandes vasallos de la realeza. La nobleza en Bohemia y en Polonia es la auxiliar natural del rey, cogobernando con él. Las atribuciones políticas de los reyes estaban limitadas y fiscalizadas por la aristocracia, una clase eminentemente militar. Si se conservó la unidad política a la vez que la unidad nacional, fue por la misma debilidad de una autoridad central dependiente de la nobleza. También se retrasó mucho la aparición de la burguesía. Bohemia se vio pronto involucrada en los asuntos alemanes. La muerte de Federico I Barbarroja [en 1190] quiso aprovecharla Bohemia para aumentar su independencia. En la lucha que mantuvieron Otón IV del Sacro Imperio [hijo de Enrique el León y rey de Alemania entre 1208 - 1215] y Felipe de Suabia [rey alemán de la Casa Staufen desde 1198 hasta 1208, en que fue asesinado], éste último, para asegurarse el apoyo del duque Ottokar I de Bohemia, le otorgó el título de rey [dinastía de los Premislidas o Premyslid] en 1198. Con Wenceslao I (1230 – 1253), Bohemia parecía destinada a germanizarse. Este rey apoyó con ahínco la inmigración alemana, favoreciendo la llegada de artesanos y comerciantes. Esta burguesía fue mucho tiempo extranjera entre los checos. No obstante, se apoyó en la realeza y le guardó sincera fidelidad. Sus progresos culminaron bajo Ottokar II de Bohemia (1253 – 1278). Los nobles del ducado de Austria, a la muerte del duque [Federico II en 1246], lo llamaron en su ayuda, reconociéndolo como su señor [a pesar de que aún no era rey, pues su padre, Wenceslao I, murió en 1253]. Ottokar II añadió a Austria el ducado de Estiria, arrebatado a los húngaros, y se hace reconocer como heredero del duque de Carintia. En la cumbre de su poder, los dominios de Ottokar II se extendían desde los Montes Gigantes [en los Sudetes occidentales] hasta el Adriático. A la muerte de Ricardo de Cornualles [en 1272, uno de los dos reyes del interregno], Ottokar aspiró a ser Rey de Romanos, pero al obtener el título Rodolfo I de Habsburgo [en 1273] la lucha entre ambos fue inevitable. Ottokar II fue derrotado y muerto en la batalla de Marchfeld [ver supra]. Los ducados del Danubio pasaron a los Habsburgo, que en adelante codiciarían Bohemia. Los sucesores de Ottokar II se orientaron hacia Hungría y Polonia. Wenceslao II de Bohemia (1278 – 1305) fue desde 1300 rey de Polonia. Con su hijo Wenceslao III, asesinado en 1306, se extingue la dinastía eslava de los Premislidas. Con la muerte temprana de Rodolfo I de Bohemia [en julio de 1307], hijo de Alberto I de Habsburgo [rey de Alemania desde 1282 hasta su asesinato en mayo de 1308], fracasó un primer intento de absorción de Bohemia por la Casa de Habsburgo. La aristocracia bohemia eligió entonces rey al duque Enrique de Carintia [Enrique de Bohemia, 1307 – 1310, si bien falleció en abril de 1335], marido [desde 1306] de la hermana mayor de Wenceslao III [Ana]. El reinado de Enrique generó descontento en Bohemia. Aprovechándolo, Isabel [Isabel I de Bohemia], hija menor de Wenceslao II, se casó en septiembre de 1310 con Juan el Ciego, hijo del emperador Enrique VII, de la Casa de Luxemburgo. La influencia alemana no había dejado de crecer en Bohemia. Sus progresos se detuvieron con la llegada de la Casa luxemburguesa. Juan el Ciego introdujo en Bohemia consejeros y funcionarios de los Países Bajos, que impulsaron el modelo administrativo francés. Su hijo Carlos IV [ver supra], encargado desde 1333 del gobierno, mejoró la obra de su padre. A pesar de sus gustos y educación francesa, los checos lo consideraron un rey nacional. No combatió la influencia alemana: se limitó a librarse de ella. En 1348 fundó la Universidad de Praga, la primera de Europa Central, cuyo modelo fue la Sorbona. Su inteligente y eficaz administración impulsó una burguesía autóctona. Con él surge el sentimiento nacional checo. La reacción antialemana manifestóse con su hijo Wenceslao IV [rey de Bohemia entre 1363 y 1419 y Rey de Romanos entre 1376 y 1400], cuando la explosión de la herejía husita. La guerra de los checos en favor de su religión nacional acrecentó en ellos el odio a Alemania. Finalmente, cuando los taboritas fueron derrotados por los utraquistas [ver supra], llegóse a un compromiso con éstos últimos por parte del Papa y de la nobleza bohemia, concretado en un Compactata [= acuerdo, pacto] negociado con el Concilio de Basilea en 1434. Buena parte de la nobleza volvió al catolicismo y se incautó, paradójicamente, de numerosos bienes eclesiásticos. El sucesor de Wenceslao IV fue su hermano Segismundo de Luxemburgo [ver supra], rey de Bohemia entre 1419 y 1437. Al morir sin hijos, le sucedió su yerno Alberto de Austria en Bohemia y en Hungría [Alberto II del Sacro Imperio, 1397 – 27 octubre 1439: rey de Hungría desde el 18 de diciembre de 1437; Rey de Romanos desde el 18 de marzo de 1438 y Rey de Bohemia desde el 6 de mayo de 1438. Celebró su matrimonio el 28 de septiembre de 1421 con Isabel de Luxemburgo, hija de Segismundo de Luxemburgo], quien murió luchando contra los turcos. Se hizo entonces cargo de la regencia el noble checo Jorge Podiebrad, debido a que el hijo de Alberto, Ladislao, era hijo póstumo, no convirtiéndose en rey de Bohemia hasta 1453. [Al fallecer Ladislao en 1457, fue coronado Jorge Podiebrad rey de Bohemia en 1458, manteniéndose hasta su muerte en marzo de 1471]. Bohemia se convertía así en un reino nacional e independiente. La influencia alemana retrocedió también en Polonia. Mientras que Bohemia está claramente delimitada por las montañas que la rodean, Polonia, extendida entre el Oder y el Vístula, es como una prolongación de la llanura rusa que se introduce en el norte europeo, de tal manera que está expuesta por todos lados menos por el sur, donde linda con los Montes Cárpatos. Sus fronteras han sido siempre muy fluctuantes. Boleslao Chobry el Bravo (Boleslao I de Polonia, † 1025) extendió su influencia hasta la Rus de Kiev, junto al Dniéper. Pero se trató de un poder artificial. Durante el siglo XIII, la Orden Teutónica se apoderó de Prusia y separó a Polonia del Mar Báltico. Los emigrantes alemanes fueron bien acogidos por entonces en Polonia, pues el país acababa de ser devastado por los mongoles, quienes habían alcanzado Silesia. Ésta región se germanizó con rapidez. Los alemanes que llegaron al interior de Polonia introdujeron la vida urbana y constituyeron una burguesía que conservó durante siglos su nacionalidad. La dinastía bohemia se introdujo en Polonia con Wenceslao II y con Wenceslao III (ver supra), que restablecieron el título real. A la muerte de Wenceslao III, los magnates llamaron al trono a Wladislao I [1320 – 2 de marzo de 1333]. A éste le sucedió su hijo, Casimiro III [rey entre el 25 de abril de 1333 y el 5 de noviembre de 1370]. Su acción en Polonia fue tan beneficiosa como la de Carlos IV en Bohemia. Fundó la Universidad de Cracovia en 1364. Pero sus intentos de modernizar la administración y occidentalizar la acción de gobierno fracasaron, pues la burguesía alemana de Polonia era insuficiente para auxiliar al rey. En este país agrícola, la nobleza, en la que predominaba su función jurídica, era incompatible con la monarquía, pues reivindicaba sólo para ella el derecho de formar una nación. Desprecia a los campesinos, que son impunemente explotados. Polonia, paradójicamente, aparecía como una democracia aristocrática. Casimiro III no pudo, pues, realizar su obra. El campesinado polaco siempre le recordaría como su benefactor. A su muerte se extinguió la dinastía de los Piastas. Le sucedió Luis I de Hungría [1326 – 1382, de la Casa de Anjou, rey de Polonia desde 1370], quien llegó a un pacto con la nobleza, esto es, haciéndole unas concesiones que dejaron cada vez más en manos de ella los destinos del país. No obstante, el poder polaco aumentó. Casimiro III había conquistado Galitzia y Volinia, extendiendo las fronteras polacas hasta Lituania. Desde principios del siglo XIV, los lituanos, alejados del Báltico por la Orden Teutónica, desplazáronse hacia el sur, extendiendo su dominio por los principados de la Rusia occidental y llegando hasta el Mar Negro. Se fueron convirtiendo al cristianismo ortodoxo. Al morir Luis I de Hungría, la nobleza polaca, para librarse de su yerno Segismundo de Luxemburgo [casado en 1385 con María I de Hungría, hija de Luis I], ofreció la mano de Eduviges [Santa Eduviges I de Polonia, 1373 – 1399, hija menor de Luis I de Hungría] al príncipe Jagellón de Lituania, a condición de que se convirtiese al catolicismo. Aceptó, se casó con Eduviges en 1386 y reinó en Polonia desde ese año con el nombre de Wladislao II [1351 – 1434]. Eduviges murió en plena juventud. El principado lituano se adscribió a Polonia (1386), aunque manteniendo su independencia. Ya hemos comentado que el establecimiento de la Orden Teutónica en Prusia oriental supuso el exterminio sistemático de los paganos lituanos. Los caballeros teutónicos, que emprendían sus campañas en invierno acompañados de príncipes y señores de Occidente, degradaron hasta niveles vergonzosos los principios morales del cristianismo, abandonando así el misticismo heroico de su primera hora. Esta depravación moral no se extendió a otras Órdenes militares, tales como la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta, o las españolas de Alcántara y de Calatrava. Los teutónicos administraron Prusia con criterios económicos [creando un verdadero Estado Teutónico], que le supusieron pingües beneficios y un enorme enriquecimiento. El principal destino de exportación del trigo de sus vastos dominios era Brujas, que servía de centro de distribución. A finales del siglo XIV, las ciudades y la nobleza de las campiñas soportaban su yugo con impaciencia. Casimiro IV Jagellón de Polonia [nacido en Cracovia en 1427, fue rey polaco entre 1447 y 1492, además de Gran Duque de Lituania desde 1440], hijo de Wladislao II, aprovechó esta circunstancia. Como lituano era enemigo natural de los alemanes. La guerra con la Orden Teutónica se hacía inevitable. Comenzó en 1409. El 15 de julio de 1410, en Tannenberg [en polaco, Stebark, en el N de Polonia, en la antigua Prusia oriental], los polacos infligieron una terrible derrota a los caballeros teutónicos. La Orden no se restableció nunca de ella. Las ciudades y la nobleza del Estado Teutónico se sublevaron. En 1454 se colocaron bajo señorío polaco. En 1466, por el Tratado de Thorn, el Gran Maestre de la Orden, Ludwig von Erlichshausen, cedió a Casimiro IV la Prusia oriental, con ciudades tan relevantes como Thorn, Danzig, Marienburgo y Elbing. El resto de Prusia conservaba su autonomía política, pero formando parte del Estado polaco. La nacionalidad eslava volvía a tomar posesión de unos territorios de los que había sido expulsada en el siglo XIII. Además de la costa del Báltico, el Estado polaco-lituano se extendió hasta el Mar Negro. La nobleza polaca consolidó su posición. Quedó libre del impuesto. Polonia se convertía en una república nobiliaria. En cuanto a los eslavos del sur, croatas, eslovenos, serbios y búlgaros, ofrecen un espectáculo muy distinto al de Bohemia y Polonia. Los croatas cayeron pronto bajo la dominación húngara. Pero los serbios y los búlgaros, establecidos en el valle del Danubio, aprovecharon la debilidad de Bizancio tras Justiniano II [685 – 695 / 705 – 711] para internarse en Macedonia y hasta en Grecia. A la larga se helenizaron, aunque los de Macedonia conservaron su idioma y costumbres. Bajo el basileus Román Lacapena [Romanus I Lecapenus] (920 – 944), los búlgaros impusieron tributo a Bizancio. Los búlgaros serían sometidos al Imperio por Nicéforo Focas (963 – 969), Juan I Tzimiskes [969 – 976] y Basilio II Porfirogeneta [976 – 1025]. No obstante, los búlgaros se sublevaron durante la Cuarta Cruzada [1198 – 1204], constituyendo el nuevo Imperio búlgaro. Balduino I de Constantinopla [1204 – 1205, 1er emperador del Imperio latino] pereció luchando contra ellos. Los serbios se libraron del dominio bizantino bajo Esteban Nemanja [1113 – 1199]. Su hijo Esteban I [Esteban I Nemanjic, 1217 – 1228] tomó el título de rey en 1221. Sus sucesores se engrandecen a costa de los búlgaros y del Imperio, especialmente bajo Esteban III Uros [Esteban Vladislav, 1234 – 1243] y su hijo Esteban IV [Esteban IV Uros, 1243 – 1276], quien conquista Macedonia, Albania y llega hasta el norte del Sava [río que discurre por Eslovenia, Croacia y Bosnia, desembocando en el Danubio], haciéndose coronar zar en 1346. Los magiares, después de sus peligrosas incursiones en Alemania, el N de Italia y Francia occidental, fueron detenidos por los emperadores sajones Enrique I [919 – 936] y Otón I [936 – 973], tras derrotarlos en las llanuras del Danubio. De este modo los magiares o húngaros se convirtieron al cristianismo. Estos húngaros son un buen ejemplo de la poca importancia que tienen las razas en el desarrollo histórico. Los magiares, por su origen y su idioma, eran fineses emparentados con los turcos y los mongoles, esto es, ajenos al grupo etnográfico de los pueblos indoeuropeos. Sin embargo, nada más establecerse entre éstos, adoptan su religión y llevan una vida social semejante a la de sus vecinos. El ser físico de los pueblos se subordina enteramente a su ser moral. Al hacerse cristianos, los húngaros