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Huellas del espíritu La última obra de Plácido Romero acentúa la correspondencia entre la propia vida, la evolución del espíritu y la pintura Pintura. Plácido Romero. Galería Alfredo Viñas. Málaga. C/ José Denis Belgrano, 19. Hasta el 12 de diciembre de 1999.
La confirmación incontestable de las nuevas y emancipadoras posibilidades expresivas que alboreaban en las dos últimas exposiciones individuales de Plácido Romero (Málaga, 1961), celebradas consecutivamente en 1997 en este mismo espacio y en la galería 4RT de Barcelona, la tenemos en estos primeros frutos sazonados que ahora se exhiben, después de un prolongado periodo de maduración de tres años, en la actual muestra. La arriesgada mudanza estilística que entonces se vislumbraba, y cuya orientación cardinal iba dirigida, de un lado, hacia un decidido desprendimiento del peculiar y enraizado cosmos figurativo que hasta ese momento había caracterizado su obra desde mediados los ochenta, y, de otro, en íntima conexión con el anterior, hacia una progresiva renuncia de los elementos estrictamente literarios del tema representado, liberando de este modo la pintura de cualquier servidumbre respecto de la realidad externa y reduciéndola a la sola potencia expresiva del vocabulario plástico empleado, se nos ofrece ahora plena y segura de sí misma, dotada incluso, a pesar de la materialidad experimental que por entero la atraviesa, de una misteriosa naturalidad y una ingrávida poesía cuya fuente sólo puede situarse en las arcanas, solitarias y libres regiones del espíritu. Pero si la
pintura actual de Plácido Romero, resultado de una ardua aunque invisible tarea
investigadora con diferentes materiales y procedimientos técnicos, se ha hecho
más pictórica y autónoma, es porque ha logrado transmutar en límpida
realidad plástica el mundo de los conceptos y la intensa simbología de que se
nutre. El escenario de sus vivencias ha cambiado, su mundo espiritual se ha
hecho más complejo, pero Plácido Romero sigue siendo esencialmente un pintor
que necesita escarbar y asomarse a su propia interioridad, a su experiencia
vital personalísima e intransferible, que siente una insondable exigencia ética
por tender puentes entre el arte y la vida, sólo que ahora, por fortuna para
quienes siguen atentos la evolución de su obra, la biografía del espíritu se
traduce a su verdadero medio, esto es, se convierte en pura forma estética.
Esta forma, que ahora se representa de manera ordenada y estructurada, como si
el armazón compositivo del lenguaje geométrico ayudase a situar en el mundo,
en este caso la superficie del lienzo, las ensoñaciones, los sentimientos y los
recuerdos, recrea el eterno ciclo de la vida y la muerte, comenzando desde los
cuadros donde se depositan en estratos
y catas arqueológicas los residuos de
la existencia y los restos de la memoria, continuando por los que desvelan las huellas
del pasado y de la propia historia, rastros que se abren a otros mundos a través
de ventanas, cual metáforas de las sucesivas capas de nuestra psique,
y que terminan representando nichos,
oscuros lugares donde la materia orgánica se transforma y de los que a su vez
surgirá rebosante la vida, eterno retorno del ser atrapado en una circularidad
sin fin que, quién sabe, quizá sea tan sólo, como escribió el filósofo-poeta
que se sumergió para siempre un día de enero de 1889 en el reino de las
sombras, el sueño de un dios. ©Enrique Castaños Alés Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 20 de noviembre de 1999
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