entran de lleno en la comunidad europea. En la llanura del Danubio, los húngaros conquistaron, sometieron y redujeron a la servidumbre a la población eslava de la región. Pronto se formó entre ellos una nobleza de magnates. Tampoco hubo entre ellos feudalismo. Esteban I (997 – 1038), gracias a la corona que le envió el papa Silvestre II, adoptó el título de rey [fue coronado por un enviado papal el 17 de agosto del año 1000 en la ciudad de Esztergom (Gran en alemán, al NO de Budapest)]. Los magnates fueron asociados al ejercicio del poder, obteniendo en 1222 del rey Andrés II [1205 – 1235, quien también lo era de Croacia] una Bula de Oro que consagró su posición política. La Corona salvaguardó sus intereses, pero a costa del sacrificio del pueblo campesino. En Hungría, como en Bohemia y en Polonia, no había burguesía. A principios del siglo XII, la conquista de Dalmacia aseguró a Hungría una salida al Adriático. La actividad comercial no fue posible por las continuas guerras con Bohemia, Polonia, Alemania, los eslavos del sur, Bizancio y Venecia. Por el este, Hungría hubo de luchar contra los pechenegos y los cumanos procedentes de la Rusia meridional. También tuvo que guardarse de los rumanos, pueblo formado por fineses y eslavos que se mezclaron con los descendientes de los antiguos colonos romanos de la Dacia [por eso su lengua es romance, derivada del latín]. Pero los mongoles lo arrasaron todo. Concluidas las devastaciones, hubo que colonizar de nuevo toda Hungría. A ello se consagró el rey Bela IV (1235 – 1270), acudiendo a los italianos y haciendo venir nuevos alemanes, que se sumaron a los que ya había en Transilvania. Buda [la ciudad vieja de Budapest] fue fundada en 1245. Los italianos introdujeron la vid y los rumanos se extendieron ampliamente en la llanura danubiana como trabajadores agrícolas, sometidos a los húngaros. Treinta años después Hungría era ya lo bastante fuerte como para ayudar a Rodolfo I de Habsburgo contra Ottokar II de Bohemia [ver supra]. Los Habsburgo contaban con Hungría para sus planes dinásticos. Al morir Ladislao IV de Hungría [1272 – 1290] sin herederos, Rodolfo I de Habsburgo quiso disponer de Hungría a su antojo. Pero el papa Nicolás IV, que consideraba el país como un feudo de la Santa Sede, reivindicó la corona para Carlos Martel [de Anjou-Sicilia, 1271 – 1295, quien se convirtió en rey sin el asentimiento de los magnates; Carlos Martel de Anjou-Sicilia era hijo de Carlos II de Nápoles y sobrino de Ladislao IV, pues su madre, María de Hungría[16], esposa de Carlos II, y, por tanto, reina consorte de Nápoles, era hermana de Ladislao IV]. Desde 1290 los magnates ya habían entregado la corona de Hungría a Andrés III [1290 – 1301, hijo de Esteban el Póstumo y nieto de Andrés II]. Al morir Andrés III, los magnates reconocieron al hijo de Carlos Martel de Anjou-Sicilia, Carlos Roberto (1308 – 1342) [quien desde 1301 se disputaba la corona con otros dos pretendientes: Wenceslao III de Bohemia y Otón III de Baviera]. La Casa de Anjou, enemiga de los Habsburgo, se mantuvo en Hungría hasta la muerte de Luis I en 1382, y contribuyó a «occidentalizar» el país. El gran rey de esa Casa fue este Luis I de Hungría (1342 – 1382), que ocupó Moldavia, sometió Croacia y obligó a los venecianos a cederle las costas y las islas del Adriático hasta Durazzo [= Dirraquio = Dürres, hoy en Albania]. Pero la política de Luis resultó insensata por su amplitud y ambición. Al haber sido asesinado su hermano Andrés I de Nápoles, por orden de su propia esposa Juana de Nápoles en septiembre de 1345, Luis llevó a cabo dos expediciones de castigo contra el hermoso reino de la Campania. Luis, como rey también de Polonia [desde 1370, ver supra], extendió su poder desde el Vístula hasta el Adriático y el Mar Negro. Fundó la Universidad de Pécs [en 1367 / Pécs = Fünfkirchen en alemán, ciudad del sur de Hungría]. Al morir Luis I sin hijos varones, le sucedió en el trono su hija María I de Hungría [1382 – 1385], quien se casó [en octubre de 1385] con Segismundo de Luxemburgo. [María cogobernó con su esposo hasta su muerte en mayo de 1395, pero siempre en segundo plano]. El reinado de Segismundo [† 9 de diciembre de 1437] fue lastimoso para Hungría. Los turcos impedirán una política orientada hacia el Adriático. Le sucedió Alberto II del Sacro Imperio [† 1439], casado con Isabel, hija de Segismundo. En resumen, tanto los eslavos occidentales como los húngaros, a pesar de su conversión al catolicismo, se mantuvieron alejados de la influencia cultural del Occidente europeo. Demasiado pronto, el Imperio alemán de los Otones renunció a someterlos a su influencia. El cristianismo penetró en ellos a través de la evangelización. No conocen ni la organización dominial ni el feudalismo. Tampoco tomaron parte ni en la lucha de las investiduras ni en las Cruzadas. Ambos países, en cambio, fueron refugio de los judíos perseguidos del Occidente. Gracias a los alemanes, penetró en ellos la burguesía mercantil. Pero la germanización fue superficial y se detuvo a mediados del siglo XIV.
Capítulo IV. ESPAÑA. PORTUGAL. LOS TURCOS I. España y Portugal. El ínfimo espacio dedicado por Henri Pirenne al desenvolvimiento histórico de la Península Ibérica después de la desaparición del Estado visigodo y de la invasión musulmana en 711, no se corresponde con el importantísimo papel que los pueblos ibéricos desempeñaron en la política europea y global desde la segunda mitad del siglo XV. Al simplificar en exceso lo que aconteció en España durante la Edad Media, impide al lector comprender la preeminencia de Castilla desde la época de los Reyes Católicos. Sólo da unos mínimos trazos de lo acontecido en el Reino de Aragón, esbozos que ya anteriormente había dibujado con más detalle al hablar de las Vísperas sicilianas y de los intereses de ese reino peninsular en Sicilia y en el sur de Italia, frente a los angevinos de Francia. Si grave es no dedicar una síntesis al islam en España, por las repercusiones que sus avances científicos y culturales tendrían en toda Europa, peor aún es despachar a Castilla como un reino insignificante, en comparación con otros reinos europeos. Es cierto que no era ni mucho menos comparable con las monarquías nacionales de Francia y de Inglaterra, pero tendría que haber dedicado atención y explicar con rigor las causas de la fragmentación política peninsular, la preponderancia de las fuerzas centrífugas (tan bien representadas en las taifas), la controvertida cuestión del régimen feudal, la repoblación llevada a cabo por los reinos cristianos del norte peninsular, el auge de la producción de lana, y otras muchas cuestiones. Es, sobre todo, Castilla la que sale peor parada, y esto es un error en un historiador eminente. Pirenne, por desgracia, no está enteramente liberado de ese provinciano chovinismo francés, ni tampoco de esa visión de la Europa medieval, hoy ya trasnochada, para la que sólo cuentan Francia, Inglaterra, Flandes, Borgoña, el Papado, el Sacro Imperio, Sicilia y las repúblicas italianas. De ahí la escasa atención prestada también a Rusia, una grave falta de rigor histórico y de ecuanimidad. Estas son las razones por las que no resumimos este apartado, plagado de lugares comunes, que corroboran la antipatía que destila la síntesis histórica de Pirenne hacia la Casa de Habsburgo, concretándose más adelante en un retrato demasiado simplificado y sesgado de las cualidades como gobernante y estadista de Carlos Quinto. II. Los turcos. El único resultado que tuvo el Imperio latino improvisado en Constantinopla por la Cuarta Cruzada fue el de apresurar la descomposición del Estado bizantino. En casi todas las islas del Mar Jónico y a lo largo de las costas, se habían establecido factorías venecianas y genovesas. Los principados feudales, tales como el ducado de Atenas [fundado en 1205, al que se le unió el ducado de Neopatria, en la región de Tesalia, conquistado en 1319 por los almogávares de la Corona de Aragón, y que hasta 1377, con Pedro IV el Ceremonioso, no obtuvo propiamente el título de ducado, cayendo finalmente en manos de Florencia en 1390] y el principado de Acaya [o de Morea, fundado en 1205], se repartían Grecia. Los búlgaros y los serbios apoderáronse de Tracia y de Macedonia. Cuando [el basileus] Miguel VIII Paleólogo, en 1261, restableció la dominación griega, sólo quedaban de las posesiones europeas del Imperio apenas más que Constantinopla, Salónica [= Tesalónica, al NO de la Calcídica], Adrianópolis [hoy Edirne, al NO de la Turquía europea] y Filipópolis [llamada así por su fundador, Filipo II de Macedonia, el padre de Alejandro, y denominada hoy Plodiv, en Bulgaria]. Al otro lado del Bósforo, en Asia Menor, el Imperio conservaba aún la Anatolia occidental, con las ciudades de Bursa, Nicea y Nicomedia. Pero Bizancio no tenía ya viabilidad económica y era incapaz de defenderse solo de los turcos. Según Pirenne, las Vísperas sicilianas de 1282, por las que Carlos de Anjou es expulsado de la estratégica isla, fueron una catástrofe para el futuro del Imperio bizantino, pues impidió la formación de un Estado fuerte al sur de Italia que hubiese sometido Grecia, la península balcánica y Tracia, impidiendo así que los turcos otomanos cruzasen el Bósforo y pisasen suelo europeo [lo cual no deja de ser una atrevida conjetura; la evolución de un poder angevino poderoso al sur de Italia no la sabremos nunca; lo que sí sabemos con certeza es que Francisco I de Francia, durante la primera mitad del siglo XVI, prefirió aliarse con los turcos, esto es, con los infieles, que, además, entorpecían grandemente el comercio mediterráneo, antes que apoyar a Carlos V del Sacro Imperio contra ellos, con tal de debilitar al que también era rey de España, y, de paso, a los Habsburgo]. Los turcos, bárbaros de origen finés según Pirenne, acabaron con la brillante civilización islámica del Califato de Bagdad a partir del siglo X. Continuaron siendo, esencialmente, soldados y campesinos, aunque adoptaron la fe de los vencidos con tan encendido celo que proporcionó nuevo ímpetu a sus conquistas, ahora marcadas por un acentuado espíritu de proselitismo religioso. La gran invasión mongólica del siglo XIII los arrinconó en las montañas de Armenia. Pero pronto descendieron de ellas, avanzando por el oeste hacia el interior de Anatolia, tanto que en 1326 cayó Bursa en sus manos, y en 1330 Nicea y Nicomedia. El Imperio se había quedado sin posesiones en Asia. A la muerte de Andrónico III Paleólogo en 1341, aprovechando la minoría de edad de su hijo y sucesor, Juan V, un influyente cortesano, Juan Cantacuceno, hízose proclamar emperador, y, a fin de sostenerse contra los búlgaros y venecianos llamados por la Corte, dirigióse a los turcos, haciéndoles pasar el Bósforo. Las consecuencias fueron terribles. Los turcos emprendieron ahora la conquista de Europa. Amurates I [ = Murad I, bey (príncipe) del Imperio otomano entre 1359 y 1383, y sultán desde este último año hasta su muerte en junio de 1389] se apoderó de Adrianópolis en 1352, de Filipópolis en 1363, derrotó a los serbios en 1371, empujándolos hacia Macedonia, y entró en Sofía en 1385. El Imperio bizantino no pudo hacer otra cosa que dejar la defensa de Tracia en manos de los eslavos. Los serbios sufrieron una sangrienta derrota en la batalla de Kosovo (15 de junio de 1389), en la que murió su príncipe Lazar, aunque también el propio vencedor, Murad I. El hijo de éste, Bayaceto [Bayezid I] (1389 – 1403), sometió Bosnia, Valaquia [región histórica al sur de Rumanía], Bulgaria, Macedonia y Tesalia. Hasta el Danubio, casi toda la península de los Balcanes ya sólo era un anejo del Imperio turco. El papa Bonifacio IX predicó una Cruzada [en 1394], secundada por Segismundo de Luxemburgo y a la que se sumaron diversos príncipes cristianos, como, por ejemplo, Juan sin Miedo, el hijo de Felipe el Atrevido de Borgoña. Pero sus esfuerzos fracasaron estrepitosamente en Nicópolis [Nikopol, al N de Bulgaria] el 12 de septiembre de 1296, ante el ímpetu y la táctica militar desconocida por ellos de los turcos. Pero la conquista de Constantinopla aún se demoró algo más de medio siglo, en parte por las súbitas y amplísimas conquistas de un bárbaro con enorme talento militar, Tamerlán [= Timur] [9 abril 1336 – 19 febrero 1405]. Su Imperio se extendía desde Delhi hasta el Volga, sometiendo toda Persia, Armenia y Mesopotamia. El sultán Bayaceto hubo de levantar el sitio de la gran capital bizantina y acudir en defensa de Asia Menor, aunque Tamerlán y sus mongoles lo derrotaron por completo en Angora [Ankara] el 20 de julio de 1402. Pero el Imperio de Tamerlán fue tan repentino como efímero. A su muerte, las regiones sometidas se sublevaron. Ello permitió al hijo de Bayaceto, Solimán [Süleyman Çelebi, 1377 – 17 febrero 1411], reorganizar Anatolia. Otro sultán, Amurates II [Murad II] (1421 – 1451), reapareció ante las murallas de Constantinopla, reconquistó Salónica y restableció el poder turco en los Balcanes después de la batalla de Varna [cerca de esta ciudad, al este de Bulgaria, el 10 de noviembre de 1444]. Ahora sí era inevitable la caída de la gran metrópoli cristiana de Oriente. Para Pirenne, el único modo de salvar Constantinopla hubiera sido establecer a lo largo del Bósforo, en las islas [jónicas] y en el Danubio, bases militares poderosas y permanentes. Cuando Mahomet II [Mehmed II, febrero 1451 – mayo 1481] puso sitio en 1452 a la inmensa ciudad, nadie acudió a auxiliarla. Pirenne insiste en que no puede culparse a la Europa cristiana, pues el esfuerzo era demasiado grande [razón de más para subrayar los mezquinos intereses particulares de los príncipes de la cristiandad occidental]. El día del asalto, el 29 de mayo de 1453, el último emperador bizantino, Constantino XI Paleólogo, pereció combatiendo. Al día siguiente, el sultán vencedor entró en Santa Sofía y la transformó en mezquita [terrible destino para una de las más importantes y decisivas construcciones de la arquitectura cristiana de todos los tiempos].
LIBRO IX. EL RENACIMIENTO Y LA REFORMA INTRODUCCIÓN No hay nada común entre el Renacimiento y la Reforma. Propiamente hablando, ésta se opone a aquél. Lutero [1483 – 1546] no ofrece apenas parentesco con los humanistas. El humanista y sacerdote agustino Erasmo de Rotterdam [1466 – 1536] y el humanista y político inglés Tomás Moro [1478 – Tower Hill, 6 de julio de 1535] se separaron enseguida de este reformador revolucionario, cuya brutalidad y radicalismo preocupaban tanto al inteligente oportunismo de aquéllos, así como lastimaban sus gustos de elegancia y ponderación. Después de la sublevación de los campesinos alemanes y de la insurrección de los anabaptistas de Tomás Münzer [ca. 1490 – 1525], Lutero se sometió dócilmente a la dirección de los príncipes [también muchos de éstos vieron una oportunidad en la Reforma para desembarazarse del control que sobre ellos ejercía el Papado]. Con Juan Calvino [1509 – 1564], algo después de Lutero, la Reforma da un giro brusco y radical. Si con Lutero la Reforma acepta la dirección de los príncipes, Calvino pretende someter a éstos por completo, abogando por una religión austera, intolerante e incluso violenta con aquellos que no acepten la palabra de Dios tal como él la entiende e interpreta. El calvinismo no se conforma ya con la existencia nacional que le bastó hasta entonces al protestantismo. Su propaganda aspira a conquistar el mundo. La fe que inspira a los «elegidos» los impulsa a la acción política y con él se inaugura la época trágica de las guerras de religión. Capítulo I. LA TRANSFORMACIÓN DE LA VIDA SOCIAL DESDE MEDIADOS DEL SIGLO XV I. Italia y su influencia. El Renacimiento en Italia se inspira en la Antigüedad clásica, constituyéndose en un movimiento social, político y cultural de carácter laico, pero en absoluto anticristiano. De hecho, el contacto con la Antigüedad, especialmente la del Imperio romano, no se había perdido nunca en Italia durante el Medioevo. El desarrollo del Renacimiento en Italia discurre paralelo al del capitalismo económico. La ciudad arquetípica es Florencia, una especie de nueva Atenas del siglo XV, tanto en lo que se refiere al auge empresarial capitalista, el esplendor de las artes y de la arquitectura, el nuevo papel del príncipe, encumbrado gracias al comercio [y personificado en las figuras de Cosme I de Médicis, y, sobre todo, de Lorenzo el Magnífico, personalidad emblemática del mecenazgo cultural y artístico], así como por la aparición de la nueva teoría política, ejemplificada en Francesco Guicciardini [1483 – 1540] y especialmente en Nicolás Maquiavelo [1469 – 1527]. La ética deja de estar dominada ahora por la moral ascética propia del cristianismo medieval. [Es una ética en la que, sustentada en la virtù, sobresalen los valores cívicos]. Un número considerable de príncipes y de condottieri italianos, a pesar de favorecer las artes, el urbanismo y la economía, se distinguieron por sus crímenes, intrigas políticas y crueldad. Destacados ejemplos los tenemos entre los Visconti y los Sforza. Según Pirenne, Dante no llegó a comprender a Virgilio, precisamente por su acendrado cristianismo y su inclinación a la mística. La escolástica medieval pasa a ser un pensamiento teológico de segundo orden en la Italia renacentista. [El arte gótico es llamado así con un sentido despectivo, equivalente a «bárbaro»]. Los humanistas rescatan el empleo de un latín culto, al modo de Cicerón. El latín continuará siendo la lengua científica y de la alta cultura, pero el italiano y otras lenguas vernáculas se abren camino impetuoso por su flexibilidad y ductilidad. Aristóteles, en general, pierde la preeminencia frente a Platón y el neoplatonismo cristiano. II. El Renacimiento en el resto de Europa. Según Pirenne, el principal foco se halla en el territorio de los Países Bajos, singularmente en el condado de Flandes. No podemos caracterizar el Renacimiento nórdico como una simple imitación del de Italia. Nos encontramos con un silencioso trabajo que prepara tanto el Renacimiento como la Reforma. El capitalismo económico podrá desarrollarse ahora, sobre todo en las ciudades flamencas, con pleno vigor, sin depender tanto de Italia. Desde principios del siglo XV nos encontramos con la aparición de una nueva clase de capitalistas en Flandes, Inglaterra, Francia y las ciudades del sur de Alemania más en contacto con Venecia. No se trata de una continuación del viejo patriciado urbano, sino de mercatores, advenedizos y aventureros que se valen de su energía, inteligencia y habilidad. Su objetivo es la riqueza, y, para ello, necesitan disponer de libertad. Las trabas y el encorsetamiento de los oficios artesanos, la reglamentación proteccionista de las ciudades, no les benefician en absoluto. Para esta nueva clase la industria y el comercio han de desenvolverse sin limitaciones. No aceptan una libertad restrictiva, sino una libertad natural. El campo les ofrece grandes posibilidades, sobre todo contratando a cambio de un jornal a campesinos y trabajadores rurales que ahora desempeñarán un trabajo a domicilio, sin la vigilancia de los oficios. Estos nuevos trabajadores a domicilio, que dependerán de los agentes de la nueva clase de capitalistas, sostendrán la industria del Occidente europeo hasta la época de la Revolución francesa. Su explotación es un hecho. Además, los nuevos capitalistas van a encontrar en los príncipes unos aliados inesperados, ya que éstos necesitan dinero para financiar sus lujos y sus guerras, dinero que será suministrado por aquéllos en forma de préstamos a un alto interés. Ejemplo paradigmático de esta nueva clase financiera son los Fugger (Fúcares) en Alemania, comerciantes acaudalados que se convertirán en los principales prestamistas europeos durante el siglo XVI. Ellos financiarán a Carlos V, y, en menor medida, a Felipe II, cuyas dos bancarrotas tendrán onerosas consecuencias para estos nuevos banqueros alemanes[17]. Un ejemplo anterior lo proporciona Jacques Coeur en Francia, prestamista privilegiado de Carlos VII hasta su caída en desgracia en 1451. El nuevo desarrollo industrial del siglo XV se opone a la industria tradicional de las ciudades. La pañería flamenca urbana comienza a decaer desde mediados del siglo XIV. La industria de la tela terminará instalándose en el campo, en el trabajo a domicilio. La nueva organización del comercio y de la industria irá relegando a muchas de las prósperas ciudades medievales en beneficio de otras. Es lo que ocurre con Brujas, cuya clientela cosmopolita comenzará a abandonarla desde mediados del siglo XV y se trasladará paulatinamente a Amberes, cuyo puerto no está condicionado por las viejas restricciones. También en Inglaterra surgen los merchant adventurers, mientras que la marina holandesa comienza a sustituir a la hanseática. Ahora bien, las exploraciones geográficas de los portugueses, primero, y de los castellanos, después, cambiarán radicalmente la economía capitalista desde mediados del siglo XV. Las empresas promovidas por el príncipe portugués Enrique el Navegante († 1460), que culminarán con la conquista de la ruta de las especias a través del Océano Índico hacia la India y China, plagarán de factorías las costas occidentales de África. Ahora bien, Enrique no es un príncipe ávido de riquezas, sino de abrir nuevas rutas, de ampliar el espacio geográfico conocido. No había problema de superpoblación en Portugal, ni necesidad de extender su comercio. Tampoco en Europa. Las aspiraciones no eran primordialmente económicas, sino espirituales, esto es, un afán de ampliar el ecúmene conocido. A finales de 1487 o principios de 1488 Bartolomé Díaz dobla el cabo de Buena Esperanza. En mayo de 1498 Vasco de Gama llega a Calicut (Calcuta). Pero nada es comparable al descubrimiento del Nuevo Mundo en 1492. [La empresa colombina, que fue una empresa castellana, tuvo como resultado inmediato ampliar enormemente la superficie de los continentes]. En [septiembre de] 1513 [Vasco Núñez de Balboa], desde una sierra del istmo de Panamá, descubre el Océano Pacífico. En [agosto de] 1519 [una expedición española] al mando de Fernando de Magallanes emprende la primera vuelta al mundo, [empresa culminada por su compañero Juan Sebastián Elcano en 1521]. [En 1520 habían atravesado el Estrecho de Magallanes y doblado el Cabo de Hornos, en el extremo sur de América, dirigiéndose a las Molucas y descubriendo las Filipinas, siendo entonces Magallanes asesinado en una de las islas Molucas. Regresaron a través del Índico y de la costa occidental africana. Se demuestra empíricamente que la Tierra es redonda]. El comercio se trasladará del Mediterráneo al Atlántico. Afirma Pirenne que ni Cádiz ni Lisboa fueron las herederas de Venecia y de Génova, pero ni una sola vez menciona a Sevilla. Todo su interés está en destacar la importancia económica de Amberes durante la primera mitad del siglo XVI, cuando se convirtió en el puerto más importante de Europa. Amberes ofrece la posibilidad de simultanear las operaciones de exportación y de importación, pues Flandes tiene la capacidad de vender unos productos manufacturados que no existían en España. [Pero el puerto de Sevilla ofrece un panorama de actividad incomparable durante la primera mitad de la centuria, a despecho de que el comercio esté en manos de agentes flamencos, genoveses, holandeses, franceses e ingleses. Lo indiscutible, silenciado por Pirenne, es que toda esta actividad, tanto en Sevilla como en Amberes, repercute extraordinariamente en el engrandecimiento de la Corona de Castilla y en el poder de los Habsburgo españoles, dueños de todos los Países Bajos, indiscutible primera potencia europea durante largas décadas, a pesar de la fragilidad sobre la que se sostiene en muchos aspectos este edificio económico]. En 1531 se crea la Bolsa de Amberes, que pronto será seguida por las de Amsterdam y Londres. El desarrollo extraordinario del capitalismo financiero hizo posible las grandes empresas de Carlos V [quien no sólo hizo todo lo humanamente posible por mantener y engrandecer los inmensos Estados y territorios que le pertenecían, sino que se empleó a fondo por contrarrestar la expansión de la Reforma y defender sinceramente la fe católica. Pero ya hemos tenido ocasión de subrayar la antipatía de Pirenne a las dos ramas de los Habsburgo, la española y la austriaca]. Es cierto, como él mismo recuerda, que las bancarrotas financieras de Felipe II en 1575 y en 1596 terminan con la alianza del capitalismo privado con la política monárquica. Hacia 1550, las minas de España en Perú y en Méjico exportan grandes cantidades de plata a Europa, que circulará en forma de monedas, provocando una disminución del valor del numerario y un alza generalizada de los precios[18], lo que no impidió que la industria y el comercio continuasen recibiendo un fuerte impulso. Pero el desarrollo del capitalismo financiero no debe hacernos creer que la pequeña burguesía de las ciudades no siguiera fabricando objetos manufacturados para el mercado local en la mayor parte del Occidente europeo, incluida Alemania. También continuaron los oficios artesanos, que gozaron del proteccionismo municipal. Sólo disminuyó la rígida reglamentación de los gremios, favoreciendo así el comercio y la circulación de mercancías. En general, los príncipes temían una explosión de democracia popular, como las que tuvieron lugar en Flandes y en las repúblicas italianas durante el siglo XIV. Ahora bien, la autonomía política de las ciudades no podía sostenerse sin el apoyo de una fuerza militar propia. Los ejércitos permanentes de la realeza, obligó a que las ciudades se doblegaran ante los Estados modernos. Tanto desde el punto de vista económico como desde el político, las viejas ciudades viéronse superadas. [La rebelión de las Comunidades en Castilla (1520 – 1521) contra Carlos V sería un buen ejemplo de la impotencia de la burguesía ciudadana ante el poder autoritario del príncipe]. Además, la nueva burguesía era otra. Su principal interés consistía en la obtención de riqueza. Si el burgués medieval es un privilegiado del derecho, el burgués de los tiempos modernos lo es por su situación económica. El burgués del Medioevo vive para su ciudad; el de la Edad Moderna hace de ésta tan sólo su lugar de residencia, pues sus actividades económicas están diversificadas y divididas en múltiples lugares. La nueva economía capitalista deja desprotegidos a los trabajadores que realizan su tarea en sus propios domicilios en el campo, en condiciones ciertamente onerosas. Ya no hay una reglamentación gremial que los defienda. Surgirán nuevas instituciones de beneficencia, de la que es un buen ejemplo la reforma llevada a cabo en esa acción social en Ypres en 1525, en gran medida consecuencia de la labor desempeñada con sus escritos por el humanista español Juan Luis Vives [1492 – 1540], quien también se ocupó en reformar la instrucción y la educación de los niños y de los adolescentes. [Juan Luis Vives, amigo de Erasmo y de Tomás Moro, siempre estuvo muy preocupado por la educación y la asistencia social a los pobres]. Fue especialmente en Holanda y en Inglaterra donde se fomentó la instrucción de los niños pobres en talleres de aprendizaje que abastecerían las industrias manufactureras. [No obstante, a pesar de la legislación aprobada, la explotación laboral de esos niños fue una realidad incontestable]. Pirenne se refiere a las leyes inglesas de 1551 y 1562 sobre el trabajo de los pobres, precursoras del Act for the relief of the poor [Acta para el alivio de los pobres / Poor Relief Act] de 1601. Desde la segunda mitad del siglo XV surge una nueva especie de proletariado. Las transformaciones económicas afectaron grandemente a la agricultura. Por todas partes el arrendamiento libre sustituye a las antiguas tenencias feudales y hereditarias. El capitalismo no ha hecho desaparecer la servidumbre personal en el campo, como no ha suprimido en las ciudades las corporaciones de oficios. La abolición de una y otras no será proclamada hasta la Revolución francesa. Pero del mismo modo que los oficios dejan de desarrollarse y vegetan desde el siglo XVI, de igual suerte lo que subsiste de la servidumbre es ya sólo un arcaísmo, una supervivencia, el testimonio de una época superada, que se conserva en algunas tierras abaciales o en el fondo de provincias lejanas. España e Inglaterra sacrifican el cultivo de los cereales a la producción lanera, a fin de abastecer los telares de Flandes. Mientras la evolución capitalista en la Europa occidental hace del campesino un granjero o un asalariado, en Alemania surge una nueva forma de servidumbre, más despótica e inhumana que la medieval. La causa primera ha de buscarse en la brutalidad y en la omnipotencia de la nobleza, con la que no se atreven los príncipes territoriales. Desde que a finales del siglo XIII cesa la colonización de tierras eslavas más allá del Elba, los nobles se aprovechan del malestar producido por el exceso de población para oprimir a los campesinos. Al oeste del Elba proliferan las arbitrariedades y el recrudecimiento de las prestaciones, pero es al otro lado del gran río, en Brandeburgo, Prusia, Silesia, Austria, Bohemia y Hungría, donde esa explotación es llevada hasta sus últimas consecuencias. Los descendientes de los colonos libres del siglo XIII fueron despojados sistemáticamente de sus tierras y reducidos a la condición de siervos de cuerpo (leibeigene). Desde mediados del siglo XVI, toda la región al este del Elba y de los montes Sudetes se llena de Rittergüter [señoríos] explotados por Junkers [nobleza rural] de manera despiadada. En términos generales, el aumento de la fortuna durante el periodo considerado sólo benefició a los grandes propietarios territoriales, a la nobleza, a la Iglesia, a los grandes comerciantes y a los manufactureros. La clase media de los pequeños productores independientes está en franca regresión. Para Pirenne, la aristocracia y la plutocracia son los dos términos que mejor caracterizan la transformación producida en la época del Renacimiento. III. Las ideas y las costumbres. En este apartado vuelve Pirenne a dar muestra de su relegación de España en el ámbito de la cultura y del arte. No le duelen prendas en hablar de humanistas menores, pero se olvida de nuestro Elio Antonio de Nebrija. Cuando se refiere al mecenazgo de algunos príncipes, no nombra la extraordinaria labor en ese ámbito del gran estadista y cardenal español Francisco Jiménez de Cisneros (1436 – 1517), fundador de la Universidad Complutense (en Alcalá de Henares) en 1499, floreciente centro humanístico de la más alta cultura, y promotor y financiador de la Biblia políglota complutense desde 1502, completándose e imprimiéndose el Nuevo Testamento en 1514, mientras que el Antiguo se imprimió entre 1514 y 1517, ambos en griego, latín, hebreo y algunas partes en arameo. Cisneros no pudo verla publicada. De otro lado, resulta sorprendente que Pirenne mencione algunas obras significativas de la literatura del Renacimiento, como, por ejemplo, las cinco novelas que conforman Gargantúa y Pantagruel, de Francisco Rabelais (publicadas entre 1534 y 1564), pero no nombre siquiera la obra literaria más original y revolucionaria de la literatura europea de la época, inclasificable y a contracorriente de todo lo publicado hasta la fecha, La Celestina de Fernando de Rojas, también llamada Tragicomedia de Calixto y Melibea, publicada en 1499 o en 1502, según la diversa opinión de los eruditos. Entre la novela dramática y la comedia humanística, La Celestina es una obra transida por un hondo pesimismo, incluso nihilismo, y la fatalidad de la existencia. Una muestra del descuido de Pirenne en cuestiones arquitectónicas es cuando se refiere al hecho de que los primeros edificios renacentistas europeos fuera de Italia son los castillos del Loira construidos por Francisco I, siendo el primero en iniciarse el de Blois hacia 1515, cuando hay ejemplos de construcciones anteriores en Hungría y en España. En Hungría, la italianizante y magnífica Capilla Bákocz (Bakócz-kápolna), en la Catedral de San Adalberto de la ciudad de Esztergom, de 1506-1507. En España, el Palacio del Infantado en Guadalajara (1480); la fachada del Colegio de Santa Cruz en Valladolid (1487-1491), fundado por el Cardenal Pedro González de Mendoza, otro extraordinario mecenas de las artes; el Palacio de los Duques de Medinaceli en Cogolludo (Guadalajara), de 1492-95; el patio del castillo de La Calahorra (Granada), de 1509-1512, y el patio del castillo de Vélez-Blanco (Almería), de 1512, hoy desgraciadamente en el Metropolitan. Cuando se habla de arquitectura, la cronología es muy importante. Y eso que no hemos mencionado las extraordinarias construcciones promovidas por los Reyes Católicos y las obras de estilo plateresco, tan genuinamente español. La arquitectura española del siglo XVI, y esto es algo reconocido por los grandes historiadores del arte desde hace mucho tiempo, es muy superior a la francesa [el Palacio de Carlos V en Granada, la Catedral de esta misma ciudad y El Escorial bastarían para elevar con creces el rango español], por no hablar de la pintura: en toda Europa no existe un pintor en ese siglo comparable [excluyo, naturalmente, al Alto Renacimiento italiano y al Miguel Ángel de la Sixtina] al Greco, tan rupturista, atrevido y revolucionario. Por si fuera poco, similar ausencia a la de España en el texto de Pirenne correspondiente a las artes renacentistas, la sufre Alemania, donde se olvida de Alberto Durero, Lucas Cranach y Hans Holbein el Joven. Acierta Pirenne al referirse al Renacimiento como una época de recrudecimiento de las prácticas mágicas [aunque en otro ámbito, ¿qué mejor ejemplo de simbiosis entre arquitectura y magia que la del Escorial, tan preñado de los intereses astrales de Felipe II?] y de los procesos de hechicería [estos últimos, gracias a Dios, mucho menos relevantes en España que en otros países europeos]. Lo que trae de nuevo el Renacimiento es un liberalismo intelectual y ético. El individualismo sustituye la concepción social de la Edad Media [por desgracia, una herida muy profunda se produce en más de un aspecto con la postergación de esta concepción social, no suturada todavía en la actualidad], pues ahora el valor y la consideración son cosas puramente personales, ya que no pertenecen a cada hombre en virtud de su rango, sino de su verdadero mérito [lo que no impide que podamos criticar ese excesivo culto al individuo, o ese individualismo casi siempre pleno de egoísmo, que nada tiene que ver con la libertad responsable del individuo y con la defensa de sus derechos inalienables]. Tal liberalismo del Renacimiento, remarca Pirenne, es aristocrático, proclamando no los derechos del hombre, sino únicamente los derechos de los hombres «libres, bien nacidos, bien enseñados y departiendo en compañías honestas», según escribió Rabelais. Su ideal es el vir bonus de la Antigüedad, el «buen hombre», el gentleman de los tiempos modernos.
Capítulo II. LA REFORMA I. El luteranismo. Una de las causas que favorecieron la aparición de la revolución religiosa de Lutero fue el grado de depravación moral, la corrupción de las costumbres y la mundanidad del Papado y de muchos altos cargos eclesiásticos, especialmente durante los pontificados de Alejandro VI Borgia, Julio II Della Rovere y León X Médicis, y ello con independencia del extraordinario mecenazgo de los dos últimos respecto de las artes. La falta de celo religioso llegó incluso a los monasterios y a los conventos, siendo muy escasas las Órdenes religiosas que eludieron la relajación, como por ejemplo los dominicos. También a las parroquias. La necesaria reforma de la Iglesia, anunciada con energía al menos desde la época de Pío II Piccolomini, no llegaba, y en su lugar, aunque parezca paradójico, emergió con fuerza arrolladora la Reforma protestante. El punto más bajo de la degradación del Papado, del Sacro Colegio y de la Curia romana, lo marca el pontificado de Alejandro VI. El deseo de algunos de los principales humanistas, tales como Erasmo, Tomás Moro y Juan Luis Vives, de alcanzar una reforma religiosa llena de mesura, de amplitud y de tolerancia, sólo fue un hermoso sueño. De otro lado, el cristianismo antiascético de los humanistas era contrario a la Iglesia. Muchos teólogos se coaligaron contra las ideas de Erasmo, a pesar de la protección que gozaba del Papa y la simpatía que producía en el alto clero. En el caso de Alemania, la lamentable clausura del Concilio de Basilea la fue minando con un sordo descontento contra el Papado. Tanto en su forma pagana como en su forma católica, Roma aparecía como el perseverante enemigo del pueblo alemán. No obstante, en ninguna parte de Alemania se hacía sentir la necesidad de una reforma religiosa. Imperaban la tradición y la costumbre. Sería inexacto creer que Alemania se sintiese devorada por una sed espiritual que sólo podía mitigar la Iglesia, que se sintiese incómoda en el catolicismo y que tratase de unirse más íntimamente con Dios. Aunque el protestantismo naciese en Alemania, aunque la primera forma que adoptó y los primeros progresos que hizo se expliquen únicamente por el medio ambiente alemán que le vio nacer, nada de esto prueba su pretendido carácter germánico. La Reforma es un fenómeno religioso, no un fenómeno nacional. Y si es cierto que se extendió especialmente en los pueblos de lengua germánica, esto no quiere decir que encontrase allí espíritus más aptos para comprenderla, sino que se vio favorecida por unas condiciones políticas y sociales que no halló en otros lugares. Martín Lutero [Eisleben, Sajonia, 1483 – 1546] se matriculó en 1501 en la Universidad de Erfurt, en Turingia. Decidió hacerse monje, ante el temor de morir en medio de una tormenta, en 1505 [2 de julio], contraviniendo así el deseo paterno de que estudiara Derecho. Pocos días después [el 17] ingresó en el monasterio agustino de Erfurt. La vida ascética no tranquilizó su alma. En 1508 el general de su Orden le permitió desempeñar una cátedra en la Facultad de Teología de la Universidad de Wittenberg, en Sajonia. Fue aquí, en 1517, donde hizo públicas sus célebres 95 tesis, varias de ellas contra la venta de las indulgencias. Este hecho le hace salir de la oscuridad. En los escritos publicados en 1520 (A la nobleza cristiana de la nación alemana, La cautividad babilónica de la Iglesia y La libertad del cristiano) da el paso teológico decisivo: la justificación del cristiano se encuentra en la fe, no en las obras; la creencia en Cristo hace un sacerdote de todo cristiano; la misa, así como los sacramentos, excepto el bautismo y la eucaristía, son rechazados; el clero no posee ningún derecho que no tenga la sociedad laica; el clero está también sometido al poder de la espada secular, cuya autoridad se extiende tanto a la Iglesia como al Estado. Estas proposiciones certifican que Lutero es un heredero de los grandes heresiarcas del siglo XIV (John Wyclif y Juan Hus) y que no está influido en absoluto por el espíritu del Renacimiento. Supedita por completo la razón y el libre arbitrio [libre albedrío o libertad de la voluntad] a la fe. Sus ideas religiosas sólo son comprendidas por un reducido círculo de iniciados y de almas piadosas. La masa se inclina hacia ellas por los ataques contra el clero y contra el Papado. El patriotismo alemán, el odio hacia Roma y la confusa esperanza de una regeneración del Imperio tanto política como religiosa, estimulan a los caballeros que se agrupan en torno de Ulrich von Hutten [1488 – 1523] y de Franz von Sickingen [1481 – 1523]. Mientras tanto, los príncipes reflexionan. ¿No les ofrece excelentes perspectivas la esperanza de secularizar los bienes eclesiásticos? En suma, entre la mayoría de sus primeros adictos, el luteranismo es más una revuelta contra el Papado que una exaltación del sentimiento religioso. Desde el punto de vista temporal, no había nadie que fuera más conservador que Lutero. Muy distinto a los humanistas, y mucho menos moderno, aceptaba el orden de cosas establecido por la tradición; sólo era revolucionario en materia religiosa, y sus furibundos ataques contra la autoridad de Roma contrastan singularmente con su docilidad frente a las autoridades laicas. Los campesinos alemanes, que soportaban enormes injusticias por parte de los señores de la nobleza, son encendidos en la región de Turingia por la predicación del anabaptista Tomás Münzer. Esta formidable revuelta, tan efímera como ineficaz y violenta, es aplastada por la nobleza de manera definitiva, el 15 de mayo de 1525, en la desigual batalla de Frankenhausen [en la que el propio Münzer es apresado, siendo torturado y ejecutado a finales del mismo mes]. La secta anabaptista, muy radical [incendiada ideológicamente por algunos teólogos holandeses, especialmente Jan van Leiden], se apodera de la ciudad de Münster [entre febrero de 1534 y junio de 1535], estableciendo lo que llegaron a llamar el «Reino de Dios» [o el «reino de los santos»], una especie de «Nueva Jerusalén», dando rienda suelta a sus ideas comunistas y a la poligamia. La nobleza [tanto católica como protestante] pone fin a esta locura, en medio de un baño de sangre, el 22 de junio de 1535, cuando logra asaltar la ciudad, que llevaba bastantes meses asediada [ese mismo día los principales líderes, Jan van Leiden, el antiguo verdugo Bernhard Knipperdolling y el clérigo Bernhard Krechting, son brutalmente torturados y ajusticiados]. Tanto la guerra de los campesinos como el extremismo anabaptista alejaron de Lutero a los humanistas y a los erasmistas, que, intimidados por tanta violencia [no se olvide que fue el propio Lutero quien, con sus panfletos y proclamas, sobre todo con el escrito Contra las hordas ladronas y asesinas de los campesinos, de 1525, alentó la reacción de la nobleza y la despiadada represión posterior, en la que fueron masacrados unos cien mil campesinos], volvieron al seno de la Iglesia. También Lutero estaba asustado. Desde ese momento se acabaron las inclinaciones populares iniciales de su pensamiento y de su actuación. Se convenció que la Reforma, para estar segura, había que ponerla bajo la dirección de los príncipes. Éstos defendieron la Reforma por razones estrictamente económicas y terrenales, en absoluto por convencimiento alguno espiritual. Apropiarse de los bienes eclesiásticos era una oportunidad que no dejaron marchar. Entre todas las confesiones religiosas, el luteranismo es la única que, en vez de exhortar a sus protectores a sacrificar la vida y la fortuna, se presentó ante ellos como un buen negocio. Los primeros en adherirse a la nueva fe fueron el elector de Sajonia [Juan de Sajonia, hermano de Federico III el Sabio, que había fallecido a principios de mayo de 1525] y el landgrave de Hesse. Les siguieron otros muchos en Alemania. La confesión del príncipe era la de sus súbditos. Si se convertía al luteranismo, sus súbditos estaban obligados a hacer lo mismo. El problema de conciencia [que tanto parecía en un principio respetar Lutero] es tratado como un mero problema de disciplina. Flagrante contradicción con una doctrina que proclama la justificación por la fe y hace de cada cristiano un sacerdote. En una palabra, que cada uno sustituyese en sus dominios la Iglesia universal sometida al Papa por una Iglesia territorial (Landeskirche) sometida al poder secular. Franceses y turcos fueron los principales responsables de que el luteranismo tuviese tiempo de consolidar sus posiciones. Tanto unos como otros impidieron una contundente actuación a tiempo de Carlos Quinto. Éste se ve atenazado por la guerra con Francisco I. En cuanto al hermano del emperador, Fernando de Habsburgo, estaba demasiado ocupado en luchar contra los turcos en el valle del Danubio y en hacerse proclamar rey de los húngaros, después de la muerte del joven monarca Luis II de Hungría en la batalla de Mohács contra los turcos (29 de agosto de 1526), como para poder prestar atención a la Reforma. En 1530 [del 15 de junio al 19 de noviembre], en la Dieta de Augsburgo, Carlos, tras su coronación imperial [en Bolonia, por Clemente VII, el 24 de febrero de ese año, casi diez años después de haber sido proclamado emperador y coronado Rey de Romanos en Aquisgrán, el 23 de octubre de 1520], se decide por la ruptura con los nuevos herejes, a todas luces inevitable. [El propio Lutero había podido defender sus posiciones en la Dieta de Worms, que discurrió entre el 28 de enero y el 25 de mayo de 1521. Cuando Lutero habló ante la asamblea, entre el 16 y el 18 de abril, ya estaba excomulgado por León X desde el 3 de enero. A pesar de ello, pudo expresarse sin cortapisas, y el propio emperador, que presidía la Dieta, a instancias del príncipe elector Federico III el Sabio de Sajonia, firmó un salvoconducto para que Lutero pudiese regresar a las tierras de su protector, que, sin embargo, era católico. El Edicto de Worms, firmado por Carlos el 25 de mayo de 1521, condenaba la nueva herejía]. La Dieta de Spira, en 1526, ya había decretado que, hasta la llegada del emperador [ocupado primordialmente en la guerra con Francia], cada príncipe podía actuar libremente en las materias condenadas por el Edicto de Worms. En la mencionada Dieta de Augsburgo de 1530, Lutero estuvo representado por el teólogo alemán Felipe Melanchton, seguidor incondicional de la nueva religión, quien dio lectura a las denominadas Confesiones de Augsburgo. La conciliación se hizo imposible. El emperador ratificó el Edicto de Worms y ordenó la vuelta a la fe católica. Los príncipes protestantes se prepararon para la inevitable lucha. En 1531 se agruparon en la llamada Liga de Smalkalda [o Esmalcalda]. El emperador, absorbido en la guerra con Francia, proclamó la Paz de Nuremberg en 1532 [en mayo], en realidad una tregua. La Paz de Crépy con Francia en 1544 [18 de septiembre], permitió a Carlos ocuparse de los asuntos alemanes. La Liga de Smalkalda fue aniquilada en la batalla de Mühlberg (24 de abril de 1547). Mauricio fue designado príncipe elector de Sajonia. Felipe de Hesse se sometió. En la Dieta de Augsburgo de ese mismo año, Carlos proclamó una interinidad, hasta que fuese convocado el Concilio que debía resolver la situación religiosa. No fue el triunfo del catolicismo, sino el triunfo del emperador el que amedrentó a los vencidos. Temían más el yugo de Carlos que el del Papa. Los príncipes protestantes carecían tanto de ideal nacional como de ideal religioso. Compraron el auxilio del rey católico de Francia, Enrique II, reconociéndole, por el Tratado de Chambord [15 de enero de 1552], el derecho de anexionarse los obispados occidentales de Metz, Toul y Verdún [que ya permanecieron para siempre en territorio francés]. Estos príncipes sólo veían en Enrique II al protector de su particularismo político, que reforzaba tan adecuadamente su particularismo religioso. El luteranismo, una vez más, fue salvado por Francia [con tal de debilitar a los Habsburgo]. La Paz de Augsburgo, del 25 de septiembre de 1555, zanjó [por el momento] el problema. Reconoció a los príncipes el jus reformandi, esto es, el derecho de abrazar la Reforma, tanto si lo habían hecho ya o quisieran hacerlo en el futuro. Los súbditos estaban obligados a profesar la religión de su príncipe. En tales términos, la Paz de Augsburgo es más un compromiso político que una paz religiosa. Subraya muy acertadamente Pirenne que no es posible, como se hizo, desinteresarse en absoluto de la libertad de conciencia [el luteranismo hubo de verse en el espejo de sus propias y profundas contradicciones]. Por no reformarse a tiempo, la Iglesia vio expandirse una religión rival. Con el luteranismo surge una Iglesia de Estado [citando a Francesco Guicciardini, el intelectual marxista italiano Antonio Gramsci escribió que sólo se está fuera del Medioevo, esto es, sólo se está en la Edad Moderna, cuando la religión se convierte en instrumentum regni, es decir, cuando la religión se somete a la razón de Estado y a la voluntad del príncipe; el primer príncipe moderno en llevar a cabo este principio fue muy probablemente Fernando el Católico, varios decenios antes que lo aplicase la Reforma protestante en Alemania]. Lo que ocurrió desde entonces en Alemania, marcaría su futuro en Europa. El luteranismo hizo posible la disciplina, el respeto a la autoridad y la confianza en el poder. La obediencia al príncipe, que es lo que enseña Lutero, hizo posible un Estado como el de Prusia, es decir, un Estado donde se encuentran las virtudes del súbdito, del funcionario y del militar, pero donde se buscan inútilmente las del ciudadano. II. Extensión de la Reforma. El calvinismo. Las ideas fundamentales del luteranismo estaban ya en teólogos como el holandés Wessel Gansfort [1419 – 1489] y el francés Jacques Lefèvre d’Étaples [ca. 1450 – 1536]. Aparte de Alemania, la única conquista del luteranismo es la de los países escandinavos, porque los reyes se pronuncian a su favor, que fue lo que sucedió en Suecia con Gustavo Vasa a partir de 1527, imponiéndolo al pueblo de acuerdo con la nobleza que codiciaba los bienes eclesiásticos y reprimiendo con contundencia las revueltas católicas, que se extinguieron hacia 1543; o en Dinamarca, donde Cristian II (1503 – 1523) favoreció la Reforma con el fin de aumentar su autoridad imponiéndosela a la Iglesia, para lo que contó con el apoyo de la nobleza y de la burguesía de Copenhague, siendo ya con Cristian III, en 1536, cuando el luteranismo es proclamado religión del Estado [ambas Iglesias, la sueca y la danesa, son, pues, nacionales], lo que repercutió en Islandia y en Noruega, dependencias danesas que hasta entonces habían gozado de autonomía, pero que ahora tuvieron que acatar la imposición de la nueva fe. En definitiva, que el luteranismo triunfó allí donde fue adoptado por el príncipe. Por lo que se refiere a los cantones democráticos de Suiza, se dieron una constitución religiosa independiente bajo la influencia del reformador Ulrico Zwinglio [1484 – batalla de Kappel, cantón de Zurich, 11 de oct de 1531]. El caso de Enrique VIII de Inglaterra es distinto. El propio León X lo distinguió con el título de «Defensor de la fe» con motivo de su Defensa de los Siete Sacramentos [Assertio Septem Sacramentorum, 1521], en la que se oponía a Lutero. Los motivos de Enrique para apartarse de Roma y fundar la Iglesia anglicana se hallan fuera de la fe, pues pertenecen al ámbito de la política y de los intereses del Estado. La causa inmediata es la determinación del rey a divorciarse de su esposa Catalina de Aragón y poder contraer matrimonio con Ana Bolena. El Papa se opuso. Entonces Enrique indujo a la asamblea del clero a hacerse proclamar Jefe protector de la Iglesia y del clero de Inglaterra (1531), con objeto de poder anular su matrimonio con Catalina (1533). Pero no se detuvo aquí. El cardenal Wolsey fue condenado. [Thomas Wolsey (ca. marzo 1473 – Leicester, 29 noviembre 1530), Lord Canciller caído en desgracia en 1529, enfermó y murió cuando se dirigía a Londres desde Yorkshire requerido por Enrique después de haber sido acusado de alta traición]. Tomás Moro ocupó su lugar. La designación de Moro, católico convencido, demuestra que la intención del Gobierno y de la Corona no era separarse de Roma. No obstante, el Parlamento quería aprovechar la situación para crear una Iglesia nacional, aunque nadie pensaba en un cisma y menos aún en una herejía. Tomás Moro quiso hacer realidad su sueño de reformar la Iglesia en Inglaterra de un modo mesurado y pacífico, tal como pretendían otros humanistas como Erasmo y Juan Luis Vives. Quería conservar la fe tradicional, aunque depurándola. Pero se encontró con un temible enemigo, Thomas Cromwell [c. 1485 – Torre de Londres, 28 julio 1540, Canciller del Exchequer en 1533 y todopoderoso Secretario de Estado del rey en 1534]. Éste consagró sus fuerzas y su genio a hacer de Inglaterra una monarquía absoluta. Como para Maquiavelo, la Iglesia era para él sólo un factor de la política, aunque un factor muy importante, que debía ponerse al servicio exclusivo del príncipe. En 1534, aprovechándose de la obediencia del Parlamento y de la hostilidad de la asamblea hacia el Papado, le hizo votar el Acta de supremacía, que reconocía al rey como único jefe en el mundo de la Iglesia de Inglaterra [3 de nov]. [Ante lo que estaba ocurriendo, Tomás Moro dimitió de su cargo en mayo de 1532, pues ni aprobaba el divorcio del rey ni la ruptura con el Papa. Tampoco acató el Acta de Supremacía. Fue procesado por alta traición el 1 de julio de 1535, siendo decapitado el día 6]. En 1535 Cromwell es designado vicario general en materia eclesiástica. La Iglesia inglesa quedaba supeditada al trono y el rey sustituía al Papa de Roma. Esto significaba el cisma; éste, a su vez, trajo la herejía. Cromwell consiguió que la Iglesia se convirtiese en un instrumento del poder real. Los bienes de los monasterios fueron confiscados en beneficio de la Corona y de la nobleza, con el objeto de que los lores y la gentry [nobleza rural de tipo medio] se solidarizaran en el futuro con el sostenimiento de la Iglesia de Inglaterra. Entre 1536 y 1545 fueron suprimidas todas las comunidades monásticas del país, gracias a la presencia mayoritaria de la nobleza en el Parlamento. Los «artículos de religión» que la asamblea del clero recibió sin protesta en 1536, consuman la ruptura con Roma. Sólo fueron aceptados como fundamento del dogma la Biblia y lo decidido en los tres primeros concilios ecuménicos [Concilio de Nicea de 325, Concilio de Constantinopla de 381 y Concilio de Éfeso de 431]. Los únicos sacramentos admitidos fueron el Bautismo, la Eucaristía y la Penitencia. Thomas Cromwell impuso un despotismo moral gracias al terror. Su policía actuó como una fuerza inquisitorial extremadamente violenta e intransigente. No obstante, el rey continuaba fluctuando en materia dogmática. La caída y ejecución de Cromwell debióse al deseo de éste de establecer una alianza con los luteranos alemanes. Enrique fijó más su posición al poco de empezar las deliberaciones del Concilio de Trento en 1545. Es entonces cuando ve claro que la reconciliación con Roma es imposible. La situación religiosa se hizo extraordinariamente caótica con su hijo y sucesor, Eduardo VI [nacido el 12 de octubre de 1537, fruto de la relación de Enrique con su tercera esposa, Juana Seymour, fue rey entre el 28 de enero de 1547 y el 6 de junio de 1553]. El protestantismo fue claramente favorecido durante su minoría de edad por los dos «protectores» que se sucedieron: el I Duque de Somerset [Edward Seymour (1506 – Torre de Londres, 22 enero 1552), hermano de Juana Seymour, Lord Protector entre 1547 y su arresto el 11 de octubre de 1549] y el I Conde de Warwick [John Dudley (1504 – Torre de Londres, 22 agosto 1553), Lord Protector desde octubre de 1549 hasta la muerte de Eduardo VI, si bien su apoyo a que Juana Grey se convirtiera en reina lo enfrentó a María Tudor, la hija de Enrique VIII con Catalina de Aragón, costándole la vida]. La nueva religión anglicana continuó siendo impuesta, bajo el reinado de Eduardo VI, con violencia y en medio de la anarquía religiosa, provocando las revueltas de los católicos. Pero varios años antes de todo esto ya había hecho su aparición en Europa una nueva doctrina religiosa, el calvinismo. Juan Calvino [Noyon, 1509 – Ginebra, 27 mayo 1564] poseía una personalidad distinta a la de Lutero, al margen de que las condiciones en las que tuvo que abrirse camino eran otras. El luteranismo cogió por sorpresa a la Iglesia y a los espíritus de la época, incluidos los humanistas; el calvinismo hubo de enfrentarse a una sólida y organizada resistencia por parte de las naciones católicas. A diferencia de Lutero, Calvino consideró desde el principio a la Iglesia y al Papado como un monumento de error y de impostura. Se ahorró dramas íntimos de conciencia. No tuvo que buscar a Dios. Estaba seguro de en qué lugar se hallaba: en las Sagradas Escrituras. La Biblia, como receptáculo de la Palabra de Dios, es el fundamento único, no sólo de la religión, sino de la organización social y política, esto es, del Estado. Calvino consagró su vida a comprender e interpretar la Biblia, que debía ser impuesta a los hombres, incluso por la violencia más extrema. [No admitía dubitaciones]. Ni el corazón ni el sentimiento desempeñan papel alguno en Calvino. Sus medios de convicción se reducen al razonamiento, la reflexión y la lógica. [Cuando fue necesario, también mediante el carácter expeditivo de la fuerza]. Calvino carecía de la naturaleza impulsiva y combativa de Lutero. Sólo el trabajo espiritual saciaba sus necesidades religiosas [al menos en un principio, ya que ese trabajo fue dejando amplio sitio a la imposición autoritaria y violenta]. Ahora bien, ¿cómo terminó recalando Calvino en Suiza? Es necesario saber que Francisco I había mostrado desde la aparición de Lutero una indisimulada simpatía por muchas de las ideas de la Reforma, algo que escandalizaba a los católicos de Francia. Su hermana Margarita, reina de Navarra, también mostró abierta simpatía por el platonismo cristiano y ese misticismo evangélico que parecía próximo a algunos aspectos de la doctrina protestante [Margarita de Angulema o de Valois, hermana de Francisco I, nació en 1492 y fue reina de Navarra desde 1527 hasta su muerte en diciembre de 1549. Mujer muy culta, era una consumada humanista y escritora, afín a la mística femenina del siglo XIII, si bien ella no podía identificar a estas autoras, especialmente Margarita Porete, cuyo extraordinario libro, El espejo de las almas simples, leyó, causándole un profundo impacto y acercándola definitivamente a esa particularísima vertiente mística]. Pero desde 1530, aproximadamente, Francisco viose obligado a cambiar su política, saciando las demandas católicas, pues nunca se le pasó por la cabeza enemistarse con el Papado. Aunque sin implantar una Inquisición como la española, dejó que las autoridades religiosas y civiles batiesen la herejía según su conveniencia, es decir, con verdadera furia. Calvino tenía 25 años cuando la persecución francesa de 1534 contra los protestantes lo llevó al destierro, dirigiéndose a Suiza. En ese momento Ginebra se encontraba en plena fermentación política y religiosa. Para oponerse a su enemigo hereditario, el duque de Saboya, la burguesía había solicitado y obtenido el apoyo de Berna. Desde 1526 los confederados [hugonotes = Eidgenossen = camaradas vinculados por un juramento = confederados o miembros de una liga, en este caso el cantón de Ginebra junto con el cantón de Berna] expulsaban de Ginebra a los partidarios del duque. Pero Berna era protestante y la alianza con ella familiarizó inmediatamente a los ginebrinos con la Reforma. Un refugiado francés, el impetuoso Guillermo Farel [1489 – 1565], hacía una propaganda apasionada. La nueva fe, favorecida por el amor a la autonomía y el odio hacia Saboya, cuyos partidarios bloquearon la ciudad entre 1534 y 1535, tuvo bien pronto ganada la partida. El 10 de agosto de 1535 se suspendía la misa por orden del Consejo de la ciudad; el pueblo rompió las imágenes y la mayoría del clero huyó. La victoria conseguida sobre Saboya en 1536 hizo de Ginebra una república independiente, introduciéndose así, al mismo tiempo, un nuevo régimen político y una nueva confesión religiosa, que se mantendrían indisolublemente unidos en lo sucesivo. En agosto o principios del otoño de 1536 pasó Calvino por Ginebra, siendo retenido por Farel, quien lo invitó a permanecer en la ciudad y poner en práctica sus principios. Ese mismo año, en marzo, había publicado Calvino la primera edición de su obra fundamental, Instituciones de la religión cristiana, que estuvo modificando y completando durante toda su vida. [La primera estancia de Calvino en Ginebra, entre 1536 y septiembre de 1538, fue un fracaso. Fue entonces cuando el teólogo protestante Martín Bucero (1491 – 1551) lo invitó a trasladarse a Estrasburgo, ciudad en la que conoció a su esposa, Idelette de Bure, así como a Felipe Melanchton y otros destacados reformadores alemanes. El 13 de septiembre de 1541 es de nuevo invitado por Farel a ir a Ginebra, logrando en esta ocasión sus propósitos, esto es, establecer y desplegar todos sus principios teológicos]. El dogma cardinal de Calvino es la predestinación. La salvación de cada hombre sólo depende de la voluntad divina. Es Dios quien designa a sus elegidos, cuya reunión constituye la Iglesia. Pero al resultar imposible saber si se ha sido elegido por la gracia divina, el deber de cada uno es consagrarse al servicio de Dios. Por tanto, la teoría de la predestinación predispone al hombre a la acción. La palabra de Dios, la Biblia, es la ley suprema. Toda la vida del hombre consiste en someterse a esta ley, que el Estado debe respetar, pues de lo contrario sería ilegítimo. Mientras que Lutero encierra la religión en la conciencia, dejando que sea el poder temporal el que organice la vida social, Calvino somete a la teología todas las acciones humanas. El Estado no es más que un instrumento de la voluntad divina. Ginebra constituyóse, pues, en una teocracia. [El 20 de noviembre de 1541 las Ordenanzas eclesiásticas de Calvino fueron adoptadas por el Consejo de gobierno de la ciudad]. La superintendencia moral de la república recaía en el Consistorio, una asamblea de pastores y de laicos [6 ministros y 12 laicos]. El Consistorio no gobierna, pero vigila e inspecciona los Consejos de la comunidad. La autoridad civil aplica con rigor las Ordenanzas eclesiásticas. La desobediencia a las reglas eclesiásticas o a las costumbres establecidas, es castigada, según la gravedad, con la pena capital, la tortura, la prisión o el destierro. La asistencia a la iglesia es obligatoria. El adulterio conlleva la pena de muerte. La herejía es reprimida de manera implacable. Este Estado inquisitorial penetra hasta en lo más recóndito de la vida privada. La afluencia de refugiados franceses incrementó notablemente las huestes de Calvino en Ginebra [desde 1549 el control de Calvino y de sus partidarios sobre la ciudad es absoluto]. Entre ellos destaca Teodoro de Beza [1519 – 1605], que fue puesto al frente de la Academia, una institución creada en 1559 para la formación adecuada de los pastores o ministros calvinistas[19]. A diferencia de Lutero, Calvino cuidó mucho el proselitismo y la propaganda de la nueva fe. Pero la extensión del calvinismo se encontró con fuertes obstáculos, precisamente porque no halló desprevenidos a los católicos. [No obstante, cuando Calvino murió su doctrina se había extendido por Francia, los Países Bajos del Norte, Escocia y Hungría]. También el capitalismo y la burguesía acudieron en ayuda de Calvino, entre otras razones porque éste admitía el préstamo a interés. Igualmente, contó con numerosos adeptos de la nobleza. El calvinismo, que acabó expandiéndose de manera significativa, fomentó el odio en los corazones y conducirá finalmente a la guerra civil.
Capítulo III. LOS ESTADOS EUROPEOS DESDE MEDIADOS DEL SIGLO XV HASTA MEDIADOS DEL SIGLO XVI I. La política internacional. Tras la muerte de Alberto II del Sacro Imperio en 1439, su viuda, Isabel de Luxemburgo, había intentado conservar Bohemia y Hungría, de las que había sido rey Alberto, para su hijo Ladislao [Ladislao el Póstumo, nacido el 22 de febrero de 1440]. El recién nacido sólo fue, en un primer momento, rey de Hungría pocos meses, pues la nobleza húngara ofreció la corona [29 de julio de 1440] al rey de Polonia, Ladislao III Jagellón [que mantuvo la corona húngara hasta su temprana muerte el 10 de noviembre de 1444 en la batalla de Varna contra los turcos]. Ladislao era un niño de cinco años cuando los húngaros se lo reclamaron a Federico III de Habsburgo [Federico III del Sacro Imperio, emperador desde 1452 hasta su muerte en 1493], que lo retenía y se negó a entregarlo. Entonces los húngaros nombraron regente a Juan Hunyadi [desde el 5 de junio de 1446 hasta su abdicación en enero de 1453], que, después de salvar Belgrado, murió de peste en 1456. En cuanto a Bohemia, los checos nombraron regente a Jorge Podiebrad [1453]. Con la muerte de Juan Hunyadi en 1456 y de Ladislao el Póstumo en 1457, Federico III volvió a reclamar de nuevo las coronas de Hungría y de Bohemia, pero los checos eligieron rey a Jorge Podiebrad [1458] y los húngaros a Matías Corvino [rey desde 1458 hasta su muerte en abril de 1490]. Éste último, hijo de un héroe como había sido Juan Hunyadi, se reveló como un político. Se mantuvo pasivo ante el avance de los turcos en Serbia [1458], Albania [1479], Bosnia y Herzegovina, además de hacer tributarios los principados de Moldavia y Valaquia [región histórica al sur de Rumanía]. Corvino prefirió su engrandecimiento a costa de sus vecinos cristianos. La excomunión por Pablo II de Jorge Podiebrad en 1468, debido a su conversión a la fe de los utraquistas, permitió a Corvino atacarle y proclamarse rey de Bohemia en 1469. Después volvióse contra Federico III de Habsburgo, logrando expulsarlo de Viena en 1485. Cuando murió en 1490 sin heredero y después de haber proporcionado a Hungría un esplendor efímero, los Habsburgo, siempre tenaces, reclamaron su sucesión, aunque sin éxito, pues los húngaros reconocieron como rey al príncipe polaco Ladislao [Ladislao II Jagellón de Bohemia y Hungría, rey de Bohemia desde 1471 por deseo de los utraquistas, en disputa con Matías Corvino, y rey de Hungría desde 1490 hasta su muerte en 1516]. Pero Maximiliano de Austria logró un doble matrimonio muy ventajoso para los Habsburgo. De un lado consiguió casar a su nieta María de Austria [hermana de Carlos V] con Luis [Luis II de Hungría], hijo del mencionado Ladislao II Jagellón. De otro lado, consiguió también el enlace entre su nieto Fernando [Fernando I del Sacro Imperio, hermano de Carlos V] y Ana de Hungría [Ana Jagellón de Bohemia y Hungría, reina por derecho propio de ambos territorios y hermana de Luis II de Hungría]. Como ya se ha dicho, el joven Luis II de Hungría hubo de luchar contra los turcos de Solimán el Magnífico, quien acababa de conquistar la península balcánica en 1516 y tomado Belgrado en 1521. Encontró la muerte, con tan sólo veinte años, en la batalla de Mohács [29 de agosto de 1526]. Al morir Luis sin heredero, ello permitió por fin a los Habsburgo hacerse con las codiciadas coronas de Hungría y de Bohemia, que recayeron en Fernando, el hermano del emperador Carlos. Entretanto, Alemania no intervino en contra de los turcos: los príncipes protestantes porque veían en ellos unos aliados providenciales y los príncipes católicos por envidia hacia el archiduque Fernando, rey ahora de Bohemia y de Hungría. De este modo pudo llegar Solimán hasta las puertas de Viena en 1529, aunque las enfermedades que cundieron en su ejército le impidieron tomarla. No obstante, Solimán mantuvo en su poder una parte de Hungría, accediendo Fernando a pagarle tributo por el acuerdo de 1547. Bajo Solimán I el Magnífico el Imperio turco otomano se extendió extraordinariamente. [La expansión alcanzó Egipto, todo el norte de África hasta más allá de Argel, la península del Sinaí y toda la franja marítima occidental de la península arábiga, la totalidad de Mesopotamia, Palestina y Siria, además de ocupar una considerable porción del este de Europa, incluyendo Grecia con todas sus islas, la isla de Rodas, Bulgaria, Dalmacia, Serbia, Rumanía y una parte de Hungría]. No obstante, este apogeo fue el inicio de su declive, manifestándose claramente a la muerte de Solimán I en 1566. Se trataba de un Imperio que necesitaba expandirse para subsistir, precisamente por el propio carácter improductivo de la población turca. Las conquistas le suministraban tributos, riquezas, mujeres y soldados. Pero la expansión llegó a un límite, a partir del cual comenzaron a aflorar las debilidades de un Imperio que carecía de una mano de obra cualificada y de una industria sólida. Desorden económico, opresión fiscal e inmoralidades de todo tipo se abatieron sobre este gigante con pies de barro. Tampoco la flota de guerra pudo continuar siendo lo que había sido. A continuación, se detiene Pirenne en analizar de nuevo, con mayor detenimiento si cabe, la amenaza que el Estado borgoñón supuso para Francia, tanto con Felipe el Bueno como con su hijo Carlos el Temerario. Pero cuando este peligro parecía haber sido conjurado definitivamente con la muerte de Carlos en enero de 1477 [ver la nota nº 13], las circunstancias conducen a María de Borgoña, hija de Carlos, a casarse con su último prometido, Maximiliano de Austria [emperador desde el 4 de febrero de 1508], celebrándose el enlace en Brujas el 28 de agosto de ese mismo año. Ahora la Casa de Borgoña une sus intereses a la Casa de Habsburgo, y aun cuando Luis XI de Francia recupera el territorio específicamente francés de la región histórica de Borgoña, no puede hacer nada respecto de otros, especialmente los Países Bajos, aunque también el Franco-Condado y el Artois. Circunstancias históricas muy específicas, una hábil política matrimonial por parte de los Reyes Católicos de España y los Habsburgo de Austria, así como una serie imprevista de fallecimientos, conducirán finalmente a que el único heredero de las posesiones de los Habsburgo, del Ducado de Borgoña y de España sea Carlos I de España y V de Alemania, hijo de Felipe I el Hermoso y de la reina propietaria Juana de Castilla, y, por tanto, nieto por el lado de su padre de Maximiliano de Austria y de María de Borgoña, y por el lado materno de los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, cuyo matrimonio en octubre de 1469, supuso, como dice Pirenne, una perturbación en la política europea, pero no en el sentido, como él pretende, de tratarse de una perturbación perjudicial en sí misma, puesto que alteró el tablero político de las potencias europeas, y, de paso, liquidó el statu quo vigente hasta ese momento, sino en el sentido de que cambió el devenir del viejo continente, haciendo entrar en escena una nueva potencia, España, que muy pronto se convertiría en hegemónica, y ello con tal ímpetu y vigor que ni Francia ni Inglaterra, ni el Papado ni los príncipes protestantes alemanes, ni tampoco Venecia, pudieron hacer nada para impedirlo. Es precisamente en este apartado donde Henri Pirenne manifiesta una característica como historiador que resulta ser lo contrario de la objetividad, rigor y neutralidad que se le debe exigir a esa profesión. Y gran parte de esa falta incomprensible en un historiador tan eminente tiene que ver con un reduccionista chovinismo, un malestar profundo por los resultados que el encumbramiento de España supusieron para Francia, que no sólo fue expulsada para siempre de Italia, pues la aventura napoleónica fue bastante efímera y sin consecuencias para el porvenir, sino que se vio postrada completamente desde la Paz de Cateau-Cambrésis (2 de abril de 1559), hasta que la aparición en escena de ese gran estadista e intrigante que fue el cardenal Richelieu, hizo cambiar las cosas en beneficio de Francia a partir de 1640. Pero para entonces España, y especialmente Castilla, estaba exhausta, agotada por el ímprobo esfuerzo llevado a cabo durante más de siglo y medio. Aunque Pirenne no tiene más remedio que reconocer la acción profundísima del gobierno de los Reyes Católicos en España, incomparable con lo sucedido en cualquier otro país o en cualquier otra época, parece dolerse, a renglón seguido, de que esa tarea de gobierno se confunda tan completamente con el sentimiento católico que los animaba en su difícil labor. Sorprende esta posición en un historiador de arraigadas creencias católicas como Pirenne, para quien, y estoy de acuerdo con él, era una auténtica vergüenza que una parte nada desdeñable del este europeo estuviese aún en poder de los turcos cuando él escribía el volumen que estamos resumiendo. Isabel y Fernando eran, naturalmente, sinceros católicos, como lo fueron Carlos V y su hijo Felipe II, debiéndoles la fe católica mucho más de lo que tan cicateramente se les ha agradecido. Nos habla Pirenne del catolicismo en España como si se tratase de un bárbaro, intolerante y cruel fanatismo, olvidando deliberadamente el distintivo que debe aplicarse a Fernando como primer príncipe verdaderamente moderno, tal como lo entiende Maquiavelo, y ello a despecho de lo que pueda decir Jacobo Burckhardt a propósito de Federico II Staufen (quien fundamentalmente trató de liquidar, sin conseguirlo, el Estado feudal en sus dominios, puesto que apenas actuó en Alemania, y que continuó una lucha estéril contra el Papado por el dominium mundi, idea todavía bastante propia del Medioevo) en su conocido y eximio libro La cultura del Renacimiento en Italia, o de lo que pueda creer el propio Pirenne respecto de Luis XI o Francisco I de Francia. Fernando fue el primer gobernante en Europa en dejarse guiar por la razón de Estado, el primero en no admitir con inequívoca contundencia la intromisión del Papado en la elección de los obispos, el primero, junto con Isabel, en domeñar a la nobleza levantisca. Es cierto que otros antes de Fernando habían cuestionado la intervención del Papa en la elección de los obispos, negándose a consentirla, pero Fernando lo hace ya con un espíritu verdaderamente moderno, poniendo en práctica con toda lucidez ese principio de Francesco Guicciardini al que se refería Antonio Gramsci (la religión como instrumentum regni). Además, qué manía en hacer caso perezoso y acrítico de la leyenda negra contra España (iniciada por autores y personalidades españolas, otro rasgo de nuestro carácter y de cierta inclinación nihilista y autodestructiva, al decir de D. José Ortega y Gasset), sin contrastar rigurosamente lo ocurrido, especialmente con la Inquisición española, mucho más benevolente, en comparación con otros países, de lo que pudiera pensarse, a pesar de atravesar décadas muy sombrías durante el reinado de Felipe II, no así en el de Carlos V, menos intransigente que su hijo, aunque sólo fuese por la fuerza de las circunstancias. La Inquisición española, como el propio Pirenne reconoce, era un poderoso instrumento del Estado contra toda forma de disidencia respecto de la autoridad del príncipe. No sólo fue creada para combatir la herejía y a los judeoconversos. Equiparar al dominico Tomás de Torquemada († 1498), primer inquisidor general de Castilla y de Aragón, con Isabel y con Fernando es hacer de nuestros gloriosos príncipes una burda caricatura. El clásico estudio del historiador estadounidense Henry Charles Lea sobre la Inquisición española fue publicado en 1906-1907, pero adolece de un claro sesgo anticatólico. Mucho más recientemente, en 1965, el hispanista británico Henry Kamen llevó a cabo un análisis bastante más desapasionado y objetivo de la Inquisición española. Hace pocos lustros el intenso y riguroso debate sobre esa controvertida institución que tuvieron los historiadores Benzion Netanyahu y Antonio Domínguez Ortiz fue más que esclarecedor, principalmente por lo que atañe a este último. Si hablamos de actitud inquisitorial, mucho más despótica que la de nuestros Reyes Católicos fue la actuación de Enrique VIII y de su ministro Thomas Cromwell, cuyos agentes, además, destruyeron de manera sistemática y planificada hermosísimas esculturas y obras de arte del gótico inglés. Naturalmente que Pirenne no puede titubear respecto de la fanática teocracia implantada por Calvino en Ginebra. Pero abandonemos la aureola con que quieren los franceses rodear la figura de Francisco I. Lo dice tan de pasada que sólo le concede media línea, pero este Francisco I, a pesar de Pirenne y de otros historiadores franceses, llegó a un execrable acuerdo comercial con Solimán I, al que intentó persuadir que atacara las posesiones españolas en el sur de Italia, sin otro fin que debilitar a Carlos V y a los Habsburgo. Por fortuna su deseada alianza militar con Solimán no prosperó. Carlos le ofreció sinceramente una alianza contra los otomanos, pero Francisco la rechazó siempre. Las cuestiones se entremezclan en la mente del estudioso o del aficionado. Por supuesto que fue extraordinariamente hábil e inteligente la política matrimonial de los Reyes Católicos, más aún si cabe que la de los Habsburgo. Ese fue uno de los últimos grandes legados de la Casa de Trastámara, a la que pertenecían ambos monarcas, los más grandes que ha tenido España y muy por encima de la mayoría de los de otros países europeos. Se anticiparon siglos al futuro, lo vieron con una intuición extraordinaria, y en esto Isabel superó a su amado esposo, demasiado ocupado en los asuntos de Italia y del Mediterráneo, como correspondía a la tradición de la Corona de Aragón. Pero Isabel vio algo que ninguna otra mujer, ninguna otra reina, supo ver jamás. Vio, nada menos, que la esperanzada posibilidad de la empresa americana. ¡Cómo han pretendido silenciar, minusvalorar o criticar abiertamente multitud de historiadores lo que fue la gran empresa colombina y americana! Esa empresa fue enteramente castellana, y es tan grande, que ningún otro país, ningún otro Estado, ningún otro Imperio ha realizado hazaña semejante en la historia del mundo. Descubrimiento, conquista, colonización, evangelización, transmisión cultural. ¡Ay, si eso lo hubiese hecho Francia! ¡Ay, si lo hubiese hecho Inglaterra, que sólo se expandió de manera depredadora, imponiendo la esclavitud y evitando cualquier tipo de mestizaje! Es verdad, la empresa de España en América es quijotesca, como lo fue la defensa del catolicismo en Europa. Y eso es así porque en España, para nuestra gloria inmarcesible, han prevalecido los espíritus quijotescos, esto es, los espíritus activos imbuidos de un alto ideal. No somos hamletianos. ¡Qué bien lo expresa Don Quijote en su Discurso sobre las armas y las letras! No por repetir o hacer caso de las falsedades, tergiversaciones o exageraciones de la leyenda negra es ésta más cierta. Destacadísimos hispanistas anglosajones y franceses, amén de otros insignes historiadores españoles, han podido desmentirlo, aunque Pirenne no pudo asistir a ese florecimiento historiográfico sobre el glorioso pasado español. La extraordinaria cantidad de indígenas y de mestizos que hay hoy en 2023 en toda Hispanoamérica certifica y corrobora la noble actuación de la Monarquía Hispánica, con independencia de los injustificables excesos y crímenes cometidos. Pero el célebre codicilo del testamento de Isabel I de Castilla lo deja bien claro: los indios son, en todo, iguales a los españoles, y como tales han de ser tratados, pues son tan hijos de Dios como los cristianos, son verdaderas personas, criaturas de Dios, que, por ese solo hecho, han de ser respetadas en toda su dignidad. Esto es lo que desea y dice nuestra gran reina, la más eminente de todas las reinas de la historia del mundo. Y esto no es un vehemente o apasionado rasgo de nacionalismo español. Se trata de la rigurosa verdad histórica. Ningún otro rey o reina ha manifestado tan claramente lo que Isabel dice en ese incomparable codicilo pletórico de humanismo cristiano. Pirenne debería haber dedicado algunas páginas al descubrimiento y a la conquista del Nuevo Mundo. Las hazañas de Hernán Cortés, de Francisco Pizarro, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Pedro de Valdivia o Gonzalo Jiménez de Quesada, no tienen parangón en los anales de la Historia. ¿Qué país ha llevado a cabo un debate tan profundo y comprometedor como el que tuvo lugar en Valladolid en 1550? En esta inconcebible controversia planteáronse, entre otras, tres arduas cuestiones: ¿tienen derecho los pueblos que se creen superiores a someter, aunque fuera de modo provisional, los pueblos que ellos consideran como inferiores?; ¿son los indios de América inferiores a los europeos?; ¿son bárbaros que convendría evangelizar y civilizar para que lleguen a un grado superior de desarrollo? Menuda sinceridad de planteamiento. Se debatió libremente, sin cortapisas, pues así lo quiso el emperador. Hoy, en 2023, el francés mengua en todo el mundo, mientras que el castellano se expande con una fuerza incontenible, invadiendo buena parte del territorio estadounidense. Pirenne justifica la actitud francesa bajo Francisco I con el hecho de que Francia, que antes se había visto amenazada por el Estado borgoñón, se siente encorsetada bajo Carlos V, rodeada por un cinturón que le impide cualquier movimiento considerable en el continente. Pero Carlos recibió una formidable herencia, y es justo y razonable que quisiera mantener sus posesiones, incluso engrandecerlas. Él no pretendió nunca someter Francia o apoderarse de ella. No era tan insensato, a pesar de que Pirenne lo tilda injustificadamente de mediocre. Lo que quiere es unirse a Francia en su noble propósito de defender la fe católica. Pero Francisco tiene veleidades y contemplaciones peligrosas respecto del luteranismo, aunque lo frenó su interés en no disgustar al Papado. Si Francia se hubiese unido a los Habsburgo, sin perder un ápice de sus señas de identidad nacionales, la historia moderna de Europa hubiera sido otra. Lamentablemente, cien años después de Francisco, otro francés, Richelieu, prefirió aliarse con los protestantes alemanes y nórdicos con tal de debilitar o aniquilar la hegemonía española en Europa. Y eso a pesar de que se trataba de un cardenal de la Iglesia católica. Puso su genio político, que era mucho, al servicio de una impostura. La artificiosidad y falsa grandeza que destila el reinado de Luis XIV no las encontramos en los de Carlos V o Felipe II. Sólo basta comparar la austera sobriedad e inagotable simbolismo de El Escorial con la brillantez de oropel de Versalles. Mientras que el centro de éste es el lecho del egocéntrico rey, el del otro es el Sagrario del altar mayor de la iglesia del Real Monasterio. Frente a lo que cree Pirenne, esto es, que Carlos V era un monarca y un emperador sin identidad nacional definida, sólo empeñado en el engrandecimiento de su Casa, nuestro sabio historiador y filólogo D. Ramón Menéndez Pidal describió con palabras magistrales la progresiva castellanización y españolización del César, hasta el punto de retirarse, después de su abdicación en enero de 1556, a un humilde monasterio de jerónimos, el de Yuste, en un rincón muy olvidado de sus inmensas posesiones, la tierra de Extremadura, orgullosa patria chica de algunos de los más grandes conquistadores de las Indias. En definitiva, la historia de España merece, como por otra parte cualquier otra historia nacional, un tratamiento justo, riguroso y objetivo. Lo mismo ocurre con nuestra más alta cultura, desde la riquísima lengua y la excelsa mística castellana hasta nuestra pintura, nuestra arquitectura o nuestra música. El dominico burgalés Francisco de Vitoria es el padre, con su Derecho de gentes, del moderno Derecho internacional público. ¿Que hemos cometido errores? Muchos y muy graves. El más lamentable de todos, quizás, por circunscribirnos a la época que consideramos, la expulsión de los judíos. Esta comunidad, que consideraba a España como su patria, llamándola Sefarad, cosa que nunca se les pasó por la cabeza a los musulmanes que nos invadieron en 711, era industriosa, laboriosa, volcada en las profesiones liberales y en el desarrollo de la moderna economía capitalista. España perdió mucho con la expulsión, pero nunca se dieron aquí brotes antisemitas tan virulentos como los que tuvieron lugar, periódicamente, desde la Primera Cruzada, en las ciudades flamencas, renanas o de la Europa central. Pero los tiempos, no solamente en España, predisponían a la unidad religiosa, inseparable de la monarquía autoritaria y del Estado moderno. Otro gravísimo error ha sido no potenciar una industria nacional desde la propia monarquía, demasiado tolerante con la picaresca, la indolencia y el parasitismo. La monarquía tenía que haber sido mucho más estricta con la alta jerarquía eclesiástica, no permitiéndole competencias que no le correspondían y entorpecían el desarrollo económico y social. Otro tanto cabe decir de los grandes propietarios de tierras de la alta nobleza, tan escasamente preocupados en introducir mejoras en la agricultura. El despoblamiento de las dos Castillas es el mejor ejemplo de ese fracaso.
[1] Caso, por ejemplo, de los Hermanos del Libre Espíritu. En cambio, los valdenses no eran herejes. [2] Nacido en Francia o en Italia en los primerísimos años del siglo XIV, era hijo del Duque de Atenas, y fue despojado por los catalanes de sus posesiones griegas. Durante un tiempo se refugió en Nápoles junto al rey Roberto. Después pasó a Francia, donde hizo la guerra a los ingleses. En 1341, solicitado por el llamado popolo minuto (las capas sociales oprimidas), se hizo cargo del gobierno de Florencia, aunque su tiranía motivó su expulsión de la república en 1343. Refugiado en Francia, el rey Juan II le nombró condestable en 1356. Sucumbió en la batalla de Poitiers (19 de septiembre de 1356). [3] Los bataneros eran los que se encargaban de manejar un tipo de máquina hidráulica, compuesta de gruesos mazos de madera, movidos por un eje, para golpear, desengrasar y enfurtir o dar forma a los paños. [4] 1302/1310 – 1358. Preboste de los mercaderes de París, esto es, jefe de la burguesía, durante el reinado de Juan II el Bueno. Apoyó la revuelta campesina conocida como la Gran Jacquerie (1358, en el N de Francia), y murió el 31 de julio asesinado en París. Se opuso al poder de la monarquía. [5] Ver en esta misma página web, en la entrada «Anotaciones de lecturas», lo que dice sobre Marsilio de Padua el estudioso Walter Ullmann en el apartado dedicado al «Pueblo» de su libro Principios de gobierno y política en la Edad Media, escrito en 1961 y traducido al español por la Revista de Occidente, Madrid, 1971. [6] Henri Pirenne parece ignorar la extraordinaria mística femenina del siglo XIII, a la que nos hemos referido anteriormente, de la que precisamente bebieron los místicos renanos del siglo XIV, especialmente el Maestro Eckhart, y, como consecuencia de ello, sus discípulos Johannes Tauler y Enrique Suso; volvemos a repetir los nombres de las tres más destacadas: Hadewijch de Brabante, Matilde de Magdeburgo y Margarita Porete, las tres beguinas del siglo XIII, aunque también convendría recordar a Isabel de Schönau y María de Oignies, del siglo XII; Margarita de Oingt y Beatriz de Nazaret, del siglo XIII; Ángela de Foligno, del siglo XIV. Todas ellas escribieron en lengua vernácula, no en latín; en el caso de Ángela de Foligno, que era analfabeta, su confesor escribía fielmente lo que ella le dictaba o decía. Ya del siglo XIV y principios del XV es la anacoreta y escritora mística inglesa Juliana de Norwich. [7] Tanto con Juan Tauler como con Enrique de Nördlingen (ca. 1310 – 1379, místico alemán, discípulo también de Eckhart), mantuvo estrecha correspondencia la religiosa dominica Margarita Ebner (1291 – 1351), autora de unas Revelaciones. [8] No parece ser el calificativo más preciso, pues hubo escritores místicos, mujeres y hombres, durante los siglos XIII y XIV, que sí que pertenecieron a Órdenes religiosas: la alemana Isabel de Schönau era benedictina; la alemana Matilde Magdeburgo terminó entrando en el monasterio cisterciense de Helfta; la brabanzona Beatriz de Nazaret también era monja cisterciense, como la flamenca Lutgarda de Tongres y la alemana Gertrudis de Helfta; la asimismo brabanzona Margarita de Oingt perteneció a la Orden de los Cartujos; Ángela de Foligno era de la Orden Tercera de San Francisco; el Maestro Eckhart, Juan Tauler y Enrique Suso eran dominicos. [9] Insistimos en que no puede minusvalorarse la importancia de las Órdenes monásticas en lo que atañe a la mística y a las nuevas formas de piedad religiosa en el siglo XIV, de igual modo que creemos que lo peligroso para la Iglesia no era tanto la expansión del misticismo entre los laicos, sino el misticismo en sí mismo, que, de otra parte, casi siempre ha bordeado la herejía para la autoridad eclesiástica. [10] A instancias del francés Clemente V, el Concilio de Vienne condenó a las beguinas en 1312. El Papa estuvo sin duda influido por Felipe IV el Hermoso, rey de Francia. La eminente estudiosa española Blanca Garí, en su magnífica Introducción al libro El espejo de las almas simples, de la beguina y mística picarda Margarita Porete, quemada viva en París el 1 de junio de 1310, ha insinuado que se entrelazan sutilmente, en el mencionado concilio, la condena de los Templarios, en la que tan interesado estaba el rey francés, y la condena por herejía de los Hermanos del Libre Espíritu, tan deseada por Clemente V. La condena de Margarita también parece haber sido parte de la transacción entre el Papa y Felipe IV, pues a cambio de la condena de la incómoda beguina relapsa (reincidente), y de paso de todo el movimiento del beguinaje, Felipe controlará de manera exclusiva el proceso contra la Orden del Temple. En 1318, Juan XXII las castigó, mitigando poco después la severidad contra las beguinas al creer que las había domeñado. [11] Esta teóloga y mística fundó en 1346 la Orden del Santísimo Salvador, que seguía la Regla de San Agustín, aprobada por Urbano V en 1370. [12] Pedro Martínez de Luna y Pérez de Gotor (Illueca, Zaragoza, 25 nov 1328 – Peñíscola, 23 mayo 1423). Había sido nombrado cardenal en dic de 1375, cuando aún no había comenzado el Cisma de Occidente. [13] A Felipe el Bueno le sucedió en 1467 su hijo, Carlos el Temerario, quien encontró la muerte en la batalla de Nancy, el 5 de enero de 1477, luchando contra el duque de Lorena, René II. Se consolidó así la independencia de Lorena, pero, sobre todo, la parte específicamente francesa del Ducado de Borgoña pasó a manos del rey Luis XI. La anexión de la región histórica de Borgoña era un fuerte deseo de la monarquía francesa desde la época de Juan sin Miedo. A partir de 1477 el enfrentamiento de los reyes de Francia con los Habsburgo es total, pues María de Borgoña, hija de Carlos el Temerario, se había casado con Maximiliano I de Austria, conservando por la fuerza el Artois, el riquísimo condado de Flandes y el Franco-Condado, que pasarían a su nieto Carlos I de España. [14] Lusacia es una región histórica que actualmente ocupa parte del este de Sajonia, en Alemania, y parte del SO de Silesia, en Polonia. Se divide entre la Alta Lusacia (con ciudades como Bautzen, Görlitz, Löbau, Luban y Zittau), al sur, y la Baja Lusacia, al norte (con ciudades como Cottbus o Kottbus y Calau o Kalau). [15] El Colegio comprendía tres electores eclesiásticos y cuatro laicos. Los eclesiásticos eran los prelados de Maguncia, Tréveris y Colonia. Los laicos, el rey de Bohemia, el conde palatino del Rhin, el duque de Sajonia y el marqués de Brandeburgo. [16] María de Hungría (1257 – 1323), hija de Esteban V de Hungría y esposa de Carlos II de Nápoles. [17] El mejor estudio sobre la relación de Carlos V con los Fugger y el capitalismo financiero es el libro clásico del historiador español Ramón Carande y Thovar (1887 – 1986) titulado Carlos V y sus banqueros, cuyo primer volumen, de los tres que componen la obra, apareció en 1943. Una muy buena edición es la publicada por la Junta de Castilla y León en 1987, en tres volúmenes. [18] Todo esto fue muy bien estudiado por el hispanista e historiador estadounidense Earl Jefferson Hamilton (1899 – 1989) en su libro de 1934 titulado El tesoro americano y la revolución de los precios en España, 1501 – 1650. La inflación de los precios afectó gravemente a España, que perdió competitividad y arruinó su producción de lana. [19] Anteriormente, en 1541, Calvino fundó un Colegio en Ginebra dedicado principalmente al estudio de las humanidades grecolatinas y a la exégesis bíblica, bajo la dirección de Sebastián Castellio (Sébastien Castellion), humanista, biblista y teólogo protestante francés. Las divergencias teológicas de Castellio con Calvino llegaron a ser insalvables en 1544, por lo que al año siguiente se trasladó a Basilea. Básicamente, Castellio no admitía la doctrina de la predestinación ni compartía el régimen de terror inquisitorial en que estaba convirtiéndose la república. La ruptura definitiva con Calvino tuvo lugar inmediatamente después de que éste, tras un juicio sin garantías, ordenó quemar vivo, el 27 de octubre de 1553, al eminente jurista, teólogo y médico español Miguel Servet, acusado, entre otras cosas, de no creer en el dogma de la Trinidad. Desde este momento Castellio consagró su vida a criticar con gran dureza y rigor intelectual el peligroso fanatismo religioso de Calvino, así como su régimen teocrático de terror. El gran escritor y ensayista vienés Stefan Zweig dedicó un hermoso libro a esta cuestión, Conciencia contra violencia (1936), en español traducido como Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia.
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